Ignacio Aldecoa
1
Dejó el trozo
de peine en uno de los ángulos del pequeño lavabo metálico con vaso en forma de
cacerola. Con las palmas de las manos se planchó el pelo hacia la nuca. Silbaba.
No se molestó en limpiar el peine; lo dejó donde lo había encontrado, junto al grifo,
que daba un hilo de agua y no se podía cerrar. Orinó en el sumidero de la ducha.
Recogió su reloj de pulsera de las cabillas del grifo, que tenía cortada la tubería
de conducción. Distraído tocó ligeramente la lengua de jabón, áspero y azul, que
resbaló, y unos instantes estuvo barqueando por el fondo del lavabo. Con el pañuelo
se secó la melenilla. Se ahuecó en torno del cogote el cuello de la camisa, húmedo,
gastado, seboso.
El
cuarto olía a cañería de desagüe.
Desazogado
estaba el espejo. Se le difuminaba el rostro en la neblina del cristal. Buscando
dónde mirarse se alzó de puntillas. Movió la cabeza con repente de escalofrío para
desorganizar de un modo natural el cuidadoso peinado. Un mechón se le desprendió.
Tenía la camisa abierta, y hundiendo la barbilla en el pecho, conteniendo la respiración,
miró. Y remiró entre cejas para ver el efecto en el espejo.
El
cuarto olía a pared mohosa y a toalla siempre empapada y sucia.
Le
gustaba llevar el cuello de la camisa sin doblar. Le gustaba tener el pelo largo.
Le gustaba mostrar el tórax por la camisa, abierta hasta el peto del mono. Le gustaba
que un mechón le velase parte de la frente. Detalles de personalidad, pensó. Y se
sintió seguro.
Un
momento se fijó en el párpado que le cubría blando, fresco y brillante como la clara
de un huevo, el ojo derecho. Se recogió las mangas de la camisa muy altas, por encima
de los bíceps. Una izquierda de camelo, pensó, una entrada de suerte. Se dio saliva
en la ceja del ojo lastimado, peinándola, y salió.
El
cuarto era como una axila del sótano y sabía salado, agrio y dulzarrón.
Silbaba.
Hacían salón dos ligeros. Penduleaba tan levemente el abandonado saco que sólo en
su sombra se percibía. El puching era como un avispero, lo había pensado muchas
veces. La mesa de masaje tenía la huella de un cuerpo, hecho con muchos cuerpos.
Sobre el ring colgaba una bombilla de pocas bujías. El suelo era de tarima; debía
de haber ratas de seis onzas bajo las tablas. Encajó el puño derecho en el cuenco
de la mano izquierda y se fue acercando al ring.
Una
lona en el suelo y cuatro postes sosteniendo doce sogas forradas. Oía el chasquido
de los guantes golpeando. Los guantes viejos suenan más que los nuevos. Los guantes
viejos a veces cortan como navajas de afeitar, a veces levantan la piel como navajas
desafiladas. Los guantes viejos infectan los cortes o hacen que en los rasponazos
de la piel surjan puntitos de pus.
Ya
no silbaba. Los dos ligeros se rajaban una y otra vez. Oía las advertencias acostumbradas:
“Esa derecha, esa derecha… Sal de cuerdas… Esa guardia, levántala… Sal de cuerdas…
Boxea”. El maestro se aburría. Se aburrían todos los que contemplaban el asalto.
Sin embargo, en el ring uno tenía miedo. Uno tenía ganas de dejarlo y esperaba que
la voz, sin cambiar el tono, diese por finalizada la pelea. “Cúbrete”, dijo el maestro.
Pero la palabra no llegó a ninguno de los dos contendientes, que jadeaban entrelazados,
empujándose. “Cúbrete al salir”, dijo el maestro. Pero cuando salieron, los dos
se separaron sin tocarse. Entonces el maestro dijo: “Basta”. Y a los dos se les
cayeron las manos pesadamente a lo largo del cuerpo.
Se
lo sabía bien. Ahora diría alguien: “¿Hacemos un asalto nosotros? ¿Quiénes? Nosotros;
Juan y yo, o el Conca y yo”. Otra callejera con miedo. Otra payasada. Uno que estaba
apoyado en la pared contemplando despreciativamente la pelea fue hacia el saco.
Pensó que aquel sí podría ser boxeador; los demás, no. A los demás los conocía bien.
Cinco meses de gimnasio bastaban para cada uno. Sabía cómo presumían en las tabernas
del barrio, en los talleres, en los bailes del domingo. Se los imaginaba amagando
un golpe a un compañero: “Te doy así…”.
El
maestro se acercó cansadamente.
–Estás
flojo de piernas.
–Ya.
–No
te descuides.
–Ya.
–Te
veo sin muchas ganas.
–No,
tengo ganas. Es el turno de noche. Cuando acabe volveré a estar bien.
–Bueno.
El
maestro andaba algo encorvado. Si subiera las manos cubriéndose podía parecer que
estaba en el ring. Había sido un buen boxeador. Nada demasiado importante, pero
había peleado en París, en Londres… Fue a la Argentina… Había sido figura. Se defendía
dando clase de gimnasia en dos colegios de frailes y con el gimnasio. Era un buen
hombre, un poco amargado porque la gente de su gimnasio no tenía suerte. Les robaban
las peleas… No, no las robaban… En el gimnasio apenas había gente que valiera la
pena.
Oyó
su nombre.
–Paco,
ponle chicha a ese ojo.
Risas
de compromiso. Contestó con una brutalidad.
Se
volvió de espaldas. Se acercó al que estaba golpeando el saco.
–¿Sales
el domingo?
Esperó
la respuesta. El que golpeaba el saco respiraba sonoramente cada vez que pegaba.
–¿Con
quién te toca, Ruiz?
Ruiz
hacía profundas aspiraciones y luego iba expulsando el aire como si se sonase. Dio
cinco golpes con el puño izquierdo.
–Si
es el de la Fiero, tienes que tener cuidado con su izquierda. Da duro.
Uno,
dos. Ruiz se apartó y alzó los brazos respirando hondo y dejando escapar el aire
por la boca. Tenía la camiseta sucia: llevaba un pantalón de fútbol; calzaba alpargatas
y calcetines con grises soletas.
–Si
sales puedo dejarte la bata.
Ruiz
hizo un signo afirmativo. Paco guardó silencio. Pensó que aquel muchacho que salía
al ring con todo prestado: las zapatillas,
los calzones y la camiseta; con una toalla amarilla, que era lo único suyo, por
los hombros. Pensó que en el gimnasio había más de uno que tenía dos pares de zapatillas,
una de entrenamiento y otras para cuando alguna vez se decidiera a salir en un matinal
de Price. Los de dos pares de zapatillas era difícil, muy difícil, que se decidieran
a enfrentarse con un muchacho al que no conocían, durante diez minutos. Los de dos
pares de zapatillas, dos calzones y camisetas con los colores del gimnasio era improbable
que tuvieran verdadera afición al boxeo. Eran boxeadores para las novias y los tontos
del barrio. Le dejaría la bata –un trofeo ganado en cinco combates– a Ruiz, que
era un muchacho que se lo merecía.
–La
cuidaré –dijo Ruiz.
–Si
quieres salgo de segundo.
–Me
lo ha pedido uno de esos –aclaró Ruiz señalando a los que charlaban junto al ring.
–Esos
están para dar la botella.
Paco
sonrió. Ni para dar la botella, pensó; se ponen nerviosos cuando la gente les mira
o les gusta una broma. Pero les gusta estar cerca de la sangre. Después de los combates
aconsejan al derrotado o celebran un gancho gesticulando.
