May Sinclair
No había nadie en el
huerto. Enriqueta Leigh salió furtivamente al campo por el portón de hierro sin
hacer ruido. Jorge Waring, teniente de Marina, la esperaba allí.
Muchos
años después, siempre que Enriqueta pensaba en Jorge Waring, revivía el suave y
tibio olor de vino de las flores de saúco, y siempre que olía flores de saúco
reveía a Jorge con su bella y noble cara como de artista y sus ojos de azul
negro.
Ayer
mismo la había pedido en matrimonio, pero el padre de ella la creía demasiado
joven, y quería esperar. Ella no tenía diecisiete años todavía, y él tenía
veinte, y se creían casi viejos ya.
Ahora
se despedían hasta tres meses más tarde, para la vuelta del buque de él.
Después de pocas palabras de fe, se estrecharon en un largo abrazo, y el suave
y tibio olor de vino de las flores de saúco se mezclaba en sus besos bajo el
árbol.
El
reloj de la iglesia de la aldea dio las siete, al otro lado de campos de
mostaza silvestre. Y en la casa sonó un gong.
Se
separaron con otros rápidos y fervientes besos. Él se apuró por el camino a la
estación del tren, mientras ella volvía despacio por la senda, luchando –con
sus lágrimas.
–Volverá
en tres meses. Puedo vivir tres meses más –se decía.
Pero
no volvió nunca. Su buque se hundió en el Mediterráneo, y Jorge con él.
Pasaron
quince años.
Inquieta
esperaba Enriqueta Leigh, sentada en la sala de su casita de Maida Vale, donde
habitaba solo desde hacía pocos años, después de la muerte de su padre. No
alejaba su vista del reloj, esperando las cuatro, la hora que Oscar Wade había
fijado. Pero no estaba segura de que él viniera, después de haber sido
rechazado el día antes.
Y
se preguntaba ella por qué razones lo recibía hoy, cuando el rechazo de ayer
parecía definitivo, y había pensado ya que no debía verlo nunca más, y se lo
había dicho bien claro.
Se
veía a sí misma, erguida en su silla, admirando su propia integridad, mientras
él queda de pie, cabizbajo, abochornado, vencido; volvía a oírse repetir que no
podía y no debía verlo más, que no se olvidara de su esposa, Muriel, a quién él
no debía abandonar por un capricho nuevo.
A
lo que había respondido él, irritado y violento:
–No
tengo por qué ocuparme de ella. Todo acabó entre nosotros. Seguimos viviendo
juntos solo por el qué dirán.
Y
ella, con serena dignidad:
–Y
por el qué dirán, Oscar, debemos dejar de vernos. Le ruego que se vaya.
–¿De
veras lo dice?
–Sí.
No nos veremos nunca más. No debemos.
Y
él se había ido, cabizbajo, abochornado y vencido, cuadrando sus espaldas para
soportar el golpe.
Ella
sentía pena por él, había sido dura sin necesidad. Ahora que ella le había
trazado su límite, ¿no podrían, quizá, seguir siendo amigos? Hasta ayer no
estaba claro ese límite, pero hoy quería pedirle que se olvidara él de lo que
había dicho.
Y
llegaron las cuatro, las cuatro y media y las cinco. Ya había acabado ella con
el té, y renunciado a esperar más, cuando cerca de las seis llegó él como había
venido una docena de veces ya, con su paso medido y cauto, con su porte algo
arrogante, sus anchas espaldas alzándose en ritmo. Era hombre de unos cuarenta
años, alto y robusto, de cuello corto y ancha cara cuadrada y rósea, en la que
parecían chicos sus rasgos, por lo finitos y bellos. El corto bigote, pardo
rojizo, erizaba su labio, que avanzaba, sensual. Sus ojillos brillaban, pardos
rojizos, ansiosos y animales.
Cuando
no estaba él cerca, Enriqueta gustaba de pensar en él; pero siempre recibía un
choque al verlo, tan diferente, en lo físico al menos, de su ideal, que seguía
siendo su Jorge Waring.
