Bruno Schulz
Mi padre conservaba en
el cajón inferior de su amplio escritorio un hermoso plano antiguo de nuestra
ciudad. Era en realidad todo un volumen en folio, de pergaminos que, unidos por
medio de cintas, formaban un inmenso mapa mural que representaba un panorama a
vuelo de pájaro.
Fijado
a la pared, a la que cubría casi por entero, dejaba ver todo el valle del
Tysmienica, que serpenteaba como una cinta pálida y dorada el conjunto de los
grandes lagos y pantanos y los últimos contrafuertes de las montañas, cuyas
ondulaciones huían hacia el Sur, primero raras y distantes, luego reunidas en
cadenas cada vez más numerosas, en un damero de colinas redondeadas que se
hacían más pequeñas y más pálidas a medida que se acercaban al horizonte dorado
y brumoso. Bajo esas periferias empañadas y lejanas se destacaba la ciudad, que
avanzaba hacia el borde del mapa. Al principio bajo la forma de masas aún
indiferenciadas, compacta mezcla de casas cruzadas por los arroyos profundos de
las calles; más cerca se dividía en inmuebles individualizados, que habían sido
dibujados con la misma precisión con que se verían a través de unos
prismáticos.
En
esta parte, el artista había logrado fijar la profusión tumultuosa de las
calles y callejuelas, el diseño de las cornisas, arquitrabes, arquivoltas y
pilastras que brillaban en el oro sombrío de un crepúsculo que hundía a los
nichos y oquedades en una sombra color ocre. Esos espectros de sombra se
extendían como rayos de miel, por las arterias de la ciudad. Bañaban con su
masa tibia y opulenta aquí la mitad de una calle, allá un espacio entre dos
casas, y orquestaban, en un claroscuro triste y romántico, la polimorfía
arquitectónica del conjunto.
Ahora
bien, sobre este plano, dibujado en el estilo de los prospectos barrocos, los
alrededores de la calle de los Cocodrilos formaban una mancha blanca comparable
a la que, en los tratados de geografía, señala las regiones polares o los
países inciertos o inexplorados. Solo algunas calles estaban indicadas allí con
líneas negras, con sus nombres trazados en escritura corriente, mientras que
las otras leyendas se distinguían por la nobleza de sus caracteres góticos. Era
evidente que el cartógrafo se había negado a reconocer esta zona como parte
legítima de la ciudad y había manifestado su oposición por medio de ese
tratamiento superficial.
Para
comprender su reserva, debemos describir aquí la naturaleza particular de este
barrio equívoco. Era un distrito comercial e industrial de muy marcado carácter
utilitarista. El espíritu de la época y los mecanismos económicos no habían
perdonado a nuestra ciudad y se habían enraizado en su periferia, donde habían
dado nacimiento a ese suburbio parásito. Mientras que en la ciudad vieja
reinaba aún un comercio nocturno, semiclandestino y ceremonioso, aquí, en este
barrio joven habían florecido toda clase de métodos comerciales sobrios y
modernos. Injertado en este suelo agotado, cierto norteamericanismo exuberante
había producido un estilo soso e incoloro, de una vulgaridad presuntuosa. Se
veían allí miserables edificios de fachada caricaturesca, embozados en
monstruosos ornamentos de estuco que se desmoronaban fácilmente. A las viejas
barracas suburbanas se habían agregado apresuradamente portales cerrados que,
si se los miraba de cerca, no eran más que una lamentable imitación del estilo
de moda. Las vidrieras sucias sobre las cuales se quebraba en reflejos
ondulados la imagen de la calle, la madera rugosa de los portales, el tono gris
uniforme de esos interiores estériles en los que las altas estanterías y los
muros agrietados se cubrían de telas de araña y de capas de polvo, todo eso
daba a los negocios del barrio el sello de un nuevo Klondyke. Así se alineaban
una al lado de otra, los tenduchos de los sastres de confección, los depósitos
de porcelanas, las droguerías, las peluquerías. En los grandes vidrios
grisáceos de sus frentes estaban pintadas oblicuamente o en semicírculo
inscripciones en letras doradas: CONFITERÍA, MANICURA, KING OF ENGLAND.
