Víctor Roura
Caminaba
por Reforma cuando una mulata, con medias blancas, me detuvo.
–Llueve y nadie se ve por las calles –dijo.
Alcé los hombros.
–Mejor –contesté.
Sin decirnos nada, nos fuimos acompañando.
Yo no quería hablar, supongo que ella tampoco, pero ambos no queríamos estar
solos.
El aguacero arreció.
–¿Sabes la hora? –pregunté.
No dijo nada, sólo me extendió su brazo.
Vi su reloj. Eran las nueve con diecisiete minutos.
–Ya es noche –dije.
Movió la cabeza.
Llegamos hasta Avenida Juárez. Le tomé la
mano y nos metimos al Salón Palacio. Estábamos mojadísimos. Chucho, desde la
barra, saludó. Nos acercamos.
–¿Tendrás algo para la cabeza? –pidió la
mulata.
Chucho proporcionó una toalla. Y preguntó:
–¿Qué van a tomar?
–Lo mismo –dije.
La mulata volteó a verme.
Por fin nos miramos a los ojos.
–Yo también –dijo.
Tenía una indefinible expresión de
tristeza. Me recordó de pronto a las coristas negras de rock. Su minifalda era
blanca, al igual que sus medias. Apabullaba visualmente la mulata. Ya sentados
en el bar pude apreciarlo. El ron sabía exquisito. Ella seguía secándose el
cabello. No tenía ninguna pintura en su rostro, ni la necesitaba. Era un bello
ángel negro.
–¿Qué hacías solo por Reforma? –preguntó,
mirando hacia el techo, examinando el salón, buscando quién sabe qué en aquel
rincón.
Le hice una seña a Chucho para que
sirviera la segunda ronda.
–Tenía una cita en el Ángel… –dije.
Ella se quitó el suéter. Se quedó con una
minúscula blusa. Los parroquianos nos miraban de vez en vez. La miraban a ella,
mejor dicho, de vez en vez.
–Pero nunca llegó –dijo.
No respondí.
No tenía ganas de hablar.
–¿No tienes calor? –preguntó.
Sí, apenas empezaba a sentirlo. No le
respondí. Me quité el saco.
–Bebamos en silencio –sugerí.
Dejó la toalla en la mesa. De un solo
trago dio cuenta de su segunda copa. Chucho trajo los otros dos rones. Había
mucho barullo. Un tipo se levantó, enfurecido. Insultó a un tercero. Pero lo
calmaron, con rapidez. Ebrios, finalmente. Me pareció ver un brillo en los
grandes ojos de la mulata.
–Tipos locos –acotó.
Miraba a mi alrededor. Alguna vez veía a
mi acompañante. Ella hacía lo mismo. Estaba atenta a lo que sucedía en la
tranquila algarabía del salón. Sentía, ocasionalmente, sus miradas.
Pero los dos no hablábamos.
A la sexta copa, Chucho trató de
reanimarnos.
–¿Y cómo se llama la bella dama? –preguntó.
La miré.
–El que usted disponga.
Chucho rio. Volvió a la barra.
Nuestros cabellos ya se habían secado.
–Quisiera volver a caminar –dije.
No me miró.
–Puedes hacerlo –indicó.
Le pedí la cuenta a Chucho.
–…Pero ella no va a estar esperándote en
el Ángel –dijo, segura de sí.
Yo no quería regresar a ese sitio, sino
únicamente caminar. Pagué las bebidas, me despedí de la mulata y salí. Seguía
lloviendo.
Ya en la Alameda, me la volví a encontrar.
–Llueve y nadie se ve por las calles –dijo.
Alcé los hombros.
–Mejor –dije.
Y nos fuimos caminando por la Alameda,
luego por Madero, luego por Tlalpan y nos regresamos por las mismas calles.
Íbamos y veníamos en silencio, sólo acompañándonos.
Vimos salir el sol, sentados en la
glorieta del Ángel, sobre Reforma.
–No va a venir –dijo.
Nos miramos largamente.
Su rostro denotaba cansancio. Y tristeza.
Una indefinible tristeza.
–¿Dónde vives? –pregunté.
Señaló con el dedo hacia Río Tíber.
–Te acompaño –dije.
La dejé en una lujosa residencia, no
recuerdo el número, y volví sobre mis pasos.
Ya el sol pegaba duro sobre mi cara.
No había caminado ni dos cuadras cuando la
mulata me detuvo por la espalda.
–Has de tener mucho sueño –dijo.
Asentí, sin mirarla.
–Vamos…
Ya en su casa me condujo a una habitación,
me dejó acostado en la cama y se retiró.
Dormí, entonces, como dicen duermen los
ángeles en el paraíso.
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