Se
sentó frente a ella, en un silencio molesto, que rompió al fin:
–Buen;
usted me dijo que podía venir, Enriqueta.
Parecía
echar sobre ella toda la responsabilidad.
–¡Oh,
sí; ya lo he perdonado, Oscar!
Y
él dijo que mejor era demostrárselo cenando con él, a lo que ella no supo
negarse, y, simplemente, fueron a un restaurante en Soho.
Oscar
comía como gourmet, dando a cada plato su importancia, y ella gustaba de su
liberalidad ostentosa sin la menor mezquindad.
Al
fin terminó la cena. El silencio embarazoso de él, su cara encendida le decían
lo que estaba pensando. Pero, de vuelta, juntos, él la había dejado en la
puerta del jardín. Lo había pensado mejor.
Ella
no estaba segura de si se alegraba o no por ello. Había tenido su momento de
exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había
querido dejarlo porque no se sentía atraída, y ahora, después de haber
renunciado, por eso mismo lo buscaba.
Cenaron
juntos otra y otra vez, hasta que ella se conoció el restaurante de memoria:
las blancas paredes con paneles de marcos dorados; las blandas alfombras
turcas, azul y punzó; los almohadones de terciopelo carmesí que se prendían a
su saya; los destellos de la platería y cristalería en las innúmeras mesitas; y
las fachas de todos colores, rasgos y expresiones de los clientes; y las luces
en su pantallitas rojas, que teñían el aire denso de tabaco perfumado, como el
vino tiñe al agua; y la cara encendida de Oscar, que se encendía más y más con
la cena. Siempre, cuando él se echaba atrás con su silla y pensaba, y cuando
alzaba los párpados y la miraba fijo, cavilando, ella sabía qué era, aunque no
en qué acabaría.
Recordaba
a Jorge Waring y toda su propia vida desencantada, sin ilusiones ya. No lo
había elegido a Oscar, y en verdad, no lo había estimado antes, pero ahora que
él se había impuesto a ella no podía dejarlo ir. Desde que Jorge había muerto,
ningún hombre la había amado, ninguno la amaría ya. Y había sentido pena por
él, pensando cómo se había retirado, vencido y avergonzado.
Estuvo
cierta del final antes que él. Solo que no sabía cómo y cuándo. Eso lo sabía
él.
De
tiempo en tiempo repitieron las furtivas entrevistas allí, en casa de ella.
Oscar
se declaraba estar en el colmo de la dicha. Pero Enriqueta no estaba del todo
segura; eso era el amor, lo que nunca había tenido, lo deseado y soñado con
ardor. Siempre esperaba algo más, y más allá, algún éxtasis, celeste, supremo,
que siempre se anunciaba y nunca llegaba. Algo había en él que la repelía; pero
por ser él, no quería admitir que le hallaba un cierto dejo de vulgaridad.
Para
justificarse, pensaba en todas sus buenas cualidades, en su generosidad, su
fuerza de carácter, su dignidad, su éxito como ingeniero.
Lo
hacía hablar de negocios, de su oficina, de su fábrica y máquinas: se hacía prestar
los mismos libros que él leía, pero siempre que ella empezaba a hablar,
tratando de comprenderlo y acercársele, él no la dejaba, le hacía ver que se
salía de su esfera, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene
con sus amigos los hombres.
En
la primera ocasión y pretexto que hubo en asuntos de él, fueron a París por
separado.
Por
tres días Oscar estuvo loco por ella, y ella por él.
A
los seis empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre,
estalló ella en un ataque de llanto, y contestó al azar cuando él le inquirió
la causa, que el hotel Saint-Pierre era horrible, que le daba en los nervios y
no lo soportaba más. Oscar, con indulgencia, explicó su estado como fatiga
subsiguiente a la continua agitación de esos días.
Ella
trató con energía de creer que su abatimiento creciente venía de que su amor
era mucho más puro y espiritual que el de él; pero sabía perfectamente que
había llorado de puro aburrimiento.
Estaba
enamorada de él, y él la aburría hasta desesperarla; y con Oscar sucedía más o
menos lo mismo. Al final de la segunda semana ella empezó a dudar de si alguna
vez, en algún momento, lo había podido amar realmente.
Pero
la pasión retornó por corto tiempo en Londres.
En
cambio, se les fue despertando el temor al peligro, que en los primeros tiempos
del encanto quedaba en segundo término. Luego, al miedo de ser descubiertos,
después de una enfermedad de Muriel, la esposa de Oscar, se agregó para
Enriqueta el terror de la posibilidad de casarse con él, que seguía jurando que
sus intenciones eran serias, y que se casaría con ella en cuanto fuera libre.
Esta
idea la asustaba a veces en presencia de Oscar, y entonces él la miraba con
expresión extraña, como si adivinara, y ella veía claro que él pensaba en lo
mismo y del mismo modo.
Así
que la vida de Muriel se hizo preciosa para ambos, después de su enfermedad:
era lo que les impedía una unión definitiva. Pero un buen día, después de unas
aclaraciones y reproches mutuos, que ambos se sabían desde mucho antes, vino la
ruptura y la iniciativa fue de él.
Tres
años después fue Oscar quien se fue del todo ya, en un ataque de apoplejía, y
su muerte fue un inmenso alivio para ella. Sin embargo, en los primeros
momentos se decía que así estaría más cerca de él que nunca, olvidando cuán
poco había querido estarlo en vida. Y antes de mucho se persuadió de que nunca
habían estado realmente juntos. Le parecía cada vez más increíble que ella
hubiera podido ligarse a un hombre como Oscar Wade.
Y
a los cincuenta y dos años, amiga y ayudante del vicario de Santa María Virgen
en Maida Vale, diácona de su parroquia, con capa y velo, cruz y rosario, y
devota sonrisa, secretaria del Hogar de Jóvenes Caídas, le llegó la culminación
de sus largos años de vida religiosa y filantrópica, en la hora de su muerte.
Al confesarse por última vez, su mente retrocedió al pasado y encontrose otra
vez con Oscar Wade. Caviló algo si debía hablar de él, pero se dio cuenta de
que no podría, y de que no era necesario: por veinte años había estado él fuera
de su vida y de su mente.
Murió
con su mano en la mano del vicario, el que la oyó murmurar:
–Esto
es la muerte. Creía que sería horrible, y no. Es la dicha; la mayor dicha.
La
agonía le arranchó la mano del vicario, y enseguida terminó todo.
Por
algunas horas se detuvo ella vacilante en su cuarto, y remirando todo lo tan
familiar, lo veía algo extraño y antipático ahora.
El
crucifijo y las velas encendidas le recordaban alguna tremenda experiencia,
cuyos detalles no alcanzaba a definir; pero que parecían tener una relación con
el cuerpo cubierto que hacía en la cama, que ella no asociaba a su persona.
Cuando
la enfermera vino y lo descubrió, vio Enriqueta el cadáver de una mujer de edad
mediana, y su propio cuerpo vivo era el de una joven de unos treinta y dos
años. Su frente no tenía pasado ni futuro, y ningún recuerdo coherente o
definido, ninguna idea de lo que iba a ocurrirle. Luego, de repente, el cuarto
empezó a dividirse ante su vista, a partirse en zonas y hacer de piso, muebles
y cielo raso, que se dislocaban y proyectaban hacia planos diversos, se
inclinaban en todo sentido, se cruzaban, se cubrían con una mezcla
transparente, de perspectivas distintas, como reflejos de exterior en vidrios
de interior.
La
cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista.
Ella estaba de pie al lado de la puerta, que aún quedaba firme: la abrió y se
encontró en una calle, fuera de un edificio grisáceo, con gran torre de alta
aguja de pizarra, que reconoció con un choque palpable de su mente: era la
iglesia de Santa María Virgen, de Maida Vale, su iglesia, de la que podía oír
ahora el zumbido del órgano. Abrió la puerta y entró. Ahora volvía a tiempo y
espacio definidos, y recuperaba todos los detalles de la iglesia, en cierto
modo permanentes y reales, ajustados a la imagen que tomaba posesión de ella.
