H. G. Wells
Si se debe dar o no crédito
a la historia de Gottfried Plattner, es una buena cuestión por lo que respecta al
valor de la evidencia. Por una parte, contamos con siete testigos –para ser del
todo exactos, contamos con seis pares y medio de ojos y un hecho innegable– y por
la otra contamos con –¿cómo diríamos?– prejuicios, sentido común e inercia de opinión.
Jamás hubo siete testigos con una apariencia más sincera, y jamás hubo un hecho
más innegable que la inversión de la estructura anatómica de Gottfried Plattner
y jamás existió una historia más absurda que la que tuvieron que contar. Y la parte
más descabellada de la historia de la digna contribución de Gottfried (pues él mismo
es uno de los siete). ¡No quiera Dios que yo, impulsado por mi pasión hacia la imparcialidad,
me vea inducido a alentar la superstición llegando a compartir así el sino de los
patrones de Eusapia! Francamente, estoy convencido de que hay algo distorsionado
en este asunto de Gottfried Plattner, pero debo reconocer con la misma franqueza,
que ignoro cuál es el elemento distorsionador. Me ha sorprendido el crédito concedido
a esta historia en los ambientes más inesperados y autorizados. Lo mejor para el
lector, en cualquier caso, será que yo la cuente sin más comentarios.
A
pesar de su nombre, Gottfried Plattner es un libre ciudadano inglés. Su padre era
un alsaciano que vino a Inglaterra en los años sesenta, casó con una respetable
muchacha inglesa de antepasados nada excepcionales, y murió, tras una vida saludable
y sin peripecias (dedicada principalmente, según tengo entendido, a la colocación
de pavimentos de parquet), en 1887. Gottfried tiene veintisiete años de edad.
En
virtud de su herencia trilingüe, es profesor de Lenguas Modernas en una pequeña
escuela privada del sur de Inglaterra. Ante el observador casual, él es singularmente
similar a cualquier otro profesor de Lenguas Modernas de cualquier otra pequeña
escuela privada. Su indumentaria no es ni especialmente costosa ni demasiado a la
moda, pero por otra parte tampoco es demasiado barata ni usada; su complexión resulta
insignificante tanto por su estatura como por su porte. Quizá uno pudiera reparar
en que, como en la mayoría de la gente, su cara no es absolutamente simétrica, siendo
su ojo derecho un poco mayor que el izquierdo y su mandíbula una pizca más fuerte
en el lado derecho. Si usted, como cualquier persona descuidada, tuviera que desnudarle
el pecho para sentir latir su corazón, lo encontraría más o menos similar al corazón
de cualquier otro.
Pero
en este punto usted y el observador experimentado acabarían por tomar diferentes
derroteros. Si usted no hallara nada raro en ese corazón, el observador experimentado
lo hallaría de muy distinta manera. Y una vez que le fuera señalada, usted también
percibiría la peculiaridad fácilmente. Y es que el corazón de Gottfried Plattner
late en el lado derecho de su cuerpo.
Ahora
bien, no es que ésta sea la única singularidad de la estructura de Gottfried, si
bien es la única que llamaría la atención de una mente no experimentada. Un detenido
sondeo de la ubicación interna de los órganos de Plattner, por parte de un conocido
cirujano, parece apuntar hacia el hecho de que todas las demás partes asimétricas
de su cuerpo se hallan análogamente desplazadas. El lóbulo derecho de su hígado
está en el lado izquierdo y el izquierdo en el derecho; en tanto que sus pulmones
también están análogamente contrapuestos. Y lo que es aún más singular: a menos
que Gottfried sea un actor consumado, deberíamos creer que su mano derecha se ha
vuelto recientemente izquierda. Desde los acontecimientos que estamos a punto de
considerar (tan imparcialmente como sea posible), él ha experimentado la mayor dificultad
en escribir, excepto de derecha a izquierda, a través del papel, con la mano izquierda.
Es incapaz de lanzar nada con la mano derecha, y a la hora de las comidas se queda
perplejo entre el cuchillo y el tenedor y sus ideas sobre las normas de la carretera
(es ciclista) se hallan aún sumidas en una peligrosa confusión. Y no existe ni la
más leve prueba que nos indique que Gottfried hubiera sido zurdo antes de estos
sucesos.
Hay,
no obstante, otro hecho extraordinario en esta absurda cuestión. Gottfried exhibe
tres fotografías suyas. Lo tenemos a la edad de cinco o seis años mientras acerca
unas piernas regordetas en dirección nuestra, por debajo de una levita escocesa,
frunciendo el ceño. En esa fotografía su ojo izquierdo es un poco mayor que el derecho
y su mandíbula una pizca más marcada en el lado izquierdo. Justo lo contrario que
en sus actuales condiciones de vida. La fotografía de Gottfried a los catorce años
parece estar en contradicción con estos hechos, pero esto ocurre porque se trata
de una de aquellas fotografías baratas “Gem” que estaban entonces en boga, tomadas
directamente sobre metal y que, por consiguiente, invertían las cosas exactamente
igual que lo hubiera hecho un espejo. La tercera fotografía le representa a la edad
de veintiún años y confirma el testimonio de las anteriores. Parece existir aquí
una evidencia, del más alto valor confirmatorio, de que Gottfried ha intercambiado
su lado izquierdo con el derecho. Sin embargo, cómo un ser humano pueda ser cambiado
de ese modo, de no ser por un fantástico e inútil milagro, resulta extremadamente
difícil de sugerir.
