José Revueltas
En algún tiempo la luz se dejó
caer, rodando, sin precipitaciones, hasta quedar arrinconada aquí como si se tratara
de una materia líquida y gruesa. Los focos permanecen encendidos, encerrando a la
noche dentro de los límites exactos de las cuatro paredes. Nadie podría decirnos
si afuera anima aún la luz del sol, aunque apenas apuntaba el crepúsculo hace unos
momentos. Nadie podría decirnos si de pronto terminó el día y ha principiado la
verdadera noche. Sabemos, sí, que la noche de aquí dentro es un poco inventada,
un poco malignamente inventada; hay en su ser físico, en su presencia, como algo
consciente capaz de accionar, de pensar, de urdir palabras y temores. ¡Dios mío!
¿Si se habrá caído todo, si todo no será ya solamente tinieblas y ceguera? ¿Si ocurrió
lo más siniestro y más catastrófico y del mundo no quedan sino estatuas y cenizas?
Aquí se detuvo la noche tremenda. Hemos traspuesto sus umbrales. Si en algún sitio
de la tierra habría de comenzar la noche –comenzar en su sentido más palpable y
sensorial y mental–, éste es ese sitio. Aquí acaba y principia todo. Aquí están
estos focos encendidos. Allá, el día, el sol y la esperanza…
La calle –empedrada, inolvidable–
subía un poco, ondulando. Entre sus piedras redondas crecía la hierba. Un crecer
lento y dulce, un crecer lleno de humildad y de tibieza. ¡Oh, la hierba lejana,
la de todo el mundo! La que sabía de los pies, del caminar, de las aventuras. También
había hierba hace años, en su diminuta escuela. Crecía en las azoteas, por entre
las cuarteaduras. Verde en medio del gris negro de la piedra. Había una con espigas
que, metiéndose por la manga al tirar hacia abajo, en lugar de caer subía hasta
las axilas. Se tenía que quitar la ropa entonces hasta extraer la espiga toda húmeda
del sabor del cuerpo. Asimismo la de aquí era verde y en algún lugar tendría sus
espigas; las mismas de la escuelita, las mismas de las axilas y el sudor: última
de todas las hierbas del mundo, no la vería jamás.
El agente tenía
un rostro semicompasivo y semiduro. Caminaron desde la estación por la calle empinada,
aproximadamente unos ochocientos metros. Cristóbal los medía con sus pasos: uno,
dos, tres, como hacía en otros tiempos, allá en el jardín de los cuadros de cemento.
¡Ay de quien pisara raya! Sería sometido a un duro castigo, entregar su obligado
tributo, una canica, el portaplumas o quién sabe qué. Tres, cuatro, cinco, seis.
Un paso equivalía a medio metro, más o menos, según sus cálculos; partiendo en dos
saldría la cuenta. En el trescientos –ciento cincuenta metros– paró de contar, embrollado
por completo. “Si el número del paso es non al llegar a la puerta, saldré libre
en poco tiempo. Si es par, cuando menos tendré para un año.” Doscientos cincuenta
y nueve, doscientos sesenta, sesenta y uno, sesenta y dos, setenta y tres, setenta
y cuatro. ¿Setenta o sesenta?
–¿Lo tienen
a uno junto con los otros? –preguntó, imaginando celdas particulares, como en El
conde de Montecristo. En aquellas últimas dos palabras, “los otros”, había puesto,
sin quererlo, tanto un vago temor como una extrañísima repulsión, turbia y desesperada.
El rostro semiduro
se volvió hacia él, real y vivo, mas completamente lejano:
–Pero están
en salas muy grandes, con camas muy limpias, muy cómodamente. Te va a gustar.
Muy, muy, muy.
Ya le habían dicho eso mil veces. Las gentes tenían una marcada preocupación por
embellecer todo lo malo, por hacerlo aparecer como bondadoso y, “a pesar de todo”,
agradable. ¡Al diablo las camas limpias y las salas espaciosas! Era como cuando
le daban aceite de ricino, siendo pequeño, y en torno de un hecho tan abominable
todo el mundo hacía las mejores frases y las más hipócritas alabanzas.
–¡A mí no me
importa eso! –exclamó.
