Francisco Tario
Me hallaba yo en el cuarto
de baño, afeitándome, y deberían ser más o menos las diez de la noche, cuando tuvo
lugar aquel hecho extravagante que tantas desventuras habría de acarrearme en el
curso de los años. Un cielo impenetrable y negro, salpicado de blancas estrellas,
asomaba por la pequeña ventana entreabierta, a mis espaldas, a la que yo miraba
ahora distraídamente mientras me enjabonaba el rostro por segunda vez. Del grifo
abierto, en la bañera, ascendía un vapor grato y pesado, que empañaba el espejo.
Siempre me afeito con música –adoro las viejas canciones–, y recuerdo que en un
determinado momento dejó de sonar One Summer Night. Deposité la brocha sobre el
lavabo y salí del cuarto de baño con objeto de cambiar el disco. Mas, cuando iba
ya de regreso, advertí que el agua de la bañera había cesado de caer. Tuve un leve
sobresalto y la sospecha de que, por segunda vez en la semana, mi delicioso baño
nocturno se había frustrado. Así ocurrió, mas no por los motivos que me eran hasta
hoy familiares, pues poco había de imaginar, en tanto cruzaba el pasillo, que ya
estaba presente en el baño la inmensa desdicha aguardándome. Penetré. Algo, en efecto,
por demás imprevisto, acababa de obstruir el paso del agua en el grifo, aunque,
así, de buenas a primeras, no acerté a saber bien qué. Algo asomaba allí, es claro,
haciendo que el agua se proyectara contra las paredes. Era él. Primero sacó un pie,
después otro, y por fin fue deslizándose suavemente, hasta quedar de pronto atenazado:
“Parece un niño desvalido” –fue mi primera ocurrencia–. Y decidí prestarle ayuda,
sin recapacitar. Tratábase, naturalmente, de no tirar demasiado, de no forzar el
alumbramiento y conservar aquella pobre vida que de tal suerte se veía amenazada.
Siempre he sido torpe en los trabajos manuales y jamás pasó por mi cabeza la idea
de que, algún desventurado día, me vería obligado a actuar de comadrona. Así que,
puesto de rodillas sobre el piso húmedo del baño, fui intentando de mil formas distintas
rescatar al prisionero de su insólito cautiverio. Tenía ya entre mis dedos una gran
parte de su cuerpo, mas la obstinada cabeza no parecía muy dispuesta a abandonar
la trampa. El pequeño ser pataleaba y comprendí que estaba a punto de asfixiarse.
Fue muy angustioso el momento en que admití que todo estaba perdido, pues de pronto
cesó el pataleo y sus miembros adquirieron un leve tono violáceo. “Quizá conviniera
–pensé– llamar cuanto antes a la comadrona.” Pero he aquí que, aplicando el conocido
sistema que se emplea para descorchar el champagne, logré hacer girar el pequeño
cuerpo en un sentido y otro, valiéndome principalmente del dedo pulgar. El resultado
no pudo ser más satisfactorio, pues pronto la cabeza comenzó a aparecer, el agua
volvió a brotar agrandes chorros y un ruido seco y breve, como el de un taponazo,
me anunció que el alumbramiento se había llevado por fin a cabo. Desconfiadamente,
le acerqué a la luz y me quedé un buen rato examinándole. Era sumamente sonrosado,
en cierto modo encantador, y tenía unos minúsculos ojos azules, que se entreabrieron
perezosamente bajo el resplandor de la luz. Ignoro si me sonrió, pero tuve esa impresión
enternecedora. Al punto estiró los pies, pataleó una vez o dos y alargó con voluptuosidad
los brazos. A continuación bostezó, dejó caer la cabeza con un gesto de fatiga y
se quedó dormido.
La
situación no me pareció sencilla y, por lo pronto, cerré precipitadamente el grifo,
pues la bañera se había llenado hasta los bordes y comenzaba a derramarse el agua.
Cogí una toalla y lo sequé. Era una piel muy maleable la suya, y tan escurridiza,
que aun a través de la toalla resultaba difícil apresarlo. Aquí empezó a tiritar
de frío, y ello me sobrecogió. Cerré de golpe la ventana y me encaminé a mi alcoba.
Allí abrí el embozo de la cama y lo acomodé cuidadosamente entre las sábanas. Resultaba
extraña la amplitud del lecho con relación a aquella insignificante cabeza, del
tamaño de una ciruela, reclinada sobre mi almohada. De puntillas, bajé sin ruido
las persianas, cerré cautelosamente la puerta y me dirigí al salón. Después coloqué
otro disco, preparé mi pipa y me senté a reflexionar.
De
entre todas mis memorias y lecturas no logré recordar nada semejante, ni una sola
situación que pudiera equipararse a la mía en aquella tibia noche de otoño. Esto
me alentó, en cierto modo, confirmándome lo excepcional del suceso. Mas, a la vez,
ninguna orientación aprovechable se me venía a la mente, con respecto a los que
pudieran ser mis inmediatos deberes. El consabido recurso de informar a la policía
se me antojó de antemano risible y por completo fuera de lugar. ¡No sé lo que la
policía pudiera tener que ver en semejante asunto! Y esta conclusión desalentadora
me sumió, en el acto, en una soledad desconocida, en una nueva forma de responsabilidad
moral que yo afrontaba por primera vez, puesto que si la policía no parecía tener
mucha injerencia en todo aquello, ¿quién, entonces, podría auxiliarme y compartir
conmigo tan desmesurada tarea? Me avergüenza confesar que durante breves instantes
creí haber dado con la solución aconsejable, al aceptar que mi deber de ciudadano
no podía ser otro, en este caso, que recurrir sin pérdida de tiempo al Museo de
Historia Natural. He de convenir incluso en que llegué a descolgar el teléfono,
para volverlo a colgar en seguida. ¡El Museo de Historia Natural! ¿Y con qué fin?
Una sola relación podía ser establecida entre mi inesperado huésped y la insigne
institución, y era ésta el recuerdo que yo guardaba de unas largas hileras de tarros
de cristal, alineados en los anaqueles, y en cuyo interior se exhibían las más exóticas
variantes de lo que ha dado en llamarse la flora y la fauna humanas. Otro pequeño
incidente nada común –la llegada del cartero– me reafirmó en mi error. Acepté, pues,
sonriente, el sobre que me tendía y regresé al salón.
