Silvina Ocampo
Muchos cueros de corderitos
colgaban del alambrado.
Porfirio Lasta oyó en el canto de la tarde una suerte de amanecer.
La arboleda que rodeaba el rancho era pequeña, pero los pájaros la multiplicaban.
A esas horas, Porfirio pensaba siempre en lo mismo: en la hija del capataz del Recreo.
Era ésta una señorita opulenta, con medias de seda y tacos altos. Pensaba también
en un piano, que había entrevisto detrás de una puerta, un día de lluvia. La música
lo fascinaba y recordar los acordes de un piano y aquella mujer, era el premio que
recibía a la caída de la noche.
Hacía ya veinte años que había arrendado ese campo, con un solo potrero
y un rancho: después de muchos sacrificios, pudo comprarlo. Cuando se instaló, el
rancho estaba casi en ruinas; poco a poco lo había refaccionado, de manera que el
techo no tuviera goteras, ni la puerta demasiados chiflones. Había agregado tablas
al postigo de la ventana, había apisonado el piso de tierra y blanqueado las paredes.
Alrededor del rancho había los restos de una huerta, poquísimas gallinas,
una que otra vaca, tres caballos. Además tenía trescientas ovejas: vivía de eso.
La lana se pagaba bien y los gastos eran pocos. Bañaba la majada en el campo vecino.
Entregaba todas sus ganancias a uno de sus hermanos que sabía leer, escribir, manejar
dinero y un automóvil. Guardaba justo lo necesario para sus gastos personales.
Porfirio pensó en su hermano; era distante y silencioso, como una
caja de hierro; lo circundaba una aureola de instrucción. Vivía a dos leguas de
distancia, en una casa con varios corredores; tenía mujer y algunos hijos.
Varias veces Porfirio había ido a reclamarle dinero. Desde la compra
del campito y de los animales, no había conseguido que su hermano le entregara ninguna
suma. Éste solía decirle:
–No conviene que tengas dinero. Una de estas noches pueden entrar
a matarte.
–No tengo miedo –respondía Porfirio, temblando–. Necesito dinero
para comprar unas cuantas ovejas criollas. Y después, quizá me hagan falta unas
hectáreas más.
El hermano distraído no contestaba nada.
Aquella vez Porfirio salió del rancho, abrió lentamente la tranquera
de alambre que comunicaba con el potrero, caminó entre bostas rizadas y cardos,
atajando la luz del poniente con una mano. Era el mes de agosto. Hacía un frío penetrante:
en su frente, lo sentía como una corona de hielo, en sus manos, como una superficie
dura. Apuró el paso. Se detuvo en el extremo del potrero, junto al alambrado. Copos
de lana florecían del alambre de púas. La majada se desenrollaba con ruido de alfombra.
Una sola oveja no se movía. Estaba panza arriba, acostada en el suelo, esperando
la parición. Algunos caranchos y chimangos aguardaban el nacimiento, esperando un
corderito vivo o una madre casi muerta, con grandes ojos abrillantados.
Al acercarse Porfirio ahuyentó los pájaros. La oveja respiraba con
dificultad, se quejaba y mascaba lentamente grandes granos invisibles de maíz durísimo.
Luego, como la desgarradura de la tarde roja, sobre una piedra gris, fueron naciendo,
uno, dos, tres corderitos idénticos. La madre lamió cuidadosamente los dos primeros
y olvidó el último. Porfirio buscó una bolsa, limpió el tercer corderito, lo envolvió,
lo llevó hasta el rancho y lo colocó debajo del alero.
Entró en la pieza y se acercó al fogón encendido. Puso carne a asar
en las brasas.
Los últimos rayos del sol brillaban en la abertura de la puerta.
Porfirio vio bailar un redondel de luz en la pared del cuarto. Era el mensaje cotidiano
de su vecino. Se levantó del banco, descolgó el espejito redondo que había usado
alguna vez para afeitarse y se detuvo en el marco de la puerta. Inútilmente trató
de contestar con el mismo redondel de luz, con el mismo reflejo, sobre la casa de
su vecino. El sol había desaparecido. Encauzando la voz con las dos manos puestas
de cada lado de la boca, después de un rato gritó:
–Buenas noches.
El silencio multiplicó la voz. Cayó la noche de golpe. Entró en el
rancho y comió junto al fogón un trozo de carne con galleta y vino tinto. La llama
de la vela vacilaba con el viento; sin embargo, había cerrado la puerta. Los chiflones
eran sus compañeros.