Contaba nuevamente
sus pasos, mientras oía la voz del agente que repetía palabras, hacía gestos tontos
y guiñaba los ojos con aire estúpido, porque en efecto no sabía qué hacer y se encontraba
vacío y pobre. Cincuenta y siete, cincuenta y ocho. ¡Un número par, entonces…! Permanecería
encerrado por lo menos un año, conforme a ese destino momentáneo que se le revelaba
tan pueril y verdadero. ¡Y un año todo lo que es, desde este mes hasta otro con
igual nombre, pero distinto! ¡Enero, febrero, marzo, abril…! Abril. Cantó para sí:
“Una mañana de abril, perfumada de jazmín…”. Lo tocaba la maestra al piano y todos
ellos a coro: “Una mañana de abril, perfumada de jazmín”, con las bocas desmesuradamente
abiertas y acentuando las sílabas finales en forma desproporcionada: iiiil, iiiin.
Con aquellas bocazas abiertas y aquellos gritos, ¿qué podían entender? ¿Podrían
entender a la maestra aquélla, que con toda seguridad estaba enamorada –tal pensaba
ahora Cristóbal a quien los años habían enseñado mucho–, a juzgar por su tono apagado,
languideciente, dulcemente nostálgico? Hoy, de pronto, terminaba abril. Porque abril
era aquello: una mañana perfumada de jazmín, una joven maestra enamorada, unos chiquillos
abriendo la boca rítmica y ausente. Abril, ahora, se convertía en un número. En
el número uno. Mayo sería el número dos; luego el tres. Hasta doce. Acaso al llegar
al doce saldría libre. Se lo habían dicho sus pasos, aunque no creía en ellos con
toda firmeza.
Enfrente estaba
una casa color de rosa con ventanas enrejadas. El rosa próximo a la tierra se desteñía
hasta convertirse en musgo negro. Al volver la cara hacia ese otro lado, aquella
fachada desapareció de pronto. Aquella fachada que tenía tres tonos distintos: rosa
oscuro, verde por el musgo, al borde de la tierra; rosa apagado en la sombra, a
la mitad; rosa luminoso arriba, al final, obra del sol que todavía lograba pararse
en la punta de los pies por encima de las azoteas.
Si aquel cuadro
se borró tan inopinadamente fue porque el sol había caído hasta el fondo. No como
de costumbre, no por el crepúsculo, ni con su habitual lentitud suave y púrpura,
sino de golpe, bruscamente, apagando la casa como si se hubiese corrido un telón
funerario y espeso sobre el mundo. Del paisaje quedaba sólo este cuarto, con la
noche embotellada. Y en este cuarto, Cristóbal, bajo los focos encendidos.
Estaba ahí –después
de aquella navegación por las hierbas, por la calle–, sin acordarse precisamente
qué había pasado; esto es, olvidando por completo ese pasado inmediato de hacía
unos instantes, en que el rostro semicompasivo del agente gesticulaba desde las
más habituales y espontáneas regiones de la estupidez.
Las luces de
aquí eran totalmente distintas a todas las luces que antes contemplara. En ellas
anclaba la noche y todo lo que pasaba en la noche: los desvelos, la vigilancia,
el dolor y el desamparo; la gente que vive somnolienta en las oficinas o trabajando
en los cafés; los ruidos separados y distintos. Ningún sitio más definido en el
espacio, con límites más precisos, con existencia más indudable: podía lo demás
no existir, inclusive lo más grande, pero aquel cuarto y aquellos focos tenían una
realidad espantosa, omnímoda.
Con el empleado
ocurría otro tanto. Estaba tan incorporado, tan entremezclado a todos esos objetos,
que su sustantividad era igualmente delimitada y palpable. Fuera de aquellas cuatro
paredes, separado de aquel mugroso escritorio, el empleado sería como un murciélago
bajo la luz del sol, dando tumbos, absolutamente ciego y extraño. Estaba ahí para
siempre, para todos los días, para todos los años, para la eternidad, porque aquello
era la eternidad misma.
El mundo se
había acabado; ya no quedaba nada del mundo. Cristóbal empezaba a nacer de nuevo
y de su vida anterior sólo le llegaban apagados golpes de resaca, sin la menor seguridad,
entre el sueño y la vida.
En efecto, ¿había
estado antes en otro lugar que no fuera éste? ¿Tenía padres, familia, juegos, o
todo no era otra cosa que una leyenda lejana y sin corporeidad?