Como
no disponía de otra cama, sería preciso instalarse en el sofá. Y así lo hice, provisto
de una gruesa manta. Fue una noche ingrata, poblada de oscuras visiones, pues si
en alguna ocasión logré conciliar el sueño, pocos instantes después despertaba sobresaltado,
dándome la impresión, no solo de que no despertaba, sino que, por el contrario,
más y más iba sumergiéndome en el fondo de una turbia pesadilla. A intervalos, me
sentaba en el sofá y cavilaba aturdidamente. No acertaba a descifrar, en principio,
la procedencia de aquel impertinente viajero que compartía hoy por hoy mi casa,
y todas las conjeturas que llegué a hacerme en tal sentido resultaron a cuál más
estúpida y descabellada. Aunque esto, por otra parte, tampoco me demostraba nada,
ya que existe tal cantidad de hechos sin explicación posible, que éste no parecía
ser, a fin de cuentas, ni más necio o disparatado que otros muchos. Cabía, sí –y
éste fue otro desatino mío–, sospechar del crimen de una mala madre, perpetrado
dentro del propio edificio, con el propósito de deshacerse a tiempo de su mísero
renacuajo, y el que, por una lamentable confusión de las tuberías, había ido a desembocar
justamente en el seno de mi bañera. Pero el hecho de sentirme arropado en aquel
sofá, a altas horas de la noche, cuando debería estar ya desde hacía tiempo en mi
cama, me prevenía de que el suceso, fuese cual fuese la causa, era a tal punto evidente
que no tenía más que incorporarme, dar unos pasos hasta mi alcoba y comprobarlo
con mis propios ojos. Así lo hice una vez, tentado por la duda, aunque sin encender
la lámpara, sirviéndome de mis fósforos. Allí estaba él, en efecto, contra mi almohada,
pequeño y rojo como una zanahoria, y ligeramente sonriente. Rebosaba felicidad.
Su rostro se había serenado y en su cabeza apuntaba tal cual cabello rojizo, cosa
en que no había reparado. Sus ojos se mantenían cerrados y plegaba de vez en cuando
la nariz, del tamaño de una lenteja. ¿Soñaba? Estoy por decir que sí, aunque no
hacía movimiento alguno, limitándose a arrugar la nariz, tal vez con el propósito,
puramente instintivo, de demostrarme cuan confortable encontraba mi cama y, en general,
todo lo que le rodeaba.
De
regreso en el sofá, debí quedarme profundamente dormido, cuando ya los primeros
rayos del sol se filtraban a través de los visillos. Al despertar, horas más tarde,
comprobé con extrañeza que nada a mi alrededor había cambiado. O digo mal; algo
fundamental había cambiado, y era que, a partir de aquella fecha, irremediablemente,
seríamos ya dos en la casa.
Fue
en el transcurso de la mañana siguiente cuando creí advertir que mi pequeño huésped
mostraba cierta dificultad en abrir y cerrar los ojos, bien como si la luz del día
le resultara insoportable, o más probablemente como si empezara a ser víctima de
un agudo debilitamiento. Había olvidado neciamente todo lo relativo a su alimentación,
y esta grave contingencia me llenó de confusión y alarma. ¿Cómo conseguir nutrirlo
por mí mismo y con la eficacia requerida? ¿Qué poder ofrecerle a aquel desmedrado
organismo, cuyo estómago –admití con un escalofrío– no sería capaz de alojar en
su seno ni siquiera una gota de leche? ¿Y cuántas gotas de leche deberían administrársele
al día sin correr el riesgo de exponerlo a un empacho? Corriendo fui a la cocina
y regresé con una tacita de leche, en la que introduje un gotero. Anhelante, apliqué
el gotero a aquellos diminutos labios, que se entreabrieron, y dejé caer una gota.
Con un gesto de repulsión, volvió a cerrarlos, y la gota se desparramó. Ello agravó
mi ansiedad, situándome ante un nuevo enigma. Ciertamente el migajón resultaba aún
prematuro y sospeché, por otra parte, que el agua no bastaría para reanimarlo. No
obstante, hice, por no dejar, la prueba. Aquel gesto de complacencia, de inmensa
dicha, que dibujaron sus labios al aceptar la primera gota de agua, bastó para confirmarme
la idea que venía ya desarrollándose en mí: que se trataba, de hecho, de un ser
eminentemente acuático. Esto, que si en un sentido favorecía mi tarea, me planteaba
un nuevo conflicto, ya que la resequedad de la atmósfera que se respiraba en la
casa terminaría por resultarle nociva a aquel complicado organismo. Tan rápidamente
como pude, me encaminé de nuevo a la cocina, vacié un gran tarro de compota y, tras
lavarlo con todo esmero; lo llené de agua hasta los bordes. A toda prisa lo transporté
a mi alcoba, lo deposité en la mesita de noche, tomé entre mis manos a la criatura
y la fui sumergiendo lentamente en él. A medida que el agua iba acogiéndolo en su
seno, una plácida sonrisa de bienestar fue invadiendo sus tristes labios. Bien pronto
empezó a moverse –a desperezarse, diría yo– y a entornar sus ojos azules, que pestañearon
con perplejidad. Dejé el tarro sobre la mesita y me senté a su lado para contemplarlo,
absorto en aquel súbito regocijo que invadía ahora al renacuajo. Recuerdo distintamente
cómo el malvado se dejaba traer y llevar por el suave oleaje del tarro cuando yo,
para hacerle rabiar, lo inclinaba en un sentido y otro. Con los brazos extendidos,
el gran nadador subía o bajaba, se deslizaba sobre el cristal y proseguía evolucionando.