–El
domingo puedo ganar. Ya le he visto a la de la Ferro. No tiene piernas –dijo Ruiz.
A
Paco le pesaba el párpado y se lo tocó suavemente con la punta de los dedos.
–¿Duele?
–preguntó Ruiz.
–No.
–No
es de golpe.
–No.
El dedo. Ése boxea todavía con las manos abiertas.
Ruiz
volvió a golpear el saco. Paco se despidió y caminó hacia la puerta. Al pasar al
lado de los colgadores cogió su chaqueta y se la puso sobre los hombros. Salió.
Uno de los chicos del gimnasio salió con él. Comenzó a hablarle mientras subían
las escaleras del sótano. Le hablaba con una confianza respetuosa. Paco silbaba.
–¿Tú
crees que me sacarán alguna vez? –preguntó el muchacho.
–Claro,
hombre.
–¿Tú
crees que estoy preparado?
–Necesitas
más tiempo. El año que viene seguro… No tengas prisa.
Continuó
silbando en bajo. El muchacho comenzó a hablarle de sus esperanzas.
–Si
tuviera suerte de aficionado, puede que me pudiera hacer profesional.
–¿Dónde
trabajas? –dijo de pronto Paco.
Notó
que el muchacho se azoraba.
–En
un comercio –respondió el muchacho.
–¿En
un comercio? –se extrañó Paco–. Entonces…
Paco
pensaba que trabajando en un comercio no se podía ser boxeador…
–Pero
voy a dejarlo…
Paco
sonrió pensando que aquel muchacho bailaría muy bien, que aquel muchacho debía haber
tenido ya unas cuantas novias con las que seguramente había paseado buscando los
oscuros de las calles cuando las acompañaba a sus casas; que había paseado con ellas
muy apoyado, a pasitos cortos y chulones, diciéndoles cosas que las hacían respirar
entrecortadamente.
Llegaron
a la boca del Metro. El muchacho se adelantó a sacar los billetes. Paco le dejó
hacer. Después se separaron; iban en direcciones opuestas.
El
andén estaba solitario.
En
un comercio, pensó Paco, los días de invierno debe estar muy caliente y en los de
verano muy fresco.
Estaba
en el extremo derecho del andén. El ruido del tren crecía. Paco no se retiró cuando
llegó, y aguantó al borde mientras le poseía una sensación de atropello.
2
De todas maneras
tenía que engrasarla antes de que apareciera el jefe del taller. El jefe de taller
llevaba chaqueta y pantalones azules. Y corbata negra. Asomaban por el bolsillo
superior de su chaqueta el capuchón de una estilográfica., la contera de un lápiz,
el alambre espiral de un bloc pequeño. Lo primero que se veía del jefe de taller
cuando se estaba engrasando la máquina eran sus zapatos de color. Cuando se veían
los zapatos se oía su voz, porque el jefe de taller no hablaba hasta que el obrero
volvía la cabeza para ver sus zapatos. Su voz caía sobre los hombros del obrero
y pesaba.
Paco
se arrodilló en el portland. Le entró frío. Un frío que le ascendió hasta el estómago
vacío. Hacía cuatro horas que había cenado. Tenía un bocadillo en el bolsillo de
la chaqueta, que pensaba comer cuando acabara de engrasar la máquina. En el turno
de noche, no sabía por qué, siempre pasaba hambre. Comería el bocadillo y, al amanecer,
ya cercano el relevo, sentiría náuseas. Náuseas que desaparecerían con sólo comer.
“La noche del hambre”, pensó Paco, y se puso al trabajo. Cuando vio los zapatos
del jefe de taller estaba terminado. Alzó los ojos y recorrió todo su cuerpo hasta
la barbilla prominente. Al jefe del taller le caían las gafas sobre la punta de
la nariz.
–Esto
ya está –dijo Paco.
No
obtuvo respuesta.
–Si
usted quiere –dijo Paco–, paso a echarles una mano a los del grupo.
El
jefe del taller preguntó:
–¿Ese
ojo?
–Entrenándome.
–¿Cuándo
boxeas otra vez?
–Dentro
de dos semanas.
–¿Cuándo
empiezas a ganar dinero?
–Dentro
de dos semanas. Es mi primero como profesional.
–Bueno,
hombre.
–No
es en Madrid; si no le daría de las entradas que nos suelen dar a los boxeadores.
–Bueno,
hombre. Muchas gracias. ¿Dónde boxeas?
–En
Valencia.
–Pues
que tengas suerte.
El
jefe del taller hizo una pausa, luego dijo:
–Vete
a echarles una mano a los del grupo.
–Sí,
señor.
En
el grupo viejo trabajaban dos obreros. Paco estuvo viéndoles trabajar en tanto se
comía el bocadillo. Uno de los obreros era alto, delgado y amarillo. Moqueaba continuamente
y se pasaba el dorso de la mano izquierda, libre de herramienta, por la nariz. El
otro era de mediana estatura, con un pelo rizoso y empastado. Llevaba patillas en
punta. Discutía con su compañero, daba órdenes, cantaba. Paco terminó el bocadillo
y cogió el botijo de color muerto, con la huella de grasa de una mano grande en
su panza, y bebió. El estómago acusó el trago de borborigmos. Se dio unas palmadas
en el vientre que sonaron como golpes en un tambor con el parche roto.
–¿Cómo
va eso? –preguntó Paco.
El
obrero alto, delgado y amarillo no llegó a tiempo de explicar cómo iba el trabajo,
porque era tartamudo y su compañero se le adelantó. Se limitó a pasarse la mano
por la nariz.
–Hay
que echar un año, figura, para arreglar esto. Pero tú ves…
Paco
se acuclilló junto al grupo. El obrero que le había llamado figura tenía un color
de vino clarete en la cara.
–Nos
hemos metido en un tango que verás.
Paco
meditaba produciendo trinos de después de comer con la lengua y los dientes. Torcía
la boca. Dijo:
–Se
acaba hoy, Tanis. Está listo para el turno.
Tanis
se incorporó.
–Vamos
a verlo, figura.
De
pronto se asombró espectacularmente.
–¿Quién
te ha puesto persiana en ese tragaluz, chacho? ¿Estabas dormido? No nos desacredites.
Al que te ha dado hay que ponerlo en la Prensa.
Paco
sonrió.
–Dime
quién ha sido, que ficho por él –dijo Tanis–, y Pedrito también, ¿verdad?
–Sí
–silbó Pedrito el tartamudo e hizo ruidos con la nariz.
–Poca
cosa –dijo Paco–, ni sostiene por los guantes. Los que pasan miedo y no saben boxear,
de vez en cuando, volviendo la cabeza, meten las manos y te dan; es un chaval que
está empezando.
Paco
pidió una llave inglesa a Pedrito. Tanis fumaba un cigarrillo Peninsular. Guardaba
dos Bisontes para la salida. Uno para él, otro para el jefe del taller, al que se
lo daría al pasar si no estaba fumando y estaba en la puerta del pabellón: “Señor
Luis, ¿un pito?”. A los jefes hay que darles su faena, decía siempre Tanis. Lo decía
tan convencido que a Paco ni siquiera le indignaba y a los de la cuadrilla del turno
les traía sin cuidado. No se lo reprochaban.
–En
el primer combate –dijo Tanis– tienes que ganar por k.o.: un primer combate de profesional
no vale a los puntos.
Tanis
estaba apoyado en la ventana: su silueta se recortaba negra en el amanecer.
–¿Sabes
cómo se llama el punto? –preguntó.
–Bustamante
–respondió Paco.
Tanis
alzó las cejas, echó el humo, estuvo unos instantes reflexionando.
–Lo
he oído –dijo.
