Juan Valera
–
I –
Hará ya mucho
más de mil años, había en lo más esquivo y fragoso de los Pirineos una espléndida
abadía de benedictinos. El abad Eulogio pasaba por un prodigio de virtud y de ciencia.
Las
cosas del mundo andaban muy mal en aquella edad. Tremenda barbarie había invadido
casi todas las regiones de Europa. Por donde quiera, luchas feroces, robos y matanzas.
Casi toda España estaba sujeta a la ley de Mahoma, salvo dos o tres estadillos nacientes,
donde, entre breñas y riscos, se guarecían los cristianos.
En
medio de aquel diluvio de males, pudiera compararse la abadía de que hablamos al
arca santa en que se custodiaban el saber y las buenas costumbres y en que la humana
cultura podía salvarse del universal estrago. Gran fe tenían los monjes en sus rezos
y en la misericordia de Dios, pero no desdeñaban la mundana prudencia. Y a fin de
poder defenderse de las invasiones de bandidos, de barones poderosos y desalmados
o de infieles muslimes, habían fortificado la abadía como casi inexpugnable castillo
roquero, y mantenían a su servicio centenares de hombres de armas de los más vigorosos,
probados y hábiles para la guerra.
La
abadía era muy rica y famosa; rica por los fertilísimos valles que en sus contornos
los monjes habían desmontado, cultivándolos con esmero y recogiendo en ellos abundantes
cosechas, y famosa, porque era como casa de educación, donde muchos mozos de toda
Francia y de la España que permanecía cristiana, acudían a instruirse en armas y
en letras. Entre los monjes había sabios filósofos y teólogos y no pocos que habían
militado con gloria en sus mocedades antes de retirarse del mundo. Éstos enseñaban
indistintamente las artes de la paz y de la guerra; cuanto a la sazón se sabía.
Y luego, según la índole de cada educando, los pacíficos y humildes se hacían sacerdotes
o monjes, y los belicosos y aficionados a la vida activa, salían de allí para ser
guerreros y aun grandes capitanes.
Cincuenta
novicios había en la abadía de continuo. Y todos, salvo en las horas consagradas
a ejercicios caballerescos, vestían el hábito de la orden.
En
una tarde de abril, terminadas las vísperas, salieron los novicios del coro, donde
habían estado entonando salmos, y fueron, según costumbre, a pasar dos horas de
recreo jugando en un gran patio.
Había
un novicio de origen obscuro, lo cual se contraponía a la alta nobleza de que se
jactaba con razón la mayoría de los otros. Este novicio era español.
Seis
años hacía que había venido a refugiarse en el convento sin saber de dónde. El caritativo
abad le dio asilo, y él, con su humildad profunda, con su aplicación constante,
con la rara inteligencia que desplegó en el estudio y con la robustez y agilidad
que mostró en todos los ejercicios corporales, se ganó la voluntad de aquel venerable
siervo de Dios, que le amaba como a un hijo y que candorosamente le admiraba. De
aquí la envidia que le tenían los otros novicios y especialmente los franceses.
Tratábanle con desdén, le hacían mil burlas y hasta le dirigían improperios, que
él sufría con resignación evangélica. Por esto le llamaban Plácido.
En
aquella ocasión la envidia de los otros novicios había llegado a su colmo. Plácido
acababa de alcanzar brillante triunfo. Había compuesto un devoto e inspirado himno
latino a la Santísima Virgen María, tan lleno de bellezas y tan rico de amor místico,
que, entusiasmados los monjes, le habían cantado en el coro, dando al joven poeta
mil alabanzas y bendiciones.
Sus
malos compañeros, deseosos de humillarle, y tal vez fiados en que Plácido era pacífico
y sufrido, se encararon con él, aunque él se apartaba de ellos con mansedumbre y
modestia, y llegaron dos de los más insolentes al último extremo de la injuria.
Recordando la obscuridad de su origen, se la echaron en rostro y calificaron a su
madre de la más infame manera.
El
cordero se convirtió entonces de repente en bravo león. Por dicha no tenía armas,
pero le valieron los puños. Con certero y fuerte golpe derribó por tierra, maltrecho
y con la boca ensangrentada, al primero que le había ofendido. Después siguió peleando
él solo contra otros tres o cuatro, apoyado contra el muro y acosado por ellos.
Fue
todo tan rápido, que nadie había acudido a interponerse y a restablecer la paz,
cuando otro de los novicios, de nobilísima alcurnia francesa, intervino en la contienda,
diciendo:
–Es
cobardía que vayáis tantos contra él; apartaos; dejádmele a mí solo; yo le castigaré
como merece.
Fue
tan imperiosa la voz, fue tan imponente el ademán de aquel muchacho, que se apartaron
todos, formando ancho cerco en torno suyo.