Admití, ya sin reservas, que la primera dificultad estaba salvada. Mas, ¿bastaría
con aquello? Bastó –de ello estuve seguro–, pues, al cabo de una semana, la criatura
mostraba un aspecto excelente y hasta un agudo sentido del humor. En ocasiones incluso
ensayaba pequeñas cabriolas, bien dejándose flotar como un corcho o proyectándose
hasta el fondo del tarro, exhibiendo de esta forma una notable flexibilidad y una
rara disciplina que no dejaron de llenarme de asombro. Algo en él me desagradaba,
no obstante, y era aquella tendencia suya a permanecer en cuclillas en el fondo
del tarro, observándome sin pestañear y con aire de no muy buena persona. El cristal
le achataba el rostro, y entonces yo sentía como si un detestable ser, sin antecedentes
precisos, explorase mi conciencia con no sé qué funestos propósitos. Al punto yo
sacudía el tarro y le hacía dar unos cuantos traspiés, alejándole de mi vista.
Así
fueron transcurriendo los días, y el orden que prevaleció siempre en mi casa fue
restableciéndose poco a poco. Por las mañanas, si hacía sol, sacaba el tarro a mi
terraza y lo dejaba allí hasta el mediodía. Por las tardes, lo introducía en el
salón y, ocasionalmente, escuchábamos algo de música. Debía tener un oído muy fino
y pronto pude darme cuenta de cuáles eran sus preferencias. Ya anochecido, colocaba
el tarro sobre una consola y lo cubría con un paño oscuro, según suele hacerse con
los canarios. A primera hora de la mañana, cambiaba el agua del tarro, donde empecé
ya a introducir terrones de azúcar, cerezas en almíbar y algunos trocitos de queso,
que la criatura había aprendido a roer, no sin cierta desconfianza. Unas semanas
más tarde, sustituí el tarro por una hermosa pecera, en la que dejé caer dos o tres
delfines de caucho y un pato de color azul, con los cuales se pasaba él las horas
muertas. Mostraba una precoz inteligencia y hasta una sutil picardía, que se me
antojaron poco comunes en un ser humano de su edad. Aunque lo que hacía falta dilucidar,
de momento, era si quien habitaba la pecera constituía efectivamente lo que se entiende
por un ser humano. Ciertos indicios parecían confirmarlo así, en tanto que otras
evidencias posteriores me hicieron ponerlo en duda. Pero, de un modo u otro, repito,
al cabo de unas cuantas semanas todo en el interior de mi casa fue volviendo a la
normalidad.
Mi
vida, hasta el momento presente, había sido sencilla y ordenada. Tenía, a la sazón,
cuarenta años y habitaba un cuarto piso, en un alto edificio gris situado en las
afueras de la ciudad. A partir de los quince años trabajé infatigablemente, con
positivo ardor, y, de acuerdo con mis propios planes, dejé de hacerlo a los treinta
y cinco. Durante ese periodo, ahorré todo el dinero de que fui capaz, sometiéndome
a una rígida disciplina que no tardó en dar sus frutos, ya que ella habría de permitirme
realizar, en el momento oportuno, cuanto me había propuesto. Fue una especie de
juego de azar al que me lancé osadamente, y que solo podía ofrecerme dos únicas
posibilidades: una muerte prematura –lo que constituiría un fracaso– o una existencia
despreocupada y libre, a partir de mi madurez. Mi plan, afortunadamente, pudo al
fin llevarse a cabo, y hoy duermo cuanto me es posible, como y bebo lo que apetezco,
soy perfectamente independiente y los días se suceden sin el menor contratiempo.
Poco me importan, pues, las estaciones, los vaivenes de la política, las controversias
sobre la educación, los problemas laborales, la sexualidad y las modas. Desde mi
pequeña terraza suelo contemplarlos tejados, muy por debajo del mío, y ello me otorga
como una cierta autoridad. Escucho música, si es oportuno; leo por simple distracción;
apago y enciendo la estufa; paseo sin prisas por el parque y liquido puntualmente
el alquiler. Jamás fui propiamente hermoso, ni sospecho que atrayente, pues ni siquiera
soy alto o bajo, sino de estatura normal. Cierto que, a primera vista, podría tomárseme
por un viajante, aunque quizá también por un modesto violinista, lo cual es siempre
una ilusión. Fiel a mis principios, rechacé toda compañía engañosa –mujeres, en
particular–, pese a que me atrae salir a la calle, frecuentar los lugares públicos
y formar parte de la humanidad. Me atrae, sí, mirar a la gente ir y venir, afanarse
y reír, desazonarse y cumplir con sus supuestos deberes; esto es, sobrevivir. Yo
también sobrevivo, y ambas cosas son encomiables, siempre y cuando nadie se inmiscuya
en mi vida e interrumpa este laborioso limbo que me he creado al cabo de una larga
etapa de disciplinas, muchas de ellas en extremo amargas.
Qué
de sorprendente tiene, por tanto, que la aparición de mi pequeño huésped haya alterado,
de golpe, aquello que, en opinión mía, debería haberse conservado inalterable. Pero,
insisto, el tiempo ha ido transcurriendo, y un orden nuevo, aunque cordial, ha venido
a reemplazar a aquel otro, tal vez demasiado exclusivo, que imperaba en mi casa.
Hoy he vuelto a levantarme a las diez, a dar mi paseo matinal por el parque, y,
al declinar la tarde, he ido al cinematógrafo. Sobre todo, he vuelto a ocupar mi
cama, la cama que me pertenece por derecho propio, y en ella duermo a pierna suelta,
al margen de cuanto acontece fuera –un mundo que para mí no encierra más atractivo
que el de una grata referencia con que ilustrar y enriquecer mi solitaria existencia,
en la cual soy de todo punto feliz–. Pero no siempre ocurre lo previsto.
Él
dormía allá –según venía haciéndolo hasta la fecha–, en el fondo de su pecera, inmerso
en los tibios brazos de su agua azucarada. Debía estar próxima la madrugada cuando
desperté con un súbito desasosiego, que no alcancé a descifrar, de momento. Me sería
difícil expresar hoy si lo que sentí entonces fue un simple sobresalto o una clara
sensación de miedo; mas una intuición repentina, nacida delo más hondo de mi ser,
me avisó que, en aquellos raros instantes, no me encontraba solo. Había allí, en
la oscuridad de mi alcoba, una invisible presencia, un algo fuera de lo común que
no me fue reconocible. Comprendí que debería darla luz; pero tardé en resolverme.
