Manuel Rojas
Pancho el Largo y su antiguo
camarada de aventuras, el Huaso Blanco Encalada, tenían que realizar aquella noche
una pequeña y delicada diligencia. Separados, por azares del oficio, durante varios
años, habíanse reunido en Santiago poco tiempo antes. Volvía del norte el Huaso,
después de una accidentada campaña en las regiones mineras. Pancho el Largo, librado
milagrosamente de una condena a muerte, había vivido del juego en los últimos tiempos.
Mal
les había ido a los dos en esos años de separación. En una aventura por las tierras
de Atacama, el Huaso fue abandonado en el desierto por sus compañeros, casi muerto
de sed, sin más compañía que su carabina recortada y una lata con un poco de orines.
Salvado por un coya que lo encontró cuando la sed lo hacía arañar la tierra angustiosamente,
volvió al sur en busca de sus canchas de antaño.
A
Pancho el Largo no le había ido mejor. Culpado de un salteo con homicidio y violación,
delito que no había cometido, estuvo dos años en la cárcel; fue condenado a muerte,
y, salvado de esa condena gracias a la solicitud y viveza de su abogado, instaló
una casa de juego, en la cual la mala suerte lo persiguió también, obligándolo a
abandonarla.
Se
encontraron como una mano amiga encuentra a otra más amiga aún. Su separación hablase
debido a motivos muy graves. Combinados para verificar un salteo, alguien los delató
a la policía. Llegaron a la casa del fundo, confiados, ignorantes de lo que les
esperaba. Entraron. Para llegar a las habitaciones del patrón tuvieron que atravesar
un estrecho corredor de madera, y en ese corredor se encontraron con lo inesperado.
La policía había quitado una tabla de la pared, y en el agujero que quedó, los guardianes
abocaron sus carabinas. Cuando la banda, que caminaba sigilosamente por el obscuro
corredor, llegó frente al agujero, una descarga la fulminó. Solo se salvaron dos:
Pancho el Largo, que iba el primero, y el Huaso Blanco Encalada, que había quedado
fuera.
En
la noche, perdidos, cada uno huyó por donde pudo. Y de resultas de ello, el Huaso
se fue a Copiapó y Pancho el Largo al sur, no sin jurar vengar, de la mejor manera
que pudiesen, y sin piedad alguna, aquella traición.
–¡Hermanito!
–gritaron al encontrarse.
Y
se abrazaron llorando.
*
* *
La fuerte luz
de la luna llena dibujaba sobre el suelo las sombras movibles de aquellos dos hombres
y de sus cabalgaduras. Marchaban al paso largo de sus caballos, sin hablar, arrebozados
en sus gruesas mantas.
Helaba.
Los caballos arrojaban parejos chorros de vapor por las nerviosas narices, y al
pisar los pequeños charcos de agua de la calle, la escarcha sonaba al resquebrajarse
en delgadas y frías agujas. Poco a poco iba disminuyendo la edificación. La ciudad
terminaba con sus últimos miserables rancheríos, y de pronto, al dar vuelta a un
callejón, el campo apareció ante los ojos de los hombres, ancho, claro, con sus
chacras y sus potreros, todo bañado en la luz fría de la luna.
Uno
de los hombres apartó con su mano la bufanda que le llegaba casi hasta los ojos,
y dijo:
–¿No
te da gusto, Huaso, ver el campo?
–Gusto
me da, Pancho –dijo el otro.
–¿Galopemos
un poco?
–Bueno,
Pancho.
Se
colgaron al hombro las carabinas recortadas que traían atravesadas en la montura
y lanzaron los caballos al galope. Las sombras corrieron rápidamente detrás, y ellos,
levantando las obscuras cabezas, dejaron que el aire helado de la carrera les refrescara
los rostros.
Galoparon
durante un largo rato, contentos de encontrarse en la soledad del campo, lejos de
la ciudad, libres, sin temor a la policía ni a nadie. En su carrera encontraron
varias carretas cargadas que marchaban perezosamente hacia la ciudad. Los carreteros,
sentados sobre el yugo de la yunta delantera, abrigados en sus mantas, miraban pasar,
asombrados, a aquellos dos fantasmas obscuros que galopaban bajo la luz de la luna
llena de junio.
Aminoraron
después la carrera, volviendo a marchar al paso.
Apareció
un pequeño fundo. Algunos perros ladraron.
–Ladren
no más… Enojado conmigo debe de estar don Dionisio.
–¿Qué
le has hecho?
–Le
robé un cordero y le maté diez.
–¿Por
qué?
–Porque
no quiso venderme uno. Estábamos de fiesta donde mi comadre Chepa Sarmiento y se
nos antojó comer un asado grande. Vine donde don Dionisio y me cansé de rogarle
que me vendiera un corderito. No quiso. Le ofrecí pagarle el doble de lo que me
pidiera. Tampoco quiso. Le pregunté por qué, y me contestó que no vendía de a un
cordero solo, y que, además, era muy tarde para vender nada. Le propuse ir a buscarlo
yo mismo para que no se molestara, y entonces me dijo que me mandara cambiar si
no quería que me sacara a empujones. Me fui, pero al poco rato mandé a Juanito con
un recado para don Dionisio. Juanito le dijo que iba mandado por mí, sin decirle
quién era yo, y que si quería venderle el cordero.
Se
enojó entonces don Dionisio y mandó al diablo al chiquillo, diciéndole que si no
se iba tan pronto lo iba a agarrar a pencazos. Entonces Juanito le dijo:
–Mandó
decir don Pancho que él iba a venir a buscar uno.
–¿Don
Pancho? ¿Qué don Pancho?
–Don
Pancho el Largo, patrón.
–¿Era
don Pancho el Largo el que estuvo aquí?
–Sí,
patrón.
–Se
fue Juanito. El patrón lo llamó, gritándole que se llevara el cordero, pero el chiquillo
no volvió. En la noche fui yo con dos más; matamos diez corderos y nos llevamos
uno…
–¡Buena
cosa de diablos grandes!
Y
el Huaso Blanco Encalada lanzó una carcajada que espantó a los caballos.
–¡Cállate,
salvaje!
En
ese momento una sombra apareció en el camino y avanzó rápidamente hacia ellos.
–Despacio.
Un
agudo silbido se escuchó. Pararon los caballos. La sombra marchaba a prisa. Cuando
estuvo cerca, don Pancho gritó:
–¿Eres
tú, Juanito?
–Yo
soy, don Pancho.
El
recién llegado era un muchacho de unos dieciocho años, alto y delgado. Aprendiz
de salteador.
–¿Qué
hubo?
–El
patrón no ha llegado todavía. Está la señora sola, y el mozo anda con el patrón.
–Bueno,
sube.
Subió
el muchacho al anca del caballo de Pancho y reanudaron la marcha. Pocos minutos
después pasaron ante una casa rodeada de una verja y cien pasos más allá se detuvieron.
–Aquí
es.
–Bájense.
El
muchacho se ocultó con los caballos en un grupo de árboles y Pancho el Largo y el
Huaso Blanco Encalada volvieron hacia atrás, hasta llegar frente a la casa. El Huaso
se acercó a la puertecilla de la verja, buscó a tientas el pasador y abrió suavemente.
Entraron a un pequeño jardín. Se acercaron a la puerta y escucharon. No se sentía
el más leve ruido. La ventana estaba iluminada débilmente.
–Vamos
–dijo Pancho.
Y
alzó su carabina. El Huaso Blanco Encalada, cogiendo la manilla del picaporte, dio
vuelta y empujó. Se abrió la puerta. Ni una voz, ni un grito. El Huaso, poniéndose
de rodillas en el umbral, asomó su cabeza por la parte inferior de la puerta. Nadie.
Entraron y se encontraron en una gran pieza, llena de muebles, iluminada apenas
por una vela, que ardía en la palmatoria colocada en la mesita de noche.
Al
lacio de la mesilla había una ancha cama, y en ella tendida de espaldas, una mujer
dormía plácidamente. El Huaso, en puntillas, se acercó a mirarla. Era una joven
y hermosa mujer, muy blanca, con el pelo negro. Su pecho, alto y amplio, subía y
bajaba rítmicamente con la respiración. Ignorante de la presencia de aquellos hombres
que la miraban en silencio, dormía.
De
pronto, y debido tal vez al aire frío que entraba por la puerta, la mujer despertó.