Los
viejos habitantes de la ciudad se mantenían apartados de esta zona, ocupada por
un populacho sin carácter ni cohesión, una verdadera pacotilla moral, una
categoría inferior del ser humano que, por sí mismos y ellos solos, engendraban
tales ambientes dudosos y efímeros. Pero en los días de abatimiento, en las
horas de debilidad, podía ocurrírsele a un ciudadano echar a andar por esa zona
equívoca. Ni siquiera los mejores escapaban a la tentación de degradarse alguna
vez, de borrar las jerarquías, de hundirse en ese cenagal de fácil
promiscuidad. Ese barrio era un Eldorado para esos desertores que renunciaban a
su dignidad. Todo allí parecía sospechoso y dudoso; todo, por medio de guiñadas
discretas, gestos cínicos y miradas furtivas, excitaba a la concupiscencia
impura; todo tendía a desencadenar los bajos instintos.
Un
transeúnte desprevenido difícilmente descubriría la extraña peculiaridad de
estos lugares, donde los colores estaban ausentes, como si en esta aglomeración
mediocre y apresurada nadie pudiera permitirse ese lujo. Todo era gris, como en
un folleto ilustrado o en las fotos en blanco y negro. Esta semejanza iba más
allá de la simple metáfora pues, por momentos, si uno paseaba por esas calles,
tenía la impresión de hojear un insípido prospecto en el que, por
inadvertencia, se hubieran deslizado proposiciones equívocas, notas escabrosas,
ilustraciones parásitas. Esos paseos se revelaban tan estériles como los
desbordes de una imaginación que se arrastra entre las ilustraciones y los
textos de una publicación pornográfica.
Si
uno entraba, por ejemplo, en la tienda de un sastre, para encargar un traje de
dudosa elegancia, a tono con las características del lugar, se encontraba en un
local vasto y vacío, de techo elevado e incoloro, hasta el cual se elevaban las
grandes estanterías. Ese andamiaje de estantes vacíos conducía nuestra mirada
hacia las alturas, hacia ese techo que podía ser también un cielo, un cielo
mediocre y mustio como los de ese barrio. Pero, por otra parte, las demás
piezas, que es posible ver por la puerta entreabierta, están llenas hasta el
tope de cajas y cartones, superpuestos como en un inmenso fichero que, allá
arriba junto al vago firmamento del techo, concluye en una geometría del vacío,
una construcción estéril de la nada. La luz diurna no atraviesa esas ventanas
grises de múltiples vidrios cuadriculados como las hojas de los cuadernos
escolares, porque todo el espacio del negocio está embebido en una luz indecisa
e indiferente que no proyecta sombra ni subraya los relieves.
Y
ahora se nos aparece un joven extremadamente servicial, esbelto y ágil,
dispuesto a satisfacer todos nuestros deseos y a aplastarnos bajo su fácil
elocuencia chabacana. Sin dejar de parlotear, despliega largas piezas de tela,
mide, alisa las arrugas y da forma a la onda infinita que corre entre sus
manos, armando capotes o pantalones imaginarios. Todas esas manipulaciones solo
parecen una simulación, una comedia, una máscara irónica que oculta el sentido
verdadero de su actividad.
Las
vendedoras son morenas y esbeltas, pero la belleza de cada una de ellas tiene
un pequeño deterioro, muy característico de ese barrio de mala vida. Van y
vienen por la tienda, o se apostan en la puerta, vigilando si la operación comercial
confiada al experto dependiente está llegando a concretarse. El joven hace toda
clase de ceremonias y melindres; por momentos da la impresión de ser una mujer
vestida de hombre. Uno desearía acariciar su mentón o pellizcar sus mejillas,
cuando, esbozando una mirada cómplice, atrae discretamente nuestra atención
sobre la etiqueta de su mercadería, de transparente simbolismo.