Por sistema, aborrecí siempre las supersticiones, y he aquí que, por esta vez, estaba
siendo víctima de una de ellas. Por lo pronto, me senté en la cama sin osar moverme.
El silencio era el habitual, aunque la presencia continuaba allí, de eso estuve
seguro. A poco, alguien tiró una vez o dos de los flecos de mi colcha, y el silencio
prosiguió. Fue un tirón débil, pero nervioso y claramente perceptible. Esto se me
antojó ya excesivo y contuve la respiración. Quien tiraba de la colcha repitió el
ademán, ya con cierta osadía. Entonces di la luz. Era él, es claro, de pie sobre
la alfombra amarilla, con una expresión tal de susto que no podría asegurar si fue
mayor mi sorpresa o la íntima conmiseración que experimenté por aquel desdichado
ser que se había lanzado a una aventura semejante. Noté que le temblaban las piernas
y que no lograba sostenerse muy firmemente sobre ellas. Se mantenía algo encorvado
–no sé si envejecido– y tenía los ojos enrojecidos, como si acabara de llorar. Nos
miramos largamente, él todavía sin soltar la colcha. Por fin extendí los brazos
y, tomándolo por las axilas, lo subí con cautela a mi cama y lo senté frente a mí.
Pero aún habríamos de contemplarnos largo rato antes de que él profiriese aquella
oscura palabra –la única que profirió jamás– y que tan deplorables consecuencias
habría de acarrearnos a los dos. Ocurrió, más o menos, así: sentado, como estaba,
alzó hasta mí sus ojos, ensayó una penosa mueca de alegría e intentó llorar. Después
alargó sus brazos en busca de los míos, y repitió dos veces, con una voz chillona
que me exasperó: ¡Mamá! ¡Mamá!
Hecho
esto, trató de incorporarse de nuevo, pero rodó sobre la colcha y estalló en ahogados
sollozos.
Fue
el comienzo de una nueva vida, de una rara experiencia que yo jamás había previsto,
porque, a partir de aquella fecha, las cosas no fueron ya tan halagüeñas, y dondequiera
que me hallara, en el instante más feliz del día, la dolorida palabra volvía a mí,
oprimiéndome el corazón. Ya no me decidí a abandonar a mi huésped, según venía haciéndolo
hasta ahora, y ningún cuidado que le prestara me parecía suficiente. Un extraño
compromiso parecía haberse sellado entre él y yo, merced a aquella estúpida palabra,
que sería menester olvidar a toda costa. Al más intrascendente descuido, al menor
asomo de egoísmo por mi parte, surgía dentro de mí la negra sombra del remordimiento,
semejante, debo suponer, al de una verdadera madre que antepone a sus deberes más
elementales ciertos miserables caprichos, impropios de su misión. Y he de reconocer
que, con tal motivo, comenzaron a preocuparme determinados pormenores que hasta
el momento presente me habían tenido sin cuidado: su salud, el tedio de sus solitarias
jornadas ,su irrisoria pequeñez, la fealdad de sus carnes fláccidas, su inseguro
porvenir. Una rara soledad emanaba del infortunado anfibio y de aquel titubeante
paso suyo, con las piernas ligeramente abiertas, cuando se resolvía, no sin grandes
vacilaciones, a deambular por la casa en busca de un rincón propicio o de una puerta
entre abierta que pudiera ofrecerle algo nuevo y distinto.
En
tanto logró él mantenerse en la pecera, mi casa continuó pareciéndome la misma y,
en cierto modo, hasta más lisonjera. Mas, tan pronto osó abandonarla e impregnó
de su miseria la casa, el escenario cambió por completo. Algo sobrecogedor y triste,
positivamente malsano, se dejó sentir ya a toda hora. Aún más; fue entonces, y no
antes, cuando alcancé a darme cuenta con precisión de que mi huésped se hallaba
desnudo, y que esta desnudez sonrosada resultaba cruelmente inmoral. Anteriormente,
él no constituía sino un simple renacuajo, quizá una misteriosa planta, un pájaro
en su jaula, no sé; algo, en suma, que no había inconveniente alguno en mirar. Pero,
ya de pie junto a mi cama o tratando de escalar a un sillón, renacuajo, planta o
pájaro, dejó de ser lo que pretendía y ya no resultó grato mirarle. Había, pues,
que cubrirlo. ¿Que vestirlo, tal vez? Y lo vestí. Primeramente, de un modo burdo,
apresurado e incompleto, sirviéndome de un trozo cualquiera de paño que le ajusté
a la cintura, a manera de faldón. Después, ya con cierta minuciosidad, ateniéndome
a su sexo y hasta eligiendo los colores. Fue por ello que me puse a coser. Pronto
tuve a mi disposición un regular surtido de telas y todos esos utensilios que requiere
un buen taller. Sentado en una silla de mimbre, dedicado en cuerpo y alma a mi tarea,
transcurrieron aquellas semanas, en el curso de las cuales rara vez me despojé de
mis babuchas. Sentado él también, frente a mí, seguía con gran interés mi trabajo.
Por aquellos días –recuerdo– comenzaba ya, a cruzar una pierna. Pero el desempeño
de mi labor no fue fácil ni mucho menos, pues, repito, siempre he sido torpe en
los trabajos manuales y muy de tarde en tarde alcanzaban las prendas la perfección
deseada. Con frecuencia tenía que repetir las pruebas o deshacer varias veces lo
que ya estaba hecho. Entonces él se ponía de pie, enderezaba con ilusión el cuerpo
y me sonreía. Había allí un espejo donde él se miraba. Casi nunca dejó de sonreírme
en tanto yo le probaba, principalmente en una ocasión en que decidí confeccionarle
un abrigo. El invierno se echaba encima. Había asimismo que lavarlo, que peinar
sus escasos cabellos, que limpiarle las uñas y pesarlo. Y, sobre todo, fue preciso
instalarlo de forma adecuada, pues, a partir de su primera excursión a mi alcoba,
se negó rotundamente a volver a la pecera, y tantas veces como lo devolví a ella,
tantas otras como escapó furtivamente, en su afán de merodear por la casa. Una situación
difícil, para la cual yo no estaba preparado.