–Tiene
siete combates de profesional –dijo Paco–. Cinco victorias, uno nulo y una derrota.
El último le dieron. Querrá sacarse el clavo.
Tanis
expelió el humo por la nariz y por la boca, se rascó un costado.
–No
son muchos.
–¿Pero
qué habéis hecho aquí? –preguntó Paco.
–No
son muchos –insistió Tanis–. Puedes estar tranquilo, con los que tú llevas se puede
salir. Hablo sólo de salir, no cuento lo que tú eres.
–Es…
tá mal en…ca… ja…do… –dijo repitiendo sílabas Pedrito.
–Hay
que desmontarlo todo –afirmó Paco.
–¿Cuántos
asaltos? Eso lo debes cuidar. Para un primer combate tienes suficiente con ocho.
No te dejes engañar. Siete combates dan fuelle. ¿Sabes algo de él?
–Es
zurdo –dijo Paco.
–Es-tá
for-za-do enormemente –habló Pedrito.
Paco
y Pedrito comenzaron a desmontar el grupo. Tanis iba acabando su cigarrillo.
–Un
buen resultado te dobla el precio en el combate siguiente. ¿Cuánto le sacas a éste?
–Mil
–hizo un esfuerzo Paco que abrió un silencio–. Mil y los viajes en segunda y un
hotel de segunda.
–Vaya.
¿Quién va contigo?
–Voy
solo.
–Mal.
Eso no lo debes hacer. Que te acompañe un maestro.
–No
puede.
–Un
segundo de allá no te conviene.
–Da
igual.
–Ya-es-tá
–dijo Pedrito.
Tanis
pisó la colilla y se acercó al grupo. En la ventana se iba reposando la turbiedad
del amanecer, se iba declarando el día. Pedrito se irguió y señaló al grupo y a
Tanis.
Tanis
pisó la colilla y se acercó al grupo. En la ventana se iba reposando la turbiedad
del amanecer, se iba aclarando el día. Pedrito se irguió y señaló el grupo a Tanis.
–Tú.
Luego
sacó de su bolsillo un tubo metálico y lo destapó. Se echó una palmadilla de bicarbonato
y se lo llevó de golpe a la boca. Bebió del botijo.
Tanis
empezó a cantar. Pedrito eructaba discretamente junto a ventana. El jefe del taller
estaba parado junto a un soldador. El resplandor de la llama del soplete azuleaba
su figura. El rumor del trabajo crecía o decrecía según los turnos de las máquinas,
unas libres y otras ocupadas. Para Paco se perdió la canción de Tanis cuando, en
un momento, el rumor fue creciendo, rompió su tono y se desbordó de golpe en un
ruido ensordecedor. Mis personas gritando cuando uno es golpeado en la cabeza y
ya no puedo controlar con el oído la fuerza de un golpe, el jadeo del contrario,
la propia respiración. Pedrito se desgañitaba intentando decirles que se acercaba
el jefe del taller. Acabó señalándose con la mano cuando estaba junto a ellos.
El
jefe del taller contempló el trabajo desde su altura, luego dobló la cintura y,
apoyando las palmas de las manos en los muslos, comenzó a hablarle a Tanis.
Paco
estiró el rostro y se tocó el párpado hinchado con la muñeca. El párpado le escocía.
De vez en vez se le escapaba una lágrima que enjugaba violentamente en el hombro.
Pensó que cuando tuviera que hacer un asalto con el muchacho que le había lastimado
iba a dearle un par de buenos golpes de los que hacen daño, de los que se sienten
durante una semana al hacer un esfuerzo, de los que despiertan y desvelan al iniciar
un movimiento en el lecho. Los que no saben, en los gimnasios siempre son de temer.
De ellos son los rodillazos, los golpes con la cabeza o con los antebrazos, los
marcajes bajos.
Sonó
sordamente la sirena. Segundos después el ruido del taller fue decreciendo, hasta
que se pararon casi todas las máquinas. Paco terminó de poner apresuradamente una
tuerca. Tanis ya caminaba emparejado con el jefe del taller hacia la puerta de salida.
Entraban los primeros obreros del turno de la mañana. Paco vio al jefe de taller
parándose a encender un cigarrillo: el cigarrillo de Tanis.
El
aire de la mañana de primavera no tenía aroma. Era todavía muy temprano. Cansaba
el respirar como cansa beber un vino de agua demasiada fría que no mitiga la sed.
Un aire sin aroma como un vaso de agua muy fría son elementos demasiado puros. Paco
se subió el cuello de la chaqueta y, al lado de Tanis, Pedrito y tres compañeros
más, echó a andar hacia la parada del tranvía. El sol comenzaba a dorar el vaho
de Madrid cercano; el aire principiaba a tener sabor. Las palabras vencían el rumor
del taller, del que se iban alejando paso a paso.
3
–Ya voy –dijo
Paco.
El
jergón chicharreó. De la calle llegaba el alborozo del mediodía primaveral. Los
filetes luminosos que recortaban las contraventanas cerradas tenían el carnoso amarillo
rojiz de los quesos de bola. Solamente había dormido seis horas, pero se encontraba
descansando. Estiró las piernas y puso los músculos en tensión.
Oyó
el ruido de los grifos en la cocina Luego la cisterna del retrete vaciándose. Un
murmullo familiar de trajín doméstico. Escuchó a su madre riñendo al gato, humanizando
al gato. Golpearon en su puerta y acompañaron los débiles golpes de palabras suaves,
que invitaban a continuar en la cama.
–Son
las doce y media, Paco…
–Ya
voy.
Paco
pensó que su hermana era una chica con mala suerte. Lo único bonito que tenía era
la voz. A veces le daba como pena mirarla. Una chica fea, acaso muy fea de rostro,
con un cuerpo basto, donde el vientre se hincaba y las caderas se ensanchaban casi
cuadradas… Una chica fea, con conciencia de que era fea. Humillada por su fealdad.
Acabada por su fealdad. Pensó en lo importante que era para una muchacha pobre ser
guapa. En la belleza estribaban todas las posibilidades de mejorar de vida. Buenos
empleos y hasta un buen matrimonio. Una chica pobre, fea, equivalía un muchacho pobre, débil. Paco se palpó loa músculos
de los antebrazos. A cada movimiento que hacía para calzarse, el jergón crujía.
Abrió la pierna cuando tuvo puesto el pantalón, y le llegó el olor de la comida.
Habló a gritos:
–Mercedes.
–Ya
voy, Paco.
La
docilidad de la hermana, la atenta y servicial disposición que tenía para él, llegaban
a irritarle.
–Búscame
una camisa que esté bien.
–¿Quieres
que te planche la blanca?
–No,
tengo prisa. ¿Está la comida?
–Sí.
Te plancho la blanca en un momento.
–No.
Búscame una camisa que no esté muy vieja.
–No
me cuesta nada planchártela.
–No.
La
muchacha acababa desilusionada.
–Como
tú quieras
Paco
se lavó en la pila de la cocina. Se puso la camisa y se sentó a comer. La madre
le contemplaba mientras hacía leves gestos negativos con la cabeza.
–¿Qué
te pasa? –dijo Paco.
–Ya
lo sabes, Paco.
Paco
se tocó el párpado hinchado, que tenía un color violeta oscuro
–¿Es
esto?… ¡Bah!… Nada.
La
madre continuaba moviendo la cabeza negativamente.
–Trabajando
–dijo Paco con la boca llena– te puede ocurrir esto o algo peor.
La
madre tenía demasiado cansancio en la mirada para que fuese dulce. Era una mirada
vidriosa, vaga, vuelta ya de la desesperación o de la rabia o del deseo de conseguir
algo. La madre tenía las crenchas de un rubio sucio como del color del papel de
estraza. La madre tenía la roña metida en los poros de la piel de las manos de tal
manera, que aunque se lavase no se le iría. Era la porquería de la mujer que hace
coladas para cuatro personas, que lava los suelos, que guisa, sube el carbón y trabaja,
si le queda tiempo, de asistenta n una casa conocida. La porquería en los nudillos
en las yemas de los dedos, en las palmas de las manos, en las muñecas. La porquería
como un tatuaje.
–¿A
qué hora quieres la cena? –preguntó la hermana, que se había sentado a su lado a
verle comer.
–Como
siempre.
La
madre tomó asiento en una banqueta, recogiéndose el delantal sobre el vestido negro
cosido y roto, recosido y roto, y roto. La madre se sentó como si estuviera de visita,
en el mismo borde de la banqueta.
–Tu
padre ha dicho –dijo la madre– que vayas a la bodega de Modesto, que te espera allí
a las ocho y media.
–Bien.
–La
madre se levantó para atender lo que estaba puesto en el fogón. Primero comía Paco
y después las dos mujeres, con lentitud, dialogando pausadamente. Paco terminó.
–Me
voy –anunció.
–A
las ocho y media te espera tu padre –repitió la madre.
–Iré.
La
hermana tuvo un rato la puerta abierta hasta que ya no oyó los pasos de Paco en
la escalera. La madre seguía en el fogón.
Del
portal a la calle, un paso. El paso que va desde la sordidez a la alegría.
–¡Hola!
Paco, ¿cuándo te pegas? –le dijo la muchacha de la frutería.
–Dentro
de quince días –ensayó un piropo–. Cada día que pasa te pones… Vamos, tú me entiendes…
La
muchacha sacó cadera.
–¿Aquí?
–preguntó.
–No…
Un día te voy a llevar a bailar.
–¿Dónde
peleas?
–En
Valencia. Y después de bailar te llevo a un cine de la Gran Vía, o antes, como tú
digas.
–Las
ganas que yo tengo de ir a Valencia, majo.
–Dentro
de quince días, ya sabes, si tú quieres…
–Vamos,
Paco…
–En
serio.
–Bueno…,
pero éste… Pero ¡qué cosas tienes!
Paco
se rio.
–Te
llevo.
La
muchacha fingió enfadarse. Compuso una mueca de altivez, de intocable, de ofendida
en su honestidad.
–¿Hablas
en serio, Paco? ¿Con quién es?
–¿Qué
más da?… Te llevo.
–Ya
está bien, Paco… –hizo una pausa–. A ver si ganas y llegas a campeón.
Dentro
de la frutería sonó una voz ronca.
–Juana,
menos palique y más estar en lo que estamos.
–¿Te
gustaría?… –preguntó Paco.
–Juana,
gansa.
–Me
llaman –dio la muchacha.
–Espérate.
–No,
que está hoy… –ladeó graciosamente la cabeza y miró al cielo.
–¡Juana!
La
muchacha giró el cuerpo y encogió los hombros.
–No
te digo…
La
vio desaparecer en el fondo de la frutería, atravesando entre los frescos colores
de las hortalizas y las frutas. Antes de desaparecer dio un tropezoncillo adrede
y volvió la cabeza haciendo un gesto de despedida. Paco echó a andar silbando.
Apretaba
el calor. El asfalto despedía como un aliento caliente que sofocaba. Paco se quitó
la chaqueta que llevaba por los hombros y la recogió al brazo.
–Adiós,
Paquito.
Sonrió
a la vieja que vendía chucherías, golosinas y cigarrillos en un puestecito del esquinazo
de la manzana. Dos niños sorprendieron sus juegos con chapas de botellas de refresco
y cuchichearon entre ellos. El vendedor de periódicos alzó la mano en un saludo.
En
torno de un ciclista que descansaba sin bajarse de la bicicleta, con un pie apoyado
en el suelo y el muslo de la pierna contraria en la barra del cuadro, como se suelen
sentar en los bares los habituales chuletones, hacía como la afición de la calle:
el pescadero hijo, la chaquetilla blanca remangada, delantal verde con rayas negras,
madreñas de madera y cuero, que se guiaba por el periódico Marca y tenía una fe
ciega, heredada, en la Prensa; el cobrador del tranvía, que se soltaba la chaquetilla
del uniforme, con la camisa sin cuello y
la cabeza sin gorra parecía que iba a ser fusilado en el solar cercano como un militar
de cuartelada decimonónica; el cobrador que no creía en la Prensa; el vago con buenos
recuerdos de un equipo de primera regional, que había empezado con muchachos que
eran figuras y que si no hubiese sido por una lesión… el electricista, de zapatillas
de ciclista, admirador profundo de Julián Barrendero, de los Regueiro, de Juanito
Martín, de Angelillo, que se sentía antes que nada madrileño y solamente creí en
los valores del tiempo pasado.
Paco
llegó al grupo… El ciclista se despidió y, alzándose sobre los pedales fue cogiendo
velocidad con gran estilo.
–¿Qué
hay, Paco, qué te cuentas? –le palmeó las espaldas fuertemente el tranviario.
A
Paco le turbaban las muestras de afecto espectaculares.
–¿Te
entrenas mucho? –preguntó el electricista.
–¡Hombre!…
–dijo Paco.
–Ese
Bustamante –afirmó el pescadero hijo– tiene una zurda, ¡uf!, como un exprés.
–Si
estás bien entrenado seguro que le tienes en el bote –afirmó el electricista–. Porque
el boxeo, desde luego, exige mucho entrenamiento. De aquí ha salido la flor y nata
de los boxeadores.
–¿Y
los vascos, qué? –preguntó el vago.
–Y
los vascos –dijo el electricista.
–Y
los catalanes, ¿no son nada? –preguntó el tranviario.
–Te
diré.
–Bueno,
me vas a contar ahora que no son nada.
–Muy
técnicos, pero con la clase de los de aquí, no. ¿Verdad, Paco?
–Cataluña
da muy buenos boxeadores –dijo Paco–. Acuérdate de Romero, por ejemplo.
–¿Y
vas a comparar a Romero con todo su campeonato y todo lo que quieras, con Luis?
–preguntó el electricista–. Vamos, Paco… ¡Romero!… Corazón, eso sí.
–Los
campeonatos no se logran solamente con corazón –dijo el pescadero hijo–, hay que
saber… ¿Es verdad o no es verdad, Paco?
Paco
hizo un vago gesto afirmativo. El electricista interrumpió la conversación, invitando.
–Pago
unos vasos.
Aceptaron.
Entraron en un bar cercano.
–Cuatro
blancos –dijo el electricista–, porque si tú beberás, ¿eh, Paco?
4
El padre pagó
dos rondas de vino. Los amigos le despidieron en la puerta.
–¡Que
haya suerte!
–Ánimo
que tú llegarás!
El
padre caminaba por la calle muy orgulloso, junto al hijo.
–¿Cuánto
cuesta una radio a plazos? –preguntó Paco.
–No
sé –dijo el padre–, pero ya me enteraré.
El
padre saludó a dos hombres que charlaban en medio de la calle.
–¿Dónde
vas? –le dijeron.
–Aquí,
con éste.
Se
iba alejando, pero continuaba la conversación.
–¿Cuándo
pelea?
–Dentro
de quince días en Valencia.
Paco
agachó la cabeza. El padre caminaba por la calle muy ufano.
–Que
gane.
–Gracias,
Paulino.
–Es
lo que hace falta, Andrés.
Paco
se avergonzaba cuando iba con su padre, porque se sentía exhibido.
–¿Has
comprado Marca para ver si habla de ti? –preguntó el padre.
–No,
¿por qué iba a hablar de mí?
