Clark Ashton Smith
–¡Dame, dame, oh magnánimo
y liberal señor de los pobres! –exclamó el mendigo.
Avoosl
Wuthoqquan, el prestamista más rico y avaro de todo Commorión, y, en consecuencia,
de todo Hyperbórea, fue sacado bruscamente de sus sueños por la voz aguda y quejumbrosa.
Observó al pedigüeño con mirada airada y poco amistosa. Mientras caminaba hacia
su casa aquella noche, sus meditaciones estaban espléndidamente repletas de metales
brillantes y preciosos, de monedas y lingotes, de objetos de oro y de plata, llameantes
gemas ensartadas en ristras, ríos y cascadas de piedras preciosas, todo ello llenando
los cofres de Avoosl Wuthoqquan. Ahora la visión se había desvanecido, y esta voz
desagradable e intrusa le imploraba una limosna.
–No
tengo nada para ti –su tono era parecido al de un portazo.
–Sólo
dos pazoors, oh ser generoso, y te echaré la buenaventura.
Avoosl
Wuthoqquan contempló por segunda vez al mendigo. Nunca había visto a un ser tan
miserable de entre todos los mendigos que conocía de sus correrías por Commorión.
El hombre era muy anciano, y su piel, de un marrón muy oscuro, apenas visible, estaba
plagada de arrugas que más bien parecían el entrelazado de alguna araña gigante
de la selva. Sus harapos no eran menos fabulosos, y la barba que le caía se mezclaba
con los mismos, como si se tratase del musgo que cubre el tronco de un junípero.
–No
necesito tus predicciones.
–Sólo
un pazoor, pues.
–No.
Los
ojos del mendigo adquirieron un destello perverso y malvado en sus hundidas cuencas,
comparables a las cabezas de víboras venenosas.
–Entonces,
oh Avoosl Wuthoqquan –silbó–, te diré la profecía gratis. Ten cuidado de tu rareza:
el amor excesivo y desnaturalizado que sientes por todos los bienes materiales,
y tu consabida avaricia, te llevarán a una búsqueda extraña, conduciéndote irremisiblemente
a un destino, donde ni el sol ni las estrellas te podrán ayudar. La opulencia oculta
de la tierra te adulará, haciéndote creer que eres fuerte, hasta que por último
te devore la propia tierra.
–Márchate
–dijo Avoosl Wuthoqquan–. La rareza no es más que un mínimo misterio expresado en
sus primeras cláusulas: la última de éstas es algo más platónico. No necesito que
ningún mendigo me explique cuál es el vulgar destino de la mortalidad.
Ocurrió
muchas lunas después, en ese año que para los historiadores preglaciares era conocido
como el año del Tigre Negro.
Estaba
Avoosl Wuthoqquan sentado en una cámara de techo bajo en su casa, que constituía
su habitual lugar de trabajo. La habitación aparecía con una planta oblicua, a causa
de la breve luz dorada de la puesta del sol, cuyos rayos penetraban por una ventana
acristalada, iluminando una línea serpenteante de chispas multicolores en la lámpara
enjoyada que pendía de cadenas de cobre, y dando una vida luminosa a los tortuosos
hilos de plata que brillaban en la penumbra. Avoosl Wuthoqquan, sentado en una sombra
ambarina apartada de la luz, observaba con mirada austera e irónica al cliente,
cuya faz morena y manto oscuro denotaban una gloria pasada.
El
personaje era extranjero, y el usurero pensó que probablemente se tratase de un
mercader llegado de reinos lejanos, o algún forastero de dudosa ocupación. Sus ojos
alargados y oblicuos, de un verde opaco, su barba azulada y desaliñada, así como
el corte de su triste vestidura, eran pruebas suficientes para atestiguar su identidad
de extranjero.
–Trescientos
djals es una suma fuerte –objetó pensativamente el prestamista–. Además, no lo conozco.
¿Qué seguridad me puede ofrecer?
El
visitante sacó de su manto una bolsa pequeña de piel de tigre, y cerrada con un
tendón; la abrió con destreza, y vació sobre la mesa de Avoosl Wuthoqquan dos esmeraldas
sin tallar, de un tamaño considerable, y cuya pureza era tan perfecta como indiscutible.
Del corazón de las piedras refulgía un fuego frío, como hielo verde, que se hacía
más intenso cuando se unía a la luz del crepúsculo. En los ojos del usurero se había
encendido una chispa avariciosa, pero habló fría e indiferentemente.
–Puede
que me avenga a prestarle ciento cincuenta djals. Es difícil desembarazarse de las
esmeraldas, y si no vuelve para recuperar las piedras y devolverme el dinero, todavía
tendré ocasión de arrepentirme por mi generosidad. Pero correré el riesgo.
–El
préstamo que pido es ínfimo comparado con su valor –protestó el extraño–. Deme doscientos
cincuenta djals… Me han dicho que existen otros prestamistas en Commorión.
–Doscientos
djals es el máximo que puedo ofrecer. Es cierto que las piedras no carecen de valor,
pero puede haberlas robado. ¿Qué sé yo? No tengo por costumbre hacer preguntas indiscretas.
–Tómelas
–replicó apresuradamente el extranjero, aceptando las monedas de plata que Avoosl
Wuthoqquan iba contando, sin mayores protestas.
Al
retirarse, el usurero lo miró con sonrisa sarcástica, haciendo para sí sus propias
conclusiones. Estaba seguro de que había robado las joyas, pero ni se preocupaba
lo más mínimo por este hecho. No le importaba a quién habían pertenecido, ni cuál
era su historia, sino que pasarían a formar parte de los valiosos cofres de Avoosl
Wuthoqquan. Incluso la más pequeña de las dos esmeraldas habría sido barata a trescientos
djals, pero el usurero no temía que el extranjero volviese a reclamarlas… No, se
trataba sencillamente de un ladrón, contento de poder librarse de la evidencia de
su culpa. En cuanto a la verdadera propiedad de las gemas, constituía un tema que
en absoluto picaba la curiosidad del prestamista. Ahora le pertenecían a él, por
virtud de la suma de plata que tanto él como el extranjero habían considerado tácitamente
como un precio más que como un préstamo.
La
luz del atardecer se desvanecía rápidamente de la habitación a la vez que el crepúsculo
comenzó a dorar los bordados metálicos de las cortinas y los coloridos ojos de las
piedras preciosas. Avoosl Wuthoqquan encendió la lámpara, y abriendo una pequeña
caja fuerte reforzada sacó una resplandeciente ristra de joyas que depositó sobre
la mesa junto a las esmeraldas. Había topacios pálidos y límpidos como el hielo
procedentes de Mhu Thulan, y maravillosos cristales de turmalina llegados de Tscho
Vulpanomi; fríos y escurridizos zafiros del norte, cuarzos rojos como sangra helada,
y diamantes en cuyos corazones resplandecían estrellas blancas. El carmesí de los
rubíes llameaba desde la pila de piedras, mientras que otras brillaban con ojos
de tigre o lanzaban sus sombrías llamaradas a la luz de la lámpara entre los inquietos
matices de los ópalos. También había esmeraldas, pero ninguna tan grande ni tan
perfecta como las que había adquirido esa misma tarde.
Avoosl
Wuthoqquan distribuyó las piedras en filas y círculos resplandecientes, al igual
que hicieron en ocasiones anteriores, separando a un lado, como capitanes que conducen
el escuadrón, todas las esmeraldas, incluidas las nuevas. Se sentía satisfecho con
su adquisición, así como de sus cofres rebosantes. Contemplaba las joyas con un
amor avaricioso y una complacencia mezquina; sus ojos parecían puntos de jaspe incrustados
en la cubierta de pergamino ahumado de cualquier libro viejo dedicado a la magia.
Pensaba que sólo el dinero y las piedras preciosas eran cosas inmutables e imperecederas
en un mundo de incesante cambio y fugacidad.
Llegado
a este punto, sus reflexiones se vieron interrumpidas por un hecho singular. Repentinamente,
y sin razón aparente, ya que ni las había tocado siquiera, las dos esmeraldas grandes
comenzaron a rodar sobre la mesa de madera de ogga, alejándose de sus compañeras;
y antes de que el sobresaltado prestamista pudiera adelantar la mano para pararlas,
desaparecieron por el borde opuesto y cayeron con un amortiguado tintineo sobre
el suelo alfombrado.
