J. D. Salinger
En 1928, a los nueve años,
yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo posible, de una organización conocida
como el Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las tres de la tarde,
nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela
número 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos
en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía
(según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park.
El resto de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby,
al fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba invariablemente
al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte.
Los
sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana
temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba
de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park
o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a Van Cortlandt
donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no
incluía ni un cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros
corazones de comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos
hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la
escabrosa zona de terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo
oeste del puente George Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente
me senté a la sombra majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque
lagrimeando, abrí mi fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe
me encontraría. El Jefe siempre nos encontraba.
El
resto del día, cuando se veía libre de los comanches el Jefe era John Gedsudski,
de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés
años, estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York, y una persona memorable
desde cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes
y méritos. Solo diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte
de la selección nacional de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían
invitado muy cordialmente a presentarse como candidato para el equipo de béisbol
de los New York Giants. Era un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros
ruidosos encuentros deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto
en primeros auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el
pillo más pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.
Aún
está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseos hubieran sido
centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en gigante.
Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y fornido que mediría entre
uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la frente
muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el torso casi tan largo como las piernas.
Con la chaqueta de cuero, sus hombros parecían poderosos, aunque eran estrechos
y caídos. En aquel tiempo, sin embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las
características más fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, perfectamente
amalgamadas.
Todas
las tardes, cuando oscurecía lo suficiente como para que el equipo perdedor tuviera
una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos refugiábamos egoístamente
en el talento del Jefe para contar cuentos. A esa hora formábamos generalmente un
grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el autobús –a puñetazos o a gritos
estridentes– por los asientos más cercanos al Jefe. (El autobús tenía dos filas
paralelas de asientos de esterilla. En la fila de la izquierda había tres asientos
adicionales –los mejores de todos– que llegaban hasta la altura del conductor.)
El Jefe sólo subía al autobús cuando nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba
a horcajadas en su asiento de conductor, y con su voz de tenor atiplada pero melodiosa
nos contaba un nuevo episodio de “El hombre que ríe”. Una vez que empezaba su relato,
nuestro interés jamás decaía. “El hombre que ríe” era la historia adecuada para
un comanche. Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía
a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno
siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba sentado, por
ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.
Único
hijo de un acaudalado matrimonio de misioneros, el “hombre que ríe” había sido raptado
en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado matrimonio se negó
(debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate para la liberación de
su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados, pusieron la cabecita del niño
en un torno de carpintero y dieron varias vueltas hacia la derecha a la manivela
correspondiente. La víctima de este singular experimento llegó a la mayoría de edad
con una cabeza pelada, en forma de nuez (pacana) y con una cara donde, en vez de
boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba
a dos fosas nasales obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el “hombre
que ríe” respiraba, la abominable siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba
y contraía (yo la veía así) como una monstruosa ventosa. (El Jefe no explicaba el
sistema de respiración del “hombre que ríe” sino que lo demostraba prácticamente.)
Los que lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el aspecto
de su horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda. Curiosamente, los bandidos
le permitían estar en su cuartel general –siempre que se tapara la cara con una
máscara roja hecha de pétalos de amapola. La máscara no solamente eximía a los bandidos
de contemplar la cara de su hijo adoptivo, sino que además los mantenía al tanto
de sus andanzas; además, apestaba a opio.
Todas
las mañanas, en su extrema soledad, el “hombre que ríe” se iba sigilosamente (su
andar era suave como el de un gato) al tupido bosque que rodeaba el escondite de
los bandidos. Allí se hizo amigo de muchísimos animales: perros, ratones blancos,
águilas, leones, boas constrictoras, lobos. Además, se quitaba la máscara y les
hablaba dulcemente, melodiosamente, en su propia lengua. Ellos no lo consideraban
feo.
Al
Jefe le llevó un par de meses llegar a este punto de la historia. De ahí en adelante
los episodios se hicieron cada vez más exóticos, a tono con el gusto de los comanches.
