Katherine Mansfield
El correo estaba atrasado. Cuando
regresamos de nuestro paseo después del almuerzo aún no había llegado.
–Pas encore,
madame –dijo Annette mientras acudía corriendo a sus tareas en la cocina.
Llevamos los
paquetes al comedor. La mesa estaba servida. Como siempre la imagen de una mesa
puesta para dos –solamente para dos personas–, y aún puesta, tan perfecta que no
había espacio posible para un tercero; daba una rara sensación, a la vez fugaz,
como si me hubiese impactado la luz plateada que reverberaba sobre el mantel blanco,
los cristales, la sombra del bowl con fresas.
–¡Echa al cartero!
No me importa lo que le haya pasado –dijo Beatrice– Deja esas cosas, querido.
–¿Dónde te gustaría?
–alzó la cabeza; sonrió dulce y burlona.
–En cualquier
lugar, tonto.
Pero yo sabía
muy bien que no existía tal lugar para ella; y habría permanecido meses, años, parado
cargando la pesada botella de licor y los dulces, en vez de correr el riesgo de
darle otro pequeño ataque de nervios a su exquisito sentido del orden.
–Aquí, yo los
tomo –los dejó caer sobre la mesa con sus guantes largos y una canasta de higos.
–El almuerzo,
un cuento de… de… –tomó mi brazo– Vamos a la terraza –y la sentí temblar–. Ca
sent de la cuisine… –dijo suavemente.
Con el tiempo
noté (habíamos estado viviendo en el sur durante dos meses) que cuando quería hablar
de la comida, del clima o, en broma, del amor que sentía por mí, lo hacía siempre
en francés.
Nos colgamos
de la balaustrada bajo el toldo. Beatrice se apoyó mirando hacia abajo, hacia la
calle blanca con los guardias de cactus filosos. La belleza de su oreja, tan sólo
su oreja, su maravilla era tal, que hubiera podido ir desde ésta hasta el vasto
brillo del mar abajo y decir con la voz entrecortada “Ya sabes, su oreja. Tiene
orejas que son simplemente únicas”.
Estaba vestida
de blanco, con perlas alrededor de la garganta y azucenas por dentro del cinturón.
En el dedo mayor de su mano izquierda usaba un anillo con una perla; no era una
alianza.
–¿Por qué debería,
mon ami? ¿Por qué debería fingir? ¿A quién podría importarle?
Por supuesto
que estuve de acuerdo, aunque en privado; en lo profundo de mi corazón, hubiese
dado mi alma por estar parado junto a ella en un gran sí, en una importante y moderada
iglesia, atiborrada de gente, con los viejos curas, con “The Voice that breathed
o’er Eden”, con palmas y el aroma del perfume, y saber que había una alfombra roja
y papelitos de colores esperándonos afuera, y champagne, un zapato forrado en satén
para arrojar desde el auto; si hubiese podido colocarle la alianza en su dedo…
No era que me
preocupara semejante exposición, sino que sentía que tal vez hubiese sido posible
que desacelerara esta horrenda sensación de absoluta libertad, de su absoluta libertad,
por supuesto.
Por Dios, qué
tortuosa era la felicidad; qué angustiosa… Alzaba la vista hacia la villa, hacia
las ventanas de nuestro dormitorio que estaban misteriosamente escondidas detrás
de la persiana de fresas verdes. ¿Era posible que siempre apareciera moviéndose
a través de la luz verde y brindando esa sonrisa secreta, lánguida, brillante que
era sólo para mí? Ponía el brazo alrededor de mi cuello; la otra mano peinaba suavemente
mi cabello hacia atrás.
Quién eres…
Quién era… Ella era una mujer.
Durante la primera
tarde cálida de la primavera, cuando las luces brillaban como perlas a través del
aire lila y las voces murmuraban en el fresco jardín florecido, era ella quien cantaba
en la gran casa con cortinas de tul. A medida que uno se adentraba en la luz de
la noche por la ciudad foránea, su sombra era la que se percibía a través del oro
reverberante de los postigos. Cuando la lámpara estaba encendida, pasaba cerca de
la puerta con la tranquilidad de un bebé. Buscaba en el crepúsculo del otoño, pálida,
con su abrigo de piel, a medida que el coche desaparecía…
En resumen,
para ese entonces yo tenía 34. Cuando ella se tendía boca arriba, con las perlas
amontonadas en su mentón, y suspiraba “Mi querido, tengo 30 años. Donne-moi un
orange”, con gusto me hubiera lanzado de cabeza a la boca de un cocodrilo para
quitarle una naranja (si los cocodrilos comieran naranjas).
“Si tuviera
un par de alitas livianas y fuera un pajarito liviano…”, cantaba Beatrice.
Le saqué la
mano:
–Yo no me iría
volando.
–No lejos, no
más allá del final del camino.
–¿Por qué diablo
allí?
–“Él no vino,
dijo ella…” –citó Beatrice.
–¿Quién? ¿El
tonto del cartero? Pero si no esperas correspondencia…
–No, pero es
igualmente molesto… ¡ah! –De repente rio y se apoyó sobre mí: –ahí está, mira, parece
un escarabajo azul.
Apretamos nuestras
mejillas y observamos cómo el escarabajo azul empezaba a trepar.
–Mi querido–
exhaló Beatrice. La palabra pareció quedar suspendida en el aire, vibrar como la
nota de un violín.
–¿Qué es esto?
–No lo sé –sonrió
ligeramente –Un gesto de… de afecto, supongo. –La abracé.
–¿Entonces no
te irás volando? –Y contestó de manera rápida y suave.
–No, no, imposible…
en verdad, no. Amo este lugar. Disfruté estar aquí. Podría quedarme años, creo.
No he sido tan feliz hasta estos últimos dos meses, y tú has sido tan perfecto para
mí, en todo sentido.
Era tanta felicidad,
tan extraordinario y único el oírla hablar de ese modo que traté de tomármelo en
broma.
–No. Parece
que te estuvieras despidiendo.
–Puras tonterías.
No se dicen esas cosas ni en broma –deslizó su mano pequeña por debajo de mi chaqueta
blanca y tomó mi hombro.
–¿Fuiste feliz,
verdad?
–¿Feliz? ¡Por
Dios! Si supieras lo que siento justo en este momento. ¡Feliz! ¡Mi maravilla! ¡Mi
alegría!
Me dejé caer
a la balaustrada y la abracé alzándola en mis brazos, y mientras la levantaba apreté
mi cara contra su pecho y murmuré “¿eres mía?”; y por primera vez en todos esos
meses desesperantes en que la conocí, incluso el último mes, indudablemente paradisiaco,
creí en ella de manera absoluta cuando respondió: “Sí, soy tuya”.
El chillido
de la puerta de entrada y los pasos del cartero sobre el pedregal nos distrajo.
Comenzaba a sentirme mareado. Me quedé parado allí sólo sonriendo y me sentí algo
estúpido. Beatrice se dirigió hacia las sillas de mimbre.
–Ve tú; ve por
la correspondencia –dijo. Salí casi disparando, pero llegué tarde. Annette venía
corriendo.
–Pas de lettres!–
dijo.
Quizá la sorprendió
mi sonrisa sin sentido como respuesta cuando me entregaba el periódico. Sentí desbordarme
de alegría. Tiré el periódico por el aire y grité “¡No hay cartas, querida!”, y
fui hacia un amplio sillón.
Por un instante
no dijo nada, y luego, al tiempo que quitaba el envoltorio del periódico, dijo muy
despacio “El mundo olvida, el mundo ha olvidado”.
Hay momentos
en los que un cigarrillo es lo único que puede ayudar a sobrellevar una situación;
es más que un cómplice, es un perfecto amigo secreto que te conoce y entiende de
manera absoluta. Mientras fumas, lo miras, sonríes o frunces el ceño, depende de
la ocasión; inhalas profundamente y exhalas el humo con un suave soplido. Era uno
de esos momentos. Caminé hacia las magnolias y las respiré hasta llenarme. Luego
regresé y me eché sobre sus hombros; rápidamente apartó el periódico y con un giro
lo colocó sobre la piedra.
–No hay nada
en él, nada. Sólo hay algo sobre un juicio por envenenamiento; sobre si un hombre
envenenó a su mujer o no, y 20.000 personas acudieron cada día a la corte y 2 millones
de palabras se publicaron en todo el mundo después de cada proceso.
–¡Qué mundo
tonto! –dije hundiéndome en otro sillón. Quería olvidarme del periódico y regresar
de manera sutil, claro, al momento antes de que llegara el cartero. Pero cuando
ella respondió supe que ese momento había terminado por ahora. No importa; ahora
que lo sabía, estaba dispuesto a esperar quinientos años si era necesario.
–No tan tonto
–contestó Beatrice–. Después de todo, las 20.000 personas no lo hacen por morbosa
curiosidad.
–¿Y qué es,
querida? –Dios sabe que no me interesaba.
–¡Culpa! ¡Culpa!–
gritó– No te diste cuenta. Se sienten cautivados igual que se sienten los enfermos
ante cualquier cosa. Ni un mísero artículo acerca de sus propios casos. El hombre
acusado puede ser inocente, pero las personas en la corte son todas un poco envenenadoras.
¿Nunca pensaste –estaba pálida y eufórica– en la cantidad de envenenadores que jamás
se descubren? Es la excepción encontrar matrimonios que no se envenenen el uno al
otro (matrimonios y noviazgos) La cantidad de tazas de té, de café, de copas de
vino que están contaminadas. La cantidad que yo misma he bebido, incluso sabiéndolo…
y arriesgándome. La única razón por la que tantas parejas sobreviven es que uno
de ellos teme darle al otro la dosis fatal. ¡La dosis fatal enerva! Pero llega,
tarde o temprano, porque una vez que se ha administrado la primera dosis ya no hay
vuelta atrás. ¿Es el principio del fin, no lo crees? ¿Entiendes lo que quiero decir?
No esperó a
que contestara. Se quitó las horquillas con azucenas y se echó hacia atrás pasándolas
frente a sus ojos.
–Mis dos maridos
me envenenaron –continuó Beatriz–. El primero me dio inmediatamente una buena dosis,
pero el segundo era un artista en este sentido. Sólo una diminuta gotita una y otra
vez, inteligentemente administrada, hasta que una mañana desperté y había minúsculos
granitos de veneno en cada partícula de mi cuerpo, hasta en la punta de mis dedos.
Estaba lista…
Odiaba oírla
hablar de sus maridos tan tranquila, en especial en días así; me lastimaba. Iba
a hablar pero de pronto dijo con tristeza:
–¿Por qué? ¿Por
qué me tuvo que pasar a mí? ¿Qué hice? ¿Por qué he sido la elegida para eso toda
mi vida? Es una conspiración.
Traté de decirle
la razón: ella era demasiado perfecta, exquisita y refinada, para este mundo horrible,
y eso asustaba a las personas. Hice una broma inocente:
–Pero yo no
voy a envenenarte –Beatriz rio de extraña manera y golpeó el tallo de la azucena.
–¡Tu no matarías
ni a una mosca!
Raro; sin embargo
el comentario me hirió terriblemente.
Justo después
Annette fue por un aperitivo. Beatrice se inclinó para tomar una copa de la bandeja
y alcanzármela. Noté el brillo de la perla en lo que yo llamaba su dedo perlado.
¿Cómo podría herirme su comentario?
–Y tú –le dije
tomando la copa–, no has envenenado a nadie.
Eso me dio una
idea; traté de explicar.
–Tú haces lo
opuesto. Cómo se le llama a alguien que, como tú, en vez de envenenar, completa
a las personas, a cualquier persona, al cartero, al chofer que nos trajo hasta aquí,
al que conduce nuestro bote, al vendedor de flores, a mí; los completas con vida
renovadora, con algo de tu propio brillo, de tu belleza….
Sonrió como
en un ensueño y así me miró.
–¿En qué estabas
pensando, mi dulce?
–Me preguntaba
–contestó Beatrice– si después del almuerzo no podrías ir al correo y ver qué pasó
con las cartas de la tarde. ¿Podrías, amor? No es que esté esperando correspondencia,
pero sólo pensaba que tal vez sería tonto no tener las cartas si es que están en
el correo, no crees. Sería tonto tener que esperar hasta mañana.
Hizo girar la
copa entre sus dedos tomándola del tallo. Su hermosa cabeza estaba hacia un lado.
Tomé mi copa y bebí, casi a sorbos, muy lentamente, observando su cabeza oscura
y pensando en carteros y escarabajos azules, y despedidas que no eran en verdad
despedidas…
¡Bueno, Dios!
¿No es extraño? No, no es extraño. El trago sabía asquerosamente amargo, raro.
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