–Porque
vas a pelear… ¡por qué!
–Todavía
es demasiado pronto. Eso lo darán un par de días antes.
–Lo
mismo lo pueden dar hoy.
En
el quiosco de periódicos el padre compró el diario deportivo y se paró a hojearlo
bajo la luz de un farol. No hablaba de Paco, pero el padre no se defraudó.
–Lo
miraré con más calma en casa –dijo.
–Yo
te voy a dejar –anunció Paco.
–Bueno,
como tú quieras.
–Dile
a mamá que dentro de media hora en casa.
–¿Dónde
vas?
–Subo
hasta la plaza.
Estaban
parados. El padre sonrió picarescamente.
–Cuidado,
¿eh Paco? Mucho cuidado.
Sintió
que no podía dominar el rubor. La despedida fue apresurada.
–Hasta
luego.
Dio
unos pasos y se volvió para ver a su padre. Andaba con inseguridad. Le había herido
un trozo de metralla en la cadera durante la guerra, en las trincheras de a Ciudad
Universitaria. Era tan bajo como él. Seguramente daría el peso de los plumas. No,
pensó, tal vez de un peso más alto, porque los viejos pesan más. Paco se subió hacia
la plaza.
Prefería
que no fuera a los combates, pero iba. Se sentaba en la segunda fila de ring o en
la primera. Comenzaba por decirle al vecino de asiento que el combate bueno era
el tercero. Si el vecino era propicio a la conversación le comunicaba que el que
iba a ganar el tercer combate era su hijo, Young Sánchez.
Gritaba
durante el combate. Alguna vez se acercó a la escuadra para darle un consejo, y
el segundo le tuvo que decir violentamente que se marchara. Cuando peleó en el campo
del Gas, tuvo un lío con un guardia de la Policía Armada, y gritó que el que estaba
boxeando era su hijo. Hubo choteo del público. Al final de las peleas lo sacaba
abrazado por entre la gente que ocupaba el pasillo, acompañándolo a los vestuarios.
Asistía a la dacha hablando de combate. Si se hubiese dejado le he hubiera enjabonado,
porque el padre sentía aquel cuerpo completamente suyo. En el barrio era peor: era
el elogio hasta el cansancio, hasta la antipatía, hasta la fuga.
Se
sentía liberado y también un poco apenado por haber dejado a su padre. Se sabía
una esperanza y un asidero de algo inconcreto que siempre había rondado el corazón
de su padre; un deseo de estima, un anhelo de fama, una gana de que se le tuviera
en cuenta. Le había oído muchas veces contar cosas de la guerra, vulgares, quitándoles
importancia de una manera que parecían tenerla; y se percataba perfectamente de
que en el padre había latente una congoja, nacida de la indiferencia de los compañeros,
de los amigos, de los vecinos. Ahora el padre se tomaba la revancha.
Llegó
a la plaza. En el café, las luces de los tubos fluorescentes empalidecían lo rostros
de la clientela, que charlaba, que jugaba al dominó, daba la matraca con los viejos
discos de la gramola: a peseta la voz de Antonio Molina, a peseta Lola, a peseta
la Perrita Pequinesa. El muchacho del mostrador se movía tanto y tanto hablaba para
la nada, que apenas había una cuadrilla al chato: un señor leyendo un periódico
y bebiendo un vermut a salto de noticia, como un pajarito; una vieja que se refrescaba
con una gaseosa, acompañada de un niño entretenido en recoger chapas de botellines
por las suciedades del suelo.
–La
gaseosa ¿no tiene tapa? –preguntó la vieja.
El
señor que leía el periódico la miró estupefacto.
–No,
señora. Las tapas con gaseosa hacen daño… –dijo el que atendía el mostrador.
Paco
entró hasta el fondo del café, hasta la gramola y la puerta de paso a los servicios.
Volvió.
–¿Cerveza,
Paco?
–Un
corto… ¿No han venido ésos?
–Aquí
no ha venido nadie. Andarán por El Chapas o por La Venencia.
Paco
silbaba y se paseaba delante del mostrador, casi luciéndose, casi vigilando la plaza,
como preocupado o distraído.
–¿Has
visto al pluma que salió el domingo?
Paco
se acercó a tomarse el vaso de cerveza. Su respuesta fue un vago comentario.
–Pega,
¿eh?
Paco
miraba a la calle de espaldas al mostrador.
–Ese
chaval sabe.
Paco
se volvió, apoyó los brazos en la barra y agachó la cabeza. Se distrajo silvando.
–Con
la derecha y con la izquierda.
Paco
miraba el vaso mediado. Bebió el resto de la cerveza y pidió más.
–Si
le cuidan, ahí hay un campeón, ¿no te parece?
Paco
se encogió de hombros. Sonaron una moneda en el mármol del mostrador.
–¡Va!…
Y
antes de atender el reclamo aseguró.
–Ese
chaval es boxeador y va a dar muchos disgustos, pero muchos disgustos en su peso…
Pertenecía
a la fauna de los que sienten placer desasosegando, amenazando. Pertenecía a la
fauna de los retorcidos que elogian para despertar el recelo, para punzar el amor
propio, para tantear irritante en la inseguridad y en el desánimo.
Echó
la cabeza hacia atrás y el mechón le desbordó la frente. Pensó en el pluma de que
hablaba el muchacho del mostrador. Un buen comienzo, dos combates limpiamente ganados;
pero ¿podría aguantar con los viejos, con los que no salían nunca de aficionados
y se sabían las marrullerías de los profesionales? Recordaba su primer combate con
un boxeador viejo, la impasibilidad de su rostro cuando le golpeaba y su intranquilidad
en la escuadra. Los boxeadores viejos enseñan a costa de sufrir la dureza de sus
golpes. Cuando acabó el combate le dolían los antebrazos. Cuando llegó a casa le
dolía el cuello y la caeza. Había ganado, pero no supo hasta el último momento si
iba a ganar o a perder, porque los boxeadores viejos se derrumban de pronto, pero
no dan ni un síntoma de flaqueza, de agotamiento; un indicio que puede animar al
contrincante durante el combate.
–¿No
has ido al gimnasio? –preguntó al mozo de mostrador.
–No.
–¿Te
encuentras en forma?
–¡Vaya!
–El
de Valencia tiene un buen palmarés.
–Sí.
–Los
boxeadores valencianos saben, saben y aguantan. Un fajador como tú…
–Oye
–dijo Paco–, si vienen por aquí los amigos les dices que me he ido a casa, que después
de cenar saldré.
–¿Aquí?
–Sí,
aquí. Sobre las nueve y cuarto.
–¿Hoy
no currelas?
–No.
–Ya
se puede…
En
la plaza estuvo unos instantes dudando. Era todavía pronto para ir a cenar; era
ya un poco tarde para ir hasta Atocha. La plaza estaba repartida entre la oscuridad
del descampado y la luz de la vecindad. Junto a las casas paraban los autobuses.
La luna iba baja; una luna como la plaza, con un semicírculo de luz y otro de sombra,
pero una luna con su contorno precisado en una circunferencia, que se le antojó
azul. Una luna ascendiente por el cielo del descampado que no limitaba la plaza,
que la ampliaba al mundo.
Se
encontró bajando lentamente hacia su casa. Iba pensando en el muchacho del mostrador.
“Hoy no has estado bien… ¿Por qué no sacaste la izquierda cuando lo tenías a placer?…
Lo podías haber tumbado en el segundo asalto. ¿Qué te pasó?… Se te notaba falto
de fuelle. Se vio que te había hecho daño; yo creí que ibas a abandonar…”.
El
muchacho del mostrado acabaría teniendo una taberna donde presumiría de haber conocido
a un campeón: “¿Young Sánchez? Fuimos muy amigos. Ése es bueno de verdad… Ése es…”.
Entonces estaría muy lejos del muchacho del mostrador, de su taberna, de la calle,
a la que volvería de visita alguna vez… Entonces…
–¡Adiós,
Paco! –le dijeron.
5
–Adiós, Paco!
–le dijeron.
Caminaba
de prisa. Saludó con la mano. Titilaban las acacias a la luz del sol. El descampado
de la plaza estaba como recién barrido por la mañana, limitada su extensión por
las fachadas posteriores de una calle nueva. Esperó la llegada del autobús, y cuando
llegó tuvo una sensación de partida para un viaje alegre, de excursión de día festivo.
El autobús dio la vuelta a la plaza y se adelantó por una calle hacia la ciudad.
Un vientecillo fresco entraba por las ventanas revolviéndose el mechón, que sentía
como una carrera de insecto por la frente, acariciándole los párpados entornados
y el rostro recién afeitado, la piel escocida por una hoja muy usada.
Tuvo
que esperar en la salita de las oficinas. La salita estaba en penumbra, con las
cortinas del gran ventanal corridas. Recoleta, desvinculada de la calle, hostil,
con la frialdad de una habitación de espera, le inquietaba. Era una espera miedosa.
Había llegado alegre y estaba triste. Se fijó en un grabado que representaba una
escena mitológica… Dos sillones y un sofá de cuero moreno. Dos sillones y un sofá,
no sabía por qué enemigos. Y una mesa baja sin revistas. La alfombra, gruesa. Una
lámpara como una amenaza colgando del techo La salita era como una isla, donde se
acababa la seguridad. Estaba deseando marcharse.
Se
abrió la puerta.
–Venga
–le dijeron.
Salió
y caminó por un pasillo hasta una habitación.
–¡Pase!
–le dijeron.
Pasó
sin decisión. Oyó una voz suave que le invitaba desde el fondo:
–¡Pase
usted, pase!
En
un sillón cercano a la ventana fumaba un hombre joven. Olió su perfume. Una mezcla
de tabaco rubio, de agua de colonia, de manos lavadas con un buen jabón, de traje
nuevo, de camisa limpia… Husmeó sorprendido como un animalillo. La voz le agarrotaba
los músculos. Se sintió torpe.
–¡Siéntese,
joven, siéntese!
Se
sentó en un sillón que cedía a su peso. Cuando la voz preguntó, le fue dificultoso
responder e inició un movimiento para incorporarse.
–¿Cuántos
combates, cuántos?
Titubeó
antes de responder, como si no recordarse el número de combates. El hombre comenzó
a explicar, sin atenderle demasiado, como si hablase para sí:
–No
sé si usted lo sabe, pero conviene que lo sepa. Es una dedicación que no me reporta
más que gastos. Me divierte ayudar a los que pueden ser algo. Ni sé si usted me
entiende. Realmente…
No
entendía por qué el maestro le había indicado que fuera a ver a aquel hombre. Aquel
hombre que hablaba y fumaba delante de él nada tenía que ver con el boxeo. “Ayuda”,
le había dicho el maestro. Y él había ido a que le ayudasen. El hombre seguía hablando:
–…cuando
usted regrese de Valencia venga a verme, joven.
Se
encontró repentinamente de pie, estrechando una mano, que se le tendía lánguida
desde la butaca. Caminó rápidamente hacia la puerta. La puerta era de madera, de
una madera con vetas estrechas… Estaban en el pasillo. Se sintió liberado en la
calle. Liberado y confuso, el tipo era raro. ¿Ayudaba? Pero ¿por qué ayudaba? No
le interesaba el boxeo, no sacaba ningún beneficio de los boxeadores. Ayudaba porque
le divertía ayudar. “Tiene mucho dinero –le había dicho el maestro– y se lo gasta.
Le gustan las cosas donde hay sangre. Gallos, boxeo, ¡qué se yo! El caso es que
ayuda”.
La
entrevista le había amargado.
El
solo de mediodía agriaba el color del descampado de la plaza. El solo del mediodía
pesaba en las copas de las acacias. La calle hacia su casa era un túnel de luz cegadora.
–¿Vas
para casa? –le preguntó alguien que le echó un brazo a los hombros.
–¡Hola,
Luis!
Hizo
un movimiento para sacudirse el brazo que le daba calor. Llevaba el traje nuevo
y se había puesto corbata para la entrevista. No se decidía a quitarse la chaqueta.
–Te
vas pronto, ¿no?
–Sí.
–Tienes
que ganar. Después del combate pon un telegrama si todo ha ido bien. Ponlo a La
Venecia, Paco.
–¡Bueno,
hombre!
–Tú
ya sabes que aquí, en el barrio, se te da ganador por todos.
–El
otro también pega, no vayas a creer que sale sólo a recibir.
–Tú
le das. Si fuero por k.o. mejor. Figúrate, el primero de profesional y tumbándolo.
Si peleas como debes, seguro que…
–El
otro también pega.
Se
separaron al llegar a la altura de la casa donde vivía el administrador.
–Ya
sabes que se confía, Paco, y que se te admira.
Le
agradaba que le admirasen y le molestaba que le creasen obligaciones. Saldría a
pelear, pero el otro no se iba a dejar pegar. El otro tenía más experiencia y era
un buen boxeador.
Subió
las escaleras de la casa lentamente.
–No
te he oído llegar, Paco –dijo la hermana cuando salió a abrir.
Paco
se quitó la chaqueta y se desanudó la corbata.
–Como
siempre subes corriendo y cantando es fácil saber que eres tú, pero hoy…
–Estoy
cansado –dijo Paco.
–Padre
se ha marchado y madre está echada, porque le duelen las espaldas –anunció la hermana–.
Padre ha dicho que no te vayas hasta que él vuelva del trabajo. ¿Te pongo la comida?
–Bueno.
–¿Te
pasa algo, Paco?
–No,
nada.
–Algo
te pasa, Paco. Dímelo.
–¡Qué
me va a pasar! –dijo desabridamente.
La
hermana se dedicó a prepararle la mesa. Paco respiró hondo el olor de su casa. Un
olor en el que se distinguían las cosas que lo producían. El olor de la comida,
el del carbón, el de la mesa fregada con lejía, el de los trapos húmedos… En la
salita donde le habían hecho esperar solamente olía a nuevo. El olor de nuevo y
de caro era hostil. Cuando pensaba en la visita de la mañana se sentía de pronto
sucio, sucio de las cosas limpias, nuevas y caras.
–Pasa
a ver a mamá –indicó la hermana.
–Paco
se levantó y salió al pasillo. Abrió la puerta de la habitación de los padres.
–¡Madre!
–dijo.
–¿Qué,
hijo?
En
la penumbra no se percibía el rostro de la madre.
–Me
ha dicho Mercedes que te sientes mal.
–No
es nada. Cansancio.
–¿Quieres
que avisemos a un médico…?
–No.
Se pasará. Es que me he cansado más de la cuenta.
–Deberíamos
avisar a un médico para que te mirase.
–No,
hijo.
La
madre y el hijo aguardaron silencio. En la cama de matrimonio a madre estaba como
desmayada La almohada, blanca, y el rostro, de un pálido grisáceo. El pelo como
un manojo de esparto.
–Vete
a comer.
–Luego
vengo a estar contigo.
–Bueno.
No os preocupéis, que no es nada.
–¿Has
comido?
–No.
–¿No
quieres nada?
–No.
No te preocupes. Anda, vete.
Paco
cerró suavemente la puerta. Cuando llegó a la cocina preguntó a la hermana:
–¿Ha
cogido algún frío?