Semejante
conducta no sólo era excéntrica y peculiar, sino además incomprensible; pero el
usurero se levantó rápidamente con intención de recuperar sus joyas. Rodeó la mesa
a tiempo de ver que habían continuado su misterioso rodar y se escapaban por la
puerta abierta, semicerrada solamente por el extranjero. Dicha puerta se abría a
un patio, el cual, a su vez, daba a las calles de Commorión.
Terriblemente
alarmado, Avoosl Wuthoqquan estaba más preocupado ante la perspectiva de perder
sus esmeraldas que por la misteriosa desaparición de las mismas. Las persiguió con
una agilidad, de la que muchos le hubieran creído incapaz, y abriendo la puerta
vio cómo las esmeraldas fugitivas rodaban suave y rápidamente a través de las toscas
e irregulares piedras del patio. El crepúsculo se convertía en una azulada luz nocturna;
pero las joyas despedían destellos fosforescentes que permitían su persecución.
Perfectamente visibles en la oscuridad, pasaron a través del portillo abierto que
daba a la avenida principal y desaparecieron.
Pensó
Avoosl Wuthoqquan que las joyas estaban embrujadas; pero no estaba dispuesto a ceder,
ni siquiera ante un desconocido embrujamiento, nada por aquello que había pagado
la desorbitante suma de doscientos djals. Alcanzó la calle a grandes zancadas y
se paró el tiempo suficiente para cerciorarse de la dirección tomada por las esmeraldas.
La
avenida, tenuemente iluminada, estaba casi desierta, ya que a esa hora los dignos
ciudadanos de Commorión se hallaban entregados a la consumición de su almuerzo vespertino.
Las joyas, alcanzando celeridad en su huida, galopaban hacia la izquierda, en dirección
de los suburbios más humildes, y de la jungla salvaje que se extendía más allá.
Avoosl Wuthoqquan observó que tendría que acelerar considerablemente su paso si
quería alcanzar las piedras.
Respirando
fatigosa, pero valientemente, por el infrecuente ejercicio, reanudó la persecución;
pero a pesar de todos sus esfuerzos las joyas seguían corriendo la misma distancia,
precediéndole con una facilidad enloquecedora, tintineando musicalmente de cuando
en cuando sobre el pavimento. El asombrado y enfurecido usurero comenzó a perder
aliento; obligado a reducir su carrera, temió perder de vista las gemas. Pero por
extraño que pareciese, se adaptaron a su propio paso, reduciendo a su vez la rapidez,
y manteniendo siempre la misma distancia.
La
desesperación del prestamista iba más en aumento. La huida de las esmeraldas le
conducía a un barrio de las afueras donde habitaban los ladrones, asesinos y mendigos
de Commorión. Se cruzó con algunos transeúntes, de aspecto poco respetable, que
contemplaron estupefactos el paso de las piedras, sin hacer ningún esfuerzo para
pararlas. Pronto comenzaron a ser más pequeñas las execrables casas por donde pasaba,
quedando espacios cada vez más grandes entre las mismas; al cabo de un rato, sólo
quedaban algunas chozas dispersas, con luces furtivas que resplandecían en la oscuridad
bajo la fronda de altas palmeras.
Pero
perfectamente visibles aún, y brillando con un resplandor irónico, las joyas huyeron
ante él por la oscura carretera. Sin embargo, tenía la sensación de que poco a poco
les iba dando alcance. Sus débiles piernas y su cuerpo arrugado se desvanecían de
cansancio, pero siguió su carrera empujado por una fe renovada y jadeante de avaricia.
Una luna llena, grande y ambarina, apareció por encima de la jungla e iluminó su
camino.