Por
fin su alojamiento quedó fijado en la única pieza que se conservaba vacía. Era un
pequeño cuarto de seis metros cuadrados donde fue instalado su dormitorio, una salita
de estar –que servía de comedor asimismo– y un baño privado. Este relativo confort
que me fue dado proporcionarle, alivió sensiblemente mi ánimo, liberándome de aquel
sentimiento penoso que me agobiara en otro tiempo al dejarle solo. En realidad,
dentro de aquel recinto disponía de todo cuanto pudiera serle necesario, y, lo que
era aún más importante, se hallaba a salvo de cualquier riesgo imprevisible, en
particular de los gatos, que nunca cesaban de merodear por las tardes alrededor
de mi cocina.
Sí,
era divertido verle lanzar los dados a lo alto, o deslizarse con cara de miedo a
lo largo del tobogán, o soplar en su diminuta corneta de hojalata negra y azul.
Su menú era todavía muy modesto y constaba, por lo general, de unos trozos de migajón
rociados con miel, unas cucharadas de sopa y una discreta ración de nata fresca
o queso. A media tarde le permitía chupar un caramelo de fresa, o dos o tres gajos
de naranja, si lo prefería. De ordinario, me sentaba en el suelo para verle comer.
Hacía una figura simpática, con su minúscula servilleta al cuello y los pies recogidos
bajo la silla, llevándose con indecisión temblorosa la cucharilla a la boca. Le
divertía verme fumar y, como un pequeño mono, trataba de alcanzar mi pipa, enderezándose
sobre su asiento. Diariamente lo bañaba y le llevaba la cena a lacama cuando todavía
no se había puesto el sol. En cambio, era un gran madrugador, y le sentía andar
por los pasillos mucho antes de que yo me hubiese levantado. Permitíale esta libertad
de movimientos a sabiendas de que, en ningún caso, sería capaz de abrir una puerta
o penetrar donde no debía. Pese a ello, conocía a la perfección todos los rincones
de la casa y no me cupo la menor duda de que, si su complexión se lo hubiese permitido,
habría podido prestarme un gran servicio. He de reconocer, sin embargo, que sus
carnes seguían siendo fláccidas y muy poco consistentes, como una esponja mojada,
y, de hecho, nunca dejó de preocuparme la idea de que, de un modo u otro, perteneciese
a alguna particular rama de la familia de las esponjas. Pero era feliz, estoy seguro,
y conservaba su buen humor de costumbre, salvo cuando alguien hacía sonar el timbre
de la puerta, o silbaba, de pronto, un ferrocarril. Entonces él se tapaba la cara
con las manos y corría a guarecerse en un rincón, donde permanecía acurrucado hasta
que se disipaba el eco. Le entretenían, en cambio, las mariposas y el piar constante
de los pájaros, y tuve, a menudo, la impresión de que lamentaba profundamente su
condición de anfibio, mientras miraba surcar el aire aquellas ruidosas bandadas
de pájaros que nunca faltaban en mi terraza al caer la tarde.
Por
lo que a mí respecta, puedo afirmar que mi vida era de lo más activa y escasamente
disponía de unos minutos de descanso, ocupado a toda hora del día en los quehaceres
domésticos, o en salir y entrar en busca de algo que siempre hacía falta en la casa.
Me llevaba casi toda la mañana recorrer los mercados, las queserías, las tiendas
de comestibles e incluso los establecimientos de pescado, a la caza de algún novedoso
manjar con que obsequiar a mi huésped, pese a que, por ahora, debería continuar
ateniéndome a un número muy exiguo de alimentos, aunque cuidando de que unos y otros
estuviesen en perfecto estado y fuesen de primera calidad. Ya de regreso, me dirigía
a la cocina y preparaba el almuerzo, sin perder de vista que el menú de la semana
fuese, en lo posible, nutritivo y variado. Como ocurría, por otra parte, que me
había visto obligado a despedir a la persona encargada del aseo de la casa, con
el fin de mantener en secreto la existencia de mi huésped, tenía que hacerme cargo
personalmente de estos menesteres, en los que empleaba gran parte de la tarde. Un
poco antes del oscurecer, como dije, le servía lacena en la cama y, en cuanto advertía
que se había quedado dormido, regresaba al salón y me entregaba a mis pasatiempos
favoritos; esto es, leía o escuchaba un poco de música. Eran mis únicos ratos libres.
Mas la música y la lectura habían empezado a abrumarme y he de confesar que, por
aquel tiempo, fueron interesándome cada vez menos. Por una u otra razón permanecía
distraído, ajeno a lo que escuchaba o leía, como si todo aquel mundo apasionante
no tuviese ya nada en común conmigo. O era una ligera erupción de la piel, que había
creído notar en la cabeza de la criatura, o eran las compras de la mañana siguiente,
o los nuevos precios del mercado; algo, sin excepción, ocupaba por entero mis pensamientos.
Había empezado a dormir mal y pasé gran número de noches en vela, agobiado por un
sinfín de preocupaciones. Mis sueños solían ser estrambóticos y se referían invariablemente
a grandes catástrofes domésticas de las que era yo el infortunado protagonista.