–Esta
mañana ha estado lavando.
–Habrá
que avisar a un médico. Padre, ¿qué ha dicho?
–¡Como
ella dice que no se avise…!
–¡No
quiere, siempre igual! –dijo Paco, y se indignó–. Pues aunque no quiera.
La
hermana colocó a cazuela encima de la mesa, sobre una rejilla.
–¡Anda,
come! –dijo.
Paco
dejó que le sirviera. Metió la cuchara en el plato y comenzó a comer en silencio.
–¿En
qué estás pensando? –preguntó la hermana
Paco
no respondió.
6
La tarde estaba
pesada y tormentosa. Llegaban del campo aromas cereales. Olían las cloacas. Olía
a humos de locomotoras. La gente que callejeaba olía un poco a sudor, un poco a
ropas que han tomado el soso olor de la cal en armarios enjalbegados y sombríos
como despensas: olía a campesino puesto de domingo en la ciudad.
Cada
paso era un descubrimiento. Olía a hospital. No olía a hospital, pero Paco tenía
la sensación de que caminaba por un pasillo de hospital, mezclados el olor de la
botica y el del ser humano, acompañado por el murmullo. De un zumbido de quejas
sobre enfermedades propias y enfermedades de los parientes o de los amigos a los
que se va a visitar. En los retazos de conversaciones que llegaban a sus oídos creía
sorprender la quejumbre, la salmodiosa habla de los enfermos y de los visitadores.
Apuntaban
las cuatro y media e iba por la calle de Atocha.
Sobre
el chirrido de un tranvía rompió la tronada. Sobre el polvillo, tenue como una purpurina
de alas de mariposas nocturnas, que cubre las calles antes de las tormentas, cayeron
las primeras gotas. Paco andaba de prisa hacia Antón Martín. Alzó los ojos al cielo
negro–violeta como un gran hematoma. Las primeras gotas cayeron adormecidas. Después
tabletearon delicadamente en el asfalto, en los tejados, en las claraboyas de las
casas viejas.
No
llovió más. Las nubes estaban fijas sobre la ciudad y la enclaustraron, la recogieron
de su dispersión, la limitaron en un regazo denso, carnoso y morado. Cansaba caminar,
pesaban las manos en los bolsillos, dolía la chaqueta en las axilas. Un olor de
humedad ganó la calle. Una sensación de dolor sucio le desazonaba.
Paco
pensó en las chinches de una pensión del Sur, en una población en la que había boxeado.
Una noche con bochorno de tormenta. Una noche en que los nervios punteaban la piel.
Pensó que lo peor que le podía ocurrir en el mundo era ponerse enfermo en una pensión
del Sur, desmantelada, cargada de soledad. Prefería el hospital con toda su tristeza,
con el cobijo de los demás, aunque temiera la cercanía de la muerte.
Entró
en el bar. Pasó delante del mostrador y se fue al fondo. El muchacho del mostrador
le saludó:
–Hola,
Young.
En
los vasares del mostrador se rizaban las fotografías de los boxeadores junto a la
de las supervedetes y las de los caricatos célebres. Los boxeadores saludando; los
boxeadores en guardia, con guantes, sin guantes, en vendas. Dedicatorias: “A mi
particular amigo Mariano Martínez”, y la firma garrapateda. “A Mariano, gran aficionado
al boxeo, su amigo”, y la firma torpe. “A Mariano después del combate más duro de
mi vida”, y la firma clara. “A mi admirador Mariano Martínez el día que gané el
Campeonato de Castilla del peso pluma por k.o.”, y la firma muy grande. Las fotografías
de algunos de los campeones de España de los diferentes pesos solamente tenían las
firmas.
–Hola,
Young.
Los
boxeadores jugaban al mus, rodeados de unos vagos vagos, admiradores profesionales.
–Hola,
chaval –dijo el ex campeón.
Los
vagos le hicieron un sitio al boxeador Young Sánchez.
–Hay
que comer patatas –dijo el ex campeón.
Los
vagos se rieron.
–¿Eh,
chaval? –preguntó el ex campeón.
–Sí
tú lo dices… respondió Young Sánchez.
–Hay
que comer patatas –dijo el ex campeón–, porque si no el estómago no aguanta… –y
barbarizó.
Uno
de los vagos palmeó las espaldas del ex campeón, que volvió la cabeza airado.
–¡Eh,
tú, que yo no soy una tía!
–¿Atiendes
o no atiendes? –preguntó uno de los de la partida.
–Calma
–dijo el ex campeón–, tengo unos pares de muerte, con los que te voy a matar.
–Muy
bien.
–Pues
me paso hasta mi compañero, que os va a arrear de muerte.
Young
Sánchez miraba la cara del ex campeón. Una cara con “mucha leña encima”. Bajo las
ceras, peladas de cicatrices, le brillaban hundidos los ojos. Las comisuras de los
labios se le alargaban en dos rayas blanquecinas, que destacaban en el moreno de
la piel y de la barba.
–Mátalos
con un órdago.
Leña
en los pómulos, leña en la nariz, leña en las orejas. Aceptaron el órdago y ganaron
el ex campeón y su compañero. El ex campeón dijo satisfecho.
–Hay
que comer patatas. Dos tiñosas y dos ases. Ves, chaval, como hay que comer patatas.
Y les das. Les das de derecha y luego de izquierda. Los dejas para sebo.
Uno
de los vagos preguntó a Young Sánchez.
–¿Debutas
por fin?
–No
se habla –gritó el ex campeón–. No se habla, porque me distraigo. A hablar se va
uno al mostrador.
Dieron
cartas.
El
compañero del ex campeón miró a Young Sánchez y sonrió:
–¿Son
buenas las condiciones?
Young
Sánchez le hizo un vago gesto de insatisfacción que formaba parte del juego cuando
se hablaba de contratos. Un boxeador de alguna importancia nunca podía demostrar
entusiasmo por el dinero de los contratos, siempre tenía que dar la impresión de
que era algo muy por debajo de sus merecimientos. Al llegar a campeón, el juego
variaba y había que dar la impresión contraria, la de que los contratos eran muy
ventajosos.
El
compañero del ex campeón era un buen peso ligero que se disponía a irse a América.
Se llamaba Raimundo Moreno.
–No
se habla, Ray –dijo el ex campeón–. Hay que estar en el combate.
–Bien,
Marquitos –respondió Ray Moreno.
–Hay
que dar de nuevo –dijo el ex campeón–, porque tengo cinco cartas. Todo por hablar.
Jugando no se habla.
–¿Dónde
están las cinco cartas? –preguntó, mirándole, uno de la pareja contraria.
El
ex campeón contó las cartas y sonrió con una amplia sonrisa de máscara.
–Nada
de marrullerías –dijo el que había preguntado por las cartas–. Nada de suciedades.
El
ex campeón, alborozado, golpeó con las palmas de las manos en la mesa.
–Con
estas cuatro cartas se acaba la partida. Órdago a todo. Y quiero una copa de coñac.
Tú –señaló a uno de los vagos, tráeme una copa de coñac.
El
vago obedeció y se encaminó al mostrador.
–Órdago
a todo –gritó el ex campeón– Así se juega, Ray. Fíjate qué asalto. Qué pelea estoy
haciendo, porque tú no me ayudas ni esto.
Hizo
un ruido con el índice y el pulgar derechos.
–Bien,
Marquitos; pero lleva cuidado –dijo Ray.
Siguieron
la partida hablando únicamente las jugadas. El vago llegó con la copa de coñac.
–Gracias,
segundo –dijo el ex campeón–. Te puedes tomar un chato a mi cuento.
–Gracias,
Marquitos; luego.
–Luego,
no. Ahora, que es cuando te he invitado.
–Bueno;
lo tomaré ahora.
–Atiende,
Marquitos –dijo Ray.
–Estoy,
estoy…
–Esta
es la última. Ellos están a falta de cinco y nosotros de dos –declaró Ray.
–Pues
órdago, no quiero perder los puntos –dijo el ex campeón.
–¡Quiero!
–contestó uno de los contrarios.
El
ex campeón perdió.
–Ves…
–le reprochó Ray.
–A
los puntos hubiera sido peor.
–Hubiéramos
ganado si te pasas a todo.
–No,
hubiéramos perdido.
Ray
Moreno le hizo una suma del tanteo.
–¿Ves…?
–¿Quién
me da un cigarro? –preguntó el ex campeón.
Uno
de los vagos le ofreció una cajetilla de Bisonte. El ex campeón encendió un cigarrillo
y principió a fumarlo como un fumador novato, casi soplando el humo.
–Esta
partida estaba visto que la teníamos perdida desde el principio, totalmente perdida.
–¿Por
qué? –preguntó Ray.
–Porque
se veía. Yo lo he visto desde el primer momento, desde la campana.
Young
Sánchez hablaba con Chele y Adrián Ortega, que era la pareja de ganadores.
–Yo
voy a Zaragoza el sábado –dijo Chele.
–Dentro
de dos semanas tengo combate en Barcelona –dijo Adrián Ortega.
Los
vagos atendían al ex campeón. Éste dijo de pronto:
–Me
marcho, porque me esperan, y mañana no vengo.
–Bueno,
Marquitos –dijo Chele–, si mañana no hay partida, ya no la hay hasta que venga yo
de Zaragoza.
–También
me voy.
El
ex campeón se quedó un momento pensando.
–Suerte,
Chele; suerte Young. Ya nos veremos. A comer patatas.
El
ex campeón parecía bailar al caminar. Se paró un momento en el mostrador y pagó.
Al andar se llevaba la mano derecha a la cabeza. Se dirigió a la puerta. Arreciaba
la lluvia. Young Sánchez, Chele, Adrián Ortega y Ray Moreno le siguieron con los
ojos. El ex campeón, al llegar a la puerta, no dudó y salió a la calle. La calle
estaba solitaria.
7
Paco estaba sentado
en la mesa de masajes de la cabina de boxeadores. Unos metros a sus espaldas, Bustamante
se dejaba vendar la manos.
–Estira
un poco la cara.
Paco
obedeció a su segundo, que comenzó a embadurnarle el rostro de glicerina. Luego
le dio una toalla para que se enjuagase.
–Ya
estás listo.
Paco
cerró el puño derecho y lo golpeó contra la palma de su mano izquierda, probando
el vendaje. Luego con el puño de la mano izquierda, golpeó en la palma de la mano
derecha.
–¿Está
bien? –preguntó el segundo.
–Bien.
–Voy
a asomarme a ver cómo va el combate.
Era
el último de aficionados. En cuanto acabara, les tocaba a ellos. De ellos, era el
primero de profesionales de la velada mixta. Paco miró a Bustamante. Se lo habían
presentado por la mañana en el pesaje oficial. Le había dicho “mucho gusto”, y no
le había oído nada más. Bustamante le llevaba apenas unos gramos, pero tenía más
envergadura que él.
Entró
el segundo.
–Les
quedan dos rounds; ninguno de los dos pega –dijo–. Échate y te doy un poco de masaje.
–No
es necesario.
–Como
tú quieras, Young. ¿Estás tranquilo?
–Sí.
“Más
envergadura que yo”, pensé. Y de repente sintió que el miedo le trepaba por las
piernas, debilitándoselas, le ascendía por el vientre y se le asentaba en el estómago.
Una bola en el estómago. Una bola, eso era el miedo que obligaba a respirar fuerte,
“porque ahogaba –pensó–, hacía daño y fijaba en ella la atención de uno”. Se llegaba
a sentir las dimensiones de la bola y su peso. Su miedo pesaba exactamente un kilo
y no era mayor de tamaño que la pesa de un kilo de ultramarinos.
–Cálmate
–dijo el segundo.
Paco
sonrió inseguro.
–Cálmate
–repitió el segundo–, eso acaba en seguida. Piensa en otra cosa.
Continuó
sonriendo.
–El
público estará de tu parte.
A
medida que el segundo le hablaba, Paco iba recuperando seguridad. Prestaba atención
a su segundo, eso era todo.
–Si
te conservas fresco los cuatro primeros asaltos, el combate es tuyo, y si lo desbordas
en el primero, también. Yo lo conozco bastante, ¿sabes? No le sigas su ritmo porque
ahí no tienes nada que hacer. O desbordarlo o esperar.
Paco
no se fiaba. El segundo parecía adivinarle el pensamiento.
–Fíjate
en lo que te digo. Yo no te engaño.
El
segundo hablaba en un tono muy bajo, muy suavemente.
–Ceja
izquierda la tiene muy resentida; ahí debes dirigirte en los golpes a la cabeza.
Y fájate los cuatro primeros, o si te atreves…; bueno…, no, es mejor que esperes.
Los
del combate de fondo no se preparaban en la cabina común. Los del combate de semifondo
acababan de entrar. Uno de ellos silbaba mientras se iba desnudando. Ninguno de
los dos había saludado. Paco lo esperaba. Cada uno estaba pensando en el combate;
cada uno sentía cómo el miedo le ascendía por las piernas, por el vientre, hasta
el estómago.
–Ya
han acabado –dijo el segundo.
–¿Vamos?
–preguntó Paco.
–Deja
que entren.
Bustamante
miraba hacia la puerta. Se oían los aplausos y silbidos del público. Paco estaba
de pie con la bata puesta. Su segundo le alargó una toalla, que se puso en torno
al cuello. Se Abrió la puerta y entró un muchacho sostenido por un segundo que hizo
una seña, significado la derrota. El mucho apenas podía tenerse en pie y le ayudaron
a echarse sobre la mesa de masaje. En seguido entró el ganador.
–Vamos
–dijo el segundo.
Paco
le siguió mansamente.
–Calma
–dijo el segundo.
Ya
caminaban por el pasillo entre la gente. Paco se estiró. Le llegaban los aplausos,
como una calentura, hasta las sienes, que le palpitaban fuertemente. Ya sentía a
sus partidarios. A sus primeros partidarios, que se habían pronunciado a su favor.
Los sentía en los aplausos y en las palabras de aliento y en su deseo de violencia.
Saltó
al ring y saludó con la mano derecha en alto.
Se
fue a la escuadra. Vio a Bustamante saltar al ring y saludar. Calibró los aplausos.
–Las
manos.
Casi
se sorprendió ante la exigencia del árbitro. Extendió sus manos y el árbitro cumplió
el trámite.
–Lo
que te he dicho, no lo olvides –dijo el segundo.
–Bien.
Paco
se quitó la bata y se la puso por los hombros. Después se calzó los guantes. Volvió
a saludar con el puño enguantado cuando el speaker dio su nombre y su peso.
No
tenía miedo. No sentía el cuerpo. Los llamó el árbitro al centro del ring. Les hizo
las recomendaciones de costumbre y encareció la combatividad: era profesionales.
Volvió cada uno a su rincón.
“Tengo
que ganar”, pensó. Abrió la boca y el segundo le colocó el protector. “Tengo que
ganar –pensó– para ellos. Tengo que ganar este combate para mi padre y su orgullo,
para mi hermana y su esperanza, para mi madre y su tranquilidad. Tengo que ganar”.
–Haz
lo que te he dicho –dijo el segundo.
Entonces
sonó la campana y se volvió. Estaban esperándole.
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