Miró en derredor, y viendo a los dos desconocidos, se sentó en la cama y preguntó
asustada:
–¿Quiénes
son ustedes?
–No
se asuste, señora –contestó Pancho, cerrando la puerta–. Somos salteadores y venimos
a buscar plata.
–¡Ay,
por Dios, no me hagan nada! –gritó la mujer.
–No
tenga miedo, señora; no le vamos a hacer nada. ¿Usted no tiene dinero aquí?
–No,
señor; lo tiene todo mi marido.
–No
me mienta, señora.
–No
le miento, caballero –contestó la mujer, atribulada–. Si quiere, registre los muebles.
–¡Hum!
Esperaremos a su marido.
–¡No!
–dijo la mujer–. ¡Váyanse! Si mi marido los encuentra aquí, les va a pegar a los
dos.
–No
importa, señora –contestó Pancho, sonriendo–. A nosotros nos gusta entendemos con
los hombres.
Todo
quedó en silencio. Pancho el Largo, afirmado en la puerta, escuchaba, y el Huaso
Blanco Encalada, parado a los pies de la cama, fumaba tranquilamente. La vela ardía,
alumbrando con su llama vacilante la mitad de la pieza. El resto quedaba sumido
en una suave penumbra.
La
mujer, acurrucada en la cama, miraba con curiosidad y temor a los dos hombres; suspiraba
de vez en cuando y decía:
–¡Ay,
Dios mío!
Transcurrió
un largo rato. El silencio, pesado ya, continuaba dominando. Los hombres, sin cambiar
de postura, guardaban la misma actitud de escucha y espera. La mujer seguía suspirando.
El
Huaso, por debajo del ala obscura de su sombrero, miraba furtivamente a la mujer,
admirando su hermoso y fino rostro. En toda su vida de salteador no recordaba haber
visto tan cerca de él y tan a merced de él a una mujer tan linda. Le habría bastado
dar dos pasos y estirar la mano para tocar con sus dedos, que ahora estaban acariciando
la carabina, aquellos hombros tan redondos y blancos y aquel rostro que surgía de
entre las almohadas como una flor. Tal vez lo habría hecho, más por curiosidad que
por otra cosa, si frente a él, afirmado en la puerta y con la carabina al brazo,
no hubiera estado Pancho el Largo. Pancho no admitía bromas, en ese sentido. Ya
lo sabían los que merodeaban con él. Por causa de ello, aun siendo inocente, había
estado una vez condenado a muerte, y le bastaba con esa vez.
Indiferente
a la hermosura de la mujer, con sus sentidos puestos en la escucha, Pancho miraba
la llamita vacilante de la vela y pestañeaba rápidamente. No había ni fumado, casi
no se movía y respiraba silenciosamente.
–¡Hasta
cuándo, vida mía! –dijo en voz baja, impaciente, el Huaso.
–¡Cállate!
Un
galope se sintió en el camino. Una piedra rebotó en el techo de la casa.
–Ahí
está, Huaso. ¡Cuidado!
–¡Ay,
Dios mío! –gritó la mujer.
–Cállese,
señora –musitó Pancho–. Si no quiere que a su marido le pase algo, quédese calladita.
Se
retiró al rincón más obscuro de la pieza y el Huaso se colocó de modo que al abrirse
la puerta él quedase escondido detrás. El galope, que había ido sintiéndose cada
vez más cercano, remató frente a la casa. Se sintieron voces de hombres y luego
el paso de caballos que se alejaban. Una mano abrió y cerró la puertecilla de la
verja y un paso seguro y firme avanzó hacia la casa. Dieron vuelta la manilla del
picaporte y la puerta se abrió.
La
mujer no había andado desacertada al amenazar con su marido a los dos salteadores.
El recién llegado era un hombre alto, corpulento, de aspecto resuelto. Tenía la
cara rosada y los ojos azules. Venía abrigado con una manta de cuello y las espuelas
le sonaban al andar. Al darse vuelta para cerrar advirtió la presencia del Huaso,
que lo miraba socarronamente y que, amenazándolo con la carabina, avanzó hasta quedar
frente a la puerta.
–¿Qué
quieres tú? –preguntó coléricamente el hombre.
–Plata,
patrón –contestó el Huaso, brillantes los ojos.
–¿Plata?