Cayó
entonces el francés sobre Plácido, el cual paró los golpes que le asestaba, sin
recibir ninguno, y le ciñó con fuerza terrible en sus nervudos brazos.
Pasmosa
fue la lucha. Firmes se mantenían ambos. Ninguno cejaba ni caía. Hubieran semejado
dos estatuas de bronce, si no se hubiera sentido el resoplido de la fatigada respiración
de los combatientes y si no se hubiera visto correr abundante sudor por sus encendidas
mejillas.
¡Quién
sabe cómo hubiera terminado aquel combate! Mal hubiera terminado, sin duda, si no
llega precipitadamente el abad y logra al punto separarlos.
Después
de censurar con breves y enérgicas palabras la acción de todos, ordenó a Plácido
que le siguiese, y le llevó a su celda.
–
II –
–En balde he
esperado, hijo mío, hacer de ti un dechado de santidad y de paciencia, para que
con el tiempo llegases a ser mi sucesor en el gobierno de esta abadía. Sé todo lo
ocurrido y no me atrevo a culparte. La afrenta que te han hecho era difícil, era
casi imposible de tolerar. Está visto, Dios no te quiere para la vida contemplativa.
Imposible es además que permanezcas ya ni una hora en esta santa casa, donde has
promovido un escándalo feroz, aunque disculpable. Por otra parte, el mozo con quien
luchabas es poderosísimo por su nacimiento y riqueza, y tú no puedes seguir viviendo
donde él está. No me queda más recurso que el de obligarte a salir inmediatamente
de la abadía. Pero no saldrás desvalido y sin prendas de mi afecto hacia ti. La
abadía es rica, el abad también lo es, y en nada mejor puede emplear su dinero.
Toma esta bolsa llena de oro; Hugo, el capitán de los arqueros, tiene orden mía
para entregarte enjaezado el mejor de los corceles que hay en nuestras caballerizas.
Corre, revístete a escape de tus armas, monta a caballo y vete.
Vertiendo
muchas lágrimas de gratitud y besándole respetuosamente las manos, Plácido se despidió
del abad, y éste le abrazó y le bendijo.
Dos
horas después cabalgaba Plácido, solo y armado, por medio de un pinar espeso y por
senda apenas trillada, que iba serpenteando junto a la orilla de un arroyo, entre
cerros altísimos.
–
III –
Llegó la noche
medrosa y sombría. En aquella soledad asaltaron a Plácido mil ideas tristes. Los
recuerdos de la niñez surgieron en su mente con claridad extraña.
Recordó
que seis años hacía le habían arrojado de otro asilo con severidad y dureza harto
diferentes. Desde muy niño, desde el albor de su vida, de que no tenía sino muy
confusas memorias, se había criado en el castillo del terrible don Fruela, poderoso
magnate de la montaña. El castillo estaba en una altura muy cercana de la costa.
Desde allí ora salía don Fruela con buen golpe de gente a caballo para penetrar
en tierra de moros y talar y saquear cuanto podía, ora embarcaba a sus satélites
en algunas fustas y galeras de su propiedad, e iba a piratear o a dar caza a otros
más crueles piratas que infestaban aquellos mares e invadían y asolaban a menudo
las costas de España; eran los idólatras normandos de Noruega y de la última Tule.
Plácido,
recogido por caridad en el castillo, e hijo de padres desconocidos, había sido criado
con amor por doña Aldonza, la mujer de don Fruela. Hasta la edad de ocho años vivió
Plácido en fraternal familiaridad con Elvira, la hija de doña Aldonza, que era de
edad poco menor que él. Juntos jugaban los niños y juntos aprendieron a leer y la
doctrina cristiana.
Plácido
y Elvira sintieron que sus almas se habían unido con el lazo del cariño más inocente.
Algo
hubo de recelar o de prever don Fruela, y ordenó a su mujer que alejase al expósito
del trato y de la convivencia de su hija.
Sumisa
doña Aldonza, cumplió las órdenes de su marido; pero no hasta el extremo de evitar
por completo que el pajecillo y la niña se viesen y se hablasen.
La
menor frecuencia en el trato produjo un efecto contrario al que don Fruela deseaba.
En las mentes candorosas de él y de ella se trocó en adoración el afecto y se iluminó
y hermoseó con las galas y el esplendor de los sueños la imagen de la persona querida.
Así
llegaron ambos a cumplir catorce años. En un día en que salieron de caza con don
Fruela, el caballo de Elvira corrió desbocado y fue a perderse en la espesura de
un bosque. Plácido la siguió para salvarla y acertó a llegar cuando el caballo que
ella montaba tropezó y cayó, derribándola por el suelo. Elvira, por fortuna, no
se hizo el menor daño. Plácido se apeó con ligereza, acudió en su auxilio y la levantó
en sus brazos.