Sin desvestirse, se dejó caer sobre la cama. Tenía dos ponchos muy
manchados y una frazada con bordes rojos. El sueño, antes de llegar a sus ojos,
rondaba como un agua muy mansa por todo su cuerpo. El sueño no lo avasallaba como
otras noches. Sopló la vela y el cuarto quedó en tinieblas. Tardó en dormir. Rehízo
mentalmente los trabajos del día, y después empezó a soñar.
Soñó que se casaba con la hija del capataz del Recreo en la iglesia
de Azul. Después de la ceremonia llegaba al Recreo, con su novia en un sulky, escoltado
por toda la familia, que venía en un vagón, remolcando un piano con ruedas. El piano
era una casita alta y negra, con un escenario cerrado en el centro. Tenía dos candelabros
de oro de cada lado. Una familia pequeñísima de enanos vivía dentro de esa casa.
La música surgía aparentemente de las manos de la pianista, cuando tocaba las notas,
pero el procedimiento era más complicado y secreto: la música surgía de la boca
de los enanitos.
–Hay que llevarlo con cuidado –decía el padre de la novia, abrazando
el piano–; tiene notas muy sufridas.
Cuidadosamente detuvieron los caballos frente a la tranquera y luego
el padre, junto con el resto de la familia de la novia, se fue por el campo, agitando
ramas para espantar mosquitos. La hija del capataz, que era mullida, se acostó en
la cama de hierro y Porfirio, a su lado, en el piso de tierra, sobre unas cuantas
bolsas que le servían de colchón. Aquella casa, tan suntuosa por dentro, tenía dormitorios
con piso de tierra. Los desposados ya debían de estar durmiendo, cuando la puerta
se abrió de pronto. Una tropilla de caballos pasó relinchando.
El perro ladraba muy lejos. Un redondel de luz bailó levemente en
la pared. Porfirio sonrió al ver la señal del vecino. Una sombra se perfilaba en
el marco de la puerta y no vio otro rostro que aquel redondel de luz. Porfirio adelantó
unos pasos más allá de su sueño; aún creo que tuvo tiempo de asombrarse, de ser
sonámbulo, él que jamás lo había sido, cuando sintió que le hundían un hierro muy
rojo en el pecho.
La oscuridad modificó los colores, las medias tintas, como la revelación
caprichosa de una fotografía.
La mano de Remigio Lasta no soltaba el cuchillo. El silencio, que
no se había manifestado hasta ese momento, crecía; se llenaba de filamentos, de
silbidos, de memorias, de cantos de grillos infinitesimales.
No crujía ninguna puerta, ningún mueble: todos los objetos se ausentaban
sobre el piso de tierra. Las paredes, el techo se habían disuelto, pero el hombre
sintió, en la irrealidad del cuarto, una presencia viva. Daba la espalda a la ventanita;
las paredes se habían disuelto, pero no la ventanita. Le molestaba tener espalda;
era ella el lugar vulnerable de su cuerpo; con el deseo de ignorarla, volvió bruscamente
la cabeza y vio, por primera vez, un fantasma. Lo estudió atentamente. Era una señorita
opulenta, con medias de seda y tacos altos. Oyó la insoportable musiquita de un
piano. Instantes después, sintió el contacto de una mano sobre una de sus manos
y tres dedos se le quedaron dormidos.
Sacó el cuchillo y lo limpió en la frazada. La linterna era pequeña
y alumbraba una circunferencia nítida, pero muy exigua. Buscó un fósforo; encendió
la vela. Hizo un paseo circular alrededor del cuarto. Se sentó un rato en un banco
y se quitó los guantes: miró sus manos oscuras, con las venas muy salientes. Se
levantó del banco y volvió a ponerse los guantes. Los tres dedos seguían dormidos.
Sopló la vela y después de alumbrar el cuarto, con la linterna una última vez abrió
la puerta y miró el cielo. La noche carecía de estrellas; enfocó el caballo que
estaba a cinco metros y dijo en voz alta:
–Dos leguas, dos leguas. Tendré tiempo de recorrerlas antes que amanezca.
Montó el caballo y nadie, salvo yo, pudo oír aquel galope, que se
alejaba en la noche. Nadie, salvo yo, supo que Remigio Lasta heredaba no sólo el
dinero sino el sueño de su hermano.
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