Tennessee Williams
Durante una hora después
de que dejara la cadena de colinas había caminado con el ardiente sol dándole en
la nuca. La áspera correa de lona le irritaba los hombros y tenía la región lumbar
sensible debido al golpeteo rítmico de la mochila. Se la cambiaba de vez en cuando,
pero en ninguna posición encontraba más que un alivio momentáneo. Pasaban coches
muy raramente. Casi todos eran de familias de paso en trastos polvorientos. Los
niños sonreían y saludaban con la mano, pero los padres hacían como que no le veían.
Una vez pasó a su lado un Ford del 32 y se detuvo. Eran tres hombres y una mujer
borrachos, y la mujer se asomó y le preguntó cuánto dinero tenía. Sesenta y cinco
centavos, le dijo él. Eso no nos sirve de nada, dijo ella. Vendimos la rueda de
repuesto para llenar este último depósito de gasolina y ahora tenemos que recoger
a un pasajero que nos pueda pagar algo más. Te harás cargo, ¿no? El coche arrancó
dando bandazos, la mujer se dejó caer pesadamente y él comprendió que lo que le
había dicho era cierto, solo quedaba la sujeción de la rueda de repuesto encima
de la matrícula naranja y negra de Nuevo México.
Dios
santo, pensó, supongo que tendré que andar todo el camino hasta Lexington, Kentucky.
En California era relativamente fácil pedir transporte con el dedo, pero según se
iba hacia el este la gente parecía volverse más desconfiada. A lo mejor era por
su aspecto desastrado debido a la carretera; tenía la ropa cubierta de polvo y en
malas condiciones, y las decepciones en serie le hacían difícil simular la sonrisa
alegre y seductora que los haría detenerse. Cuando uno está fresco y de buen humor
puede ejercer una especie de coacción mental sobre los conductores. La ejerce fundamentalmente
con los ojos. Uno proyecta algo con los ojos que atrae su atención y si no son unos
hijos de puta no pueden evitar detenerse. Pero eso es en el oeste. Más hacia el
este todos son hijos de puta. La mitad de las veces, si uno se detiene es un marica
y tienes que dejar que te meta mano por todas partes para pagar el viaje. O si no
es un borracho que pone a parir a su mujer y maldice a su jefe y te pone los huevos
por corbata mientras circula a ciento veinte kilómetros por hora. O como aquel Ford
de antes; estaban sin nada de dinero y querían que los ayudases a pagar la gasolina.
Volvió
la vista. El sol se estaba poniendo en dirección a las colinas de detrás. La forma
de estas se volvía más nítida con el ardiente brillo de su declive. Era perfectamente
redondo, un poco borroso por los bordes, como una de esas pelotas de tenis. A la
luz menos intensa todo parecía destacarse con claridad. Un poco antes, la ciudad
a la que se acercaba había estado perdida bajo una luz vacilante. Ahora adquiría
definición. Distinguía el último sol brillando en un campanario y en unos cuantos
tejados en punta que estaban encaramados justo a esta parte de la segunda cadena
baja de colinas. Se preguntó si llegaría allí antes de la noche y se puso a considerar
taciturnamente el problema de conseguir una cama.
De
repente vio, no muy delante de él, un automóvil con remolque. Era un coche muy viejo,
de color crema y polvoriento. El remolque no tenía neumáticos en las ruedas traseras.
Debía de llevar allí una enormidad de tiempo. Una pequeña chimenea de hojalata salía
del puntiagudo techo en punta y soltaba una tenue voluta de humo. A su alrededor
había cestas y potes que aparentemente estaban en venta, y en el costado del remolque
que daba a la carretera había colgadas hileras de gorros de terciopelo rojo, hierba
sarracena de un naranja brillante y calabazas amarillo pálido. Era un puesto de
venta ambulante que probablemente se pasaba allí el verano entero vendiendo esas
cosas a los turistas que volvían de sus vacaciones en la zona montañosa.