El
“hombre que ríe” era muy hábil para informarse de lo que pasaba a su alrededor,
y en muy poco tiempo pudo conocer los secretos profesionales más importantes de
los bandidos. Sin embargo, no los tenía en demasiada estima y no tardó mucho en
crear un sistema propio más eficaz. Empezó a trabajar por su cuenta. En pequeña
escala, al principio –robando, secuestrando, asesinando solo cuando era absolutamente
necesario– se dedicó a devastar la campiña china. Muy pronto sus ingeniosos procedimientos
criminales, junto con su especial afición al juego limpio, le valieron un lugar
especialmente destacado en el corazón de los hombres. Curiosamente, sus padres adoptivos
(los bandidos que originalmente lo habían empujado al crimen) fueron los últimos
en tener conocimiento de sus hazañas. Cuando se enteraron, se pusieron tremendamente
celosos. Uno a uno desfilaron una noche ante la cama del “hombre que ríe”, creyendo
que habían podido dormirlo profundamente con algunas drogas que le habían dado,
y con sus machetes apuñalaron repetidas veces el cuerpo que yacía bajo las mantas.
Pero la víctima resultó ser la madre del jefe de los bandidos, una de esas personas
desagradables y pendencieras. El suceso no hizo más que aumentar la sed de venganza
de los bandidos, y finalmente el “hombre que ríe” se vio obligado a encerrar a toda
la banda en un mausoleo profundo, pero agradablemente decorado. De cuando en cuando
se escapaban y le causaban algunas molestias, pero él no se avenía a matarlos. (El
“hombre que ríe” tenía una faceta compasiva que a mí me enloquecía.)
Poco
después el “hombre que ríe” empezaba a cruzar regularmente la frontera china para
ir a París, donde se divertía ostentando su genio conspicuo pero modesto frente
a Marcel Dufarge, detective internacionalmente famoso y considerablemente inteligente,
pero tísico. Dufarge y su hija (una chica exquisita, aunque con algo de travesti)
se convirtieron en los enemigos más encarnizados del “hombre que ríe”. Una y otra
vez trataron de atraparlo mediante ardides. Nada más que por amor al riesgo, al
principio el “hombre que ríe” muchas veces simulaba dejarse engañar, pero luego
desaparecía de pronto, sin dejar ni el mínimo rastro de su método para escapar.
De vez en cuando enviaba una breve e incisiva nota de despedida por la red de alcantarillas
de París, que llegaba sin tardanza a manos de Dufarge. Los Dufarge se pasaban gran
parte del tiempo chapoteando en las alcantarillas de París.
Muy
pronto el “hombre que ríe” consiguió reunir la fortuna personal más grande del mundo.
Gran parte de esa fortuna era donada en forma anónima a los monjes de un monasterio
local, humildes ascetas que habían dedicado sus vidas a la cría de perros de policía
alemanes. El “hombre que ríe” convertía el resto de su fortuna en brillantes que
bajaba despreocupadamente a cavernas de esmeralda, en las profundidades del mar
Negro. Sus necesidades personales eran pocas. Se alimentaba únicamente de arroz
y sangre de águila, en una pequeña casita con un gimnasio y campo de tiro subterráneos,
en las tormentosas costas del Tíbet. Con él vivían cuatro compañeros que le eran
fieles hasta la muerte: un lobo furtivo llamado Ala Negra, un enano adorable llamado
Omba, un gigante mongol llamado Hong, cuya lengua había sido quemada por hombres
blancos, y una espléndida chica euroasiática que, debido a su intenso amor por el
“hombre que ríe” y a su honda preocupación por su seguridad personal, solía tener
una actitud bastante rígida respecto al crimen. El “hombre que ríe” emitía sus órdenes
a sus subordinados a través de una máscara de seda negra. Ni siquiera Omba, el enano
adorable, había podido ver su cara.
No
digo que lo vaya a hacer, pero podría pasarme horas llevando al lector –a la fuerza,
si fuere necesario– de un lado a otro de la frontera entre París y China. Yo acostumbro
a considerar al “hombre que ríe” algo así como a un superdistinguido antepasado
mío, una especie de Robert E. Lee, digamos, con todas las virtudes del caso. Y esta
ilusión resulta verdaderamente moderada si se la compara con la que abrigaba hacia
1928, cuando me sentía, no solamente descendiente directo del “hombre que ríe”,
sino además su único heredero viviente. En 1928 ni siquiera era hijo de mis padres,
sino un impostor de astucia diabólica, a la espera de que cometieran el mínimo error
para descubrir –preferentemente de modo pacífico, aunque podía ser de otro modo–
mi verdadera identidad.
Para
no matar de pena a mi supuesta madre, pensaba emplearla en alguna de mis actividades
subrepticias, en algún puesto indefinido, pero de verdadera responsabilidad. Pero
lo más importante para mí en 1928 era andar con pies de plomo. Seguir la farsa.
Lavarme los dientes. Peinarme. Disimular a toda costa mi risa realmente aterradora.
En
realidad, yo era el único descendiente legítimo del “hombre que ríe”. En el club
había veinticinco comanches –veinticinco legítimos herederos del “hombre que ríe”–
todos circulando amenazadoramente, de incógnito por la ciudad, elevando a los ascensoristas
a la categoría de enemigos potenciales, mascullando complejas pero precisas instrucciones
en la oreja de los cocker spaniel, apuntando con el dedo índice, como un fusil,
a la cabeza de los profesores de matemáticas. Y esperando, siempre esperando el
momento para suscitar el terror y la admiración en el corazón del ciudadano común.
Una
tarde de febrero, apenas iniciada la temporada de béisbol de los comanches, observé
un detalle nuevo en el autobús del Jefe. Encima del espejo retrovisor, sobre el
parabrisas, había una foto pequeña, enmarcada, de una chica con toga y birrete académicos.
Me pareció que la foto de una chica desentonaba con la exclusiva decoración para
hombres del autobús y, sin titubear, le pregunté al Jefe quién era. Al principio
fue evasivo, pero al final reconoció que era una muchacha. Le pregunté cómo se llamaba.
Su contestación, todavía un poco reticente, fue “Mary Hudson”.
Le
pregunté si trabajaba en el cine o en alguna cosa así. Me dijo que no, que iba al
Wellesley College. Agregó, tras larga reflexión, que el Wellesley era una universidad
de alta categoría.
Le
pregunté, entonces, por qué tenía su foto en el autobús. Encogió levemente los hombros,
lo bastante como para sugerir –me pareció– que la foto había sido más o menos impuesta
por otros.
Durante las dos
semanas siguientes, la foto –le hubiera sido impuesta al Jefe por la fuerza o no–
continuó sobre el parabrisas. No desapareció con los paquetes vacíos de chicles
ni con los palitos de caramelos. Pero los comanches nos fuimos acostumbrando a ella.
Fue adquiriendo gradualmente la personalidad poco inquietante de un velocímetro.
Pero
un día que íbamos camino del parque el Jefe detuvo el autobús junto al bordillo
de la acera de la Quinta Avenida a la altura de la calle 60, casi un kilómetro más
allá de nuestro campo de béisbol. Veinte pasajeros solicitaron inmediatamente una
explicación, pero el Jefe se hizo el sordo. En cambio, se limitó a adoptar su posición
habitual de narrador y dio comienzo anticipadamente a un nuevo episodio del “hombre
que ríe”. Pero apenas había empezado cuando alguien golpeó suavemente en la portezuela
del autobús. Evidentemente, ese día los reflejos del Jefe estaban en buena forma.
Se levantó de un salto, accionó la manecilla de la puerta y en seguida subió al
autobús una chica con un abrigo de castor.
Así,
de pronto, solo recuerdo haber visto en mi vida a tres muchachas que me impresionaron
a primera vista por su gran belleza, una belleza difícil de clasificar. Una fue
una chica delgada en un traje de baño negro, que forcejeaba terriblemente para clavar
en la arena una sombrilla en Jones Beach, alrededor de 1936. La segunda, esa chica
que hacía un viaje de placer por el Caribe, hacia 1939, y que arrojó su encendedor
a un delfín. Y la tercera, Mary Hudson, la chica del Jefe.
–¿He
tardado mucho? –le preguntó, sonriendo. Era como si hubiera preguntado “¿Soy fea?”.
–¡No!
–dijo el Jefe. Con cierta vehemencia, miró a los comanches situados cerca de su
asiento y les hizo una seña para que le hicieran sitio. Mary Hudson se sentó entre
yo y un chico que se llamaba Edgar “no-sé-qué” y que tenía un tío cuyo mejor amigo
era contrabandista de bebidas alcohólicas. Le cedimos todo el espacio del mundo.
Entonces el autobús se puso en marcha con un acelerón poco hábil. Los comanches,
hasta el último hombre, guardaban silencio.
Mientras
volvíamos a nuestro lugar de estacionamiento habitual, Mary Hudson se inclinó hacia
delante en su asiento e hizo al Jefe un colorido relato de los trenes que había
perdido y del tren que no había perdido. Vivía en Douglaston, Long Island. El Jefe
estaba muy nervioso. No solo no lograba participar en la conversación, sino que
apenas oía lo que le decía la chica. Recuerdo que el pomo de la palanca de cambios
se le quedó en la mano.
Cuando
bajamos del autobús, Mary Hudson se quedó muy cerca de nosotros. Estoy seguro de
que cuando llegamos al campo de béisbol cada rostro de los comanches llevaba una
expresión del tipo “hay-chicas-que-no-saben-cuándo-irse-a-casa”. Y, para colmo de
males, cuando otro comanche y yo lanzábamos al aire una moneda para determinar qué
equipo batearía primero, Mary Hudson declaró con entusiasmo que deseaba jugar. La
respuesta no pudo ser más cortante. Así como antes los comanches nos habíamos limitado
a mirar fijamente su feminidad, ahora la contemplábamos con irritación. Ella nos
sonrió. Era algo desconcertante. Luego el Jefe se hizo cargo de la situación, revelando
su genio para complicar las cosas, hasta entonces oculto. Llevó aparte a Mary Hudson,
lo suficiente como para que los comanches no pudieran oír, y pareció dirigirse a
ella en forma solemne y racional. Por fin, Mary Hudson lo interrumpió, y los comanches
pudieron oír perfectamente su voz.
–¡Yo
también –dijo–, yo también quiero jugar!
El
Jefe meneó la cabeza y volvió a la carga. Señaló hacia el campo, que se veía desigual
y borroso. Tomó un bate de tamaño reglamentario y le mostró su peso.
–No
me importa –dijo Mary Hudson, con toda claridad–. He venido hasta Nueva York para
ver al dentista y todo eso, y voy a jugar.
El
Jefe sacudió la cabeza, pero abandonó la batalla. Se aproximó cautelosamente al
campo donde estaban esperando los dos equipos comanches, los Bravos y los Guerreros,
y fijó su mirada en mí. Yo era el capitán de los Guerreros. Mencionó el nombre de
mi centro, que estaba enfermo en su casa, y sugirió que Mary Hudson ocupara su lugar.
Dije que no necesitaba un jugador para el centro del campo. El Jefe dijo que qué
mierda era eso de que no necesitaba a nadie que hiciera de centro. Me quedé estupefacto.
Era la primera vez que le oía decir una palabrota. Y, lo que aún era peor, observé
que Mary Hudson me estaba sonriendo. Para dominarme, cogí una piedra y la arrojé
contra un árbol.
Nosotros
entramos primero. La entrometida fue al centro para la primera tanda. Desde mi posición
en la primera base, miraba furtivamente de vez en cuando por encima de mi hombro.
Cada vez que lo hacía, Mary Hudson me saludaba alegremente con la cabeza. Llevaba
puesto el guante de catcher, por propia iniciativa. Era un espectáculo verdaderamente
horrible.
Mary
Hudson debía ser la novena en batear en el equipo de los Guerreros. Cuando se lo
dije, hizo una pequeña mueca y dijo:
–Bueno,
daos prisa, entonces… –y la verdad es que efectivamente apreciamos darnos prisa.
Le
tocó batear en la primera tanda. Se quitó el abrigo de castor y el guante de catcher
para la ocasión y avanzó hacia su puesto con un vestido marrón oscuro. Cuando le
di un bate, preguntó por qué pesaba tanto. El Jefe abandonó su puesto de árbitro
detrás del pitcher y se adelantó con impaciencia. Le dijo a Mary Hudson que apoyara
la punta del bate en el hombro derecho. “Ya está”, dijo ella. Le dijo que no sujetara
el bate con demasiada fuerza. “No lo hago” contestó ella. Le dijo que no perdiera
de vista la pelota. “No lo haré”, dijo ella. “Apártate, ¿quieres?” Con un potente
golpe, acertó en la primera pelota que le lanzaron, y la mandó lejos por encima
de la cabeza del fielder izquierdo. Estaba bien para un doble corriente, pero ella
logró tres sin apresurarse.
Cuando
me repuse primero de mi sorpresa, después de mi incredulidad, y por último de mi
alegría, miré hacia donde se encontraba el Jefe. No parecía estar de pie detrás
del pitcher, sino flotando por encima de él. Era un hombre totalmente feliz. Desde
su tercera base, Mary Hudson me saludaba agitando la mano. Contesté a su saludo.
No habría podido evitarlo, aunque hubiese querido. Además de su maestría con el
bate, era una chica que sabía cómo saludar a alguien desde la tercera base.
Durante
el resto del partido, llegaba a la base cada vez que salía a batear. Por algún motivo
parecía odiar la primera base; no había forma de retenerla. Por lo menos tres veces
logró robar la segunda base al otro equipo.
Su
fielding no podía ser peor, pero íbamos ganando tantas carreras que no nos importaba.
Creo que hubiera sido mejor si hubiese intentado atrapar las pelotas con cualquier
otra cosa que no fuera un guante de catcher.
Pero
se negaba a sacárselo. Decía que le quedaba mono. Durante un mes, más o menos, jugó
al béisbol con los comanches un par de veces por semana (cada vez que tenía una
cita con el dentista, al parecer). Unas tardes llegaba a tiempo al autobús y otras
no. A veces en el autobús hablaba hasta por los codos, otras veces se limitaba a
quedarse sentada, fumando sus cigarrillos Herbert Tareyton (boquilla de corcho).
Envolvía en un maravilloso perfume al que estaba junto a ella en el autobús.
Un
día ventoso de abril, después de recoger, como de costumbre, a sus pasajeros en
las calles 109 y Amsterdam, el Jefe dobló por la calle 110 y tomó como siempre por
la Quinta Avenida. Pero tenía el pelo peinado y reluciente, llevaba un abrigo en
lugar de la chaqueta de cuero y yo supuse lógicamente que Mary Hudson estaba incluida
en el programa. Esa presunción se convirtió en certeza cuando pasamos de largo por
nuestra entrada habitual al Central Park. El Jefe estacionó el autobús en la esquina
a la altura de la calle 60. Después, para matar el tiempo en una forma entretenida
para los comanches, se acomodó a horcajadas en su asiento y procedió a narrar otro
episodio de “El hombre que ríe”. Lo recuerdo con todo detalle y voy a resumirlo.
Una
adversa serie de circunstancias había hecho que el mejor amigo del “hombre que ríe”,
el lobo Ala Negra, cayera en una trampa física e intelectual tendida por los Dufarge.
Los Dufarge, conociendo los elevados sentimientos de lealtad del “hombre que ríe”,
le ofrecieron la libertad de Ala Negra a cambio de la suya propia. Con la mejor
buena fe del mundo, el “hombre que ríe” aceptó dicha proposición (a veces su genio
estaba sujeto a pequeños y misteriosos desfallecimientos). Quedó convenido que el
“hombre que ríe” debía encontrarse con los Dufarge a medianoche en un sector determinado
del denso bosque que rodea París, y allí, a la luz de la luna, Ala Negra sería puesto
en libertad. Pero los Dufarge no tenían la menor intención de liberar a Ala Negra,
a quien temían y detestaban. La noche de la transacción ataron a otro lobo en lugar
de Ala Negra, tiñéndole primero la pata trasera derecha de blanco níveo, para que
se le pareciera.