Es
indudable que, en cierto sentido, estos hechos podrían resultar explicables bajo
la suposición de que Plattner hubiera emprendido una elaborada mistificación fundándose
en el desplazamiento de su corazón. Las fotografías pueden ser retocadas y la zurdería,
imitada. Pero el carácter de este hombre no se presta a ninguna de dichas teorías.
Es tranquilo, práctico, discreto y cabalmente sano según los cánones de Nordau.
Le gusta la cerveza y fuma con moderación, da su paseo cotidiano para hacer ejercicio
y posee un saludable y alto concepto del valor de su enseñanza. Tiene una buena,
aunque no educada voz de tenor, y disfruta cantando arias de carácter festivo y
popular. Es amante de la lectura, aunque no de forma morbosa (principalmente ficción
impregnada de un optimismo vagamente piadoso), duerme bien y sueña raras veces.
Es, efectivamente, la última persona que podría desarrollar Una fábula fantástica.
En verdad, lejos de imponerle al mundo esta historia, se ha mostrado singularmente
reticente en la materia. Responde a las indagaciones con cierto cautivador… retraimiento,
por así decirlo, que desarma a los más suspicaces. Parece sinceramente avergonzado
de que algo tan insólito le haya ocurrido a él.
Hay
que lamentar que la aversión de Plattner a la idea de la disección post mortem
pueda posponer, tal vez para siempre, la prueba definitiva de que el lado izquierdo
y el derecho de la totalidad de su cuerpo han sido transpuestos.
De
ese hecho depende principalmente la credibilidad de su historia. No hay forma de
coger a un hombre y removerlo en el espacio, tal y como la gente corriente entiende
el espacio, que dé por resultado el intercambio de sus lados. Hagáis lo que hagáis,
el derecho sigue siendo el derecho y el izquierdo, el izquierdo.
Eso
se puede hacer con una cosa perfectamente fina y plana, por supuesto. Si tuvierais
que recortar una figura de papel, cualquier figura con un lado derecho y uno izquierdo,
podríais intercambiar los lados simplemente levantándola y dándole la vuelta. Pero
con un sólido es diferente. Los teóricos matemáticos nos dicen que la única manera
de intercambiar el lado derecho y el izquierdo de un cuerpo sólido es quitándolo
limpiamente del espacio tal y como lo conocemos (es decir, quitándolo de una existencia
ordinaria) y dándole la vuelta en alguna parte fuera del espacio. Esto es un poco
abstruso, no hay duda, pero cualquiera que tenga los más mínimos conocimientos de
la teoría matemática, puede garantizar al lector que es verdad. Por ponerlo en lenguaje
técnico, la curiosa inversión de los lados derecho e izquierdo de Plattner es la
prueba de que él se trasladó de nuestro espacio a lo que se denomina Cuarta Dimensión
y regresó de nuevo a nuestro mundo. A menos que optemos por considerarnos víctimas
de una elaborada e inmotivada maquinación, casi nos vemos obligados a creer que
ha ocurrido esto.
Eso
en cuanto a los hechos tangibles. Vamos ahora con el relato de los fenómenos que
concurrieron en su desaparición temporal del mundo. Plattner, al parecer, en la
Sussexville Proprietary School, no solo desempeñaba el cargo de profesor de Lenguas
Modernas, sino también de química, geografía mercantil, teneduría de libros, taquigrafía,
dibujo y cualquier otra asignatura adicional que suscitara directamente la atención
de los caprichos de los volubles padres de los muchachos. Sabía poco o nada de estas
variadas asignaturas, pero en la secundaria, a diferencia de la escuela pública
o primaria, los conocimientos en el profesor no son, muy acertadamente, de ningún
modo tan necesarios con un elevado talante moral y un tono caballeroso. En química
era especialmente deficiente, no conociendo, decía él, nada a excepción de los Tres
Gases (sean lo que fueran estos Tres Gases). Como, no obstante, sus alumnos empezaban
por no saber nada y recababan de él toda su información, esto no le causó, ni a
él ni a nadie, el más mínimo inconveniente durante varios trimestres. Y entonces
llegó a la escuela un chiquillo de nombre Whibble que, al parecer, había sido educado
por algún malévolo pariente en la costumbre de hacer preguntas. Este chiquillo atendía
a las clases de Plattner con marcado y sostenido interés y, a fin de mostrar su
fervor por la materia, en varias ocasiones llevó a Plattner unas sustancias para
analizar. Plattner, halagado por esta prueba de su capacidad de despertar interés
y confiando en la ignorancia del muchacho, las analizó y llegó incluso a emitir
algunos juicios generales sobre su composición.
Más
aún, se sintió tan estimulado por su alumno que llegó a hacerse con un tratado de
química analítica y a estudiarlo durante su turno de guardia en las horas de estudio
vespertinas. Y se sorprendió al descubrir que la química era una materia realmente
interesante.
Hasta
aquí la historia es absolutamente tópica. Pero ahora aparece en escena el polvo
verdoso.