¿Comenzaba a metamorfosearme? Estuve seguro que sí. Ello empezó a inquietarme, a
despertar en mí muy serios temores, y creí, en más de una ocasión, no reconocerme
del todo al cruzar ante un espejo. ¡Ay de mí! No se trataba tan solo de la extrañeza
que me provocaban ahora mis antiguas aficiones, o de la imagen deformada que pudieran
devolverme los espejos, sino de algo mucho más sutil y grave, casi estúpido, que
yo iba percibiendo dentro de mí. Sentí miedo. Conocía de sobra el poder que ejercen
ciertas obsesiones en el ánimo del hombre, y la sugestión de que el hombre es víctima
bajo el influjo de aquéllas; pero éste no era mi caso, puesto que, de un modo enteramente
consciente, las reconocía y aceptaba, esforzándome por sustraerme a ellas. Era algo
independiente de mí, malvado, y contra lo cual parecía inútil resistirse. Tengo
muy presente un suceso que acaso explique por sí mismo la disposición de mi ánimo
durante aquellos azarosos días. Debía de ser media mañana y me disponía a salir
de compras, cuando mi pequeño huésped se presentó en el vestíbulo con la sana intención
de acompañarme. Llevaba puestos el abrigo y los guantes, y deduje que él mismo se
había peinado. Hecho tan imprevisto, suscitó en mí una viva zozobra y la noción
de un nuevo conflicto, que hasta hoy no se me había planteado. ¿Cómo acceder a sus
deseos y lanzarme a exhibir por las calles a aquel mísero renacuajo, a quien a buen
seguro echaría mano la policía? Cuidando de no herirle, procuré disuadirlo de su
empeño, pidiéndole que, como venía siendo costumbre, me aguardara en la casa. No
me fue difícil lograrlo, pues siempre se mostraba ecuánime; aunque lo más lastimoso
de todo fue que, a mi regreso, le encontré hecho un ovillo en su cama, todavía con
el abrigo puesto. Había tal expresión de humillación en sus ojos y se me mostró
tan desvalido, que no pude reprimir este pensamiento, que escapó de mí como un presagio:
“Tal vez –me dije– conviniera proporcionarle un hermanito”. La ocurrencia, por así
decirlo, notuvo nada de excepcional, mas surgió de mi interior con un sentido tan
oscuro y tan cargado de sugerencias, que me dejó estupefacto. Aún tuve ánimos para
preguntarme con sorna: “Un hermanito, sí, ¿pero cómo?” Y dejé la interrogación sin
respuesta. Pensé consultar al médico, tomarme unos días de descanso. Frente al espejo,
convine esa misma noche: “Las cosas no marchan bien del todo”. Y me quité el delantal.
Mi huésped no quiso cenar y antes de que dieran las ocho estábamos los dos en la
cama.
Mi
salud, en los días que siguieron, fue quebrantándose y perdí casi por completo el
apetito. Sufría estados de depresión, agudos dolores de cabeza e intensas y frecuentes
náuseas. Una extraña pesadez, que con los días iría en aumento, me retuvo en cama
una semana. A duras penas conseguía incorporarme y caminaba con torpeza, como un
pato. Padecía vértigos y accesos de llanto. Mi sensibilidad se aguzaba y bastaba
la más leve contrariedad para que me considerase el ser más infeliz del planeta.
El cielo gris y pesado, la sombra de los viejos aleros, el ruido de la lluvia en
mi terraza, el crepúsculo, un disco, me arrancaban lágrimas y sollozos. Cualquier
alimento me revolvía el estómago y no pude soportar ya el olor de la cocina. Aborrecí
un día mi pipa y dejé de fumar. Me afeité el bigote. El tedio y la melancolía rara
vez me abandonaron y comprendí que me encontraba seriamente enfermo. Posiblemente
estuviese encinta.
Esta
grave sospecha me la fue confirmando la actitud de mi huésped. También él se veía
desmejorado, y cuantas veces consentí en que me acompañara junto a mi lecho de enfermo,
sentado allí, en su silla, bajo la lámpara de pie, no dejé de notar que enflaquecía
sensiblemente y que una expresión biliosa, poco grata, asomaba ya a sus labios.
De día en día esta impresión fue haciéndose más patente, hasta el punto de que ya
no me sería posible relacionar a aquel risueño saltimbanqui, que ensayara piruetas
en la pecera, con este otro residuo humano, desconfiado y distante, que compartía
hoy mi vida. No éramos muy felices, por lo visto, y comenzó a asediarme la idea
torturante de la muerte. Nunca, hasta ahora, había pensado en ello. Oyendo a los
vecinos subir y bajar, silbar los trenes en el crepúsculo o hervir la sopa en la
marmita, sentíame tan extraño a mí mismo, tan diferente de como me recordaba, que
no pocas veces llegué a sospechar, con razón, si no estaría ya de antemano bien
muerto. Quizás él, con su aguda perspicacia, adivinara mis sentimientos, no lo sé;
mas sí era incuestionable que trataba, por todos los medios, de reanimarme con su
presencia, de levantar en lo posible mi ánimo y distraer mi soledad. Pero resultaban
vanas todas sus chanzas, las penosas muecas que me obsequiaba y aquel desatinado
empeño, en hacer sonar su corneta a toda hora. Pronto hube de callarlo y lo expulsé
de mi lado. Había creído descubrir que, en el fondo, no lo guiaba más que un impulso
egoísta, provocado por el temor de que lo abandonara a su suerte, privándole de
su bienestar actual o, cuando menos, del esmerado confort de que venía disfrutando.
No me agradó su expresión de recelo y aquella fingida congoja con que solía observarme
mientras me mantenía despierto, y que al punto era suplantada por otra expresión
agria de envidia, en cuanto suponía que me había quedado dormido. Con los párpados
entrecerrados, lo observaba yo, a mi vez. ¿Llegó a burlarse de mí? Pude suponerlo
repetidas veces, y estoy seguro de que, por aquellas fechas, le inspiré un profundo
desprecio. Cabe pensar que adivinara mi estado y las consecuencias que esto podría
acarrearle a la larga. Sabía que, de hecho, él no era sino un intruso, un fortuito
huésped, un invitado más, o, en el mejor de los casos, un hijo ilegítimo. Temía,
por tanto, que alguien, con más derechos que él, viniese a usurpar su lugar y a
desplazarlo, puesto que, en realidad, nada en común nos unía y solamente un hecho
ocasional lo había traído a mi lado. Ni su sangre era la mía, ni jamás podría considerarlo
como cosa propia. Su porvenir, en suma, no debía mostrársele muy halagüeño, y de
ahí sus falsas benevolencias y aquel rencor oculto, que se iba haciendo ostensible.
Bien visto, sus temores no eran injustificados, pues desde hacía varios días algo
muy grave venía rondándome la cabeza, con motivo de mi nuevo estado.