Sabía para qué había ido allí.
El
servicio religioso había terminado, el coro se había retirado, y el sacristán
apagaba las velas del altar. Ella caminó por la nave central hasta un asiento
conocido, cerca del púlpito, y se arrodilló. La puerta de la sacristía se abrió
y el reverendo vicario salió de allí en su sotana negra, pasó muy cerca de ella
y se detuvo, esperándola: tenía algo que decirle. Ella se levantó y se acercó a
él, que no se movió, y parecía seguir esperando, aunque ella se le acercó luego
más que nunca, hasta confundir sus rasgos. Entonces se apartó para ver mejor, y
se encontró con que miraba la cara de Oscar Wade, que se estaba quieto,
horriblemente quieto, cortándole el paso.
Ella
retrocedió, y las anchas espaldas la siguieron, inclinándose a ella, y sus ojos
la envolvían. Abrió ella la boca para gritar, pero no salió sonido alguno;
quería huir, pero temía que él se moviera con ella; así quedó, mientras las
luces de las naves literales se apagaban una por una, hasta la última. Ahora
debía irse, si no, quedaría encerrada con él en esa espantosa oscuridad. Al
final consiguió moverse, llegar a tientas, como arrastrándose, cerca de un
altar. Cuando miró atrás, Oscar Wade había desparecido.
Entonces
recordó que él había muerto. Lo que había visto no era Oscar, pues, sino su
fantasma. Había muerto hacía diecisiete años. Ahora se sentía libre de él para
siempre.
Salió
al atrio de la iglesia, pero no recordaba ya la calle que veía. La acera de su
lado era una larga galería cubierta, que limitaban altos pilares de un lado, y
brillantes vidrieras de lujosos negocios del otro; iba por los pórticos de la
calle Rívoli, en París. Allí estaba el pórtico del hotel Saint-Pierre. Pasó la
puerta giratoria de cristales, pasó el vestíbulo gris, de aire denso, que ya
conocía bien. Fue derecho a la gran escalera de alfombra gris, subió los
innumerables peldaños en espiral alrededor de la jaula que encerraba al
ascensor, hasta un conocido rellano, y un largo corredor gris, que alumbraba
una opaca ventana al final.
Y
entonces, el horror del lugar la asaltó, y como no tenía ningún recuerdo ya de
su iglesia y de su Hogar de Jóvenes, no se daba cuenta de que retrocedía en el
tiempo. Ahora todo el tiempo y todo el espacio eran lo presente allí.
Recordaba
que debía torcer a la izquierda, donde el corredor llegaba a la ventana, y
luego ir hasta el final de todos los corredores; pero temía algo que había
allí, no sabía bien qué. Tomando por la derecha podría escaparse, lo sabía;
pero el corredor terminaba en un muro liso; tuvo que volver a la izquierda, por
un laberinto de corredores hasta un pasaje oscuro, secreto y abominable, con paredes
manchadas y una puerta de madera torcida al final, con una raya de luz encima.
Podía ver ya el número de esa puerta: 107.
Algo
había pasado allí, alguna vez, y si ella entraba se repetiría lo mismo. Sintió
que Oscar Wade estaba en el cuarto, esperándola tras la puerta cerrada; oyó sus
pasos mesurados desde la ventana hasta la puerta.
Ella
se volvió horrorizada y corrió, con las rodillas que se le doblaban,
hundiéndose, a lo lejos, por larguísimos corredores grises, escaleras abajo,
ciega y veloz como animal perseguido, oyendo los pies de él que la seguía hasta
que la puerta giratoria de cristales la recibió y la empujó a la calle.
Lo
más extraño de su estado era que no tenía tiempo. Muy vagamente recordaba que
una vez había habido algo que llamaban tiempo, pero ella ya no sabía qué era.
Se daba cuenta de lo que ocurría o estaba por ocurrir, y lo situaba por el
lugar que ocupaba, y medía su duración por el espacio que cruzaba mientras ello
ocurría. Así que ahora pensaba: “Si pudiera ir hacia atrás hasta el lugar en
que eso no había pasado aún. Más atrás aún”.
Ahora
iba por un camino blanco, entre campos y colonias envueltas en leve niebla.
Llegó al puente de dorso alzado; cruzó el río y vio la vieja casa gris que
sobrepasaba el alto muro del jardín. Entró por el gran portón de hierro y se
halló en una gran sala de cielo raso bajo, ante la gran cama de su padre. Un
cadáver estaba en ella, bajo una sábana blanca, y era el de su padre, que se
modelaba claramente. Levantó entonces la sábana, y la cara que vio fue la de
Oscar Wade, quieta y suave, con la inocencia del sueño y de la muerte. Con la
vista clavada en esa cara, ella, fascinada, con una alegría fría y despiadada:
Oscar estaba muerto sin duda ninguna ya. Pero la cara muerta le daba miedo al
fin e iba a cubrirla, cuando notó un leve movimiento en el cuerpo. Aterrorizada
alzó la sábana y la estiró con toda su fuerza, pero las otras manos empezaron a
luchar convulsivas, aparecieron los anchos dedos por los bordes, con más fuerza
que los de ella, y de un tirón apartaron la sábana del todo, mostrando los ojos
que se abrían, y la boca que se abría, y toda la cara que la miraba con agonía
y horror; y luego se irguió el cuerpo y se sentó, con sus ojos clavados en los
de ella, y ambos se inmovilizaron un momento, contenidos por mutuo miedo.
De
repente se recobró ella, se volvió y corrió fuera del salón, fuera de la casa.
Se detuvo en el portón, indecisa hacia dónde huir. Por un lado, el puente y el
camino la llevarían a la calle Rívoli y a los lóbregos corredores del hotel;
por el otro lado, el camino cruzaba la aldea de su niñez.
¡Ah
si pudiera huir más lejos, hacia atrás, fuera del alcance de Oscar, estaría al
fin segura! Al lado de su padre, en su lecho de muerte, había sido más joven;
pero no lo bastante. Tendría que volver a lugares donde fuera más joven aún, y
sabía dónde hallarlos. Cruzó por la aldea, corriendo, pasando el almacén, y la
fonda y el correo, y la iglesia, y el cementerio, hasta el portón sur del
parque de su niñez.
Todo
eso parecía más y más insustancial, se retiraba tras una capa de aire que
brillaba sobre ello como vidrio. El paisaje se rajaba, se dislocaba, y flotaba
a la deriva, le pasaba cerca, en viaje hacia lo lejos, desvaneciéndose, y en
vez del camino real y de los muros del parque, vio una calle de Londres, con
sucias fachadas, claras, y en vez del portón sur del parque, la puerta
giratoria del restaurante en Soho, la que giró a su paso y la empujó al comedor
que se le impuso con la solidez y precisión de su realidad, lleno de conocidos
detalles: las blancas paredes con paneles de marcos dorados, las blandas
alfombras turcas, las fachas de los clientes, moviéndose como máquinas, y las
luces de pantallitas rojas. Un impulso irresistible la llevó hasta una mesa en
un rincón, donde un hombre estaba solo, con su servilleta tapándole el pecho y
la mitad de la cara. Se puso ella a mirar, dudosa, la parte superior de esa
cara. Cuando la servilleta cayó, era Oscar Wade. Sin poder resistir, se le
sentó al lado; él se reclinó tan cerca que ella sintió el calor de su cara
encendida y el olor del vino, mientras él le murmuraba:
–Ya
sabía que vendrías.
Comieron
y bebieron en silencio.
–Es
inútil que me huyas así –dijo él.
–Pero
todo eso terminó –dijo ella.
–Allí,
sí; aquí, no.
–Terminó
para siempre.
–No.
Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.
–¡Ah,
no! Cualquier cosa menos eso.
–No
hay otra cosa.
–No,
no podemos. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?
–¿Que
recuerde? ¿Te figuras que yo te tocaría si pudiera evitarlo?… Para eso estamos
aquí. Debemos: hay que hacerlo.
–No,
no. Me voy ahora mismo.
–No
puedes –dijo él–. La puerta está con llave.