Poco
a poco la cuestión de la elección de una tela queda relegada a un segundo
plano. Ese joven corrompido y casi afeminado, lleno de comprensión por los
caprichos más íntimos del cliente, exhibe ante los ojos de éste etiquetas muy
particulares, toda una colección de marcas registradas, la colección de un
aficionado refinado. Entonces descubrimos que la sastrería no era más que una
fachada que disimulaba el gabinete de un librero, repleto de libros de tiraje
reducido y escritos de carácter licencioso. El joven diligente nos muestra
reservas de libros, grabados y fotografías que se apilan hasta el techo. Las
viñetas y las estampas superan nuestros sueños más osados: nunca hubiéramos
imaginado tales abismos de depravación, una desvergüenza tan refinada.
Las
vendedoras, grises, color de papel, pasan y vuelven a pasar, ahora con mayor
frecuencia, entre las pilas de libros. Sus rostros ya corrompidos tienen ese
pigmento graso de las morenas que, agazapado en el fondo de sus ojos, se lanza
a veces a una carrera enloquecida de cucaracha. En las manchas de rubor que
colorean sus mejillas, en sus lunares picarescos, en el impudor de su vello, se
trasluce el ardor de su sangre negra. Los libros, que ellas toman con sus dedos
oliváceos, parecen conservar manchas de esa sangre: sus colorantes muy
intensos, al desteñirse sobre el papel, soltaban en el aire como una lluvia de
pecas, un reguero obscuro y aromático, olor de café, de tabaco y de hongos
venenosos.
Entretanto
la licencia se generaliza. El dependiente, que ha agotado sus facultades de
convicción, se ha reducido progresivamente a una femenina pasividad. Se ha
tendido sobre uno de los numerosos divanes que se hallan entre las estanterías;
un escote femenino entreabre su pijama de seda. Las vendedoras se muestran unas
a otras las figuras y posiciones de las estampas; otras se adormecen sobre
lechos improvisados. La presión sobre el cliente se debilita. Han dejado de
importunarlo y lo dejan librado a sí mismo; entregadas a sus conversaciones, ya
no le prestan ninguna atención. Sin embargo adoptan una actitud arrogante,
colocándose de espaldas o de perfil, y juegan coquetamente con la punta de sus
zapatos u ondulan sus cuerpos con flexibilidad de serpientes, provocando así
con indolente irresponsabilidad al espectador que fingen ignorar. El huésped se
siente así atraído, empujado por esa retirada estratégica que le deja sin campo
libre para actuar. Pero mejor será aprovechar ese instante de distracción para
escapar a las imprevisibles consecuencias de nuestra inocente visita y salir a
la calle.
Nadie
nos retiene. Nos escabullimos entre corredores de libros, entre las largas
estanterías de revistas e impresos; logramos abandonar el negocio y nos
hallamos de nuevo en el punto más alto de la calle de los Cocodrilos, desde
donde se puede observar todo su trazado, hasta las construcciones interrumpidas
de la estación. La luz es grisácea, como siempre ocurre en estos parajes, y el
paisaje recuerda una foto de vieja revista ilustrada, a tal punto son
descoloridos y vulgares los vehículos, las casas y la gente. Esta realidad,
delgada como el papel, denuncia por todas sus grietas su carácter ilusorio. A
veces uno tiene la impresión de que esa esquinita que de pronto descubrimos ha
sido arreglada especialmente para ofrecer la imagen de una avenida de una gran
ciudad. Pero de inmediato esa mascarada improvisada se descompone: incapaz de
sostener su ficción, se desmorona, y solo queda un montón de argamasa, los
escombros de un teatro inmenso y vacío recorrido a veces por los
estremecimientos de una gravedad tensa y patética.
Lejos
está de nosotros la intención de denostar este espectáculo. Aceptamos
conscientemente que el encanto mezquino de este barrio nos seduce. Por otra parte,
no está desprovisto de cierto carácter autoparódico. Las hileras de barracas
suburbanas alternan con altos edificios que se diría hechos de cartón, un
conglomerado de insignias, ciegas ventanas de oficinas, vidrieras opacas,
chapas y anuncios. La multitud hormiguea al pie de esas casas. La calle es tan
ancha como una avenida urbana, pero la calzada, a la manera de las plazuelas
aldeanas, está hecha de arcilla apisonada, invadida de hierbas silvestres,
llena de pozos y charcos. La circulación de los peatones es motivo de orgullo
para los habitantes del barrio, y hablan de ella exhibiendo miradas de
suficiencia. La multitud descolorida, anónima, está en sumo grado poseída de su
papel y despliega todo el celo posible para contribuir a crear la impresión de
una gran ciudad. Sin embargo, a pesar de su aspecto atareado y práctico, da la
impresión de un cortejo somnoliento que circula monótonamente y sin objeto.