“Todo
esto es perfectamente absurdo y lo que ocurre es que estoy hechizado” –recapacité
un día. –¡Mamá! –me interrumpió él, desde el otro extremo de la alcoba. Y planeé
fríamente el asesinato. Apremiaba el tiempo. Esta sola perspectiva bastó para devolverme
las fuerzas y hacerme recuperar, en parte, las ilusiones perdidas. Ya no pensé en
otra cosa que en liberarme del intruso y poner fin a una situación que, en el plazo
de unos meses, prometía volverse insostenible. La sola idea de realizar mi propósito
llegó a ponerme en tal estado de excitación nerviosa, que no conseguí pegar los
ojos en el transcurso de las siguientes noches. Incluso recuperé el apetito y volví
a prestar atención a mis quehaceres domésticos. Simultáneamente, redoblé mis cuidados
con la criatura, dispensándole toda clase de mimos y concesiones, desde el momento
en que ya no constituía, ante mis ojos, más que un condenado a muerte. Eran sus
últimos días de vida y, en el fondo, sentía una vaga piedad por él. Mas los preparativos
del acto que me proponía llevar a cabo no dejaron de ser laboriosos. Se trataba
de cometer un delito, era indudable, pero, a la vez, de salir indemne de él. Esto
último no me planteaba ningún serio problema, teniendo en cuenta que nadie –que
yo supiera– parecía estar al corriente de su existencia. Pienso que ni mis propios
vecinos llegaron a sospechar jamás de mi pequeño huésped, lo que no obstaba para
que, en mi fuero interno, me preocupara muy seriamente la idea de incurrir en algún
error.
Mi
mente, por aquellos días, no se encontraba demasiado lúcida y quién podría garantizarme
que el error no fuese cometido. Los medios de que disponía eran prácticamente infinitos,
pero había que elegir entre ellos. Cada cual ofrecía sus ventajas, aunque también
sus riesgos. Y me resolví por el gas. Mas faltaba por decidir esto: ¿cómo deshacerme
del cadáver? Ello exigió de mí las más arduas cavilaciones, pues no me sentía tan
osado como para ejecutar con mis propias manos la tarea subsecuente. No estaba muy
seguro de que no me fallasen las fuerzas al enfrentarme, cara a cara, con el pequeño
difunto. Si resultara factible, tratábase de perpetrar el crimen sin mi participación
directa, un poco como a hurtadillas y hasta contra mi propia voluntad. Por así decirlo,
sentía mis escrúpulos y tampoco eran mis intenciones abusar de la fragilidad de
mi víctima. Lo que yo me proponía, simplemente, era liberarme de aquella angustia
creciente, proteger mi nuevo estado y legalizar la situación de mi familia, aunque
poniendo en juego, para tales fines, la más elemental educación.
El
maullido de los gatos, rondando esa tarde mi cocina, me deparó la solución deseada:
una vez que el gas hubiese surtido efecto, abriría la ventana de su alcoba y dejaría
libre el paso a los merodeadores, cuidando de ausentarme a tiempo. Eran unos gatos
espléndidos, en su mayoría negros, con unos claros ojos amarillos que relampagueaban
en la oscuridad. Parecían eternamente hambrientos, y tan luego comenzaba a declinar
el sol, acudían en presurosas manadas, lanzando unos sonoros maullidos que, por
esta vez, se me antojaron provocativos y, en cierto modo, desleales.
Y
puse manos a la obra. Desde temprana hora de la tarde procedí a preparar mi equipaje,
que constaba de una sola maleta con las prendas de ropa más indispensables para
una corta, temporada. Tenía hecha ya mi reservación en el hotel de una ciudad vecina,
adonde esperaba llegar al filo de la medianoche. Allí permanecería tantos días como
lo estimara prudente, en parte para eludir cualquier forma de responsabilidad, y
en parte por un principio de buen gusto. Transcurrido un tiempo razonable, regresaría
como si nada a mi casa. Y aún conservaba la maleta abierta sobre mi cama, cuando
advertí que él se acercaba por el pasillo pisando muy suavemente. Con un vuelco
del corazón, le vi entrar más tarde. Llevaba puestas sus babuchas y una fina bata
de casa, en cuyos bolsillos guardaba las manos. Se quedó largo rato mirándome, con
la cabeza un poco ladeada. Después aventuró unos pasos y se sentó en la alfombra.
Había empezado a llover, y recuerdo que en aquel instante cruzó un avión sobre el
tejado. Le vi estremecerse de arriba abajo, aunque continuó inmóvil esta vez. No
supe por qué motivo mantenía la cabeza inclinada de aquel modo, observándome con
el rabillo del ojo. En realidad, no parecía triste o preocupado, sino solamente
perplejo. Y fue en el momento preciso en que yo cerraba mi maleta con llave y me
disponía a depositarla en el suelo, cuando unas incontenibles náuseas me acometieron
de súbito. La cabeza me dio vueltas y una sensación muy angustiosa, que nunca había
experimentado, me obligó a sentarme en la cama, para después correr hasta el baño
en el peor estado que recuerdo. Allí me apoyé contra el muro, temiendo que iba a
estallar. Algo como la corriente de un río subía y bajaba a lo largo de mi cuerpo;
retrocedía, tomaba un nuevo impulso e intentaba hallar en vano una salida. Había
en mí, alternativamente, como un inmenso vacío y una rara plenitud. ¿Estaba próximo
el alumbramiento? Eso temí. Y comprendí que debería actuar con la mayor urgencia.
Comencé a vomitar. ¿¡Mamá!? escuché su voz a la puerta.
La
prisa y un repentino temor a no poder completar mi tarea me habían hecho olvidar
la maleta y todo lo relativo al hotel. Continuaban maullando los gatos. Durante
un segundo se apagó la luz de la casa, para encenderse de nuevo. Pensaba ahora en
el hospital y en los acontecimientos que se avecinaban. –¡Mamá! –oí de nueva cuenta.
Entonces
abrí la puerta del baño, cogí atolondradamente a la criatura y la sostuve en alto.