No
obstante, había dos cosas con las que los Dufarge no habían contado: el sentimentalismo
del “hombre que ríe” y su dominio del idioma de los lobos. En cuanto la hija de
Dufarge pudo atarlo a un árbol con alambre de espino, el “hombre que ríe” sintió
la necesidad de elevar su bella y melodiosa voz en unas palabras de despedida a
su presunto viejo amigo. El lobo sustituto, bajo la luz de la luna, a unos pocos
metros de distancia, quedó impresionado por el dominio de su idioma que poseía ese
desconocido. Al principio escuchó cortésmente los consejos de último momento personales
y profesionales, del “hombre que ríe”. Pero a la larga el lobo sustituto comenzó
a impacientarse y a cargar su peso primero sobre una pata y después sobre la otra.
Bruscamente y con cierta rudeza, interrumpió al “hombre que ríe” informándole en
primer lugar de que no se llamaba Ala Oscura, ni Ala Negra, ni Patas Grises ni nada
por el estilo, sino Armand, y en segundo lugar que en su vida había estado en China
ni tenía la menor intención de ir allí.
Lógicamente
enfurecido, el “hombre que ríe” se quitó la máscara con la lengua y se enfrentó
a los Dufarge con la cara desnuda a la luz de la luna. Mademoiselle Dufarge se desmayó.
Su padre tuvo más suerte; casualmente en ese momento le dio un ataque de tos y así
se libró del mortífero descubrimiento. Cuando se le pasó el ataque y vio a su hija
tendida en el suelo iluminado por la luna, Dufarge ató cabos. Se tapó los ojos con
la mano y descargó su pistola hacia donde se oía la respiración pesada, silbante,
del “hombre que ríe”.
Así
terminaba el episodio.
El
Jefe se sacó del bolsillo el reloj Ingersoll de un dólar lo miró y después dio vuelta
en su asiento y puso en marcha el motor. Miré mi reloj. Eran casi las cuatro y media.
Cuando el autobús se puso en marcha, le pregunté al Jefe si no iba a esperar a Mary
Hudson. No me contestó, y antes de que pudiera repetir la pregunta, inclinó su cabeza
para atrás y, dirigiéndose a todos nosotros, dijo:
–A
ver si hay más silencio en este maldito autobús. Lo menos que podía decirse era
que la orden resultaba totalmente ilógica. El autobús había estado, y estaba, completamente
silencioso. Casi todos pensábamos en la situación en que había quedado el “hombre
que ríe”. No es que nos preocupáramos por él (le teníamos demasiada confianza como
para eso), pero nunca habíamos llegado a tomar con calma sus momentos de peligro.
En
la tercera o cuarta entrada de nuestro partido de esa tarde, vi a Mary Hudson desde
la primera base. Estaba sentada en un banco a unos setenta metros a mi izquierda,
hecha un sandwich entre dos niñeras con cochecitos de niño. Llevaba su abrigo de
castor, fumaba un cigarrillo y daba la impresión de estar mirando en dirección a
nuestro campo. Me emocioné con mi descubrimiento y le grité la información al Jefe,
que se hallaba detrás del pitcher. Se me acercó apresuradamente, sin llegar a correr.
–¿Dónde?
–preguntó.
Volví
a señalar con el dedo. Miró un segundo en esa dirección, después dijo que volvía
en seguida y salió del campo. Se alejó lentamente, abriéndose el abrigo y metiendo
las manos en los bolsillos del pantalón. Me senté en la primera base y observé.
Cuando
el Jefe alcanzó a Mary Hudson, su abrigo estaba abrochado nuevamente y las manos
colgaban a los lados.
Estuvo
de pie frente a ella unos cinco minutos, al parecer hablándole. Después Mary Hudson
se incorporó y los dos caminaron hacia el campo de béisbol. No hablaron ni se miraron.
Cuando estuvieron en el campo, el Jefe ocupó su posición detrás del pitcher.
–¿Ella
no va a jugar? –le grité.
Me
dijo que cerrara el pico. Me callé la boca y contemplé a Mary Hudson. Caminó lentamente
por detrás de la base, con las manos en los bolsillos de su abrigo de castor, y
por último se sentó en un banquillo mal situado cerca de la tercera base. Encendió
otro cigarrillo y cruzó las piernas.
Cuando
los Guerreros estaban bateando, me acerqué a su asiento y le pregunté si le gustaría
jugar en el ala izquierda. Dijo que no con la cabeza. Le pregunté si estaba resfriada.
Otra vez negó con la cabeza. Le dije que no tenía a nadie que jugara en el ala izquierda.
Que tenía al mismo muchacho jugando en el centro y en el ala izquierda. Toda esta
información no encontró eco. Arrojé mi guante al aire, tratando de que aterrizara
sobre mi cabeza, pero cayó en un charco de barro. Lo limpié en los pantalones y
le pregunté a Mary Hudson si quería venir a mi casa a comer alguna vez. Le dije
que el Jefe iba con frecuencia.
–Déjame
–dijo–. Por favor, déjame.
La
miré sorprendido, luego me fui caminando hacia el banco de los Guerreros, sacando
entretanto una mandarina del bolsillo y arrojándola al aire. Más o menos a la mitad
de la línea de foul de la tercera base, giré en redondo y empecé a caminar hacia
atrás, contemplando a Mary Hudson y atrapando la mandarina. No tenía idea de lo
que pasaba entre el Jefe y Mary Hudson (y aún no la tengo, salvo de una manera muy
somera, intuitiva), pero no podía ser mayor mi certeza de que Mary Hudson había
abandonado el equipo comanche para siempre. Era el tipo de certeza total, por independiente
que fuera de la suma de sus factores, que hacía especialmente arriesgado caminar
hacia atrás, y de pronto choqué de lleno con un cochecito de niño.
Después
de una entrada más, la luz era mala para jugar. Suspendimos el partido y empezamos
a recoger todos nuestros bártulos. La última vez que vi con claridad a Mary Hudson
estaba llorando cerca de la tercera base. El Jefe la había tomado de la manga de
su abrigo de castor, pero ella lo esquivaba. Abandonó el campo y empezó a correr
por el caminito de cemento y siguió corriendo hasta que se perdió de vista.
El
Jefe no intentó seguirla. Se limitó a permanecer de pie, mirándola mientras desaparecía.
Luego se volvió caminó hasta la base y recogió los dos bates; siempre dejábamos
que él llevara las bates. Me acerqué y le pregunté si él y Mary Hudson se habían
peleado. Me dijo que me metiera la camisa dentro del pantalón.
Como
siempre, todos los comanches corrimos los últimos metros hasta el autobús estacionado
gritando, empujándonos, probando llaves de lucha libre, aunque todos muy conscientes
de que había llegado la hora de otro capítulo de “El hombre que ríe”.
Cruzando
la Quinta Avenida a la carrera, alguien dejó caer un jersey y yo tropecé con él
y me caí de bruces. Llegué al autobús cuando ya estaban ocupados los mejores asientos
y tuve que sentarme en el centro. Fastidiado, le di al chico que estaba a mi derecha
un codazo en las costillas y luego me volví para ver al Jefe, que cruzaba la Quinta
Avenida. Todavía no había oscurecido, pero había esa penumbra de las cinco y cuarto.
El Jefe atravesó la calle con el cuello del abrigo levantado y los bates debajo
del brazo izquierdo, concentrado en el cruce de la calle. Su pelo negro peinado
con agua al comienzo del día, ahora se había secado y el viento lo arremolinaba.
Recuerdo haber deseado que el Jefe tuviera guantes.
El
autobús, como de costumbre, estaba silencioso cuando él subió, por lo menos relativamente
silencioso, como un teatro cuando van apagándose las luces de la sala. Las conversaciones
se extinguieron en un rápido susurro o se cortaron de raíz. Sin embargo, lo primero
que nos dijo el Jefe fue:
–Bueno,
basta de ruido, o no hay cuento.
Instantáneamente,
el autobús fue invadido por un silencio incondicional, que no le dejó otra alternativa
que ocupar su acostumbrada posición de narrador.