“Camas limpias
y salas espaciosas.” Como en los hospitales. Como en todos los sitios de desventura
y de olvido. Aceite de ricino. En los hospitales habría seguramente camas limpias
y salas espaciosas, salas para morir, para aullar por ellas y escurrirse a través
del viento. Él había visto un hospital, hacía años, por una rendija en la puerta
posterior. Había sido verde, al principio, a causa de los prados. Pero mirando hacia
la izquierda se veía un pino pintado de blanco hasta la mitad. Ese blanco era el
mismo de las calaveras de azúcar que vendían el día de Muertos: de cal. Los esqueletos
verdaderos serían de ese mismo color blanco. Como el calcio que le daban de chico.
Aquél sabía dulzón y seco. ¿Si tal sería el sabor de los muertos? ¿Tendrían sabor?
¿Pero quién iba a probar el sabor de un esqueleto? El calcio era porque tenía los
huesos débiles, según su madre. Por la mañana y al mediodía. Sólo un pedazo de hospital;
por ahí no era posible ver nada, ni enfermos ni muertos: pura quietud y silencio;
una quietud completamente inmóvil igual que en la Casa de los Masones, cuando vivía
en provincia. La Casa tenía unos árboles grandes cargados de hojas y de pájaros
sombríos. Se les había prohibido a todos los chicos el pasar siquiera cerca de ella,
para no cometer pecado mortal. Los masones –imaginaba– llegarían cubiertos con su
capuchón blanco y diciendo palabras misteriosas; adentro habría espadas y corazones
de la Virgen atravesados; también tendrían esqueletos y niños metidos dentro de
algunos frascos. Por frente al pino blanco del hospital pasarían los enfermos y
seguramente también los muertos. Todo lo harían en silencio, con sus inmensas batas
de cal y los ojos muy abiertos, quejándose quedamente. Sin embargo, no apareció
ninguno en todo el tiempo y aquello poco a poco fue perdiendo sentido hasta no ser
sino un simple árbol que nada sugería. Apartando el ojo de la rendija, la calle
se mostraba llena de sol, y las voces sonaban eminentemente sonoras, vitales. El
pino, si tuviera ojos, podría ver las camillas con agonizantes, las carrozas con
muertos. Pero Cristóbal no era un pino, aunque hubiese querido serlo.
Había atisbado
sin riesgos una existencia hermética y sobrenatural. Esta sensación extraña, como
de desdoblamiento hacia una vida funeraria y silenciosa, había de perdurar para
siempre en su espíritu.
Aquí también
había pinos, y pintados igualmente de cal. Y luego camas limpias y grandes salas.
Los pinos lo verían pasear, con su cara larga y triste. Ahora estaban al otro lado
de los cristales opacos. Parecían viejos cargados de polvo, como si nunca soplara
el viento o cayera la lluvia.
Los pinos no
tenían voz, con absoluta seguridad. Ésta era la del empleado, llena de cansancio,
un cansancio profesional, no de trabajo sino inherente a su propia naturaleza.
–¿Conque Cristóbal,
no?
Su letra inglesa
llenó el libro de registros.
Los pinos tenían
polvo como si por mucho tiempo se les hubiera dejado sin sacudir. Aquello era igual
a la campana de vidrio. Había ahí una campana de vidrio, como en la clase de botánica.
Una campana inmensa, desmesurada. Dentro una florecita mustia y sin color. Una florecita.
Eso en la clase de botánica. Flores. Todos los días entregar una; no cualquiera,
sino precisamente la que pedía el maestro: una plantita verde crecía en cada lección.
La raíz parecía una cola de rata a la que se quita el pellejo. Aquí la campana de
vidrio, esa monstruosa campana, ahogaba los pinos, las palabras, y hasta el sol
tenía un color de convalecencia. Los cristales opacos no dejaban escapar la noche
del cuarto; afuera se iba acentuando el crepúsculo.
Siempre la voz
se hacía más lejana, obligando al empleado a sacudirse, como si tosiera:
–Catorce años.
Muy bien. ¿Y qué te comiste?
¿Qué se iba
a comer él? No recordaba. ¿Preguntarían a todos lo mismo?
–¿No entiendes?
Que qué hiciste para que te trajeran aquí –explicó el empleado.
–Andaba en la
calle.
Sí, anduvo,
caminó mucho. Los escaparates eran azules, amarillos, luminosos. La noche en que
hizo mucho frío se había detenido frente al escaparate en el cual estaba una especie
de ventilador eléctrico que irradiaba dulce tibieza, como de lumbre a punto de apagarse.
Aquí, sin embargo,
todo era frío. Las camas estarían heladas, con sus sábanas terribles.
–¿No trabajas
en nada, no tienes familia?
En algún momento
huyó de su casa, quizá por sentirse libre. Ahora le daba vergüenza contar aquello.