Tras despojarlo de su bata de casa, lo estreché fuertemente contra mi pecho, le
miré por última vez y lo arrojé al inodoro. Fue un instante muy cruel –recuerdo–,
mas, a fin de cuentas, era de allí de donde él procedía y yo no hacía ahora otra
cosa que devolverlo a sus antiguos dominios. Esto me confortó, en lo que cabe. Con
el agua al cuello, todavía me miró, confuso, posiblemente incrédulo, e hizo ademán
de salir. Pero yo le retuve allí, oprimiéndole la cabeza, y él se fue sumergiendo
dócilmente, deslizándose sin dificultad, perdiéndose en una catarata de agua que
lo absorbió entre su espuma. Y desapareció. Inmediatamente después, debí perder
el sentido.
Amaneció
el día dorado y limpio, con un vasto cielo azul. Una luz temblorosa y clara caía
de lo alto sobre los tejados, y los cristales de mi ventana mostraban aún las huellas
de la pasada lluvia. Reinaba un profundo silencio en la casa. Era todavía temprano
y la ciudad dormía. Flotaba un dulce olor en el aire, como si a lo largo de toda
la noche se hubiese mantenido encendida una gran cantidad de cirios. Las puertas
permanecían cerradas. Una soledad nueva, aunque no olvidada del todo, se presentía
tras aquellas puertas. Quizá conviniera habituarse. Sonaba apagadamente la música
y era muy grato el sol en mi terraza. Sobre una mesa de la sala, descubrí un libro
abierto. En seguida el reloj dio las horas. Bien visto, todo resultaba muy grato,
aproximadamente como antes. Me senté a leer. Eran bellas aquellas páginas, conmovedoras,
y valía la pena fijar la atención en ellas. Después prepararía el desayuno y, por
la tarde, iría al cinematógrafo. Me habían cedido las náuseas y noté que empezaba
a crecerme el bigote. En el jardín de enfrente seguían cayendo las hojas. El tiempo
me pareció inmenso y propicio para toda suerte de empresas. Pero el tiempo exige
intimidad, sosiego y un profundo recogimiento. Justamente en aquel sofá había dormido
yo una noche, encogido como una oruga, tiritando de frío. Me eché a reír. Había
sido, sin duda, una insólita noche y me agradaría escuchar de nuevo One Summer Night.
¿Pero quién osaba insinuarme, de pronto, que nunca más, mientras viviera, me atrevería
a penetrar en el cuarto de baño? Penetraría. Naturalmente que penetraría, y abriría
todos los grifos, y me contemplaría en el espejo, y me sentaría, como de costumbre,
en el inodoro. Allí leería el periódico. Después recorrería la casa, pieza por pieza,
e iría abriendo los armarios, ordenando sus cajones, reconociéndolo todo, desechando
cuanto pudiera considerar estorboso o inútil. Incluyendo aquella alcoba, es claro;
y aquella ropa; y el ajuar; y la corneta. Todo junto iría a parar hoy mismo a la
basura. Cuando un hombre se siente feliz, debe ordenar su casa, procurar que la
felicidad encuentre grata su casa. Así fue quedando la mía: libre, abierta, florecida.
A toda hora entraba el sol en ella, como en una jaula. Pasaban los días. Una mujer
venía por las tardes y se ocupaba de la limpieza. Al caer la noche, se iba. Yo cerraba
la puerta tras ella y daba vuelta a la llave. Rara vez abandonaba mi pipa y, como
el tiempo continuaba tibio y soleado, dejaba abiertas de par en par las ventanas.
Me llegaban todos los rumores y, al oscurecer, se desvanecían. Eran muy tranquilas
las noches, muy quietas. Yo apagaba la luz y me dormía en el acto. De tarde en tarde,
se dejaba oír una corneta, pero ni aun esto me desazonaba. Más bien la corneta arrullaba
mi sueño, porque sabía, en el fondo, que no podía existir tal corneta. Y sonreía.
Daba una vuelta o dos en la cama y ya estaba dormido de nuevo. Sonaba todas las
noches y después cesaba; pero no en el cuarto de baño, ni siquiera en su alcoba,
sino en un lugar impreciso y distante o como al final de un gran embudo. Habían
transcurrido diez días y la corneta seguía sonando. Mas ocurría –esto era lo sorprendente–
que al cerrar bien las puertas la corneta dejaba de sonar, o, si sonaba, había que
mantener el oído muy atento a ella. Comprendí que, de cualquier modo, sería preciso
hacerla callar en definitiva, pues era lo único que, en cierta forma, comenzaba
a perturbar mi felicidad. El sonido me llegaba a través del pasillo, en dirección
a su alcoba. Hacia allá iba yo ahora, de puntillas, procurando no hacer ruido. Abrí.
La pieza estaba vacía, a oscuras, y no ofrecía nada de particular. Pero la corneta
seguía sonando. Me asomé al cubo de luz. Había una ventana iluminada en el piso
de abajo, y un poco más al fondo estaba él, el mico. Sentado en un gran sillón tapizado
de rojo, sostenía en alto su corneta. Llevaba puesta una larga camisa de seda y
tenía los pies descalzos. En torno suyo un grupo de mujeres muy jóvenes, sentadas
sobre la alfombra, reían y le miraban embelesadas. El mico parecía feliz. Cuanto
más y más soplaba, más y más se reían las mujeres, agitando sus tiernos pechos.
Todas ellas parecían encantadas con el reciente hallazgo, todas se lo disputaban
y no cesaban de reír. El gran aventurero también reía. Pasaba de unas manos a otras.
De pronto, una de ellas lo zarandeó entre sus brazos y lo lanzó a lo alto, como
una pelota. Lo lanzó así dos o tres veces y las demás se desternillaron de risa.
Mas, al cabo, se vio entrar a un caballero, anunciando, sin duda, que ya era hora
de acostarse y de suspender el juego. Unas y otras se fueron dispersando y se apagó
la luz. El caballero corrió las cortinas, y yo me sentí francamente dichoso. Después
regresé a mi cama y no desperté sino hasta muy entrada la mañana. Así continué durmiendo
día tras día, risueñamente, inefablemente, sin preocuparme ya más por el hechicero.
Y tres meses más tarde di a luz con toda felicidad.
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