Toda la escena está impregnada de una curiosa insignificancia. La multitud
continúa errando en una ola monótona y, cosa extraña, se la distingue apenas
vagamente. Las siluetas se deslizan en un tumulto suave y confuso, sin llegar a
destacarse completamente recortadas. Solo de vez en cuando puede uno aislar, en
esa maraña, alguna mirada negra y viva, un sombrero muy calado, una mitad de
rostro deformado por un rictus y cuyos labios acaban de entreabrirse, una
pierna que ha dado un paso y queda endurecida para siempre en esa actitud.
Una
de las particularidades del barrio son los coches de plaza sin conductor, que
ruedan solos por las calles, y no porque falten cocheros, sino porque estos,
perdidos en la multitud y solicitados por otros asuntos, no se preocupan por
sus coches. En esta esfera de la apariencia y del gesto vacío, no se preocupa
uno demasiado por precisar el lugar de destino y los pasajeros se confían a
esos vehículos errantes con la indolencia que se observa aquí en general. En
ciertos cruces peligrosos se los ve, a veces, asomados fuera de sus vehículos
desencajados y efectuar, no sin esfuerzo, riendas en mano, una maniobra
complicada.
En
el barrio hay también tranvías, que constituyen el más brillante de los
triunfos para los concejales municipales. Pero el aspecto de esos coches de
papel maché es lastimoso, con sus tabiques deformados por el paso del tiempo. A
veces hasta les falta la delantera, de manera que se ve a los pasajeros
sentados en el interior, rígidos y en actitud muy digna. Estos tranvías son
empujados por mandaderos municipales.
Pero
lo más sorprendente es el sistema ferroviario de la calle de los Cocodrilos. A
veces, durante el fin de semana, a horas variables, se puede observar a una
multitud que espera el tren en una parada. Ni la hora de llegada del tren, ni
el lugar exacto donde habrá de detenerse, son seguros y ocurre a veces que la
gente forma dos filas de espera, pues no logran ponerse de acuerdo sobre el
emplazamiento de la estación. Esperan mucho tiempo, formando un grupo sombrío y
silencioso a lo largo de las vías trazadas vagamente. Vistos de perfil, sus
rostros son como máscaras de papel que la expectativa recorta con líneas
fantásticas.
Por
fin el tren llega. Sale de una callecita, minúsculo, pegado a las vías,
arrastrado por una locomotora jadeante. Ha entrado en ese corredor oscuro y la
calle se ennegrece bajo el polvillo de carbón que esparcen los vagones. La
respiración apagada de la locomotora, un soplo de extraña severidad y lleno de
tristeza, el gentío y el enervamiento contenido transforman por un instante a
la calle en un andén de estación, en medio del breve crepúsculo invernal.
El
comercio de billetes de tren es, junto con la corrupción, la plaga de la
ciudad. A último momento, cuando el tren se halla ya en la estación, tienen
lugar las negociaciones con los empleados de la línea. Antes de que ellas
concluyan, el tren se pone en marcha, acompasado por una multitud lenta y
desencantada que lo sigue largo rato y luego se dispersa.
La
calle, reducida por un momento a ser esa estación crepuscular, llena del
aliento de las vías lejanas, se ilumina y se ensancha de nuevo para dejar paso
a la multitud indolente y monótona, que vaga con su impreciso murmullo a lo
largo de las vidrieras que, detrás de los sucios cristales, exhiben toda clase
de baratijas, grandes maniquíes de cera y muñecas de peluqueros.
Vestidas
con largas ropas de encaje pasan, provocadoras, las prostitutas. Son quizás,
por otra parte, las mujeres de los peluqueros o de los músicos de las tabernas.
Andan con un paso elástico de animales feroces y llevan en sus rostros malvados
y corrompidos una pequeña deformación destructiva: sus ojos negros son
estrábicos, tienen la boca desgarrada o les falta la punta de la nariz.
Los
vecinos están orgullosos de las emanaciones viciosas de la calle de los
Cocodrilos. No nos privamos de nada, piensan satisfechos, podemos ofrecernos el
lujo de un verdadero libertinaje. Dicen que todas las mujeres del barrio son
cortesanas. En efecto, basta mirar a cualquiera de ellas para encontrar una
mirada insistente, viscosa, que nos hiela con su certidumbre voluptuosa. Hasta
las escolares tienen un modo de llevar los moños, un cierto defecto en los
ojos, una manera de mover sus esbeltas piernas, en los que se esboza su futura
depravación.
Y
sin embargo… Sin embargo, ¿será necesario, aún, traicionar el último secreto de
este barrio, el misterio cuidadosamente conservado de la calle de los
Cocodrilos? Varias veces, en el curso de esta narración, hemos manifestado
ciertos escrúpulos y expresado discretamente nuestras reservas. El lector
atento no se sorprenderá, pues, al descubrir la incógnita del asunto. Hablamos
del carácter mimético de este barrio, pero este término tiene también un
significado bastante claro para expresar la esencia intermedia e indecisa del
barrio.
Nuestro
lenguaje no tiene vocablos que permitan fijar los grados de la realidad o
definir su densidad. Digámoslo sin disimulo: la fatalidad de este barrio reside
en que nada cobra realidad en él. Todos los gestos insinuados quedan en
suspenso, se agotan prematuramente y no pueden trasponer ciertos límites. Hemos
tenido la oportunidad de observar la exuberancia y prodigalidad de las
intenciones, de los proyectos y de las anticipaciones: no se trataba de otra
cosa que de una fermentación de deseos, precoz y, por lo tanto, estéril.
En
una atmósfera de facilidad excesiva todos los caprichos germinan y la tensión
más pasajera crece y se cubre de estériles excrecencias, hierbas silvestres de
la pesadilla, adormideras febriles y descoloridas. Sobre todo el barrio se
cierne un olor de pecado disoluto y perezoso: gentes, casas y tiendas solo
padecen, a veces, un estremecimiento de su cuerpo febril, un espasmo entre sus
ensoñaciones. En parte alguna como aquí se siente uno a tal punto amenazado por
la proximidad de realización, debilitado y paralizado por la aprehensión
voluptuosa del hecho a cumplirse. Pero todo termina allí.
Una
vez superado cierto nivel, el flujo se detiene y retrocede, la atmósfera pierde
color, las posibilidades recaen en la nada, las amapolas grises y enloquecidas
de la excitación se disipan en cenizas.
Nunca
nos abandonará el arrepentimiento de habernos alejado de aquella sastrería.
Sabemos que jamás volveremos a encontrarla. Iremos de una insignia a otra y
siempre nos equivocaremos. Visitaremos decenas de negocios parecidos,
caminaremos entre murallas de libros, hojearemos centenares de publicaciones,
mantendremos confusas negociaciones con vendedoras de piel pigmentada y belleza
defectuosa que no comprenderán nuestros deseos. Caeremos en confusiones sin
fin, hasta que nuestra fiebre y nuestro desasosiego se agotarán, después de
tantos esfuerzos inútiles, tantas búsquedas infructuosas.
Nuestras
esperanzas reposaban sobre un equívoco; la ambigüedad del local era solo una
apariencia; la tienda era una verdadera sastrería y el empleado no tenía
ninguna intención oculta. En cuanto a las mujeres de la calle de los
Cocodrilos, su depravación es más bien moderada y se ahoga bajo espesas capas
de prejuicios. En esta ciudad de la mediocridad no hay lugar para los instintos
exuberantes ni para las pasiones oscuras e insólitas.
La
calle de los Cocodrilos era una concesión de nuestra ciudad al progreso y a la
corrupción modernas. Pero, como es natural, solo podíamos pretender edificar
una imitación en papel maché, un fotomontaje hecho con recortes de viejos
periódicos amarillentos.
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