Un muchacho nunca debe escapar de su casa, o mejor, es ridículo que escape y después
lo encuentren y le pregunten por qué lo hizo, cuándo, dónde estuvo, dónde durmió.
Aunque en el fondo, en este caso, su tía tendría compasión si lo viera y más tarde
ya no lo utilizaría para los recados ni para comprar la carne. El carnicero le decía
palabrotas y lo amenazaba con cortarle cierta parte del cuerpo.
El empleado
tenía una mirada llena de baja obstinación que insistentemente trataba de penetrar
los pensamientos de Cristóbal.
–Mira –dijo
señalando la ventana–, todos esos muchachos trabajan aquí, en los talleres. El gobierno
quiere que se regeneren todos ustedes. Tú aprenderás un oficio…
Cristóbal volvió
los ojos a la ventana en donde pudo ver un grupo de muchachos de grandes cabezas,
prietos y de pelo cortado al rape.
No era que rechazara
el aprender un oficio. Lo que le molestaba hasta rebelarlo era aquel deseo de que
aprendiera el oficio en cuestión. Nadie tenía derecho a desear por él. Nadie tenía
derecho a imponerle nada.
Los muchachos
lo miraban descaradamente, en forma desmedida y llena de insolencia. Algunos le
dirigían gestos obscenos y todo el conjunto daba la impresión de algo turbio, vergonzante,
que mal se ocultaba y salía a flote en el mejor momento.
–¡A ver, Magnífica,
y tú, Pelón, vengan acá los dos!
Tenían la frente
deprimida y los ojos pequeños; los envolvía un aire a la vez tímido y lleno de cinismo.
En la cintura, a guisa de bolsa, llevaban un zapato en el cual habían puesto todas
las pequeñeces que lograban atrapar: tornillos, canicas, pedazos de pan y piloncillo.
Cristóbal escuchaba
el diálogo que ahora, frente a sus ojos, ocupaba toda aquella noche del cuarto.
–¿Tú dónde trabajas?
–Pues en el
emplomado, mi jefe…
–¿Y tú?
–En la zapatería,
jefe…
–¡Muy bien!
¿Y están contentos? ¿Ya saben trabajar?
Luego, dirigiéndose
a Cristóbal:
–¿Ya ves? Desde
mañana entrarás en el taller que quieras; aquí no es tan feo como lo pintan…
La rebajada
humildad de aquel par de muchachos se transformó en agradecida complacencia. Una
amplia y dulzarrona sonrisa se dibujó en sus labios, como si se les hubiese hecho
objeto de la mayor distinción del mundo.
–¡Qué quiere
usted, jefe, ahí hacemos lo que podemos…!
Al decir esto
se retorcían, como perros a los que se hace una caricia. Cristóbal contemplaba este
espectáculo con sorpresa y rencor. De todo lo que más lamentaba, ciertamente la
pérdida de la libertad era lo de menos. Se le hacía imposible de tan humillante
y ofensivo el tener que convivir con muchachos de tal naturaleza. ¿Cómo jugarían,
cuáles serían sus costumbres? Con seguridad todo resuelto dentro de las fórmulas
más simples, más groseras y desnudas. Un vago pavor se adueñaba de Cristóbal. Pavor
de consistencia indefinida, como si temiera que, con el hecho de ser incorporado
a aquel conjunto, se le fuera a convertir en víctima de una acusación sin nombre;
se le descubriera en aquellos pecados interiores de los cuales él solamente tenía
conocimiento. Le daba la impresión como de que iba a ser expuesto en sus más profundos
y secretos pensamientos. Que el hecho de ponerlo en contacto tan vivo con la desnudez
y la degradación tenía la virtud de degradarlo y desnudarlo a su vez.
Aquel diálogo
fue sucedido por el silencio. Los dos muchachos permanecieron quietos a medio cuarto,
perfectamente inútiles, dudando sobre lo que deberían hacer. Sonreían estúpidamente
bajando los ojos y mirando de hito en hito a Cristóbal. Ellos eran, en efecto, la
representación de todos los demás; así debería ser el resto. Allá dentro estarían
todos, morenos, con sus dientes sucios y sus enormes cabezas rapadas.
–¡Ya pueden
irse, vamos! –gritó el empleado.
Dudaron todavía
un instante. Tenían un vago aspecto de animales, parecidos a gallinas cluecas, con
los ojos llenos de un brillo sospechoso y sensual, al mismo tiempo que una actitud
recelosa, de culpables o de gentes que invitan a la culpa.
Cristóbal presentía
el mundo al cual estaba penetrando: un mundo de humillación, de descarada tristeza,
de desorden y abatimiento.
Los focos seguían
obstinadamente encendidos dejando caer su pobre luz sobre las cabezas rapadas, las
cuales se perdían cada vez más, cada vez más cobraban un tono difuso, irreal y tonto.
–¡Hasta luego,
jefe!
En el quicio
de la puerta los muchachos volvieron el rostro inopinadamente, sin ser vistos del
empleado. Tenían retratada en el semblante una pícara malevolencia. Cuando Cristóbal
giró la cara hacia ellos, atendiendo mecánicamente las llamadas que le hacían, ellos
respondieron con una invitación obscena acompañada de cierta onomatopeya sexual.
Cristóbal no
pudo responder nada. Su actitud parecía una aprobación pese a todos los esfuerzos
realizados en contrario. Y no pudo responder porque él mismo se sentía culpable
de algo, de inmoralidades secretas existentes en el fondo de su ser; no tenía valor
para el fingimiento, para el gesto libre y despreocupado que lo salvara. Se le iba
a acusar frente al tribunal del mundo, de los ojos, de la gente, de las murmuraciones
aniquiladoras. Toda la tierra sabría de sus debilidades; ahí principiaba la caída
porque después no habría fuerza humana capaz de detenerlo. Lo invadió de pronto
un temor horroroso, un deseo de empequeñecerse hasta desaparecer para que nadie
lo viera, para que nadie sospechara de su existencia. Sentía lo mismo que cuando
su hermana –apenas un año mayor– dijo acusarlo ante la madre por aquel dinero robado.
No llegó a realizarse la acusación, pero Cristóbal estuvo esperando con terror la
hora de comer –momento en que vería a su madre–, y llegado éste fue al excusado
y no quiso salir de ahí por todo el oro del mundo. Aislado, solo consigo mismo,
se sentía más seguro, más a salvo de reproches y vergüenzas públicas. Aquella vez
tuvo que fingirse enfermo y no se “alivió” hasta que su hermana le dijo no haberlo
denunciado ante la madre.
Ahora iban a
saber todo allí y lo dirían por todas partes; las miradas que en lo sucesivo le
dirigiesen estarían tácitamente de acuerdo en lo que él era, en lo malvado de su
existencia. Sabrían del librito procaz que leyó en la escuela, y de las escabrosas
fotografías que le había prestado Zavaleta. Unas fotografías con señoras de medias
hasta arriba del muslo y grandes ligas, medias que nunca se quitaban así estuvieran
en el más complicado de los trances. ¿Por qué sería eso? Aun desnudas conservaban
las medias, y los señores, por su parte, tenían extraordinarios bigotes y calzoncillos
hasta abajo de la rodilla, lo cual los hacía aparecer ridículos y sucios.
Al otro lado
de los cristales reían los muchachos de las grandes cabezas. Cristóbal no quiso
volver el rostro para que no fueran adivinados sus pensamientos, para que no se
le desnudara tan brutal y violentamente. Los muchachos, sin embargo, con una insistencia
criminal y diabólica, campanilleaban en los cristales para obligarlo.
El mundo de
la desnudez, del quebranto. Particularmente de la desnudez porque aquellos seres
no podían imaginar que hubiera otras gentes distintas a ellos, y este hecho desarmaba
a cualquiera y lo igualaba, poniéndolo al borde mismo de la caída definitiva.
¿Cómo sería
todo allá dentro, en el edificio que se lograba ver desde los cristales? El reinado
de la fuerza, de la violencia, la sumisión total. Acaso algo parecido a la escuela,
sólo que exagerado hasta sus formas más crueles y despiadadas. Como en la escuela.
En las últimas bancas se sentaba Sarmiento, con sus rodillas saliendo por encima
del pupitre y su enorme cara de melón cubierta de granos. Aunque era un perezoso,
todos le guardaban una temerosa devoción a causa de ser el más grande de la clase.
El trompo aquél no pudo ser salvado por más esfuerzos que realizó Cristóbal. Ni
siquiera llegó a jugar con él, ocultándolo siempre a los ojos de pulga de Sarmiento.
Iba a los rincones más apartados y ahí trataba de darle vuelta como si fuese perinola,
pues no alcanzaba el espacio para lanzarlo con la cuerda. A los ojos de pulga, sí.
Porque Sarmiento tenía unos ojos de pulga en mitad de su carota de melón, aunque
nadie se atrevía a decírselo porque todos le tenían miedo. Pequeños y crueles, sin
ninguna expresión bondadosa; no se parecían a los de Faustino, tan delgado y frágil,
que los ojos aparecían como dos platos grandes y daban mucha lástima. Además se
le había muerto su madre y ese día no fue a la escuela. Después lo trajo una mujercita
andrajosa, cubierta con un rebozo negro y mostrando a través del arropo su nariz
enrojecida. El maestro permitió a Faustino que ese día no escribiera, lo cual causó
la envidia general. Cristóbal sintió deseos de estar enfermo o de que le hubiese
ocurrido algo semejante y todos lo compadecieran y le dieran un pedazo de torta
en el recreo, como lo hicieron con Faustino.
Sarmiento tomó
el trompo en sus manos y lo acarició largamente.
–Está muy bonito
–dijo–, ¿cuánto te costó?
Alentado por
aquella familiaridad, Cristóbal se apresuró a decir el precio con la esperanza de
que, ante el elevado costo, Sarmiento se alejara sin arrebatarle el juguete. Pero
antes surgió una duda: ¿diría un precio prohibitivo, elevadísimo, para hacer compadecer
a Sarmiento? ¿Y si con esto tentaba más su codicia? Dijo la cantidad exacta. Sarmiento
sonrió con malevolencia:
–¡Ah, bueno
–exclamó–, te podrás comprar otro igual por el mismo precio! Me gusta mucho. Adiós.
Gracias por el regalo. –Y se alejó mientras el corro reía brutalmente, con los ojos
llenos de baja picardía y sumisión. Iguales rostros que los de aquí. Igual servilismo
y fingimiento temeroso.
Los labios del
empleado se plegaban ligeramente en una sonrisa mal intencionada. Cristóbal se sentía
perdido. Ya casi oía las palabras del empleado, que si sonreía era seguramente porque
ya estaba al tanto de todos los pecados de Cristóbal. Sin duda iba a decir: “Avisaremos
a tu casa todo lo que eres. Que sepa tu familia todo lo que has hecho. Que sepa
tu tía. Todo el mundo”. ¡Todo el mundo! Anastasia, la criada; tía Rosa; Paulito,
el hijo del dueño, el orgulloso Paulito que nunca le prestó su triciclo… ¡y el carnicero!,
el brutal carnicero que quería mutilarlo.
–Tienes que
dar el nombre de tu madre…
¿Cómo? ¿Su madre?
Aquí cabía el gesto afirmativo y libre de toda culpa. Pero al contrario, sintió
esa culpa agravada y como si una gran traición le conturbara el alma. Podría aparecer
ante todo el mundo con sus delitos innumerables y secretos, pero ¡ante su madre!
Sin embargo, ella lo sabría todo, tarde o temprano. ¡Quizá ya estuviera enterada
completamente! ¡Sería tan penoso y humillante! Después de aquello, imposible vivir.
A la abuela
le decían mamá Catalina y usaba un gran vestido negro, como de crespón, cubierto
de encajes también negros. Por la tarde había sido llamado un día, cuando mamá Catalina
estaba en la sala, con su vestido negro, gravemente sentada junto a tía Rosa y la
bobalicona de la hermana de Cristóbal, que siempre quería denunciarlo de algo y
que ahora mostraba una estúpida cara de superioridad y confidencia. En cuanto Cristóbal
apareció hubo un movimiento como para ocultar alguna cosa. Los ojos de mamá Catalina
estaban enrojecidos y entre las manos tenía un libro de oraciones.
–Hijo, quiérela
mucho, como si fuera tu mamá… –dijo señalando a tía Rosa–. No vayan a pelearse tú
y tu hermana. Mamá salió de viaje, pero regresará pronto. Anda con Dios…
Cristóbal hizo
pucheros invadido por un sentimiento oscuro, rencoroso, de odio profundo, y exclamó
brutalmente, ahogado por el llanto:
–Sí, ya sé que
se la llevó Paco…
–¡Hijo de Dios…!
–gritó la abuela tapándose la boca y prorrumpiendo en llanto sin cuidarse de Cristóbal
ya–. ¡Pobre hijo mío! –Y luego–: ¡Dios la perdone…!
Cristóbal no
entendía nada de aquello, ni siquiera lo que significaba el haber dicho “se la llevó
Paco”. Lloraba –con más fuerza desde que le dijeron “pobre hijo mío”– porque sentía
que con eso las personas mayores lo suponían poseedor del “secreto”, secreto que
forzosamente debía mover a llanto, aunque para él no tenía ninguna forma concreta,
ni siquiera remotamente. Se sentía lleno de orgullo, en medio de su fingido y real
dolor, tratado como si fuera “persona grande”, como si ya estuviera en el mundo
y supiera todo, lo prohibido y lo no prohibido. Había, sí, oído las risas joviales
de su madre, en aquella ocasión imborrable. Por la puerta entreabierta, al asomarse,
la vio en el centro de la habitación charlando con Paco, el amigo de la casa, el
cual se esforzaba por quitarle una diadema que adornaba su cabeza, operación en
la que, a causa de su naturaleza especial, Paco tenía que aproximarse notablemente
al rostro de ella. Hablaban del teatro, del cual llegaban, y de cierta cantante
o bailarina famosa de un nombre harto chocante, “la Pati” o “la Chati”. En un momento
en que Paco se aproximó demasiado a aquel rostro joven y hermoso, las risas cesaron
violentamente, y hubo un instante de anhelosa severidad en ambos rostros, instante
al final del cual se unieron violentamente en un beso fuerte, duro, brutal, como
hostil.
Cristóbal se
sintió extrañamente ofendido por aquel espectáculo. Sobre todo porque su madre se
mostraba alegre en un trance que era pura violencia, crueldad y fuerza. Una sombra
de porfiado y silencioso rencor se anidó en el corazón de Cristóbal. Por rencor
puro había dicho aquellas palabras ante la abuela; por rencor puro, por puro deseo
de hacer sufrir y al mismo tiempo de ser compadecido había llorado tanto. ¿Por rencor
había olvidado ahora el nombre de su madre?
–Me he olvidado,
señor –musitó desfalleciente.
El empleado
enrojeció de ira. Sus labios adelgazaron hasta casi desaparecer.
–¡Cómo! ¿No
te acuerdas del nombre de tu madre?
Cristóbal permaneció
en silencio. Con todas sus fuerzas hubiese deseado acordarse del nombre, pero aquello
era imposible. Debía hablar, sin embargo. Mas ¿iba a decir todo el mundo de vergüenza
que llevaba en su interior? ¿Iba a confesarse? No podía recordar el nombre de su
madre porque la había traicionado. La había traicionado cuando dijo aquellas palabras
frente a la abuela; la había traicionado cuando pensaba cosas ruines y bajas; la
había traicionado aquí, en el Reformatorio, cuando descubría su complicidad con
los muchachos feos y rapados. Ése había sido precisamente el castigo: olvidarla.
El castigo del hijo desnaturalizado.
El empleado
se había levantado de la silla y apuntaba con el índice en actitud colérica:
–¿Qué clase
de hijo eres?
¿Qué clase de
hijo era, en efecto? Un hijo que acusaba a su madre ante mamá Catalina. Mamá Catalina.
Pero ¡cómo! ¿No había pensado? ¿No había pensado que su madre llevaba precisamente
el nombre de la abuela? ¿Catalina?
–Se llama Catalina,
señor…
–¡Vaya! Te habrías
de acordar alguna vez…
Allá afuera
el crepúsculo estaba a punto de caer. Dentro del alma de Cristóbal se sucedían sentimientos
contradictorios ante el espectáculo que ofrecía aquella tarde agonizante. La luz
del exterior, mucho menos fuerte que la de los focos, aquí, en el cuarto de la noche,
permitía que las figuras se reflejasen en los cristales de la ventana al mismo tiempo
que, como fondo mágico, aparecían los árboles y el prado del jardín. La visión era
fantástica y sobrenatural. El empleado, desde aquí dentro, aparecía entre los árboles,
entre los prados, inexorablemente escribiendo, fantasmal, transparente, como el
Hombre invisible de H. G. Wells, inclinado con obstinación y porfía sobre
el libro de registros. Tras él una gama de colores fúnebres y terribles, el morado,
el gris, y de cuando en cuando, como en una pesadilla, la sombra de un muchacho
que corría por la escena, como a propósito. Éste era el crepúsculo, el anticipado
de la noche. La noche entraría tan de lleno y sería tan profunda que nunca tendría
fin. Sería eterna, duradera, ciega e inmortal. Había un cuento sobre el crepúsculo.
Su hermana se lo contaba ahuecando la voz, imitando de seguro la voz de los muertos,
porque aquél era un cuento de muertos: una inmensa llanura sin árboles, sin el menor
resquicio, larga, larga, larga. Cuando llegaba el crepúsculo, que era negro: el
sol era negro y no tenía luz, aparecía en el horizonte una mano blanca como el papel
y larga, que llamaba a los caminantes. Había una fuerza irresistible en el llamamiento
de la mano aquélla, y quien la viera no podía ofrecer la menor resistencia e iba
a su encuentro para descubrir el misterio que encerraba. Todos los hombres que seguían
la mano –y eran muchos–, desaparecían para siempre y “nunca, nunca, nunca –decía
su hermana ahuecando la voz–, por los siglos de los siglos, de los siglos, volvía
a saberse su paradero”. Aquí ella daba un grito: ¡ah!, y él prorrumpía en llanto,
asustado.
Luego había
versos muy tristes sobre el crepúsculo. “El crepúsculo de la vida.” ¿Qué sería el
crepúsculo de la vida?
El cuarto parecía
apagarse. En sus límites parecían reproducirse los ecos de todas las desgracias,
de todas las pérdidas y el dolor de la tierra. En ese momento se estarían muriendo
los niños enfermos, las ancianas paralíticas, los limosneros.
El empleado
puso sellos, firma y secante sobre el libro de registros, terminada la labor que
ocasionó Cristóbal.
Su figura, en
los cristales, parecía estar firmando y sellando el pasto verde de los prados.
Tomó el audífono:
–¡Que venga
el señor Fuentes!
Nuevamente se
apoderó de Cristóbal el temor: ahora sería incorporado definitivamente a todo el
grupo. Dentro de algunos breves instantes estaría ahí dentro, en las salas espaciosas
y en las camas limpias. Tocó los botones de su chaqueta uno por uno: sí, no, sí,
no. No. No sufriría mucho. Buscaría algún amigo fuerte que lo protegiera. ¡Si mejor
estuviera en su casa, todo abrigado y dulce, cuidado por la tía Rosa y dispuesto
a dormir!
El empleado
parecía haberse olvidado de él y hojeaba con interés desmedido el libro de registros.
Su frente se arrugaba tan notablemente como la de un mico con sus ojillos vivaces
y coléricos y con sus ademanes ágiles y zoológicos.
¡Dios mío! Cristóbal
nacía a una nueva vida. Su pasado, tan pequeño y de poco relieve, había sido borrado
de una sola plumada. Ya no tenía pasado. Lo anterior no había sido nunca una cosa
viviente; era una ficción, un sueño. Sólo el presente eterno, agrandado y sin misericordia
se abría ante sus ojos.
Pasaron todavía
unos cuantos minutos. Cristóbal sentía exactamente cómo iba a dejar de estar solo.
Cómo su vida iba a ser un fragmento de una vida general, unánime, gris y sorda,
desnuda y baja. ¿Habría escapatoria posible? ¿Podría sustraerse, ocultarse, pasar
inadvertido, no llorar?
Aquí estaba
ya el señor Fuentes, con sus manazas grandes y desproporcionadas colgándole a ambos
lados del cuerpo. Casi no había tardado. Llegaba con la cara indiferente, acostumbrada,
fría, sabiendo con toda seguridad por qué telefonearon.
El empleado
hizo un gesto con la cabeza indicando a Cristóbal, sin apartar la vista del libro
de registros. El señor Fuentes tomó al muchacho de un brazo:
–¡Andando, amiguito,
no te asustes…!
Había dicho
“amiguito” no en un sentido cariñoso, sino en un sentido despectivo y acusatorio.
Podría haber dicho también: “¡Ya sé qué pícaro eres, qué pájaro de cuenta!”. Cristóbal
entendía esto hasta la médula de los huesos. El “no te asustes” era una especie
de: “Si llevas tantos crímenes en la conciencia, ¿por qué puede asustarte esto,
que es benigno en comparación con lo que mereces?”.
El edificio
central del Reformatorio era de piedra negra volcánica, adornado con toscas aristas
de ladrillo rojo.
El ladrillo
era ese ladrillo sombrío que hay en las fábricas, en los colegios de internos, en
las cárceles. Ladrillo liso, sin porosidades, pobre, dramático, sin libertad y sin
esperanzas.
Por la puerta
estrecha pintada de blanco sucio, inclinando un poco la cabeza y con el alma llena
de congoja, desapareció Cristóbal. Su chaqueta desteñida apareció en un fugaz instante,
como un ave desplegada sobre el negro definitivo y terrible de la cárcel.
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