La
parte trasera del remolque le daba cara y mientras se acercaba distinguía a través
de las alas de lona la forma de una mujer. Era corpulenta y de pelo negro. Durante
un momento se preguntó cómo se las arreglaría para vivir en aquel sitio tan pequeño.
Pensó en una garrafa que una vez había sacado del río Sunflower. Se había metido
a buscar un tronco y, al tocar el fondo arenoso, las manos dieron con aquella garrafa
de casi veinte litros. Ató una cuerda al asa, y él y otro chico la sacaron del río.
Dentro había un siluro enorme. Se preguntaron cómo se las había arreglado para entrar
pues era demasiado grande para pasar por el cuello de la garrafa. Debía de haberse
metido cuando era muy pequeño y de algún modo había crecido dentro. Demasiado grande
para salir. Pensó en eso mientras miraba a la enorme desconocida. Los otros habían
querido romper la garrafa para abrirla y asar el siluro para cenar, pero la idea
a él le repelió porque había algo anormal en un siluro que había crecido dentro
de una botella.
Siguió
avanzando, pero pilló los ojos oscuros de la mujer que le miraban por las alas de
lona. Se detuvo en la carretera y dijo:
–Hola
–a la mujer.
Ella
salió de la pequeña plataforma. Oyó crujir levemente las tablas bajo el peso de
ella. Estaba por encima de él pestañeando con el sol en los ojos. Tenía una cara
como la del siluro. Oscura y de rasgos romos. Tiesos pelos sobre el labio superior.
Con los brazos cruzados ante el gran bulto fláccido de sus pechos. Llevaba puesta
una combinación de seda de poca calidad. Tenía los brazos y las piernas al aire;
de carne floja, morena. Le sorprendió ver que había unos cuantos pelos oscuros en
mitad del pecho, donde llegaba el escote de la combinación. Antes nunca había visto
a una mujer con pelo en el pecho. Eso le hizo pensar en aquel hermafrodita del espectáculo
callejero de Dodge City. El feriante señalaba al hombre-mujer que se exponía, con
un lado de mujer completamente desarrollada y el otro de varón, según aseguraba
el hombre. Aquello, sin embargo, no parecía posible.
–Hola
–dijo la mujer–. ¿No quieres comprar algo?
–No
tengo nada de dinero –le dijo él–. Pero pensé que podrías tener algo de comer que
pudieras darme.
La
mujer no dijo nada. Parpadeó hacia el sol en un silencio jovial.
Él
miró las ristras de salvia, eneldo, ajos y pimientos rojos secos que tapaban la
parte de arriba de la puerta. Pensó en comida sabrosa, grasienta; se le hizo la
boca agua.
La
mujer se metió en el remolque. Dentro él oyó movimientos pesados como los del siluro
que forcejeaba en la garrafa después de haber vaciado el agua. Una cosa horrible.
Se habían puesto de cuclillas en la orilla y le miraron hasta que dejó de agitarse.
La
mujer volvió a la plataforma.
–Te
daré una manzana.
–Vaya,
gracias.
Tendió
la mano. Vio que la palma le brillaba oscura de sudor. La echó atrás y se la secó
rápidamente en la pernera de los pantalones de pana y luego volvió a extenderla
una vez más para recibir la manzana. Era de un rojo vino oscuro. Podría decir cómo
sabía en el momento en que la tocaron sus dedos.
La
mujer se sentó en el escalón de arriba del remolque.
–Siéntate
–dijo con voz ronca.
–Gracias.
Él
se sentó en el escalón de abajo, llevándose al mismo tiempo la manzana a la boca.
El duro pellejo rojo se rompió, salió el jugo dulce y los dientes se hundieron en
la firme pulpa blanca de la manzana. Era como hacer el amor, pensó, cuando trituró
el pellejo y la pulpa entre los dientes.
Pasó
la lengua por la parte de delante de la boca y saboreó el sabor dulce del jugo.
Los labios se le curvaron en una sensual sonrisa. La pulpa se le deshizo en la boca.