Y
antes de que el Huaso se diera cuenta de nada, el hombre saltó sobre él y de un
fuerte golpe le hizo soltar la carabina, que cayó al suelo ruidosamente. En seguida
se fue sobre el Huaso con gran violencia; pero el Huaso resistió el encontrón sin
retroceder un centímetro; y los dos hombres, tomados de los brazos, acercaron sus
rostros, mirándose con odio.
–¿Plata
quieres, no?
Hizo
fuerzas con la intención de tumbar al Huaso, pero éste ni se movió. Con las piernas
abiertas, el cuerpo echado hacia adelante, afirmado en los pies, el Huaso habría
podido resistir el empuje de un toro. No en vano sus camaradas, haciendo honor a
su cuerpo y a sus fuerzas extraordinarias, le decían el “Huaso Blanco Encalada”,
en recuerdo de un barco de la escuadra chilena.
El
hombre se puso rojo de rabia y le llamearon los ojos azules. Se recogió para acometer
nuevamente, pero la voz tranquila y burlona que vino desde el rincón más oscuro
de la pieza lo disuadió de ello:
–No
pelee, patrón. Es para peor.
Soltó
el hombre al Huaso y mirando hacia atrás vio a Pancho que le apuntaba con la carabina.
Retrocedió sorprendido; pero su sorpresa duró poco. Convencido de que era inútil
resistir, se acordó de su mujer. Fue hacia la cama y, acariciando el rostro pálido
y helado, le preguntó con ternura:
–¿Le
han hecho algo, mi hijita?
–No,
Pedro –contestó sonriendo, entre temerosa y contenta–; no me han tocado siquiera.
–Muy
bien –dijo el hombre, satisfecho–. Les juro que si hubieran tocado a mi mujer, ni
muerto me sacarían un cinco. Soy bastante hombre para pelear aun contra ustedes
dos. Pero se han portado bien con ella y estoy contento. Tomen.
Metió
la mano en el bolsillo delantero del pantalón y sacó un grueso fajo de billetes.
El Huaso Blanco Encalada se adelantó, tomó el fajo de billetes que el hombre le
ofrecía, le echó una mirada y dijo:
–El
patrón no querrá que lo registremos.
–No
tengo un cinco más. No miento nunca. Pero si no creen, regístrenme.
–No,
patrón –contestó rápidamente Pancho el Largo–; nosotros también somos bastante hombrecitos
y creemos en su palabra. Vamos, Huaso. Buenas noches, patrón. Buenas noches, señora.
–Buenas
noches –contestaron los dos saludados.
Salieron.
El Huaso quedó un momento ante la puerta de la casa, mientras Pancho llamaba al
muchacho, que llegó en seguida con los caballos.
–Vamos,
Huaso.
Montaron.
Juanito subió al anca del caballo de Pancho.
–¿Nos
seguirá? –preguntó el Huaso.
–No
tengas cuidado. Vamos no más.
Partieron
al galope, y dos cuadras más adelante se detuvieron y escucharon. No se oía el más
leve ruido que indicara una persecución. Corrieron otro tanto y se detuvieron de
nuevo a escuchar. Nada. Galoparon, entonces, hasta llegar a la entrada de la ciudad.
Dejaron el camino y se metieron por unos callejones.
Marcharon
al paso, sin hablar. De pronto el Huaso exclamó:
–¡Me
gustó el patrón! ¡Bien hombrecito!…
–Sí
–contestó Pancho–; pero con nosotros, ¿qué? A hombres no nos va a ganar, Huaso,
ni a caballeros tampoco. Lo que es yo, bailo según me canten.
–Y
yo.
Siguieron
otro trecho en silencio.
–¿Cuánto
tiempo hace, Pancho, que no andábamos juntos?
–Va
para cuatro años.
–¿Te
acuerdas de la última vez?
–¡Que
si me acuerdo! Me acordaré mientras viva, y cada vez que lo hago siento ganas de
volver a matar al Chupalla.
–¡Maldito
sea!
Habían
llegado al camino de cintura.
–Mañana
a las tres.
–Sí,
a las tres.
Se
separaron, tomando uno rumbo al Parque y los otros para el Matadero.
–Hasta
mañana, Huaso. –Hasta mañana, Pancho.
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