Ahora
Commorión quedaba muy lejos detrás de él, y ya no se veían más cabañas al borde
de la solitaria ruta del bosque. Tembló por un instante, debido al miedo o al aire
frío de la noche, pero no cesó la persecución. Se acercaba a las esmeraldas, lenta
pero definitivamente, y pensó que pronto las tendría de nuevo en su poder. Tan absorto
se encontraba en su extraña caza, que no advirtió que ya no se encontraba en una
carretera. En algún momento, y en algún lugar, había tomado un camino estrecho que
discurría entre árboles monstruosos cuyo follaje cambiaba el color de la luz de
la luna al del mercurio con destellos de ébano. Agazapándose en una actitud amenazante
y grotesca, como reptiles gigantes parecían rodearlo por todas partes; pero el prestamista
no se daba cuenta de sus amenazas, ni temía la siniestra soledad del camino, como
tampoco el hedor que despedían los árboles a cuyos pies parecían existir charcas
invisibles.
Cada
vez se encontraba más cerca de las piedras, hasta que de repente se pusieron rápidamente
fuera de su alcance, volviéndose a mirarle como si fueran dos ojos verdes y brillantes,
atractivos e irónicos. Entonces, cuando estaba a punto de abalanzarse en un último
y supremo esfuerzo por coger las esmeraldas, éstas se desvanecieron bruscamente,
como si se las hubieran tragado las sombras del bosque, que como serpientes pitón
jalonaban el camino iluminado por la luna.
Intrigado
y desconcertado, Avoosl Wuthoqquan se paró y registró asombrado el lugar por donde
habían desaparecido. Vio que el sendero terminaba en la boca de una cueva, que se
abría en el silencio y en la oscuridad ante él, conduciendo sin duda a profundidades
subterráneas desconocidas. Parecía una caverna poco recomendable, dentada con piedras
picudas y barbada con hierbas extrañas; Avoosl Wuthoqquan hubiera dudado mucho antes
de entrar, de haber ocurrido en otras circunstancias; pero en ese momento sólo sentía
el impulso del fervor de la persecución y el acicate de la avaricia.
La
caverna que se había tragado sus esmeraldas consistía en una rampa inclinada que
descendía suavemente hacia la oscuridad. Era larga y estrecha, y resbaladiza; pero
el prestamista se animó al distinguir en la lejanía las joyas relucientes, que parecían
flotar más abajo, en plena oscuridad, como si iluminasen su camino. Después de la
rampa, llegaron a un corredor nivelado y tortuoso, donde Avoosl Wuthoqquan casi
da alcance a su huidiza propiedad, renaciendo la esperanza en su pecho anhelante.
Casi
podía tocar las esmeraldas, cuando con una rapidez asombrosa se escurrieron de sus
garras perdiéndose por un ángulo brusco del corredor; al intentar seguirlas no pudo
moverse, como si se lo impidiese una mano irresistible. Durante unos instantes quedó
cegado por la luz pálida, azulada y misteriosa que se desprendía del techo y paredes
pero pronto la ceguera se convirtió en deslumbramiento ante el esplendor multicolor
que llameaba, y relucía, y destellaba, y chispeaba a sus propios pies.
Se
hallaba sobre una estrecha losa de piedra, y toda la cámara ante él, llegando casi
hasta el nivel de la losa sobre la que se encontraba, estaba llena de joyas como
si fuera un granero lleno de grano. Como si todos los rubíes, ópalos, beriles, diamantes,
amatistas, esmeraldas, crisólitos y zafiros del mundo hubieran sido reunidos para
arrojarlos a un inmenso pozo. Creyó ver sus propias esmeraldas descansando tranquilamente
en un montón cercano a la gran masa, pero había tantas otras del mismo tamaño y
pureza que no podía estar seguro.
Durante
largo rato no pudo dar crédito a la maravillosa visión. Entonces, con un único grito
de éxtasis, dio un salto desde la losa para hundirse hasta las rodillas en aquellas
piedras tintineantes, movibles y abrumadoras. Cogía las piedras llameantes a puñados,
y dejaba que corriesen entre sus dedos, despacio y voluptuosamente, para caer con
suavidad sobre el gigantesco montón. Pestañeando de felicidad, contemplaba las luces
y colores majestuosos correr como cadenetas deslumbrantes, arder como carbones y
estrellas, y destellar como si se incendiasen mutuamente.