Trató de no tragarla. Haz que dure, pensó. Pero se fundió como nieve entre sus afilados
dientes. Se convirtió toda en líquido y se le deslizó garganta abajo. No lo podía
impedir. Es como hacer el amor, volvió a pensar. Uno intenta que dure más. Prolongar
el dulce momento final. Pero no podía mantenerlo en ese punto. Pasaba y pasaba,
se terminaba. Y entonces en cierto modo uno se sentía estafado.
–Estaba
rica –le dijo a la mujer–. ¡Nunca probé una manzana tan rica como esta!
–Sí.
A lo mejor.
La
mujer volvió adentro. Él vio que se volvía a inclinar sobre el cesto y sacaba otra
manzana.
Bien.
Extrajo la navaja del bolsillo de los pantalones y separó los trocitos que quedaban
de pulpa blanca del corazón de la manzana que ya había comido para que la mujer
viera que seguía con hambre.
Ella
salió de nuevo, pero no le ofreció la segunda manzana. Se la comió ella misma. Abrió
sus propias fauces enormes y la masticó como un caballo. Apartó la vista de ella.
Se sentía muy cansado, le dolían las piernas. Era agradable estar sentado cara al
sol, una bola naranja redonda directamente encima de la línea púrpura de colinas
con bosques. Ahora llegaba el viento por los campos, agitaba la alta hierba en sazón
y hacía que suspiraran las hojas de sauce. Pensó en que la mujer estaba allí, en
aquel sitio, el verano entero. Durmiendo de noche en un catre al lado de la carretera
con la luna contemplando su enorme cuerpo moreno de mujer; con los brazos extendidos
para recibir al fresco viento como a un amante. La carne mojada de sudor…
La
volvió a mirar. Tenía que decir algo para evitar que los labios hicieran una mueca
risueña sin sentido.
–¿Qué
hora es?
La
mujer gruñó incierta.
Él
se sujetó el cinturón.
–Tu
hombre ha ido a la ciudad, ¿verdad?
–Sí.
Él y mi chico han ido a la ciudad para emborracharse.
Se
rio un poco.
–¿Y
qué estabas haciendo tú? –le preguntó él.
Ella
soltó aire por la nariz y frunció los labios. Sus ojos no se detuvieron en la cara
de él. Le recorrieron el cuerpo. Él casi los podía notar. Se echó rápidamente hacia
atrás como respuesta a la caricia sugerida. Sus hombros tocaron el bulto redondo
de las rodillas de ella. Suaves, como si no tuvieran hueso. Se preguntó qué edad
tendría. ¿Cuarenta y cinco? ¿Cuarenta? Podría ser aún más joven. Hablaba de su chico
que iba a emborracharse con su padre. El chico debe de tener casi mi misma edad,
pensó él. Pero los de raza oscura se desarrollaban pronto. Por ejemplo, la chiquita
griega que vivía en su mismo bloque de casas. Iba al callejón después de pasar la
tarde detrás del mostrador del restaurante de su padre, entre el cubo de basura
y los tres enormes contenedores de desperdicios. Mmmm. Jadeando por aire. Con el
duro cemento y todos aquellos olores a humedad fría. Peladuras de papas, restos
de melón y posos húmedos de café. Trozos de desperdicios pegados a las palmas de
las manos. Pero la dureza que los rodeaba hacía más dulce el bienestar de dentro
de la chica. Y ella solo tenía once años. Y los espasmos y los gemidos nerviosos.
Anormales, tal vez.
–¿Y
qué estabas haciendo tú?
–¿Yo?
Voy a preparar la cena.
–¿Qué
tienes para cenar?
–Carne.
–¿Un
trozo grande?
–Sí.
Un trozo bastante grande.
–¿Suficiente
para dos personas?
–No,
no lo sé –dijo ella–. Tengo que guardar algo para mi chico.
–Probablemente
coma algo en la ciudad.
–No.
No sé.
Él
sonrió y entrecerró los ojos, pero ella apartó la vista. Clavó los ojos en la bola
naranja redonda del sol. Ahora este mandaba unos anchos rayos de un naranja claro
por entre las plumosas masas de nubes gris claro. Muy bonito. Le hizo pensar en
un vestido que se había puesto su hermana un domingo de Pascua.
Calles
pavimentadas de oro. Oh, sí. Los raíles negros. ¿Escalera de incendios? No. Las
vías del viaducto. Y el tren que pasaba pitando. Su madre. Su voz, ¡qué clara era!
Irma, no estés junto a la ventana así. El hollín volando. La confirmación. Los cinco
huevos de colores en un rincón. Azul claro, rosa, amarillo y verde. Huevos cocidos.
Se preguntó si después los habían comido. Los huevos cocidos estaban ricos. La clara
blanca separada del centro amarillo. El amarillo una bola redonda, rica y granujienta,
que formaba una pasta en la boca y se pegaba a los dientes para que el sabor durara
mucho tiempo después. Mmmmm. Le gustaría tomar unos huevos cocidos ahora mismo.
–¿Todavía
tienes hambre? –preguntó ella.
Se
movió repentinamente. Levantó la mano de su regazo y la colocó en la nuca de él.
Deslizó los dedos por su cuello y bajo el cuello de la camisa.
Interiormente
él rechazaba el tocamiento, pero mantenía los ojos en la cara de ella.
–Tienes
una piel agradable, como la de una chica.
–Gracias.
–Cuántos
años tienes, ¿eh?
–Diecinueve.
–¡Caramba!
Protestó
como si la acabaran de pinchar con un alfiler. Se levantó de los escalones y le
dio una patada leve y juguetona con la punta de su polvorienta zapatilla.
–Vamos,
vamos –dijo–. ¡Eres demasiado joven!
–¿A
qué te refieres con lo de demasiado joven?
–¡Diecinueve
son los años que tiene mi chico! ¡Mejor te largas!
Él
alzó la vista hacia ella y vio que era inútil discutir. Grande, corpulenta y oscura,
estaba quieta en la puerta del remolque, con la cara levemente fruncida, mirando
el sol. Una vieja puerca latina, eso era. Las mujeres así se construyen reglas para
sí mismas, más sagradas que la ley más sagrada. Si él hubiera dicho que veintiuno
e incluso veinte, podría haberlo hecho con ella, pero no con diecinueve que era
la edad de su hijo…
Bueno,
pues vaya.
Se
levantó con facilidad del escalón de abajo del remolque y se quitó el polvo de los
pantalones. Se volvió a poner la mochila sobre los hombros. Ahora parecía menos
pesada. Empezó a caminar carretera abajo. Soltó una risita ahogada y miró hacia
atrás por encima del hombro. El coche y el remolque destacaban claramente ante la
luz dorada que se desvanecía. Los campos se estaban oscureciendo. Rodeaba un crepúsculo
gris. Solo quedaba la punta del sol naranja en la cumbre de las colinas como si
allí arriba hubiera un gran incendio. Los ojos se volvieron una vez más hacia el
puntiagudo techo del remolque. Vio una delgada voluta de humo que se alzaba de la
chimenea de hojalata y oyó ruido de sartenes. La vieja estaba allí atrapada como
un siluro metido en una garrafa. Se estaba preparando algo de cenar. Lo tomaría
sola. Unos codos gruesos plantados a cada lado del hornillo y los hombros separados
encima. Resollando un poco. Pasándolo con café solo que abrasaba. La rica, la jugosa
carne. Un trozo grande. La vieja puta. Bueno, ya está bien. Algún día moriría. De
alguna enfermedad horrible como el cáncer. Ya había empezado dentro de su carne
oscura. Una vieja puta roñosa como ella…
Siguió
carretera adelante. El aire era fresco. Se había levantado viento. Delante de él
vio, confusamente, la blanca estructura de edificios con manchas de una luz amarilla
decaída.
Todavía
podía notar el sabor de la manzana que había comido. La parte de dentro de la boca
era fresca y estaba dulce debido a aquel sabor. Tal vez era mejor de aquel modo,
con solo aquel sabor en la boca, el limpio y blanco sabor de la manzana.
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