Entonces
sacó un pañuelo y se sonó la nariz, metódicamente, un lado cada vez. Lo observamos
con paciencia y hasta con cierto interés de espectador. Cuando terminó con el pañuelo,
lo plegó cuidadosamente en cuatro y volvió a guardarlo en el bolsillo. Después nos
contó el nuevo episodio de “El hombre que ríe”. En total, solo duró cinco minutos.
Cuatro
de las balas de Dufarge alcanzaron al “hombre que ríe”, dos de ellas en el corazón.
Dufarge, que aún se tapaba los ojos con la mano para no verle la cara, se alegró
mucho cuando oyó un extraño gemido agónico que salía de su víctima. Con el maligno
corazón latiéndole fuerte corrió junto a su hija y la reanimó. Los dos, llenos de
regocijo y con el coraje de los cobardes, se atrevieron entonces a contemplar el
rostro del “hombre que ríe”. Su cabeza estaba caída como la de un muerto, inclinada
sobre su pecho ensangrentado. Lentamente, con avidez, padre e hija avanzaron para
inspeccionar su obra. Pero los esperaba una sorpresa enorme. El “hombre que ríe”,
lejos de estar muerto, contraía de un modo secreto los músculos de su abdomen. Cuando
los Dufarge se acercaron lo suficiente, alzó de pronto la cabeza, lanzó una carcajada
terrible, y, con limpieza y hasta con minucia, regurgitó las cuatro balas. El efecto
de esta hazaña sobre los Dufarge fue tan grande que sus corazones estallaron, y
cayeron muertos a los pies del “hombre que ríe”.
(De
todos modos, si el capítulo iba a ser corto, podría haber terminado ahí. Los comanches
se las podían haber ingeniado para racionalizar la muerte de los Dufarge. Pero no
terminó ahí.)
Pasaban
los días y el “hombre que ríe” seguía atado al árbol con el alambre de espinos mientras
a sus pies los Dufarge se descomponían lentamente. Sangrando profusamente y sin
su dosis de sangre de águila, nunca se había visto tan cerca de la muerte. Hasta
que un día, con voz ronca, pero elocuente, pidió ayuda a los animales del bosque.
Les ordenó que trajeran a Omba, el enano amoroso. Y así lo hicieron. Pero el viaje
de ida y vuelta por la frontera entre París y la China era largo, y cuando Omba
llegó con un equipo medico y una provisión de sangre de águila el “hombre que ríe”
ya había entrado en coma. El primer gesto piadoso de Omba fue recuperar la máscara
de su amo, que había ido a parar sobre el torso cubierto de gusanos de Mademoiselle
Dufarge. La colocó respetuosamente sobre las horribles facciones y procedió a curar
las heridas.
Cuando
al fin se abrieron los pequeños ojos del “hombre que ríe”, Omba acercó afanosamente
el vaso de sangre de águila hasta la máscara. Pero el “hombre que ríe” no quiso
beberla. En cambio, pronunció débilmente el nombre de su querido Ala Negra. Omba
inclinó su cabeza levemente contorsionada y reveló a su amo que los Dufarge habían
matado a Ala Negra. Un último suspiro de pena, extraño y desgarrador, partió del
pecho del “hombre que ríe”. Extendió débilmente la mano, tomó el vaso de sangre
de águila y lo hizo añicos en su puño. La poca sangre que le quedaba corrió por
su muñeca. Ordenó a Omba que mirara hacia otro lado y Omba, sollozando, obedeció.
El último gesto del “hombre que ríe”, antes de hundir su cara en el suelo ensangrentado,
fue el de arrancarse la máscara.
Ahí
terminó el cuento, por supuesto. (Nunca habría de repetirse.) El Jefe puso en marcha
el autobús. Frente a mí al otro lado del pasillo, Billy Walsh, el más pequeño de
los comanches, se echó a llorar. Nadie le dijo que se callara. En cuanto a mí, recuerdo
que me temblaban las rodillas.
Unos
minutos más tarde, cuando bajé del autobús del Jefe, lo primero que vi fue un trozo
de papel rojo que el viento agitaba contra la base de un farol de la calle. Parecía
una máscara de pétalos de amapola. Llegué a casa con los dientes castañeteándome
convulsivamente, y me dijeron que me fuera derecho a la cama.
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