Dylan Thomas
Las sombras descendieron
suavemente por las escaleras hasta llegar al vestíbulo. Vio el perfil oscurecido
de la balaustrada reflejarse en el espejo, el arco del candelabro que proyectaba
la luz. Pero eso era todo. Las sombras se alargaban más hacia la puerta. Luego se
perdían en la oscuridad del suelo y del techo. Rebuscó en los bolsillos por ver
si encontraba un fósforo y por fin encendió la candela que llevaba en la mano. Sujetando
la llama diminuta en alto, por encima de la cabeza, giró el picaporte y entró en
la habitación. Olía a polvo y a madera vieja. Le resultó curioso ser tan sensible
a ese olor, y cómo desató su imaginación. Las viejas damas bordando sus encajes
a la luz de la luna, sus dedos pálidos y flacos, veloces sobre los brocados, sus
mejillas sin edad, pero con el tinte de las mejillas de una niña. A eso le recordaba
la habitación desde los tiempos en que por primera vez entró en ella de puntillas
y contempló aterrado las ventanas que se abrían a la extensión de césped grisáceo,
a los árboles que se alzaban detrás. Si no, le recordaba a cuando, de niño, se sentaba
ante el clavicordio y tocaba las teclas polvorientas con tal levedad que nadie alcanzaba
a oír las notas emitidas, temeroso y sin embargo embelesado al oír que la música
ascendía tenue en el aire. Siempre era triste. Detectaba la tristeza desolada bajo
la fuga más liviana; a medida que sus manos pulsaban las notas, las lágrimas le
asomaban a los ojos, un gran anhelo de algo que había conocido y había olvidado,
algo que había amado y había perdido.
Eso
fue unos cuantos años antes, y ahora se le impuso la misma sensación de irrealidad
y de anhelo cuando encendió las largas velas del clavicordio con su candela y vio,
al extenderse la luz, que las paredes se cerraban a su alrededor y que las pesadas
sillas le quitaban espacio. Las teclas estaban tan polvorientas como siempre. Las
frotó levemente con la manga y dejó vagar los dedos unos instantes por encima del
teclado. Qué frágiles eran aquellos sonidos. Qué curiosas melodías formaban, qué
tristes y, sin embargo, qué perfectas. Por un instante pensó que había oído un ruido
de pasos infantiles al otro lado de la puerta, pasos que corrían por el pasillo,
hacia las tinieblas. Pero habían desaparecido. A la fuerza tuvo que suponer que
nunca llegaron a oírse. Oyó una nota sostenida de risas que enseguida desapareció.
Mientras tocaba, le pareció oír el ruido suave, el susurro más bien de una falda
de seda arrastrada por el suelo. Dio más volumen a su música y, cuando volvió a
suavizarla, no quedó nada.
Por
más que se esforzase no pudo analizar las razones que lo habían llevado hasta la
casa. Lo aterraba, pero no era capaz de alejarse de ella. Fuera, por el camino,
había sentido el súbito deseo de desgarrar el velo de los años y remontarse a todo
lo que la vieja casa significaba, el atardecer, las voces matizadas por los pasillos,
el clavicordio, las escaleras que interminablemente ascendían hacia las tinieblas,
el millar de detalles de las habitaciones, el miedo suave e insinuante que lo miraba
desde los rincones, y que nunca desaparecía. Había caminado por la avenida hasta
la puerta principal. La cabeza del león que representaba la aldaba le sonrió al
llegar. La levantó y golpeó la madera. No contestó nadie. Volvió a llamar otra vez,
y otra, pero la casa permaneció en silencio. Empujó la puerta con el hombro y se
abrió. Recorrió de puntillas los pasillos, miró las habitaciones, tocó los objetos
que le eran familiares. No había cambiado nada. Y fue entonces, cuando la noche
salió por las ventanas emplomadas, que cerró la puerta de la sala de música a sus
espaldas. Le colmó una gran sensación de alivio. El anhelo que siempre había permanecido
en lo más recóndito de su mente se cumplió de pronto, halló lo que había perdido,
recordó lo que tenía olvidado. Aquel era el final de su viaje.
Por
un momento, las velas brillaron con mayor intensidad. Pudo ver mejor toda la estancia.
Se puso en pie, la atravesó y recogió un libro polvoriento que estaba sobre la mesa.
La casa solariega de Brember. Se lo llevó a la luz. Todas las páginas le
resultaban conocidas, allí estaba la familia generación tras generación, hombres
más dados al pensamiento que a la acción, visionarios todos que vieron el mundo
desde las nubes de sus propios sueños. Fue pasando las páginas hasta llegar a la
última: George Henry Brember, el último del linaje, falleció…
Contempló
su propio nombre y cerró el libro.
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