Instintivamente,
sin saber qué hacían, cediendo ambos a un impulso irreflexivo, tal vez movidos por
los invisibles genios y espíritus de la selva, acercaron sus rostros y se dieron
un beso. Plácido se creyó por breves instantes transportado al paraíso; pero la
realidad más cruel hubo de mostrarle enseguida que estaba en la dura y áspera tierra.
Una lluvia de infamantes latigazos cayó sobre sus espaldas. Don Fruela le había
sorprendido, le castigaba y le afrentaba furioso. La jauría de sus podencos y lebreles
y sus monteros se acercaban ya. Afrentado el mozo, aunque en edad tan tierna, no
reflexionó en el peligro ni en lo desigual de la lucha, y venablo en manos se lanzó
contra don Fruela para matarle. Elvira se interpuso, dispuesta a recibir las heridas
y salvar a su padre. Plácido dejó caer al suelo el venablo. La humillación le hizo
verter amargas lágrimas.
El
feroz don Fruela, lejos de apiadarse, le azuzó los perros para que le devoraran,
y ordenó a los monteros que disparasen contra él sus agudas flechas.
–¡Sálvate,
Plácido, sálvate! –dijo entonces Elvira–. Si no huyes, mi cuerpo te servirá de escudo
y me matarán antes de que te maten.
Plácido
conoció entonces lo peligroso, lo imposible de la defensa. Temió más por la vida
de ella que por la suya. Era ágil y ligero como un gamo; conocía los más intrincados
sitios y las más extraviadas sendas del bosque, y pronto desapareció como por encanto,
no sin exclamar antes con su voz de niño, que se contraponía a la firmeza del tono:
–Ser
padre de ella te ha salvado de la muerte. Ahora huyo, pero tal vez un día vuelva
a buscarte y a exigirte su mano como sola satisfacción de mi afrenta.
Refugiado
Plácido en la abadía, no olvidó la afrenta jamás, pero guardó oculto su recuerdo
en el lastimado centro del alma. El horror que le causaba volver de nuevo contra
el padre de Elvira, la humildad y la resignación y otros sentimientos religiosos
inclinaron su espíritu y le excitaron a desistir de vengarse. Y como afrentado y
sin venganza no quería vivir en el mundo, se decidió a hacer la vida del claustro.
Hasta el día en que el insulto hecho a su madre despertó en él de nuevo la ingénita
fiereza, fue el más paciente y dulce de los cenobitas. Lanzado ya al mundo de nuevo,
con veinte años de edad, con aliento y brío y con caballo y armas, ¿dónde había
de ir Plácido sino al castillo de don Fruela a pedirle estrecha cuenta de todo?
–
IV –
Sin detenerse
para tomar indispensable descanso, llegó Plácido a la morada donde había pasado
la niñez. Confiado en Dios, en su derecho y en su valentía, sin arredrarse, se acercó
a la puerta del castillo.
Todo
estaba mudado. En torno soledad y silencio. Aunque era mediodía Plácido no vio ni
hombres de armas ni campesinos. El puente levadizo, tendido sobre el foso, dejaba
franca la entrada. El escudo de piedra berroqueña, que había sobre la puerta principal,
estaba cubierto de negro paño de luto.
Pronto,
por un anciano criado, única persona que halló y que al desmontar le tuvo el estribo,
se enteró de la inmensa desventura que abrumaba a aquella familia. Don Fruela, acusado
de alta traición, estaba en Oviedo y debía ser condenado a muerte. Su acusador era
don Raimundo, mayordomo de Palacio. Tres caballeros de la casa de don Raimundo estaban
prontos a sostener la acusación en palenque abierto contra los defensores de don
Fruela, el cual había apelado al juicio de Dios. Pero don Raimundo era tan poderoso
y temido, y por su inaudita soberbia era don Fruela tan odiado, que nadie acudía
a defenderle. Sólo faltaban tres días para expirar el plazo. No bien Plácido supo
todo esto, el rencor antiguo se convirtió en lástima en su alma generosa, y resolvió
ser el campeón de quien tan rudamente le había ofendido, probar su inocencia y librarle
de la muerte. En el castillo no había nadie, sino el anciano servidor. Doña Aldonza
y Elvira habían ido a Oviedo a echarse a los pies del rey y pedirle perdón, si bien
con poquísima esperanza, por ser muy justiciero el soberano. De todos modos, la
honra de la familia quedaría manchada.
Sin
demora se dispuso Plácido a salir para Oviedo, pero antes el anciano servidor le
refirió y encareció lo mucho que doña Aldonza y Elvira habían pensado en él durante
su ausencia, y le dijo que habían dejado para él un presente a fin de que le recibiese
y se le llevase si por dicha aparecía por el castillo.
El
anciano fue por el presente y se le entregó a Plácido. Era una fuerte rodela, en
cuya planta de acero figuraba en esmalte, sobre campo de gules, un azor, cubierta
la cabeza por el capirote y asido por la pihuela a una blanca mano que parecía de
mujer.