Nunca,
ni siquiera en sus sueños más atrevidos, podría haberse imaginado el usurero semejantes
riquezas. Balbució en voz alta en una rapsodia de felicidad, sin darse cuenta, por
ello, que a cada movimiento se hundía más y más en el insondable pozo. Las joyas
le llegaban más arriba de la rodilla, y hasta que no presionaron sus flácidos muslos,
tan poseído estaba por su propia avaricia, que no advirtió ningún peligro.
Entonces,
alarmado ante el hecho de que se hundía en la recién descubierta riqueza, como si
fuera arena movediza, intentó salir y volver a la losa de piedra. Todo fue en vano,
pues las piedras cedieron bajo sus pies, y no sólo no avanzaba, sino que seguía
hundiéndose, hasta que la montaña movible le llegó hasta la cintura.
El
miedo comenzó a invadir a Avoosl Wuthoqquan dentro de la ironía intolerable de su
situación. Gritó, y a modo de respuesta recibió una carcajada estruendosa y perversa
desde las profundidades de la caverna. Retorciendo el cuello con un esfuerzo doloroso,
para poder escudriñar por encima de su hombro, vio a un ser de lo más peculiar,
agazapado en una especie de estantería por encima del pozo de joyas. Dicho ser era
deforme y repugnante, y distaba mucho de ser humano; no se parecía a ningún animal,
ni a ninguno de los dioses o demonios conocidos en Hyperbórea. Además, su aspecto
no ayudaba a disminuir la alarma y pánico del prestamista, ya que era grande, y
pálido, y achaparrado, con cara de sapo, cuerpo hinchado y numerosas aletas o apéndices.
Reposaba tendido sobre la estantería, dejando caer su cabeza sin barbilla y con
una enorme boca por encima del pozo, contemplando oblicuamente con ojos fríos y
sin párpados a Avoosl Wuthoqquan. Tampoco se tranquilizó el usurero cuando comenzó
a hablar en un tono grueso y desagradable, como si fuera el ruido de cadáveres bullendo
en la olla de un mago.
–Ah,
pero ¿a quién tenemos aquí? –dijo–. Por el altar negro de Tsathoggua, pero si es
un gordo prestamista, pataleando en mis joyas como un cerdo en la cochiquera.
–¡Ayúdame!
–gritó Avoosl Wuthoqquan–. ¿No ves que me estoy hundiendo?
Y
el ser volvió a carcajearse vulgarmente.
–Sí,
ya veo tu situación, desde luego… Y, ¿qué haces aquí?
–Vine
en busca de mis esmeraldas, dos piedras maravillosas y sin defecto alguno por las
que acabo de pagar la suma de doscientos djals.
–¿Tus
esmeraldas? –dijo el ser–. Mucho me terno que debo contradecirte. Las joyas me pertenecen.
Me fueron robadas hace tiempo de esta cueva, en la que, desde hace muchos siglos,
reúno y guardo mi riqueza subterránea. El ladrón se asustó… cuando me vio… y lo
dejé partir. Sólo había tomado las dos esmeraldas, y yo sabía que éstas volverían
a mí, como lo hacen todas mis joyas cuando yo las llamo. El ladrón era delgado y
huesudo, e hice bien en dejarlo marchar, pues ahora, en su lugar, tengo a un usurero
gordo y bien alimentado.
Preso
de un temor creciente, Avoosl Wuthoqquan no pudo comprender estas palabras, ni captar
su significado. Poco a poco, se había hundido cada vez más en la pila movediza,
mientras las piedras verdes, amarillas, rojas y violáceas brillaban triunfales en
su pecho y tintineaban bajo sus brazos.
–¡Socorro!
¡Socorro! –suplicó–. ¡Me ahogarán!
Sonriendo
sarcásticamente, y enseñando la punta de una lengua blanca y gruesa, el extraño
ser se deslizó de la estantería con la facilidad de un reptil y extendiendo su cuerpo
plano por las piedras preciosas, en las que se hundió, se situó de forma que podía
alcanzar al usurero con sus miembros de pulpo. Lo rescató con un gesto de increíble
rapidez. Entonces, sin pausa, ni preámbulos, ni más comentarios, comenzó a devorarlo
tranquila y metódicamente.
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