lunes, 29 de agosto de 2022

Como dicen duermen los ángeles en el paraíso

Víctor Roura

 

Caminaba por Reforma cuando una mulata, con medias blancas, me detuvo.

–Llueve y nadie se ve por las calles –dijo.

Alcé los hombros.

–Mejor –contesté.

Sin decirnos nada, nos fuimos acompañando. Yo no quería hablar, supongo que ella tampoco, pero ambos no queríamos estar solos.

El aguacero arreció.

–¿Sabes la hora? –pregunté.

No dijo nada, sólo me extendió su brazo. Vi su reloj. Eran las nueve con diecisiete minutos.

–Ya es noche –dije.

Movió la cabeza.

Llegamos hasta Avenida Juárez. Le tomé la mano y nos metimos al Salón Palacio. Estábamos mojadísimos. Chucho, desde la barra, saludó. Nos acercamos.

–¿Tendrás algo para la cabeza? –pidió la mulata.

Chucho proporcionó una toalla. Y preguntó:

–¿Qué van a tomar?

–Lo mismo –dije.

La mulata volteó a verme.

Por fin nos miramos a los ojos.

–Yo también –dijo.

Tenía una indefinible expresión de tristeza. Me recordó de pronto a las coristas negras de rock. Su minifalda era blanca, al igual que sus medias. Apabullaba visualmente la mulata. Ya sentados en el bar pude apreciarlo. El ron sabía exquisito. Ella seguía secándose el cabello. No tenía ninguna pintura en su rostro, ni la necesitaba. Era un bello ángel negro.

–¿Qué hacías solo por Reforma? –preguntó, mirando hacia el techo, examinando el salón, buscando quién sabe qué en aquel rincón.

Le hice una seña a Chucho para que sirviera la segunda ronda.

–Tenía una cita en el Ángel… –dije.

Ella se quitó el suéter. Se quedó con una minúscula blusa. Los parroquianos nos miraban de vez en vez. La miraban a ella, mejor dicho, de vez en vez.

–Pero nunca llegó –dijo.

No respondí.

No tenía ganas de hablar.

–¿No tienes calor? –preguntó.

Sí, apenas empezaba a sentirlo. No le respondí. Me quité el saco.

–Bebamos en silencio –sugerí.

Dejó la toalla en la mesa. De un solo trago dio cuenta de su segunda copa. Chucho trajo los otros dos rones. Había mucho barullo. Un tipo se levantó, enfurecido. Insultó a un tercero. Pero lo calmaron, con rapidez. Ebrios, finalmente. Me pareció ver un brillo en los grandes ojos de la mulata.

–Tipos locos –acotó.

Miraba a mi alrededor. Alguna vez veía a mi acompañante. Ella hacía lo mismo. Estaba atenta a lo que sucedía en la tranquila algarabía del salón. Sentía, ocasionalmente, sus miradas.

Pero los dos no hablábamos.

A la sexta copa, Chucho trató de reanimarnos.

–¿Y cómo se llama la bella dama? –preguntó.

La miré.

–El que usted disponga.

Chucho rio. Volvió a la barra.

Nuestros cabellos ya se habían secado.

–Quisiera volver a caminar –dije.

No me miró.

–Puedes hacerlo –indicó.

Le pedí la cuenta a Chucho.

–…Pero ella no va a estar esperándote en el Ángel –dijo, segura de sí.

Yo no quería regresar a ese sitio, sino únicamente caminar. Pagué las bebidas, me despedí de la mulata y salí. Seguía lloviendo.

Ya en la Alameda, me la volví a encontrar.

–Llueve y nadie se ve por las calles –dijo.

Alcé los hombros.

–Mejor –dije.

Y nos fuimos caminando por la Alameda, luego por Madero, luego por Tlalpan y nos regresamos por las mismas calles. Íbamos y veníamos en silencio, sólo acompañándonos.

Vimos salir el sol, sentados en la glorieta del Ángel, sobre Reforma.

–No va a venir –dijo.

Nos miramos largamente.

Su rostro denotaba cansancio. Y tristeza. Una indefinible tristeza.

–¿Dónde vives? –pregunté.

Señaló con el dedo hacia Río Tíber.

–Te acompaño –dije.

La dejé en una lujosa residencia, no recuerdo el número, y volví sobre mis pasos.

Ya el sol pegaba duro sobre mi cara.

No había caminado ni dos cuadras cuando la mulata me detuvo por la espalda.

–Has de tener mucho sueño –dijo.

Asentí, sin mirarla.

–Vamos…

Ya en su casa me condujo a una habitación, me dejó acostado en la cama y se retiró.

Dormí, entonces, como dicen duermen los ángeles en el paraíso.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario