José Revueltas
Para Olivia
Los ojos de la madre se
abrieron con angustiosa intensidad, mientras aspiraba el olor de los pastizales
remotos que el aire conducía justamente a ese sitio donde era posible precisar su
fuego, el blanco tono de sus llamas. El viejísimo saurio muerto, con la cabeza llena
de piedras, era del todo indiferente, a punto de desaparecer en definitiva, con
ramas y piedras en la cabeza, nostálgico, sin embargo, por aquellas edades antiguas
que no volverían más.
En los burros hay también esos ojos de pureza terrible. Los abrió
para tomar con ellos toda la llanura, para tenerse de los huizaches y que éstos,
humildes y furiosos como son, la protegieran, humildes y con las uñas, con los dientes
de polvo duro. De aquello negro y quemado se levantarían yerbitas dulces, allá a
lo lejos, donde ahora soplaba el viento, increíblemente de un color claro, yerbitas
casi de agua. Los abrió con toda la desesperación que pudo encontrar en su espíritu.
Iba hacia aquel sórdido animal muerto que tenía en la cabeza peñascos anteriores
al diluvio. Hacia aquel animal frío e indiferente del cual acaso pudiesen partir
sollozos prolongados, de compasión inmóvil, también anterior al diluvio.
–A ella. Te digo que a ella.
Los burros igualmente: una pureza sin límites, santa y pura, una
pureza llena de pensamientos. Son como dos lagos donde caben tantas cosas, ríos
enteros y hombres a su vez, que gritan. Igualmente el paisaje completo, sin faltar
nada, como hoy mismo, sin faltar el animal viejísimo, entrando cada vez más, más
próximo a cada minuto.
Abiertos hasta llegar a ese pavor callado y fino.
Pensaría el saurio en su antigua propiedad, en aquella habitación
tan amplia. Hoy horriblemente viejo como era.
–Te digo que a ella hay que tirarle…
Los ojos de la madre se abrieron como para devorar el mundo. El mundo
entero estaba ahí, en sus ojos, llenos de casas, de ciudades, de hombres con espuma.
Las esposas aguardaban ahí a tibios esposos muertos. En la ciudad había un silencio,
en toda la ciudad, como una gran esfera y las madres se mostraban sin brazos.
Todo el dolor del mundo.
Pensaba el saurio en su antigüedad de ser vivo, antes de que solamente
tuviese esta cresta de peñascos, cuando aún podía moverse. Había antes una turba
acogedora, el primer hogar, el primer sitio. Vino entonces la muerte y de todo eso
lejanísimo y anterior, hasta contar mil, sólo restaban las piedras sobre su cabeza,
sobre su lomo, como una memoria dura y quieta.
La madre abrió los ojos en la huida y éstos se le desparramaron por
todo el cuerpo. En la huida, también, aspiró nuevamente el aire del pastizal, un
aire tan grande: allá, el fuego blanco para que después crecieran las yerbitas.
Por todo el cuerpo, en su sed de salvación y de encontrar refugio junto al viejo
animal prehistórico. Entonces la envolvieron como una vestidura limpia.
–¡Córtale! ¡Que no se vaya para el cerro!
Tal vez el viejo saurio quiso moverse, pero no pudo, pues lo sujetaba
aquel sueño que había nacido muchos siglos antes de todas las cosas. Oiría tal vez
el ruido.
Los pequeños hijos danzaron un minuto en torno de ella, con flexiones
graciosas, brincando, atados en su derredor por el anillo del aire, sin poder abandonarla
jamás.
La creyeron dormida, aunque ya su alma estaba con los ángeles del
cielo.
Entonces ellos también sintieron aquel mismo golpe acariciador, seco,
brusco y dulce, del disparo.
–Sí –dijo el cazador a su compañero–, cuando mata uno en primer lugar
a la venada, después puede matar a las crías, porque ahí se quedan junto a ella…
El sol caía de filo sobre sus cabezas.
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