–Oscar,
¿por qué la cerraste?
–Siempre
fui así. ¿No recuerdas?
Ella
volvió a la puerta, y no pudiendo abrirla, la sacudió, la golpeó, frenética.
–Es
inútil, Enriqueta. Si ahora consigues salir, tendrás que volver. Lo dilatarás
una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?
–Habrá
tiempo para hablar de la inmortalidad cuando hayamos muerto. ¡Ah!…
Eso
pasó. Ella se había ido muy lejos, hacia atrás, en el tiempo, muy atrás, donde
Oscar no había estado nunca, y no sabría hallarla, al parque de su niñez. En
cuanto pasó el portón sur, su memoria se hizo joven y limpia: flexible y
liviana, se deslizaba de prisa sobre el césped, y en sus labios y en todo su
cuerpo sentía la dulce agitación de su juventud. El olor de las flores de saúco
llegó hasta ella a través del parterre, Jorge Waring estaba esperándola bajo el
saúco, y lo había visto. Pero de cerca, el hombre que la esperaba era Oscar
Wade.
–Te
dije que era inútil querer escapar, Enriqueta. Todos los caminos te retornan a
mí. En cada vuelta me encontrarás. Estoy en todos tus recuerdos.
–Mis
recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de Jorge
Waring? ¿Tú?
–Porque
los reemplacé.
–Nunca.
Mi cariño por ellos era inocente.
–Tu
amor por mí era parte de eso. Crees que lo pasado afecta lo futuro. ¿No se te
ocurrió nunca pensar que lo futuro pueda afectar lo pasado?
–Me
iré lejos, muy lejos –dijo ella.
–Y
esta vez iré contigo –dijo él.
El
saúco, el parque y el portón flotaron lejos de ella y se perdieron de vista.
Ella iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la
acompañaba detrás de los árboles, al lado del camino, paso a paso, como ella,
árbol a árbol. Pronto sintió que pisaba un pavimento gris, y una fila de
pilares grises a su derecha y de vidrieras a su izquierda la llevaban, al lado
de Oscar Wade, por la calle Rívoli. Ambos tenían los brazos caídos y flojos, y
sus cabezas divergían, agachadas.
–Alguna
vez ha de acabar esto –dijo ella–. La vida no es eterna: moriremos al fin.
–¿Moriremos?
Hemos muerto ya. ¿No sabes qué es esto y dónde estamos? Esta es la muerte,
Enriqueta. Somos muertos. Estamos en el infierno.
–Sí.
No puede haber nada peor que esto.
–Esto
no es lo peor. No estamos plenamente muertos aún, mientras tengamos fuerzas
para volvernos y huirnos, mientras podamos ocultarnos en el recuerdo. Pero
pronto habremos llegado al más lejano recuerdo, y ya no habrá nada más allá, y
no habrá otro recuerdo que este.
–Pero
¿por qué?, ¿por qué? –gritó ella.
–Porque
eso es lo único que nos queda.
Ella
iba por un jardín entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no
podía romperlos. Era una criatura.
Se
dijo que ahora estaría segura. Tan lejos había retrocedido que había llegado a
ser niña otra vez. Ser inocente sin ningún recuerdo, con la mente en blanco,
era estar segura al fin.
Llegó
a un jardín de brillante césped, con un estanque circular rodeado de rocalla y
flores blancas, amarillas y purpúreas. Peces de oro nadaban en el agua verde
oliva. El más viejo, de escamas blancas, se acercaba primero, alzando su
hocico, echando burbujas.
Al
fondo del jardín había un seto de alheñas cortado por un amplio pasaje. Ella
sabía a quién hallaría más allá, en el huerto: su madre, que la alzaría en
brazos para que jugara con las duras bolas rojas que eran las manzanas colgando
de su árbol. Había ido ya hasta su más lejano recuerdo, no había nada más
atrás. En la pared del huerto tenía que haber un portón de hierro que daba a un
campo. Pero algo era diferente allí, algo que la asustó. Era una puerta gris en
vez del portón de hierro. La empujó y entró al último corredor del hotel
Saint-Pierre.
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