–Tú
tienes en el hombro derecho –dijo el anciano– grabado con indeleble marea un azor
semejante al del escudo. Por él serás un día reconocido y se sabrá quiénes son tus
padres. Entretanto, mi señora y su hija te declaran y apellidan Caballero del Azor,
y te dan en testimonio de ello esa prenda. Concédate Dios, Caballero del Azor, la
buenaventura en lides y amores que ellas y yo te deseamos.
–
V –
A los tres días,
pocas horas antes de expirar el plazo, después de reposar en Oviedo y de aprestarse
para el combate, sonaron las trompetas y entró en el palenque el Caballero del Azor,
con la visera calada y la lanza en la cuja.
En
alta y sonora voz proclamó la inocencia de don Fruela, llamó calumniadores a los
que le acusaban y retó a los tres, o sucesivamente o juntos contra él solo. Los
campeones de don Raimundo fueron sucesivamente apareciendo. Los combates fueron
muy cortos.
El
Caballero del Azor, con pasmosa destreza y bizarría, logró que en menos de media
hora los tres mordiesen el polvo, muy mal herido uno de ellos.
El
gentío que rodeaba el palenque rompió en estrepitosas aclamaciones y vítores. El
Caballero del Azor fue llevado en triunfo a palacio e introducido en la regia cámara.
El
rey, informado de todo el suceso, ansiaba verle, y más lo ansiaba aún su noble y
desventurada hermana, la infanta doña Ximena, que estaba con el rey en aquel momento.
Caballero
del Azor –dijo la infanta antes de que el rey hablase–, ¿por qué llevas un azor
esmaltado en la rodela?
–Alta
señora –contestó Plácido–, porque le tengo también estampado en el hombro derecho,
como indeleble marca.
Doña
Ximena puso entonces los ojos con cariñoso ahínco en el rostro hermosísimo de Plácido,
e imaginó que veía al conde de Saldaña como estaba en su muy lozana juventud, veinte
años hacía.
Ya
no pudo contenerse doña Ximena; se acercó al joven, le estrechó en sus brazos y
le cubrió el rostro de besos, exclamando:
–¡Hijo
mío, hijo mío!
El
rey depuso su severidad, y dirigiéndose al joven le estrechó también en sus brazos,
y le dijo:
–Yo
te reconozco; eres mi sobrino Bernardo; te hago merced de la Casa Fuerte y Señorío
del Carpio. Como Bernardo del Carpio serás en adelante conocido y famoso en todos
países y en todas las edades. Perdonado tu padre, saldrá de la prisión y será legítimo
esposo de mi hermana.
En
efecto; el rey cumplió su promesa. El Conde de Saldaña salió del castillo de Luna,
donde estaba encerrado. Se aseó y se atavió con esmero, de suerte que todavía tenía
buen ver, a pesar de su prolongado martirio.
Durante
cinco días consecutivos hubo magníficas fiestas en Oviedo. Las bodas de Bernardo
del Carpio y de Elvira se celebraron al mismo tiempo que las del Conde Saldaña y
doña Ximena.
Pocos
días después pudo averiguarse que don Raimundo, el mayordomo de Palacio, había sido
quien robó al niño Bernardo y quien le mandó matar, furioso como desdeñado pretendiente
que fue de doña Ximena. Los sicarios, encargados de matar al niño, habían tenido
piedad de él y le habían expuesto a la puerta del castillo de don Fruela. Por ésta
y por otras muchas maldades que se descubrieron, se comprendió que don Raimundo
era un monstruo abominable, por lo cual el rey pudo ejercer provechosamente su justicia
mandándole ahorcar, como le ahorcaron con general regocijo de los ciudadanos de
Oviedo, porque don Raimundo era muy aborrecido y porque en aquella edad tan ruda
la filantropía no era cosa mayor y no infundía repugnancia la pena de muerte.
Sólo
queda por decir que Bernardo fue felicísimo con su Elvira y que vivieron siempre
muy enamorados ella de él y él de ella.
Por
los antiguos romances y por la historia se sabe que aquella lucha a brazo partido,
que interrumpió el abad en el convento de los Pirineos, se reanudó más tarde no
lejos de allí, y terminó gloriosamente para Bernardo, muriendo ahogado entre sus
brazos hercúleos el paladín don Roldán, pues no era otro quien había luchado con
él, cuando los dos eran novicios.
Y
aquí terminan los sucesos de la mocedad de Bernardo del Carpio, ignorados hasta
hace poco, y recientemente descubiertos en ciertos vetustos e inéditos Anales de
la orden de San Benito, escritos en latín bárbaro en el siglo X y conservados en
el monasterio de la Cava, cerca de Nápoles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario