Enrique Anderson Imbert
Se dio cuenta de que acababa
de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de
un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla
quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.
¿Conque eso
era la muerte?
¡Qué desengaño!
Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había
ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble
y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué inmutables,
qué indiferentes a su muerte los objetos que él siempre había creído amigos!: la
lámpara encendida, el sombrero en la percha... Todo, todo estaba igual. Sólo la
silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.
Se inclinó y
se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y
esas envolturas de carne gastada! “Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz
azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo”, pensó.
Porque así,
sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos
dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida
condición de mamífero.
–Ahora que sé
que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada.
Y con buen humor
se aproximó a su cadáver –jaula vacía– y fue a entrar para animarlo otra vez.
¡Tan fácil que
hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta
y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos.
–¡No entres!
–gritó él, pero sin voz.
Era tarde. La
mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
–¡Cállate! ¡Lo
has echado todo a perder! –gritaba él, pero sin voz.
¡Qué mala suerte!
¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la experiencia. Ahora,
con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente muerto. ¡Qué
mala suerte!
Acechó a su
mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz como
una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera
como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se acercaron y al
rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo,
porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo.
Salió de la
habitación, triste.
¿Adónde iría?
Ya no tuvo esperanzas
de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.
Y empezó a descender,
escalón por escalón, con gran pesadumbre.
Se paró en el
rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía
como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes
llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas
y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar
los cuerpos sólidos, tan opacos, tan insobornables como siempre. Chocaba contra
ellos. No es que le doliera; simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas,
pasadizos, todos los canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo
direcciones a sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras
penas. Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay
pasos; sólo podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista.
¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como cuando
vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre
el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de las
posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas donde
estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su propia figura;
y se insertó donde antes había tenido las pupilas.
Esa noche veló
al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó sus
conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del camposanto
sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.
Él había sido
toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su oficina.
Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago
de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba
en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.
Pronto se resignó
a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con que su mujer
alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared.
A veces se lamentó
de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar impresiones.
Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con las niñas.
En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza
de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer,
pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.
Quedó otra vez
solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el presentimiento
de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas comunes.
¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Sí... ¡claro!... qué duda había.
¡Era tan natural!
Hasta que un
día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá, de
misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa
estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones,
que divertían su eternidad espiando las huérfanas?
Se estremeció
de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas, almas,
centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas entre sí
pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas!
Nunca pudo recobrarse
de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué iba a hacer!
Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su hogar. Y
pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó
así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va
extendiéndose como un incendio en el campo.
Pero él sabía
que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el
gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como
náufragos al último leño.
También murió
su cuñada.
Se acercó al
ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo al
misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los
vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades
de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí, entre los cirios
en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas. Les dijo “¡Adiós!”
sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario