Ryunosuke Akutagawa
I
Difícilmente
habrá existido otra persona como el señor de Horikawa, ni existirá en el futuro.
De él se decía que antes de su nacimiento, en los sueños de su señora madre había
aparecido el Matatejas, lo que prueba que desde el comienzo de su vida le estuvo
concedido ser muy diferente al común de las personas. Cada uno de sus actos conquistaba
de inmediato la admiración de todos. Por ejemplo, la arquitectura del palacio; no
sé si llamarla imponente o suntuosa, pero tiene algo, realmente extraordinario,
que escapa al criterio de gentes comunes como nosotros. Como es de suponer, hay
quienes lo calumnian, calificando de deplorable la conducta del señor, y llegan
a compararlo con el emperador de Ch’in, Shih Huang Ti o con Yang Kuang, de Sui;
pero tales calumnias están muy lejos de la verdad.
Las
intenciones del señor de Horikawa nunca fueron egoístas, ni tampoco aspiró a la
gloria o a la fama. Se preocupaba por las cosas más insignificantes, y siendo hombre
de gran carácter deseaba que todos pudieran gozar de la vida en la medida en que
él la disfrutaba.
Así,
cuando sostuvo un incidente con los malhechores que merodeaban por el Templo Nijâ,
no dio muestras de alterarse en lo más mínimo. Se dice que el espíritu de Târu-no-Sadaijin,
que se aparecía por las noches en el Templo Kawahara (situado en la avenida Higashi
Sanjâ y famoso por el mural del paisaje Shiogama de la provincia de Michinoku),
desapareció repentinamente al ser ahuyentado por el propio señor de Horikawa. Tales
eran el carácter y el poder del hombre que gozaba de enorme popularidad en toda
la capital, donde se lo veneraba como a la reencarnación de un santo.
Cierta
vez, de regreso de la fiesta del ciruelo, soltose un toro de su carroza y embistió
y derribó a un anciano que pasaba por el lugar; el anciano, lejos de protestar,
juntó las manos y bendijo la gracia del haber sido alcanzado por un toro de señor
tan principal. Tan cierto es esto como otros muchos hechos que acontecieron a lo
largo de su vida, dignos de perdurar en el recuerdo de la posteridad. Otro día,
en ocasión de una gran fiesta realizada en la corte, el señor obsequió treinta caballos
blancos; en otra ocasión se hizo extirpar una pústula del muslo por un sacerdote
de Shintan. Referir todas sus anécdotas sería tarea interminable. Pero de todos
los episodios, ninguno tan terrible como aquel que se refiere al “Biombo del Infierno”,
hoy uno de los tesoros artísticos que poseía la secreta técnica del Gatha… En fin,
noble familia. El señor de Horikawa, que de ordinario se mostraba imperturbable,
pareció profundamente afectado por aquel incidente. Se explica, entonces, que quienes
estábamos a su lado nos hayamos conmovido de verdad. Sobre todo yo, que le había
servido durante veinte años, en los que nunca me había tocado presenciar una escena
parecida.
Pero
para narrar debidamente esta historia, es preciso que antes os haga conocer algunos
detalles acerca del carácter de su protagonista, el pintor Yoshihide, autor del
biombo que representa el Infierno.
II
Al nombrarlo,
es posible que algunos de vosotros lo recordéis. Fue un célebre artista que en su
tiempo no tuvo rival. Cuando ocurrió el episodio que os voy a narrar, tendría ya
unos cincuenta años. Era un hombre bajo, delgado, con toda la apariencia de un ser
perverso. Se presentaba en palacio vistiendo kariginu, estampado en color jiroflé
y tocado con el momieboshi; pero todo su aspecto despedía cierto aire de bajeza,
y los labios rosados y húmedos, en contraste con su edad, hacían que su presencia
resultase particularmente desagradable. Algunos deducían que el color de los labios
provenía de tanto mojar los pinceles en la boca; pero personas peor intencionadas
le bautizaron con el nombre de Saruhide, por su parecido con este animal.
A
propósito de este apodo hay una anécdota. Por ese entonces, la hija única de Yoshihide,
de quince años, servía en palacio como konyobo; era una joven muy afable que en
nada se parecía a su padre. Como había perdido a su madre siendo muy pequeña, era
una niña precoz, gentil y muy inteligente, que a pesar de su juventud cuidaba de
su trabajo hasta en los más mínimos detalles. Estas cualidades no tardaron en conquistar
la simpatía de la señora de Horikawa y de las demás nyobo.
Cierto
día, alguien obsequió al señor de Horikawa un mono amaestrado de la provincia de
Tamba; el hijo del señor, que estaba en la edad de las travesuras, lo llamó Yoshihide.
Era un animal muy gracioso. Y al llevar tal nombre no faltaron en palacio quienes
empezaron a burlarse del mono con doble intención. Pero lo malo era que no contentos
con burlarse, inventaban cargos contra él, acusándolo, por ejemplo, de haber subido
al pino del jardín, o de haber ensuciado el piso de la habitación de las doncellas,
y se divertían maltratándolo.
Un
día en que la hija de Yoshihide, llevando una espuela en una rama de ciruelo, caminaba
por un largo pasillo, se le apareció el mono por una de las puertas corredizas.
Venía huyendo en dirección a ella, y al parecer lastimado, pues en lugar de trepar
velozmente a las columnas como era su costumbre, se le acercó cojeando. Detrás del
animal venía el hijo del señor de Horikawa, blandiendo una delgada rama y amenazándolo.
–¡Ladrón
de naranjas! ¡Te castigaré, te castigaré!
Y
lo perseguía por el corredor. La joven observaba indecisa, cuando en un instante
el animal se prendió de su amplia falda, al tiempo que chillaba lastimosamente…
Ella no pudo menos que compadecerse, y sosteniendo en una mano la rama de ciruelo,
con la otra abrió rápidamente la manga del uchigi de color violeta y lo acogió con
cariño; luego saludó al niño con una profunda reverencia, a la vez que le decía
con su voz suave y fresca:
–Señor,
es un pobre animal; os ruego le tengáis compasión.
Pero
el niño, que estaba excitado y de mal humor, al oír estas palabras se enardeció
aún más y pateó el suelo repetidas veces.
–¿Por
qué lo protegéis? –protestó–. Es un mono ladrón de naranjas.
–Puesto
que es un pobre animal… –repitió la muchacha, y agregó con sonrisa triste– y como
lleva el nombre de Yoshihide, mi padre, me parece que lo castigáis a él; no puedo
soportarlo.
Pronunció
estas palabras con cierta dureza. El joven señor pareció ceder y dijo:
–Bien,
ya que lo pedís en nombre de vuestro padre, lo perdono.
Hizo
esta concesión con visible contrariedad, y arrojando la rama al suelo volvió sobre
sus pasos en dirección a la puerta corrediza.
III
Después de este
incidente, la hija de Yoshihide y el mono fueron grandes compañeros. La muchacha
le colgó al cuello un cascabel de oro atado con una cinta roja, y él no se apartaba
por nada de su lado. Una vez en que ella se resfrió y se vio obligada a guardar
cama, el mono permaneció a su lado con cara compungida, mordiéndose las uñas continuamente.
Ante
esta situación, y aunque pueda parecer extraño, ya nadie se atrevió a maltratar
al animal; por el contrario, todos empezaron a quererlo, y hasta el joven hijo del
señor de Horikawa, no solo empezó a darle kakis y castañas, sino que llegó a enfurecerse
cuando supo que un samurái le había hecho daño.
Se
cuenta también que el señor de Horikawa hizo comparecer a la joven juntamente con
el mono, cuando tuvo conocimiento de la conducta de su hijo. Desde luego, no ignoraba
la amistad que existía entre ella y el mono.
–Sois
fiel a vuestro padre –dijo el señor–; os recompensaré.
La
muchacha recibió del señor de Horikawa un akome de color rojo vivo, en premio a
su buen corazón.
El
propio mono puso una nota graciosa en esta escena cuando se adelantó reverente a
recibir la recompensa de su ama, hecho que dibujó el buen humor en el rostro del
señor. Desde aquel día, el señor de Horikawa comenzó a sentir una viva simpatía
por la muchacha, tanto por su actitud con el mono como por el amor filial que implicaba
la defensa del animal, y nunca por motivos inconfesables, como murmuraba la gente.
Aunque debo admitir que en realidad hubo ciertas cosas oscuras que pudieron dar
lugar a tales murmuraciones; de ello me ocuparé más adelante. Aquí solo quiero aclarar
que, por hermosa que ella fuera, un señor como mi amo no podía soñar en correr ninguna
aventura con la que era hija de un simple pintor a su servicio.
Después
de haber sido honrada con esta audiencia, la muchacha, que era inteligente y modesta,
no fue objeto de envidia por parte de las otras doncellas de la corte. Tanto ella
como el mono, fueron desde entonces queridos por todos y en particular por la hija
del señor, quien hizo de ella su compañera de todos los momentos, y la llevaba consigo
siempre que salía en su carroza.
Pero
dejaré un poco a la hija para seguir ocupándome del padre. Todos simpatizaban con
el mono, mas a Yoshihide, que era un ser humano, seguían despreciándolo, y no cesaban
de burlarse de él y de llamarlo “Saruhide”. Y esto no solo ocurría en palacio. El
Sôzu de Yokawa lo detestaba con tanta vehemencia que a la sola mención de su nombre
se horrorizaba como si se tratase del mismo demonio.
Aquí
conviene señalar que esta aversión se atribuía al hecho de que cierta vez Yoshihide
había hecho unas caricaturas alusivas a la conducta del sacerdote; pero, como comprenderéis,
son habladurías de la gente de la calle y no conviene otorgarles mayor crédito.
Sea como fuere, la antipatía que inspiraba Yoshihide era compartida en todas las
castas sociales. Solo uno que otro pintor amigo y algunas personas más, que lo conocían
por su obra y no personalmente, se eximían de hablar mal de él.
Pues
aparte de su aspecto repulsivo, Yoshihide reunía otros defectos no menos importantes,
de manera que el ser tenido como persona ingrata obedecía a su misma naturaleza.
IV
Era desvergonzado,
haragán, avaro y codicioso, pero lo que más irritaba en él eran su prepotencia y
ese enfermizo orgullo de considerarse el mejor pintor del Japón, convicción que
él pregonaba como si llevase un cartel colgado de la nariz. Y como si esto fuera
poco, se creía superior también en otros aspectos, y así se burlaba, por ejemplo,
de las buenas costumbres y de la rectitud de los demás.
Cierto
día –así lo refirió un discípulo que trabajó varios años en su taller–, cuando en
el palacio de un noble un espíritu vengativo que había poseído a la famosa médium
de Higaki anunció que por intermedio de ella transmitiría su terrible mensaje, Yoshihide
tomó tranquilamente el pincel y la tinta china que estaban a su alcance y empezó
a dibujar el rostro espantosamente transfigurado de la médium, desentendiéndose
por completo del mensaje. La venganza del espíritu era para él una puerilidad.
A
tal punto era perverso que a la sagrada Mahâs’ri la pintaba con el rostro de una
vulgar prostituta, y al Acalanatha lo mostraba como a un villano infame. Siempre
adoptaba actitudes insolentes, y si alguien se lo reprochaba, él respondía con sorna:
“Dificulto que los dioses que pinto quieran vengarse de mí”.
Al
escuchar tales herejías de boca del maestro, los mismos discípulos quedaban pasmados,
y algunos, temiendo un castigo divino, abandonaban el taller para siempre. En una
palabra, se podría decir que era un hombre soberbio en extremo, que vivía convencido
de ser el más genial pintor del universo.
Dicho
todo esto, se comprende fácilmente lo que Yoshihide pensaba de su posición en el
mundo pictórico. Su pintura era personalísima, tanto por el empleo del pincel como
por la combinación de los colores, y por esa causa sus colegas lo consideraban farsante.
Ellos aducían que mientras se hablara de un Kawanari o un Kanaoka, u otro pintor
clásico, se podía decir, por ejemplo, que en una noche de luna parecía percibirse
el exquisito aroma de las flores de ciruelo junto a las persianas de madera, o escucharse
las dulces melodías de la flauta del cortesano, en fin, que sugerían hermosas ideas
y sabían traducir bellos motivos; pero la obra de Yoshihide solo hablaba de cosas
desagradables y sombrías. En la época en que ilustró el pórtico del Templo Ryugaiji
con el Círculo de los Cinco Destinos, se decía que quien pasaba a medianoche cerca
del lugar podía escuchar los llantos y los lamentos de las figuras pintadas. Se
contaba también que cuando ejecutó por encargo del señor de Horikawa los retratos
de varias cortesanas, las retratadas fallecieron en menos de tres años víctimas
de una extraña enfermedad. En opinión de personas malignas, esto se debía a que
la pintura de Yoshihide era como él: irreverente y demoniaca.
Como
os iba diciendo, Yoshihide era un hombre poco común, de modo que lejos de afligirse
se jactaba de suscitar estos rumores. En cierta oportunidad, el mismo señor de Horikawa,
bromeando, le dijo:
–Entiendo
que a vos solo os agradan las cosas feas. ¿No es así, Yoshihide?
A
lo que él contestó con inaudito descaro, y con una sonrisa sarcástica en sus labios
colorados:
–Exactamente.
La belleza de lo feo es lo que no pueden comprender esos pintores ordinarios.
Aunque
fuese el primer pintor del Japón, no se justificaba la insolencia que había gastado
con el señor. El discípulo que os mencioné antes, le puso el apodo de Chira Eiju
para satirizar su insolencia y su vanidad; como sabréis, Chira Eiju es un tengu
que en una época pasada vino desde la China. Pero este Yoshihide, este descarado
Yoshihide tenía, a pesar de todo, una virtud: la capacidad de amar humanamente.
V
Yoshihide sentía
un cariño entrañable por su única hija, joven bondadosa de temperamento sensible,
que correspondía a ese amor de padre. Pero este cariño del pintor por su hija excedía
los límites normales. Os parecerá increíble, pero cuando se trataba de comprarle
kimonos o accesorios para su peinado, Yoshihide, que siempre había negado hasta
el más pequeño óbolo a los templos, gastaba su dinero con largueza.
Quería
y cuidaba celosamente de su hija, mas sin ningún propósito definido, como el de
tener un buen yerno, por ejemplo, cosa en que no había pensado ni en sueños. Si
alguien hubiese pretendido acercarse a ella con propósitos deshonestos, no habría
vacilado en reunir a unos cuantos forajidos para que lo apalearan cualquier noche.
Este desdén por el porvenir de la muchacha se puso de manifiesto cuando ésta fue
requerida por el señor de Horikawa para servir en palacio. El pintor no ocultó su
contrariedad, y aun después de transcurrido un tiempo, cuando comparecía ante el
señor no podía disimular su disgusto. Al difundirse el rumor de que el señor de
Horikawa había llamado a la joven sugestionado por su belleza, y la había llevado
a pesar de la disconformidad del padre, la actitud de Yoshihide hacia el señor se
tornó más suspicaz y desconfiada.
Aunque
el rumor carecía de todo fundamento, lo cierto era que el pintor deseaba que su
hija volviera a su lado cuanto antes. Por encargo de nuestro señor, Yoshihide pintó
el Mañjusri, atribuyéndole el rostro de un joven favorito de aquel.
Como
el retrato resultara excelente, el señor de Horikawa le anunció:
–Os
recompensaré por vuestro magnífico trabajo. Pedid lo que deseéis.
¿Qué
os pensáis que respondió el atrevido a tamaña generosidad? He aquí sus palabras:
–Deseo
que me devolváis a mi hija.
Este
deseo hubiera podido ser satisfecho de servir su hija en otro palacio que no fuera
el del señor Horikawa; pero estando donde estaba, semejante irreverencia resultaba
imperdonable. Ante este pedido, al buen señor, que era asimismo sumamente generoso,
le asaltó un acceso de mal humor, y después de mirarlo un instante con expresión
severa, le dijo secamente:
–Eso
jamás.
Se
levantó y se retiró disgustado. Hechos de esta naturaleza se produjeron repetidas
veces. Recordándolo ahora, me viene a la memoria que a partir de entonces el señor
empezó a mirar a Yoshihide con creciente frialdad. Y conforme esta actitud se iba
acentuando, aumentaba la aflicción de la hija, que pensaba en la suerte que podía
correr su padre, y cuando se retiraba a su habitación a menudo se la veía llorar,
conteniendo los sollozos con la manga del kimono. Entonces empezó a crecer el rumor
de que el señor se había enamorado de la joven. Algunos opinarían que la tragedia
relacionada con el Biombo del Infierno habría ocurrido por negarse la hija del pintor
a acceder a los requerimientos del señor. Pero es absurdo suponer que haya podido
suceder tal cosa.
A
nuestro parecer, el motivo de que el señor de Horikawa no quisiera restituir la
joven a su hogar era justamente la conveniencia para ella de vivir en palacio sin
ninguna preocupación, en lugar de hacerlo al lado de un hombre tan siniestro. Por
supuesto, nadie niega que el señor sintiera simpatía por esa muchacha de virtudes
tan señaladas; mas os repito: no era porque la desease, como muchas personas malintencionadas
se empeñaron en sostener. Lo sensato es afirmar que fueron invenciones de las malas
lenguas. Pero dejemos de lado estas habladurías y pasemos a referir lo que sucedió
en el momento en que el señor se encontraba muy disgustado con Yoshihide. Repentinamente
mandó llamar al pintor a palacio, y le encomendó la ejecución de un biombo que representase
el Infierno.
VI
Al mencionar
el Biombo del Infierno, vuelve a mis pupilas el violento colorido del cuadro tal
como si lo tuviera delante de mis ojos.
Aun
tratándose del mismo motivo, el haber sido pintado por Yoshihide ya indica un trabajo
totalmente distinto al de cualquier otro pintor. En uno de los ángulos del biombo
hallábanse, en pequeña escala, los Diez Reyes y los guardianes, y el resto del cuadro
aparecía cubierto en su totalidad por una hoguera infernal con llamaradas en remolino.
Fuera de los puntos amarillos y azules de los kimonos al estilo T’ang de los myôkan,
dominaba el rojo agresivo de las llamas, y mezcladas entre el vivo color resaltaban
las manchas de la tinta china, del negro humo y del oro de las chispas, en un fuego
que parecía danzar alocadamente.
Solo
esta furia del pincel habría bastado para asombrar a los espectadores, sin contar
los condenados que sufrían al ser pasto de las llamas, muy diferentes a los de los
cuadros que uno solía ver. Eso se explicaba, ya que los condenados, desde los nobles
más eminentes hasta los más míseros mendigos, habían sido tomados de la realidad.
Nobles de la corte con sus kimonos de ceremonia, atrayentes cortesanas con sus itsutsu-ginu,
sacerdotes orando con sus rosarios budistas, samuráis, estudiantes en alta geta,
doncellas ataviadas lujosamente, hechiceros con sus equipos mágicos… Enumerar los
motivos pintados sería interminable. Personajes fustigados por carceleros con cabezas
de toro o de caballo huían en desorden en medio de las llamas y del humo sofocante;
la mujer a quien le arrancaba la cabellera con el sasumata podría ser una kamunagi;
en el hombre que tenía atravesado el pecho por un tehoko y se precipita cabeza abajo
como un murciélago, se reconocería a un joven funcionario del gobierno; además los
había que eran azotados con látigos de hierro o aplastados por enormes piedras;
algunos eran picoteados por extrañas aves de rapiña y otros mordidos por dragones
venenosos… Se hallaba tanta variedad en las formas de castigo como en las clases
de condenados allí registradas…
Pero
en medio de este heterogéneo mundo de tortura, el cuadro más impresionante y terrible
era el que representaba un carruaje tirado por bueyes que caía del cielo, atravesando
un extraño árbol cuyas ramas semejaban espadas, y en cuya copa se amontonaban los
espíritus condenados, todos con el cuerpo atravesado. La cortina de la carroza era
agitada por el viento infernal, y en su interior se veía a una cortesana ataviada
con un lujo propio de las nyôgo o de las kôi, debatiéndose desesperadamente, con
sus negros cabellos revueltos y un cuello de impresionante blancura entre el rojo
de las llamas. Tanto la doncella como la carroza envuelta en ese denso fuego, reflejaban
el atroz padecimiento y la terrorífica visión del Infierno. Me atrevo a deciros
que todo el horror del cuadro estaba simbolizado en esa sola persona. Era tan magistral
la ejecución del Biombo que el que lo veía creía oír las desgarradas voces de los
condenados.
Pero
temo haber alterado el orden de la historia en mi apresuramiento por hablaros del
Biombo del Infierno. Seguiré con Yoshihide, a partir del momento en que el señor
de Horikawa le encargó la ejecución de la referida obra.
VII
Durante cinco
o seis meses consecutivos Yoshihide vivió encerrado en su taller sin visitar el
palacio. Conducta extraña en aquel hombre que tanto amaba a su hija, cuando empezó
a trabajar se olvidó inclusive de ella. El discípulo de quien os hablé refería que,
cuando Yoshihide empezaba a pintar, se abstraía totalmente y parecía iluminado por
algún espíritu superior o imbuido de algún encantamiento. Lo cierto es que en ese
tiempo se comentaba que el secreto de su éxito estaba en sus plegarias al Fukutok-no-ôkami
con quien había sellado un pacto. Esto sostenían quienes decían haberlo espiado
mientras pintaba y habían visto a los fantasmas de varios zorros rondándolo. Según
he oído decir, cuando empezaba a pintar se olvidaba de todo; se encerraba en el
taller día y noche y muy raramente lo abandonaba. Particularmente en el caso que
nos ocupa pudo verse que su inspiración y fervor artístico cobraban especial intensidad.
Su
aislamiento de todos lo llevó a bajar las persianas en pleno día, preparar a la
luz de la lámpara de aceite los colores que eran su secreto y vestir a los discípulos
con diversos trajes para posar. Pero su febril inspiración no se detenía allí. Aun
sin tratarse del Biombo del Infierno, el solo hecho de pintar era suficiente para
inspirarle rarezas, que él consideraba lo más natural del mundo. Por ejemplo, cuando
ejecutó el Círculo de los Cinco Destinos del Templo Ryugai-ji, se colocó tranquilamente
frente a los cadáveres que encontró en el camino, de los que las personas comunes
apartaban la vista horrorizadas y se dedicó a dibujar detenidamente esos rostros
y cuerpos putrefactos.
¿Qué
os quise decir cuando afirmé que su fervor había cobrado especial intensidad? Seguramente
muchos lo encontrarán inexplicable. Pero aunque me faltaría aquí el espacio para
detallar todos los sucesos, os narraré los puntos principales. Los hechos fueron
más o menos los siguientes.
Cierto
día el discípulo de quien ya os hablé, estaba atareado en mezclar los colores, cuando
se le presentó inesperadamente el maestro:
–Pensaba
hacer una siesta –dijo–, pero esto días duermo muy mal.
Como
no le pareció extraño que el maestro no pudiera dormir, el discípulo contestó indiferentemente,
sin interrumpir su labor:
–¿De
modo que no puede conciliar el sueño?
Mas,
cosa insólita, el maestro mostrose entristecido y continuó:
–Quiero
pedirle que se quede a mi lado mientras yo esté acostado.
Pronunció
estas palabras con visible timidez. Al discípulo le pareció extraño que el maestro
se afligiera por los sueños, pero como nada le costaba complacerlo aceptó, diciendo
que no tenía ningún inconveniente, a lo que Yoshihide, aún preocupado, le dijo titubeando:
–Bueno;
quiero que me acompañe al cuarto interior. Y cuando vengan los demás discípulos,
no les permita pasar.
Esa
habitación era el estudio de Yoshihide. Como de costumbre, las persianas estaban
cerradas, y a la débil claridad de una lámpara podía verse el boceto del biombo
hecho con yakifude y colocado en posición vertical. El maestro se acostó, y poco
después dormitaba con la cabeza apoyada sobre un brazo. Antes de una hora, el discípulo
fue sorprendido por extrañas e incomprensibles voces que provenían de la cabecera
del lecho junto a la que se hallaba sentado velando el sueño de Yoshihide.
VIII
Al principio
eran solo sonidos, pero al rato llegó a percibir palabras entrecortadas, como de
alguien que se estuviera ahogando y pidiera auxilio dentro del agua. Finalmente
comprendió algunas frases.
–¿Qué?
¿Que vaya yo?… ¿Adónde?… ¿Que vaya adónde? ¿Al fin del mundo?… ¿Que vaya al Infierno?
¿Quién habla? ¿Quién dice semejante cosa? ¿Quién es? ¡Ah! Con que eres tú…
El
discípulo detuvo la mano que revolvía la pintura y escrutó el rostro del maestro,
pálido y cubierto por gruesas gotas de sudor, la boca abierta desdentada y los labios
trémulos y arrugados. Dentro esa boca algo se movía como manejado por un hilo: era
la lengua; de ella salían las palabras delirantes.
–Con
que eres tú… Tú. Desde un principio supe que eras tú. ¿Qué? ¿Que viniste a buscarme?
Por eso quieres que vaya al Infierno, a ese Infierno… ¿Qué? ¿Que mi hija me espera
allí?
En
este punto el discípulo fue presa de tal terror que creyó ver bajar una sombra misteriosa
rozando la superficie del cuadro. Tomó por la mano al maestro. Y lo sacudió con
fuerza, pero no consiguió arrancarlo de su postración y continuó oyendo frases incoherentes.
Le arrojó entonces al rostro el agua que tenía al lado para lavar los pinceles.
–¿Que
me estás esperando, y que suba a la carroza?… ¿En esta carroza?… ¿Al Infierno?…
–proseguía delirante.
Al
decir estas últimas palabras su voz se convirtió en un lamento agudo, estrangulado.
Por fin abrió los ojos y se levantó sobresaltado. Tenía la mirada perdida y el semblante
demudado, como si en el fondo de los ojos continuase viendo los fantasmas del sueño.
Volvió en sí, se levantó y dijo ásperamente al discípulo:
–Puede
retirarse.
Éste
se retiró sin protestar porque sabía que las órdenes del maestro no se discutían.
Cuando vio la luz del día se preguntó si no acababa de vivir una pesadilla. Luego
se tranquilizó.
Pero
puedo deciros que esto no fue nada. Un mes más tarde, otro discípulo fue llamado
al taller. El maestro lo recibió con la punta del pincel en la boca y ordenó:
–Lo
siento, pero tendrá que desnudarse como la vez pasada.
Como
ya anteriormente le había pedido que posara desnudo, no le asombró la orden y se
apresuró a cumplirla. Cuando terminó de desvestirse, Yoshihide le dirigió una mirada
extraña y agregó:
–Pero
esta vez quiero dibujarlo con cadenas de modo que, aunque lo lamento mucho, tendrá
que hacer lo que le mando.
Hablaba
fríamente; no parecía lamentarlo mucho. El discípulo era un hombre robusto que se
diría nacido para manejar la espada y no el pincel, pero las palabras del maestro
lo dejaron tieso. Comentaba luego cada vez que recordaba ese momento: “Creí que
había enloquecido y que me mataría”.
Un
poco fastidiado por el aire irresoluto del discípulo, Yoshihide extrajo de no se
sabe dónde una fina cadena de hierro, y haciéndola sonar, se le abalanzó por la
espalda y lo maniató en un momento; rodeó su cuerpo con varias vueltas oprimiéndolo
con brutalidad, y ajustó con tanta violencia la punta de la cadena que el discípulo
perdió el equilibrio cayendo ruidosamente sobre el piso.
IX
Podría agregar
que en tal estado el pobre discípulo tenía la apariencia de un tonel, estrechamente
atado de pies y manos. La única parte del cuerpo que podía mover era el cuello.
Además, tratándose de un hombre robusto y sanguíneo, el rostro, el torso y los muslos
se le iban enrojeciendo por la intensa y persistente presión de las cadenas. A Yoshihide
parecía importarle poco la situación del discípulo, y no cesaba de dar vueltas en
torno de él, dibujándolo detenidamente. No creo necesario describiros el suplicio
del discípulo durante ese tiempo.
Sin
embargo, ese sufrimiento sería solo el comienzo. Por fortuna (aunque más adecuado
sería decir por desgracia) un momento después, desde una tinaja colocada en un rincón
del taller, partió serpenteando una mancha larga y angosta, como de aceite negro.
Al principio se movía lentamente, como si fuera algo pegajoso, pero luego se deslizó
con suavidad, brillando con intermitencias, hasta llegar a las propias narices del
discípulo. Éste, al verla, gritó, aterrado:
–¡Una
serpiente, una serpiente!
Como
él mismo diría después, sintió que se le helaba la sangre, y con sobrada razón.
En
ese momento la serpiente tendió la fría punta de su lengua hacía la blanca piel
del cuello que la cadena ceñía dolorosamente. Ante esta eventualidad, el mismo Yoshihide
se precipitó. Arrojó el pincel, se agachó y rápidamente tomó el reptil por la cola
y lo suspendió en el aire. La serpiente, retorciendo el cuerpo y alzando la cabeza,
trataba en vano de alcanzar la mano que la aprisionaba.
–¡Diablos!
–gritó Yoshihide–. ¡Me arruinaste un dibujo!
Enfurecido,
arrojó la serpiente en la tinaja, desencadenó de mala gana al discípulo y ni siquiera
le dio las gracias ni lo consoló. Era evidente que le preocupaba más el dibujo fracasado
que el peligro corrido por su discípulo. Debo deciros que la serpiente que había
aparecido tan importunamente era uno de los elementos de trabajo que el maestro
acostumbraba manejar; de eso habría de enterarme tiempo después.
Con
la sola mención de estas locuras habréis comprendido a qué grado de desenfreno llegaba
el entusiasmo pictórico de Yoshihide. Pero antes de terminar, tengo que contaros
una anécdota más. Se refiere esta vez a un muchacho de trece o catorce años, que
por causa del Biombo sufrió un accidente que casi le cuesta la vida.
Una
noche este discípulo, que tenía cutis blanco como una mujer, fue llamado al taller
del maestro. Yoshihide estaba junto a una lámpara, y en la palma de la mano tenía
un trozo de carne o algo parecido, que daba a comer a un ave rara, nunca vista por
el muchacho. Su tamaño podía ser el de un gato común. ¿Semejante a un gato? Sí;
mirando con atención, las plumas de la cabeza sobresalían como orejas y los ojos
blancos, grandes y redondos eran como los de un gato.
X
Yoshihide era
un hombre al que no le agradaba ver mezclados a los demás en sus asuntos. Entre
otras cosas, nunca mostraba a sus discípulos lo que tenía en el taller, un cúmulo
de objetos entre los que figuraba la serpiente que ya os mencioné. A veces aparecía
una calavera sobre la mesa, o bien eran bolas de plata o algún takatsuki adornado
con motivos de maki-e, que formaban parte de la extensa variedad de objetos extravagantes
que, según lo exigía el cuadro que pintaba, iban sirviendo como modelo. Lo raro
era que no se supiera dónde guardaba todo ese arsenal de rarezas cuando no lo utilizaba.
Es probable que la creencia de que Yoshihide tenía un pacto con el Dios de la Suerte
y de la Fortuna tuviera su origen en misterios como éste. El discípulo observaba
con temor el ave de orejas de gato, mientras tomaba el alimento, y pensó que se
la utilizaría en la ilustración del Biombo. Preguntó respetuosamente si deseaba
algo, pero Yoshihide, como si no lo oyera, se lamió los rojos labios y señalándole
el ave con el mentón, le dijo:
–¿Qué
le parece? ¿Verdad que está domesticado?
–¿Qué
clase de ave es? –preguntó el discípulo–. Es la primera vez que veo un pájaro semejante.
El
discípulo observaba con temor el ave de orejas de gato. Con sonrisa burlona, Yoshihide
replicó:
–¿Cómo,
dice que nunca lo vio? La gente de la ciudad no sabe nada. Esta ave se llama mimizuku;
me la trajo un cazador hace tres días de Kurama. Pero amaestrada como ésta no debe
haber muchas.
Y
diciendo esto, al ver que había terminado de comer la carne, levantó la mano lentamente
y acarició el lomo del ave de abajo hacia arriba. Como si esto fuera una orden,
el ave lanzó un graznido corto y agudo, y alzando vuelo atacó sorpresivamente al
discípulo en el rostro. Si en ese momento el muchacho no se hubiese cubierto con
la manga del kimono, es seguro que habría recibido más de dos rasguños. Intentó
espantarla, pero ésta, revoloteando y lanzando chillidos siniestros, renovó el ataque…
Olvidado de la presencia del maestro y atento tan solo a defenderse, el discípulo,
levantando o agachando el cuerpo, corría despavorido por la pequeña habitación.
El
ave seguía todos sus movimientos, acechándolo para atacarlo directamente a los ojos.
En cada embestida batía las alas furiosamente; aquello tenía algo de macabro que
producía un malestar indefinible, como el olor de las hojas muertas o las salpicaduras
de las cascadas, o como el agrio aroma del sarusake. Al decir del discípulo, creía
hallarse sumergido en un valle solitario, y hasta la luz mortecina de la lámpara
le pareció el pálido reflejo de la luna.
Pero,
aunque horrorizado por el ataque del ave, lo que estremeció al muchacho fue ver
cómo el maestro, con pasmosa tranquilidad, se deleitaba reproduciendo el terrible
momento. Por un instante creyó que moriría en manos de Yoshihide.
XI
Era lógico suponer
que el maestro podría ocasionar la muerte de su discípulo, puesto que lo había llamado
con la expresa intención de pintar una escena fríamente planeada por él, adiestrando
de antemano al pajarraco. Esto lo vio claramente el joven cuando comprendió su situación,
y volvió a cubrirse el rostro con las mangas del kimono para defenderse del asedio.
Gritó algo ininteligible y se acurrucó en un rincón del cuarto al lado de la puerta
corrediza. En ese momento, Yoshihide gritó a su vez y pareció que se había levantado,
mientras el batir de alas se hacía más intenso, seguido de un estrépito de objetos
rotos. Volvió a alarmarse el discípulo, y cuando trató de ver se encontró con el
taller a oscuras y el maestro llamando furiosamente a los otros discípulos.
Instantes
después se oyó una voz y apareció alguien con una lámpara en la mano. A la luz intensa
se vio un cuadro desastroso; el aceite de la otra lámpara se había derramado por
el piso, y el ave, con las plumas empapadas en el líquido, se debatía afanosamente.
Yoshihide contemplaba la escena con espanto desde el lado opuesto de la mesa, mientras
mascullaba frases ininteligibles. No era para menos; una víbora negra se había enroscado
al ave, apresándole el cuello y una de las alas. Posiblemente el discípulo, al agacharse,
había volcado la tinaja donde estaba la serpiente, y cuando el ave quiso atraparla
se habían trabado en lucha. Los dos discípulos se miraron estupefactos, y por un
instante contemplaron asombrados el extraño espectáculo, pero se apresuraron a saludar
al maestro y a retirarse del taller. De cómo terminó el duelo entre el ave y la
serpiente, nadie supo decir nunca nada.
Incidentes
de esta especie continuaron sucediéndose. Había olvidado deciros que cuando fue
encargada a Yoshihide la ejecución del cuadro estábamos a principios de otoño, y
como la extraña conducta del maestro duró hasta finalizar el invierno, durante este
periodo los discípulos vivieron en un temor constante. Al fin del invierno, algo
pareció dificultar la labor de Yoshihide. Se tornó más sombrío y cada día hablaba
con mayor irritación. Al mismo tiempo, y cuando parecía concluido, el cuadro quedó
paralizado. No solo no había adelantado el trabajo, sino que hasta parecía haber
borrado algunas partes.
Pero
nadie sabía qué parte de la obra era la que no podía terminar, ni nadie se preocupó
por saberlo. Los discípulos, hastiados ya de la conducta del maestro, no quisieron
acercársele; era como compartir la jaula con un tigre o un lobo.
XII
En realidad,
nada especial puedo contaros sobre lo que aconteció durante ese tiempo. Podría agregar,
eso sí, que el caprichoso anciano se había vuelto muy sentimental, y cuando estaba
solo lloraba silenciosamente. Cierto día, un discípulo debía llegar hasta el jardín,
y allí encontró al maestro con los ojos llenos de lágrimas, contemplando distraídamente
el cielo primaveral. Al verlo así, el discípulo se sintió inexplicablemente avergonzado
y se alejó rápidamente. ¿No os parece sugestivo que ese arrogante artista, que para
pintar el Círculo de los Cinco Destinos había dibujado tranquilamente los cadáveres
del camino, empezara de pronto a llorar como un niño porque no conseguía un efecto
para el Biombo del Infierno?
Mientras
Yoshihide se entregaba con ardor a la creación del Biombo, la hija se volvía cada
vez más taciturna, a tal punto que nosotras mismas llegamos a ver huellas de lágrimas
en sus ojos. En esa muchacha de rostro lánguido, de tez blanca y de aire modesto,
el estar triste parecía tornar sus pestañas más espesas sombreándole los ojos y
acentuando aun más su abatimiento. Al principio se pensó que obedecería a una lógica
preocupación por su padre, a quien profesaba tanto cariño, o bien que estaría enamorada;
pero con el tiempo la gente lo atribuyó a que el señor de Horikawa le habría exigido
que se le entregase. Cuando esta versión se generalizó, ya nadie habló más de ella.
En
ese tiempo ocurrió algo que pasaré a referiros.
Una
noche, a hora muy avanzada iba yo por un corredor, cuando de algún lado saltó sorpresivamente
el mono Yoshihide, y empezó a tirarme de la falda del kimono. Era una tibia noche
de luna, en la que empezaba a insinuarse el aroma de los ciruelos en flor.
Bajo
la luz de la luna me asombró ver al mono chillar como enloquecido, arrugando la
nariz y mostrando sus blancos dientes. Confieso que en ese momento sentí algún miedo,
y temerosa de que me rasgara el kimono nuevo, al principio pensé darle un puntapié,
pero me acordé de aquel samurái que lo había maltratado; por otra parte, la actitud
del mono era bien extraña y me dejé conducir unos pasos sin pensar en nada preciso.
Al
llegar a un ángulo del corredor desde donde se dominaba el amplio jardín con su
fuente resplandeciente bajo la luz de la luna, vinieron a mis oídos unos ruidos
ligeros como de personas que lucharan en silencio. Hallé insólito este ruido repentino
en medio de aquella quietud, quebrada solo por el chasquido de los peces en la fuente.
Me detuve, y al acercarme a la puerta corrediza de donde provenía, escuché con atención
para ver si se trataba de ladrones, en cuyo caso pensaba enfrentarlos decididamente.
XIII
Al mono parecía
resultarle demasiado lento mi proceder, y comenzó a dar saltos a mi alrededor lanzando
sus agudos chillidos. De pronto, se encaramó en mis hombros. Quise evitarlo y aparté
instintivamente el cuello para eludir sus uñas, pero él se me aferró a la manga
del kimono para evitar su caída. Perdí el equilibrio, y al trastabillar golpeé con
la espalda en la puerta corrediza. No quedaba otro recurso: me puse en acción.
Abrí
rápidamente la puerta y me dispuse a penetrar en el oscuro recinto hasta donde no
llegaba la luz de la luna. Pero en ese instante algo obstaculizó mi visión… Mejor
dicho, me sorprendió una mujer que salía corriendo del cuarto y que en su precipitación
tropezó con algo y cayó de rodillas. Jadeante, me miró atemorizada, como si encontrara
terrible mi presencia.
Que
esa persona era la hija de Yoshihide no creo necesario aclararlo; aunque esa noche
la encontré totalmente distinta y convertida en una mujer atractiva. Tenía un brillo
particular en los ojos y el rostro se adivinaba encendido. El desorden en las faldas
del kimono le confería una voluptuosidad contraria, a su modalidad casi infantil.
¿Era ésta la modesta y frágil muchacha de siempre?… Apoyándome en la puerta corrediza,
y oyendo aún los pasos nerviosos de alguien que se alejaba, observé a la hermosa
muchacha a la claridad de la luna; mis ojos, al mirarla, le preguntaban quién era
esa persona.
La
hija del pintor apretó los labios y sacudió la cabeza en un gesto lleno de angustia.
No me quedaba duda de que era presa de una gran contrariedad.
Me
acerqué a su oído y le pregunté en voz baja:
–¿Quién
es?
Mas
la joven hizo un signo negativo con la cabeza y no hablé. Las lágrimas le humedecían
las pestañas y un rictus de amargura se dibujaba en su boca.
Comprenderéis
que soy de esas personas que nada comprenden fuera de lo que ven, de modo que tampoco
en este caso pude deducir exactamente lo que había sucedido. Nada podía decir a
la joven puesto que ella callaba; por un largo rato permanecí de pie, a su lado,
como para escuchar mejor el acelerado latir de su corazón. Al mismo tiempo, tuve
una sensación de culpa y me arrepentí de mi insistencia.
No
recuerdo exactamente el tiempo que había transcurrido cuando atiné a cerrar la puerta.
Entonces me dirigí con amabilidad a la muchacha, que ya estaba más tranquila, y
la insté a que volviese a su habitación. Regresé por el corredor un poco avergonzada
y con un peso en mi conciencia, al saber que había sido testigo de algo que no me
concernía, y me asaltó un temor irracional. No había andado diez pasos cuando sentí
que alguien tiraba tímidamente de mis faldas. ¿Quién pensáis que era? Nada menos
que el mono, que haciendo gestos como si fuera una persona, inclinaba la cabeza
repetidas veces haciendo sonar el cascabel de oro que llevaba al cuello.
XIV
Unos quince días
después de aquella noche, Yoshihide se presentó en palacio y solicitó una audiencia
al señor de Horikawa. A pesar de pertenecer Yoshihide a una casta muy inferior,
en razón de las circunstancias especiales que ya conocemos, el señor le concedió
gustosamente una entrevista, si bien no tenía por costumbre hacerlo, cualquiera
fuese la persona que lo solicitara.
El
pintor vestía el kimono de siempre y un gastado sombrero; era evidente que estaba
preocupado y de mal humor. Saludó al señor con reverencia y dijo:
–El
Biombo del Infierno que me habéis encargado ya se encuentra casi concluido pues
he trabajado con sostenido empeño por espacio de muchos días.
–Os
congratulo por vuestro esfuerzo. Me siento satisfecho.
No
sé por qué, la voz del señor me pareció débil y poco entusiasta.
–No
merezco ninguna felicitación –dijo el pintor, con la cabeza inclinada y gesto hosco–.
Falta poco para que esté terminado, pero hay una sola parte que no consigo lograr.
–¿Cómo?
¿Hay algo que no conseguís pintar?
–Os
lo digo. En general me es difícil pintar lo que no veo. Y aunque llegase a pintarlo,
nunca resultaría bueno, lo cual equivale a decir que no lo puedo pintar.
Al
escuchar estas explicaciones, el señor de Horikawa sonrió irónicamente.
–¿Queréis
decir que para pintar el Infierno tendríais que estar viendo el mismo Infierno?
–Exactamente.
El año pasado pude presenciar un voraz incendio, cuyas violentas llamas eran comparables
a las del Infierno; por eso me fue posible pintar el Yojiri-Fudô. Vos ya conocéis
esa obra.
–Pero
¿cómo representaréis las almas condenadas y los guardianes del Infierno?
–Ya
he visto, señor, a hombres atados con cadenas. También tuve ocasión de pintar a
una persona defendiéndose del ataque de un ave de rapiña. Os puedo decir que ya
conozco los tormentos de los condenados. Respecto de los guardianes –Yoshihide sonrió
maliciosamente–… a los guardianes los he visto varias veces en mis sueños. Algunos
con cabeza de toro, otros de caballo; los había con tres cabezas, seis brazos y
seis piernas. Esos demonios golpeaban las manos sin hacer ruido, abrían la boca
sin emitir sonido alguno y aparecían casi todas las noches para torturarme. Pero
lo que yo deseo y no consigo es independiente de todo esto.
El
señor parecía sorprendido. Por un instante miró el rostro de Yoshihide con irritación,
y frunciendo el ceño le preguntó secamente:
–Entonces,
¿cuál es el motivo que no podéis pintar?
XV
–Tengo pensado,
señor, pintar en el centro del biombo un biroge cayendo del cielo.
Dicho
esto, levantó los ojos por primera vez y los detuvo en el señor. Se había hablado
con harta insistencia de que cuando se trataba de su arte los ojos de Yoshihide
adquirían un brillo especial.
En
esa ocasión pude confirmarlo: su mirada era diabólica. Prosiguió:
–En
el interior de la carroza, habrá una noble dama, con los cabellos revueltos y debatiéndose
entre las llamas infernales. Tendrá una expresión de terror, mirando el techo y
procurando protegerse con la cortina para que no la alcancen las chispas. Alrededor
de ella me gustaría hacer revolotear diez o veinte pájaros fantásticos. ¡Ay! ¡Ésta
es la escena que no puedo lograr!…
Por
algún motivo que no alcancé a comprender, el señor pareció entusiasmarse. Su enigmática
sonrisa incitaba al pintor a extenderse en sus visiones.
Y
ya con los labios temblorosos y como dominado por un fuego interior, prosiguió ensimismado:
–No
puedo pintar eso…
Repitió
de nuevo lo que ya había dicho y, súbitamente, exclamó con vehemencia:
–Os
ruego, señor, hagáis que se queme una carroza delante de mis ojos. Y si fuera posible,
dentro de la carroza… –se interrumpió bruscamente.
El
señor de Horikawa sintió un estremecimiento y su noble rostro se ensombreció. De
pronto estalló en una carcajada, y sin dejar de reír, respondió:
–Seréis
complacido en todos vuestros deseos. No os aflijáis más, os lo ruego.
Al
oír estas palabras en boca del señor tuve el vago presentimiento de que algo funesto
habría de ocurrir. Parecía haberse contagiado de la locura de Yoshihide. Así lo
creí al ver sus labios húmedos y su frente contraída por los nervios.
Tras
un breve silencio, el señor lanzó de nuevo una siniestra carcajada, como si algo
le hubiera estallado adentro:
–Pondré
fuego a la carroza; tendréis también a la bella dama vestida lujosamente en su interior;
no dudo de que solamente siendo el mejor pintor del país pudisteis pensar en pintar
a esa mujer sufriendo entre llamas voraces y asfixiada por el negro humo… Os felicito,
os felicito…
Yoshihide
empalideció súbitamente y comenzó a mover los labios con nerviosidad; pero eso solo
duró un instante. Luego inclinó el rostro, y como si sus músculos se hubieran relajado
repentinamente, dijo respetuoso y con voz apagada:
–Os
agradezco la merced.
Quizá
Yoshihide comprendió lo horrible de su idea a través de las palabras del señor,
y eso habría hecho cambiar su actitud. Aquélla fue la única vez que sentí alguna
compasión por Yoshihide.
XVI
Pasados tres
días, el señor de Horikawa llamó por la noche a Yoshihide y, fiel a su promesa,
incendió una carroza en su presencia. Naturalmente, esto no podía hacerse en el
palacio de los Horikawa; se eligió como escenario una antigua residencia que había
pertenecido a la hermana del señor, situada en las afueras de la ciudad.
Hacía
mucho tiempo que la vieja residencia había sido abandonada, y era en el inmenso
jardín donde resultaban más visibles los estragos del tiempo. El aspecto abandonado
había dado origen a rumores sobre la aparición del espíritu de la difunta hermana
del señor, y se decía que en las noches sin luna, vistiendo una extraña falda de
color rojo encima del kimono, recorría los largos corredores sin rozar el piso…
Os
puedo asegurar que este rumor no era del todo inverosímil si se piensa que aun en
pleno día el sitio es de los más desolados de la región, y cuando se pone el sol,
el agua de la fuente suena lúgubremente y las garzas que cruzan el espacio estrellado
se parecen a sombras monstruosas.
Era
una noche oscura sin luna. A la luz de los faroles el señor, vistiendo el atavío
de color amarillo pálido que usa la alta nobleza, con el escudo violeta grabado
en relieve sobre el kimono, ocupaba en la terraza un asiento especial, del que se
destacaban los bordes del almohadón forrado en seda blanca. Creo innecesario añadir
que en torno de él había unas seis personas destinadas a su custodia. De un modo
especial se destacaba la figura de un samurái, que después de la batalla de Michinoku,
en la que a causa del hambre se había visto forzado a comer carne humana, había
adquirido tal fortaleza que podía quebrar las astas de un ciervo vivo. Tenía puesto
al parecer el haramaki y llevaba la katana al modo kamomejiri, o sea con la punta
hacia arriba. Permanecía sentado gravemente al lado del amo. Los circunstantes formaban
un cuadro fantasmagórico, entrevisto solo fugazmente a la luz movediza de los faroles
agitados por el viento.
La
parte superior de la carroza que se encontraba en el jardín se perdía en la oscuridad,
tenía las varas apoyadas en una especie de mesa, y sus ornamentos de oro refulgían
como estrellas. El hecho de ser primavera no evitaba el escalofrío que provocaba
la escena.
El
carruaje lucía una pesada cortina azul profusamente adornada, que no dejaba ver
su interior, y próximos se hallaban, estratégicamente situados, los sirvientes con
las antorchas encendidas cuidando de que el humo no fuese en dirección a la casa.
Un
poco más apartado, sentado delante de la residencia, se veía a Yoshihide; vestía
las ropas de costumbre, probablemente de color ocre, ajadas.
Parecía
más pequeño e insignificante que nunca, como aplastado por el inmenso cielo estrellado.
Detrás
había otro hombre tocado con momieboshi, sin duda un discípulo. Como ambos se hallaban
en la penumbra y distantes de la terraza en que yo me encontraba, no podía distinguir
el color de sus vestidos.
XVII
Se acercaba la
medianoche. Las sombras que envolvían el jardín se hacían cada vez más espesas y
parecían sofocar la respiración; oíase el leve murmullo del viento trayendo el olor
de la resina de las antorchas. El señor de Horikawa observó un instante más el extraño
cuadro y luego, adelantándose, gritó con voz sonora:
–¡Yoshihide!
Éste
contestó algo, pero solo fue una exclamación.
–¡Yoshihide!
Esta noche incendiaré la carroza, como me lo habéis pedido.
Y
miró de soslayo a los guardianes. Pudo ser una ilusión, pero me pareció ver que
el señor y esos hombres cambiaban sonrisas de inteligencia.
–Observad
bien. Esta carroza, como sabéis, es la que siempre acostumbro usar. Dentro de un
instante ordenaré que le prendan fuego, y os mostraré las llamas del Infierno.
Dicho
esto el señor miró de nuevo a los guardianes, y prosiguió en tono áspero.
–Dentro
de la carroza se ha atado a una mujer. Al arder el carruaje, esa mujer perecerá,
sufriendo los tormentos del Infierno. Se quemarán su carne y sus huesos: será el
modelo exacto que necesitáis para terminar el Biombo. No perdáis detalle cuando
se derrita su carne, blanca como la nieve. Tampoco dejéis de ver cómo los negros
cabellos se transforman en chispas y se elevan hacia el cielo.
El
señor se interrumpió; una sonrisa silenciosa le sacudía los hombros.
–Será
un espectáculo nunca visto –dijo–. Yo también estaré presente. Vosotros, apartad
la cortina para que pueda verse a la mujer.
Uno
de los sirvientes se acercó a la carroza, y mientras con una mano sostenía la antorcha
levantó con la otra la cortina. La antorcha, crepitando, pareció arder con más fuerza
en ese instante; y cuando iluminó el reducido interior de la carroza, se vio a una
mujer que parecía atada en forma brutal. Esa mujer… ¿Quién no la reconocería? Sobre
el lujoso kimono de ceremonia de las damas de la corte, bordado con motivos de cerezos,
caían sus largos brazos y negros cabellos adornados con sashi de oro que despedía
intensos destellos. Esa mujer, que aquella noche lucía atavíos tan distinguidos
y había sido atada y amordazada, esa pequeña mujer de perfil modesto y triste, era
la hija de Yoshihide. Al reconocerla ahogué un grito.
En
ese momento, el samurái que tenía adelante de mí se levantó rápidamente, y con la
mano en la katana miró a Yoshihide. Sorprendida, miré a mi vez en esa dirección
y vi cómo Yoshihide, seguramente sobrecogido de espanto por lo que acababa de ver,
se había levantado de un salto y agitando los brazos intentaba correr hacia el carruaje.
No le vi ninguna expresión, debido a la oscuridad y a la distancia.
Esta
escena duró contados segundos. Un violento resplandor iluminó a Yoshihide –que parecía
flotar atraído por una fuerza invisible–, y mostró la palidez mortal de su rostro.
La
carroza ya era presa de las llamas cuando Yoshihide quiso correr en auxilio de su
hija. El señor había dado la orden, y los sirvientes habían arrojado las antorchas
dentro de la carroza.
XVIII
El fuego se propagó
rápidamente. Los flecos violáceos que bajaban del techo ardieron de un solo golpe,
y por debajo de ellos salía un humo blanquecino, mientras las cortinas, las mangas
del kimono y los adornos metálicos del cielorraso se consumían con increíble rapidez.
El espectáculo era alucinante. Las llamas se alzaban al cielo y lo teñían de rojo,
semejantes a una bola de fuego que al caer estallara en mil fragmentos. Yo había
gritado un momento antes, pero viendo ahora el irreparable siniestro no hallé otro
consuelo que contemplarlo, aturdida y desconcertada.
Pero
ese padre, Yoshihide… No podré olvidar la expresión de su rostro. Su primer impulso
fue precipitarse a la carroza, y al estallar el fuego quedó paralizado, con las
manos en alto. Con ojos despavoridos escrutó la carroza en llamas; al resplandor
del fuego pude ver hasta la raíz de la barba en aquel rostro apergaminado y sombrío.
Los ojos desorbitados, los labios apretados y los músculos de la cara contrayéndosele
nerviosamente reflejaban su miedo, su infinita angustia y un inmenso estupor ante
la espeluznante escena. Ni el reo cuando es decapitado, ni el asesino cuando comparece
ante los Reyes del Infierno mostrarían tanto horror y padecimiento. Hasta el famoso
samurái que ya os cité palideció a la vista de aquel hombre, y dirigió una tímida
mirada al amo.
Pero
éste, a su vez con los labios apretados y sonriendo a intervalos con sarcasmo, no
apartaba la vista del carruaje. Y en medio de las llamas… ¡Ay! No tengo fuerzas
para daros los detalles del suplicio. La blancura de su rostro ahogado por el humo,
los largos cabellos en desorden arrebatados por las llamas y sus hermosas ropas
ardiendo como una tea… Imposible concebir una visión más despiadada. Sobre todo,
cuando el viento cesó por un instante, el humo se desplazó hacia el lado opuesto
a donde nos hallábamos, y pudimos ver con verdadero horror cómo en medio de esa
hoguera, que parecía despedir chispas de oro, agonizaba una bella criatura forcejeando
dolorosamente por quitarse las cadenas de su cuerpo. El espectáculo mostraba con
elocuencia los tormentos del Infierno. Un estremecimiento nos sacudió a todos.
En
ese momento, como si el viento hubiese renovado su intensidad, vimos un remolino
en las copas de los árboles agitados de pronto por una ráfaga o un ruido extraño.
Súbitamente, una bola negra se desprendió del techo y volando, o corriendo, pero
sin tocar el suelo, se arrojó al carruaje en llamas. Saltó por entre las rejas ardientes
a los hombros de la joven, lanzando un agudo grito de desesperación, y su eco dolorido
se prolongó como un lamento detrás de la humareda. Una exclamación de espanto brotó
de todas las gargantas: era el mono, que había quedado atado en el palacio de los
Horikawa y que acaba de cruzar el cerco de fuego para prenderse a los hombros de
la infeliz muchacha.
XIX
Pero solo fugazmente
pudo verse el animal. El fuego estalló en sonora lluvia de chispas, y el mono y
la muchacha se perdieron en el seno de una negra nube. En medio del jardín, la carroza
refulgía devorada por las llamas crepitantes. Más que una carroza ardiendo parecía
una espiral de fuego evolucionando con estrépito hacia el cielo oscuro.
Yoshihide
se hallaba de pie ante la columna ardiente. ¡Qué caso tan extraño! El mismo que
momentos antes viéramos sufrir como arrojado en el mismo Infierno, daba ahora muestras
de un júbilo incontenible. Estaba fascinado, y sin reparar en la presencia del señor,
contemplaba extasiado la macabra escena, ajeno al tormento de su hija. Parecía enajenado
por la violenta llamarada y el suplicio de la desdichada.
Pero
lo extraño no residía en esta bárbara actitud; por encima de ella se notaba que
ese hombre insignificante había adquirido un aire de soberbia y de poder semejante
al que simbolizan los leones de los sueños. Quizá por eso las numerosas aves ahuyentadas
por el fuego parecían evitar el sombrero de Yoshihide. Probablemente hasta los pájaros
habían presentido esa extraña majestad que parecía ceñirlo como en una aureola de
inmortalidad, y se mostraban sobrecogidos por su actitud.
Todos
nosotros, conteniendo el aliento, sentíamos el irresistible hechizo de esa alegría
incontenible, y creíamos estar en presencia de un Buda milagroso. No podíamos dejar
de mirarlo. Las llamas tiñendo de rojo la negra espesura de la noche, Yoshihide
en arrobada contemplación. Era un cuadro solemne y excitante.
El
señor de Horikawa se había transformado: intensamente pálido, despedía espuma por
la boca, apretaba fuertemente las rodillas bajo el vestido violeta, jadeaba como
una bestia sedienta.
XX
Ignoro quién
pudo lanzarla, lo cierto es que la noticia de que el señor había quemado su carroza
en los jardines de Yukige, se propagó por toda la ciudad y dio origen a las más
variadas conjeturas. Lo primero que se preguntaban era el porqué de esa muerte tan
horrible para la hija del pintor.
La
mayoría opinaba que podía ser en venganza por no haber podido conquistar su amor.
Creo, no obstante, que si el señor de Horikawa llegó a cometer esa enormidad, lo
hizo con la expresa intención de que sirviera a Yoshihide de ejemplar castigo. Esto
lo escuché una vez de los propios labios del señor.
También
se le criticaba a Yoshihide su alma endurecida, ya que pretendía continuar el Biombo
pese a haber causado la muerte de su propia hija. No faltaban quienes lo maldecían,
y no lo distinguían de una bestia, por haber confundido los alcances de su amor
de padre. El Sôzu Yokawa se contaba entre los que así pensaban, y solía decir al
respecto: “Aunque sea un gran artista, desde que olvida los cinco deberes del hombre,
no merece otro destino que el Infierno eterno”.
Un
mes después el Biombo estuvo terminado. Yoshihide lo llevó a palacio para someterlo
al juicio del señor. Se hallaba presente el Sôzu Yokawa, quien al ver la obra quedó
estupefacto; todo el horror de una tempestad de fuego vibraba en la superficie con
increíble fidelidad. El Sôzu, que habitualmente menospreciaba a Yoshihide, frente
al Biombo no pudo menos que exclamar: “¡Magnífico!” Estaba maravillado. Recuerdo
también la amarga sonrisa del señor al escuchar el elogio.
Desde
que concluyó el cuadro nadie, por lo menos en palacio, se atrevió a hablar mal de
Yoshihide. Era comprensible que cuantos veían el Biombo, aunque sintieran aversión
por el autor, se impresionaran por tan extremado realismo.
Pero
cuando su obra comenzaba a ser la admiración de todos, Yoshihide dejó de pertenecer
a este mundo. A la noche siguiente de terminar el biombo se suicidó en su propia
habitación, ahorcándose con una cuerda. Acaso le resultó insoportable sobrevivir
a la hija que tanto había amado.
El
cuerpo del pintor fue sepultado en los fondos de su casa. De la pequeña tumba, azotada
por el viento y las lluvias, ha de quedar una lápida borrosa sobre las piedras cubiertas
de musgo.
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