La
fuente de ese polvo verdoso, lamentablemente, parece haberse perdido. El señorito
Whibble cuenta la historia tortuosa de haberlo encontrado dentro de un paquete en
una calera abandonada junto a las colinas. Si se hubiera podido acercar enseguida
una cerilla a ese polvo, habría sido una cosa excelente para Plattner y, posiblemente,
para la familia del señorito Whibble. Lo que sí es cierto es que el joven caballero
no lo llevó a la escuela en un paquete, sino en un frasco corriente de ocho onzas,
graduado, para medicinas, y taponado con papel de periódico masticado. Se lo dio
a Plattner al término de las clases de la tarde. Cuatro muchachos habían sido retenidos
en la escuela después de las oraciones con el fin de completar unos deberes descuidados,
y Plattner los vigilaba en la pequeña aula donde se daban las clases de química.
El equipo para la enseñanza práctica de la química en la Sussexville Proprietary
School, al igual que en la mayoría de las escuelas privadas de este país, se caracterizaba
por una severa simplicidad. Se conservaba en un armario situado en un entrante de
la pared y que tenía aproximadamente la misma capacidad que un baúl corriente de
viaje. Plattner, aburrido de su pasiva tarea de vigilancia, parecía haber acogido
la intervención de Whibble con su polvo verde, como una agradable diversión y, abriendo
el armario, procedió inmediatamente a sus experimentos analíticos. Whibble se sentó
a mirarle, afortunadamente para él, a una distancia prudencial. Los cuatro bribones,
fingiendo estar profundamente absortos en su trabajo, le miraban furtivamente con
el más vivo interés. Porque incluso dentro del límite de los Tres Gases, las prácticas
de química de Plattner, resultaban, según tengo entendido, temerarias.
Todos
se muestran prácticamente unánimes en sus relatos sobre la actuación de Plattner.
Vertió
un poco de polvo verde en una probeta y trató la substancia con agua, ácido clorhídrico,
ácido nítrico y ácido sulfúrico sucesivamente. Al no obtener ningún resultado, vació
otro poco (casi medio frasco en realidad) sobre una plancha de pizarra y acercó
una cerilla. Sujetó el frasco de medicinas con la mano izquierda. La substancia
empezó a despedir humo y a licuarse y luego… explotó con una violencia ensordecedora
y un relámpago cegador.
Los
cinco muchachos, al ver el relámpago y presagiando la catástrofe, se arrojaron bajo
los pupitres, y ninguno de ellos resultó seriamente herido. La ventana salió despedida
hasta el campo de juegos y la pizarra fue derribada de su caballete. La pizarra
quedó pulverizada. Del techo cayó un poco de enlucido. Ni el edificio de la escuela
ni los accesorios sufrieron ningún otro daño y los muchachos, al principio, al no
ver a Plattner por ninguna parte, se imaginaron que había caído al suelo y que yacía
fuera de su vista bajo los pupitres. De un salto, salieron de sus sitios para acudir
en su ayuda y se quedaron estupefactos al no encontrar más que un espacio vacío.
Aún confundidos por la súbita violencia de la explosión, se precipitaron hacia la
puerta abierta bajo la impresión de que él debía haber quedado herido y que debía
haber salido corriendo del aula. Pero Carson, que era el primero, casi tropezó en
el umbral con el director, el señor Lidgett.
El
señor Lidgett es un hombre corpulento, colérico, con un solo ojo. Los muchachos
le describen entrando a trompicones en el aula y vociferando alguna de esas interjecciones
mitigadas que los maestros de escuela irritables acostumbran a utilizar, por miedo
de no caer en lo peor. “¡Córcholis!” dijo. “¿Dónde está el señor Plattner?” Los
muchachos concuerdan en que éstas fueron sus palabras exactas. (“Haragán”, “Pisaverde”
y “Córcholis” se encuentran, al parecer, entre la pequeña moneda corriente del comercio
escolar del señor Lidgett.)
¿Dónde
está el señor Plattner? Esa era una pregunta que iba a repetirse muchas veces en
los días inmediatos. Parecía realmente como si esa desmedida hipérbole, “pulverizado
por la explosión”, se hubiera cumplido por una vez. De Plattner no quedaba ni una
sola partícula visible; ni una sola gota de sangre y ni un jirón de ropa. Al parecer
su existencia había sido apagada de un soplo, limpiamente, sin dejar ningún rastro.
¡No quedaban de él ni sus cenizas!, por citar una expresión proverbial. La evidencia
de su absoluta desaparición, como consecuencia de aquella explosión, es un hecho
indudable.
No
es necesario extendernos aquí sobre la conmoción suscitada en la Sussexville Proprietary
School, en Sussexville y en otras partes, por este acontecimiento. Es muy posible,
en verdad, que los lectores de estas páginas puedan recordar haber oído alguna versión
remota y atenuada de esa conmoción durante las últimas vacaciones de verano. Por
lo que parece, Lidgett hizo todo cuanto estuvo en su mano para sofocar y minimizar
la historia. Instituyó una penalización de veinte líneas para quien hiciera alguna
mención del nombre de Plattner entre los muchachos, y declaró en el aula que estaba
perfectamente al tanto del paradero de su ayudante. Temía que la posibilidad de
que tuviera lugar una explosión, explicó, a pesar de las elaboradas precauciones
tomadas para minimizar la enseñanza práctica de la química, pudiera dañar la reputación
de la escuela, como también podría dañarla toda misteriosa propiedad en la desaparición
de Plattner. Y efectivamente, hizo todo cuanto pudo para que la concurrencia pareciera
lo más corriente posible. Concretamente, sometió a los cinco testigos oculares del
lance a un interrogatorio tan minucioso, que empezaron a dudar de la simple evidencia
de sus sentidos. Pero, a pesar de estos esfuerzos, el relato, en una versión magnificada
y distorsionada, causó tal sensación en el distrito que numerosos padres retiraron
a sus hijos con plausibles pretextos. No menos notable en la cuestión es el hecho
de que un gran número de personas del vecindario soñaron con Plattner en unos sueños
vividos durante el período de agitación que precedió a su regreso, y que estos sueños
poseían una curiosa uniformidad. En casi todos Plattner fue visto, a veces solo,
a veces en compañía, vagando por una fulgurante iridiscencia. En todos los casos
su rostro estaba pálido y fatigado y, en algunos, gesticulaba hacia el soñador.
Uno o dos de los muchachos, evidentemente bajo el influjo de una pesadilla, imaginaron
que Plattner se acercaba a ellos a una notable velocidad y parecía mirarlos fijamente
a los mismísimos ojos.
Otros
huyeron, junto con Plattner, de la persecución de vagas y extraordinarias criaturas
de forma globular. Pero todas estas fantasías quedaron olvidadas en interrogantes
y especulaciones cuando, el miércoles de la semana posterior al lunes de la explosión,
Plattner regresó.
Las
circunstancias de su regreso fueron tan singulares como las de su partida. Tratando
de integrar, en la medida de lo posible, el esbozo algo colérico del señor Lidgett
con las vacilantes manifestaciones de Plattner, resultaría que en la tarde del miércoles,
hacia la hora del crepúsculo, el primero de estos caballeros, tras dar por finalizado
el estudio vespertino, se hallaba atareado en su jardín, recogiendo y comiendo fresas,
una fruta a la que es desmedidamente aficionado. Es un jardín grande de los de antaño
y, afortunadamente, al abrigo de las miradas indiscretas, gracias a una alta tapia
de ladrillo rojo recubierta de hiedra. Precisamente mientras se hallaba inclinado
sobre una planta especialmente prolífica, hubo un relámpago en el aire y un batacazo
sordo; y antes de que pudiera mirar a su alrededor, un cuerpo pesado chocó contra
él violentamente desde atrás. Fue arrojado hacia adelante aplastando las fresas
que tenía en la mano y con tanta fuerza que su sombrero de copa (el señor Lidgett
sigue apegado a los más viejos cánones de los uniformes escolares) se encasquetó
violentamente sobre su frente y casi sobre un ojo. Este pesado misil que pasó rozando
su costado desplomándose en posición sedente entre las plantas de las fresas resultó
ser nuestro señor Plattner, largo tiempo perdido, en un estado extremadamente desmañado.
Estaba sin cuello y sin sombrero, con la ropa blanca sucia, y había sangre en sus
manos. El señor Lidgett estaba tan indignado y sorprendido que se quedó a cuatro
patas y con el sombrero encasquetado sobre su ojo, mientras reconvenía a Plattner
con vehemencia por su irrespetuosa e inexplicable conducta.
Esta
escena tan poco idílica completa lo que yo llamaría la versión exterior de la historia
de Plattner –su aspecto esotérico–. Huelga entrar aquí en todos los detalles de
su despedida por parte del señor Lidgett. Dichos detalles, con todos los nombres
y fechas y referencias, podrán encontrarse en el informe más pormenorizado de estos
sucesos que fue depositado en la Sociedad para la Investigación de Fenómenos Anormales.
La singular transposición de los lados derecho e izquierdo de Plattner apenas fue
observada durante el primer día, o poco más, y luego se apreció, por primera vez,
en relación con su inclinación a escribir de derecha a izquierda en la pizarra.
Más que ostentarla, él ocultó esta curiosa circunstancia confirmatoria, pues consideraba
que afectaría desfavorablemente a sus esperanzas de encontrar un nuevo empleo. La
descolocación de su corazón fue descubierta algunos meses después, cuando tuvo que
sacarse una muela bajo anestesia. Él, entonces, de muy mala gana, permitió que le
hicieran un precipitado reconocimiento quirúrgico con vistas a un breve informe
publicado en el Journal of Anatomy. Aquí se agota la exposición de los hechos materiales
y podemos pasar a considerar ahora el relato de Plattner sobre esta cuestión.
Pero
antes debemos diferenciar claramente entre la porción de la historia que precede
y la que viene después. Todo cuanto he narrado hasta aquí se basa en tales pruebas
que incluso un abogado criminalista las aprobaría. Todos los testigos aún están
vivos; el lector, si así le place, puede salir mañana mismo a cazar a los chicos,
e incluso a desafiar los terrores del temible Lidgett y proceder a interrogar, tender
trampas y efectuar comprobaciones a su antojo; Gottfried Plattner, en persona, con
su corazón descolocado y sus tres fotografías, están a su disposición. Puede considerarse
probado que él desapareció durante nueve días como consecuencia de una explosión;
que regresó casi con la misma violencia, en circunstancias cuya naturaleza encocora
al señor Lidgett, cualesquiera que sean los detalles de aquellas circunstancias;
y que regresó invertido, del mismo modo que un reflejo es devuelto por un espejo.
La consecuencia de este último hecho, como ya hice notar, es que Plattner debió
encontrarse, con toda seguridad, durante aquellos nueve días, en un estado de existencia
más allá del espacio. La evidencia de estas aseveraciones es, en verdad, mucho más
sólida que aquella con la que se ahorca a muchos asesinos. Pero por su propio relato
acerca de dónde había estado, aun con sus confusas explicaciones y detalles poco
menos que antinómicos, solo contamos con la palabra del señor Gottfried Plattner.
Yo no deseo desacreditarla, pero debo señalar (cosa que tantos escritores de oscuros
fenómenos psíquicos dejan de hacer) que aquí estamos pasando de lo que es prácticamente
innegable, a ese campo en el que todo hombre razonable tiene derecho a creer o rechazar,
según le convenga. Las manifestaciones anteriores lo hacen plausible; su discordancia
con la experiencia común lo inclina hacia lo increíble. Preferiría no influir en
el juicio del lector ni en un sentido ni en otro, sino simplemente contar la historia
tal y como Plattner me la contó a mí.
Me
hizo este relato, puedo asegurarlo, en mi casa de Chislehurst; y en cuanto me hubo
dejado aquella tarde, me fui a mi estudio y lo puse todo por escrito tal y como
lo recordaba. Más tarde, tuvo la amabilidad de leer una copia mecanografiada de
modo que su exactitud sustancial resulta innegable.
Él
afirma que en el momento de la explosión pensó claramente que había resultado muerto.
Notó que sus pies eran arrancados del suelo siendo lanzado hacia atrás con violencia.
Es un hecho curioso para los psicólogos que él pensara con claridad durante su vuelo
hacia atrás y se preguntara si iría a chocar contra el armario de química o contra
el caballete de la pizarra. Sus talones golpearon la tierra y él se tambaleó yendo
a caer pesadamente en posición de sentado sobre algo blando y consistente. Por un
momento la sacudida le dejó aturdido. Al instante percibió un intenso olor a cabellos
chamuscados y le pareció oír la voz de Lidgett preguntando por él. Comprenderéis
que durante cierto tiempo su mente permaneciera muy confusa.
Al
principio tuvo la clara impresión de que aún se encontraba en el aula. Advirtió
con toda claridad la sorpresa de los muchachos y la entrada del señor Lidgett. Se
muestra totalmente seguro a este respecto. No oyó sus comentarios pero lo atribuyó
al efecto ensordecedor del experimento. Las cosas que le rodeaban parecían curiosamente
oscuras y desvaídas, pero su mente lo explicó por la obvia aunque errónea idea de
que la explosión había engendrado un ingente volumen de humo oscuro. Las figuras
de Lidgett y de los muchachos se movían por la oscuridad tan tenues y silenciosas
como fantasmas.
Plattner
aún sentía en el rostro el calor punzante de la llamarada. Se sentía “totalmente
atontado”, por decirlo con sus mismas palabras. Parece que sus primeros pensamientos
definidos fueron para su incolumidad personal. Pensó que tal vez había quedado ciego
o sordo. Se palpó los miembros y la cara con cautela. Luego sus percepciones se
hicieron más claras y se quedó asombrado al echar de menos los viejos pupitres familiares
y demás muebles del aula a su alrededor. En su lugar solo había formas oscuras,
inciertas y grises. Luego ocurrió algo que le hizo gritar fuertemente y despertar
a una actividad instantánea sus aturdidas facultades. ¡Dos de los muchachos, gesticulando,
habían pasado limpiamente a través de su cuerpo, uno tras otro! Ninguno de los dos
había manifestado tener la más mínima conciencia de su presencia. Es difícil imaginar
la sensación que experimentó. Habían avanzado contra él, afirma, con una fuerza
no mayor que la de una ráfaga de niebla.
Lo
primero que pensó Plattner después de aquello fue que estaba muerto. Sin embargo,
al haber sido criado de acuerdo con unos principios cabalmente sólidos en estas
materias, estaba un poco sorprendido de encontrarse aun dentro de su cuerpo. Su
segunda conclusión fue que él no estaba muerto sino que lo estaban los demás: que
la explosión había destruido la Sussexville Proprietary School y a todos sus ocupantes
excepto a él. Pero eso también resultaba escasamente satisfactorio. No tuvo más
remedio que regresara su atónita observación.
Todo
cuanto le rodeaba estaba extraordinariamente oscuro: al principio le pareció que
todo era totalmente negro como el ébano. En lo alto, sobre su cabeza, había un firmamento
negro. El único toque de luz en la escena era una débil luminosidad verdosa en el
límite del cielo, en una dirección en la que sobresalía un horizonte de negras colinas
onduladas. Ésta, he dicho, fue su impresión al principio. A medida que sus ojos
se iban acostumbrando a la oscuridad, empezó a distinguir en el ambiente nocturno
circundante una débil calidad de diferentes coloraciones verdosas. Sobre este fondo,
el mobiliario y los ocupantes del aula parecían delinearse como espectros fosforescentes,
lánguidos e impalpables. Alargó la mano y la hundió sin esfuerzo en la pared del
aula junto a la chimenea.
Se
describe a sí mismo haciendo denodados esfuerzos para llamar la atención. Gritando
a Lidgett e intentando asir a los muchachos mientras iban de acá para allá. Solo
desistió de sus intentos cuando entró en el aula la señora Lidgett por quien él,
en calidad de Director Adjunto, sentía natural aversión. Dice que la sensación de
estar en el mundo sin ser, no obstante, parte de él, resultaba extraordinariamente
desagradable. Comparó sus sentimientos, no sin razón, con los de un gato que contempla
a un ratón a través de una ventana. Cada vez que hacía un movimiento para comunicarse
con el mundo borroso y familiar que le rodeaba, encontraba una invisible e incomprensible
barrera que le impedía el contacto.
Dirigió
entonces su atención a su entorno sólido. Encontró el frasco de medicina aún intacto
que contenía el resto de polvo verde en su mano. Se lo metió en el bolsillo y empezó
a palpar a su alrededor. Al parecer, estaba sentado sobre un peñasco rocoso recubierto
de musgo aterciopelado. Era incapaz de ver el oscuro paisaje que le rodeaba porque
la imagen desvaída y nebulosa del aula lo emborronaba, y sin embargo, tenía la sensación
(debida tal vez al viento frío) de que se encontraba cerca de la cresta de una colina
y que bajo sus pies se abría un escarpado valle. El fulgor verde en el límite del
cielo pareció crecer en amplitud e intensidad. Se puso de pie, frotándose los ojos.
Parece
que dio algunos pasos, bajando por la escarpada pendiente y luego tropezó, se cayó
casi y volvió a sentarse sobre un peñasco a contemplar el alba. Se dio cuenta de
que el mundo que le rodeaba estaba absolutamente silencioso. Estaba tan inmóvil
como oscuro y aunque había un viento frío que soplaba hacia lo alto de la colina,
el crujir de la hierba, los suspiros de las ramas que habrían debido acompañarlo,
estaban ausentes. Por consiguiente, pudo oír, aunque no pudiera ver, que la ladera
sobre la que se encontraba, era rocosa y desolada. El verde se volvía cada vez más
luminoso y mientras tanto un rojo-sangre desvaído, transparente, se mezclaba aunque
sin mitigarlas, con la negrura del alto cielo y la desolación de las rocas circundantes.
Teniendo en cuenta lo que sigue, me inclino a pensar que aquella luz rojiza pudo
haber sido un efecto óptico debido al contraste. Algo negro fluctuó momentáneamente
contra el lívido amarillo-verdoso de la parte baja del cielo y entonces la fina
y penetrante voz de una campana surgió del negro abismo que tenía ante sí. Una expectativa
abrumadora iba creciendo con el crecer de la luz.
Es
probable que transcurriera una hora o más mientras él estuvo allí sentado y esa
extraña luz verde se volvía cada vez más luminosa y se difundía lentamente, con
flameantes apéndices, hacia lo alto, en dirección al cenit. A medida que crecía,
la visión espectral de nuestro mundo se hizo, relativa o absolutamente, más lánguida.
Probablemente las dos cosas, porque la hora debió ser aproximadamente la de nuestro
atardecer terreno. A medida que desaparecía su visión de nuestro mundo, Plattner,
con unos pocos pasos cuesta abajo, había atravesado el suelo del aula y parecía
encontrarse ahora sentado en el aire, a media altura, en el aula más grande de la
planta baja. Vio claramente a los internos, pero mucho más débilmente de lo que
había visto a Lidgett. Estaban haciendo sus deberes vespertinos y reparó con interés
en que varios estaban haciendo trampas con sus problemas de geometría porque consultaban
un formulario cuya existencia él jamás había sospechado hasta entonces. A medida
que pasaba el tiempo se fueron desvaneciendo progresivamente, con la misma progresión
con la que iba creciendo la verde luz del alba.
Mirando
hacia el fondo del valle, vio que la luz se había deslizado a lo largo de sus laderas
rocosas y que la profunda negrura del abismo estaba ahora quebrada por un diminuto
resplandor verde, como la luz de una luciérnaga. Y casi inmediatamente el perfil
de un inmenso cuerpo celeste, de un verde llameante, surgió sobre el fondo de las
ondulaciones basálticas de las colinas lejanas, y las monstruosas masas rocosas
a su alrededor aparecieron demacradas y desoladas, envueltas en luz verde y en profundas
sombras rojizas. Empezó a distinguir un vasto número de objetos esféricos que flotaban
en el aire como flota el escardillo del cardo sobre la tierra alta. Ninguno de ellos
se encontraba más cerca de él que el lado opuesto del valle. Abajo, la campana vibraba
cada vez más rápida, con una especie de impaciente insistencia y varias luces se
movían aquí y allá. Los muchachos, atareados en sus pupitres, ahora eran casi unas
siluetas imperceptibles.
Esta
extinción de nuestro mundo, al levantarse el sol verde de este otro universo, es
un punto curioso sobre el que Plattner insiste. Durante la noche del Otro Mundo
resulta difícil moverse debido a la intensidad con la que son visibles las cosas
de este mundo. Si este es el motivo, se convierte en un enigma explicar por qué,
en este mundo, nosotros no alcanzamos a vislumbrar nada del Otro Mundo. Quizás se
deba a la relativamente intensa iluminación de este mundo nuestro. Plattner refiere
que la luminosidad máxima del mediodía del Otro Mundo no llega a alcanzar ni con
mucho la claridad de una noche de luna llena de este mundo, mientras que su noche
es de un negro profundo. En consecuencia, la cantidad de luz, incluso de una habitación
oscura corriente, es suficiente para hacer invisibles las cosas del Otro Mundo,
y por el mismo principio, esa débil fosforescencia solo es visible en la oscuridad
más profunda. Después de contarme su historia, he intentado ver algo del Otro Mundo
sentándome de noche, y durante largo tiempo, en la cámara oscura de un fotógrafo.
He visto efectivamente las formas confusas de pendientes y rocas verdosas, pero
debo reconocer que las vi solo de una manera muy confusa. Puede que el lector sea,
posiblemente, más afortunado. Plattner me ha dicho que desde que volvió, ha visto
y reconocido lugares del Otro Mundo en sus sueños, pero esto se debe, seguramente,
a su recuerdo de estas escenas. Parece muy posible que personas dotadas de una insólita
sensibilidad visual puedan vislumbrar, de vez en cuando, algo de este extraño Otro
Mundo que hay a nuestro alrededor.
Sin
embargo, esta es una digresión. Cuando salió el sol verde, se hizo perceptible en
el valle una larga calle de negros edificios, si bien solo de un modo oscuro e indistinto;
y tras cierta vacilación, Plattner empezó a bajar gateando por la escarpada pendiente
en dirección a ellos.
La
bajada fue larga y extremadamente fastidiosa, no solo por ser extraordinariamente
abrupta sino también por la inestabilidad de los cantos que estaban esparcidos por
toda la superficie de la colina. El ruido de su descenso, de vez en cuando sus tacones
levantaban chispas de las rocas, parecía ahora el único sonido del universo porque
la campana había dejado de tañer. Mientras se acercaba, percibió que los diferentes
edificios poseían una extraña semejanza con tumbas, mausoleos y monumentos, con
la única salvedad de que todos eran uniformemente negros en vez de ser blancos como
la mayoría de los sepulcros. Y luego vio, agolpadas fuera del edificio más grande,
una serie de figuras descoloridas, redondeadas, de color verde pálido, muy al estilo
de la gente que sale de la iglesia. Éstas se dispersaron en distintas direcciones
alrededor de la calle ancha del lugar, algunas tomando por callejones laterales
y reapareciendo sobre la escarpada pendiente de la colina, otras entrando en algunos
de los pequeños edificios que flanqueaban el camino.
Al
ver estas cosas que flotaban hacia arriba en dirección suya, Plattner se detuvo,
con los ojos abiertos. No iban andando y carecían realmente de miembros; y tenían
la apariencia de cabezas humanas bajo las cuales se bamboleaba un cuerpo de renacuajo.
Estaba demasiado asombrado por su extrañeza, demasiado lleno de extrañeza, para
sentirse realmente alarmado por ellas. Fueron a su encuentro delante del viento
frío que soplaba cuesta arriba, como pompas de jabón empujadas por la corriente.
Y al mirar a la más próxima de las que se le estaban acercando, vio que se trataba
realmente de una cabeza humana, si bien con ojos singularmente grandes y exhibiendo
tal expresión de angustia y de zozobra, como jamás había visto antes en un semblante
mortal. Advirtió con sorpresa que no se volvió a mirarle, sino que parecía estar
contemplando y siguiendo algo invisible que se movía. Por un momento se quedó perplejo
y luego se le ocurrió que esta criatura estaba contemplando con sus enormes ojos
algo que estaba sucediendo en el mundo que acababa de dejar. Se acercó a él cada
vez más, pero estaba demasiado anonadado para gritar. Cuando estuvo junto a él emitió
un sonido muy débil y quejumbroso. Luego le dio en el rostro un golpecito suave
–su tacto era muy frío– y pasó delante de él subiendo hacia la cresta de la colina.
Por
la mente de Plattner cruzó como un relámpago la extraordinaria convicción de que
esta cabeza poseía un fuerte parecido con Lidgett.
Luego
volvió su atención hacia las otras cabezas que ahora trepaban por la ladera como
un tupido enjambre. Ninguna mostró la más mínima señal de reconocerle. Es más, una
o dos se acercaron a su cabeza y a punto estuvieron de seguir el ejemplo de la primera,
pero él se escabulló de su camino con una convulsión. En la mayoría de ellas vio
la misma expresión de vano pesar que había visto en la primera y oyó los mismos
débiles sonidos de desdicha. Una o dos lloraron y otra, que rodaba velozmente cuesta
arriba, tenía una expresión de furia diabólica. Pero otras estaban frías y varias
tenían en los ojos una mirada de complacido interés. Una, al menos, se hallaba casi
en un éxtasis de felicidad. Plattner no recuerda haber encontrado otras semejanzas
en todas las que vio en ese momento.
Durante
varias horas quizás, Plattner contempló esas extrañas cosas mientras se dispersaban
por las colinas y solo mucho tiempo después de que hubieran dejado de salir de los
negros edificios apiñados en la garganta, reanudó su escalada hacia abajo. La oscuridad
a su alrededor aumentó, hasta tal punto, que tuvo dificultades para pisar firme.
En lo alto, el cielo tenía ahora un color verde pálido brillante. No sentía ni hambre
ni sed. Más tarde, cuando las sintió, descubrió un frío riachuelo que fluía en el
centro de la garganta y encontró que el extraño musgo que cubría los cantos, cuando
la desesperación le impulsó a probarlo, era comestible. Anduvo a tientas por entre
las tumbas que bajaban a lo largo de la garganta, buscando vagamente algún indicio
que explicara estas inexplicables cosas. Al cabo de mucho tiempo, llegó a la entrada
del gran edificio (de donde habían salido las cabezas), el cual parecía un mausoleo.
En su interior encontró un grupo de luces verdes que ardían sobre una especie de
altar de basalto y una cuerda de campana que colgaba desde lo alto de un campanario
en el centro del lugar. Una inscripción de fuego, con letras que le eran desconocidas,
corría alrededor de la pared. Mientras se estaba preguntando todavía el significado
de estas cosas, oyó el ruido de fuertes pisadas cuyo eco se iba alejando calle abajo.
Volvió a salir corriendo a la oscuridad, pero no pudo ver nada. Se le ocurrió tirar
de la cuerda de la campana y finalmente decidió perseguir a aquellos pasos. Pero
aunque corrió lejos, jamás logró alcanzarlos y de nada sirvieron sus gritos. La
garganta parecía extenderse a lo largo de una distancia interminable. Todo su recorrido
era tan oscuro como una noche de estrellas terrenal, mientras la horrible luz verde
del día se recostaba a lo largo del borde superior de sus precipicios. Ahora ya
no estaba ninguna de esas cabezas abajo. Al parecer, se hallaban solícitamente ocupadas
a lo largo de las pendientes superiores. Levantando la vista, las vio deslizarse
de acá para allá, algunas se balanceaban sin moverse de su sitio, otras volaban
velozmente por el aire. Dijo que le recordaban a “grandes copos de nieve”; solo
que estos eran negros y verdes pálidos.
Plattner
declara haber pasado la mayor parte de siete u ocho días persiguiendo a aquellos
recios pasos uniformes a los que jamás alcanzó, caminando a tientas en nuevas regiones
de esta interminable zanja del diablo, gateando hacia arriba y hacia abajo por esas
despiadadas alturas, vagando entre las cumbres y contemplando aquellas caras a la
deriva. No había llevado la cuenta, dice. Si bien en una o dos ocasiones había reparado
en unos ojos que le observaban, no había cruzado palabra con ningún ser vivo. Dormía
entre las rocas de la pendiente. En la garganta las cosas terrenales eran invisibles
porque, desde el punto de vista terrenal, se encontraba demasiado enterrado. En
las alturas, tan pronto como hubo empezado el día terrenal, el mundo le resultaba
visible. Algunas veces se encontraba tropezando en las oscuras rocas verdes o deteniéndose
al borde de un precipicio, mientras a su alrededor se tambaleaban los verdes ramales
de las veredas de Sussexville; o, de nuevo, le parecía estar andando por las calles
de Sussexville u observando, sin ser visto, los asuntos privados de alguna familia.
Y así fue como descubrió que a casi todos los seres humanos de nuestro mundo, les
pertenecían algunas de estas cabezas flotantes y que todas las personas del mundo
son observadas intermitentemente por estos seres desencamados y desvalidos.
¿Qué
es lo que son… estos Observadores de los Vivos? Plattner jamás lo comprendió. Pero
dos de ellos, que pronto le habían encontrado y seguido, se asemejaban al recuerdo
que tenía de su padre y de su madre en la infancia. De vez en cuando otras caras
volvían sus ojos hacia él; unos ojos como los de las personas muertas que habían
influido en él o le habían perjudicado o ayudado en su juventud y madurez. Cada
vez que le miraban, Plattner se sentía subyugado por un extraño sentido de la responsabilidad.
Se aventuró a hablar a su madre; pero ella no le respondió. Le miró a los ojos con
tristeza, resolución y ternura, y también con cierto reproche.
Él
se limita a contar su historia: no se esfuerza en explicarla. A nosotros no nos
queda más que hacer conjeturas sobre quiénes puedan ser estos Observadores de los
Vivos o, si son realmente los Muertos, por qué deberían observar tan de cerca y
tan apasionadamente un mundo que han abandonado para siempre. Podría ser –y a mí
me parecería justo– que cuando nuestra vida ha concluido, cuando el bien o el mal
ha dejado de ser una alternativa para nosotros, tuviéramos que presenciar aún el
desarrollo de la serie de consecuencias de nuestras obras. Si las almas humanas
continúan existiendo después de la muerte, entonces no hay duda de que también persisten
los intereses humanos después de la muerte. Pero eso no es más que una mera suposición
mía sobre el significado de lo que hemos visto. Plattner no ofrece ninguna interpretación
porque a él nadie le dio ninguna. Es bueno que el lector lo comprenda con claridad.
Día tras día, con la cabeza dándole vueltas, vagó por ese mundo iluminado de verde
fuera del mundo, fatigado, y, hacia el final, débil y hambriento. De día –es decir,
nuestro día terrenal– la visión espectral del viejo decorado familiar de Sussexville,
que se extendía a su alrededor, le fastidiaba y le preocupaba. No podía ver dónde
ponía los pies, y de tanto en tanto, con un toque gélido, una de estas Almas Observadoras
iba a dar contra su cara. Y después de oscurecido, las multitudes de estos Observadores
que le rodeaban, y su resuelta aflicción, confundían su mente de forma indecible.
Le consumía un gran anhelo de regresar a la vida terrenal que estaba tan cerca y,
sin embargo, tan remota. La naturaleza no terrenal de todo cuanto le rodeaba le
producía una zozobra mental decididamente dolorosa. Sus propios seguidores particulares
le preocupaban lo indecible. Por mucho que les gritara para que desistieran de mirarle
fijamente, que les increpara, que se alejara precipitadamente de ellos, permanecían
siempre mudos y resueltos. Por mucho que corriera sobre ese accidentado terreno,
ellos seguían su destino.
Al
noveno día, hacia el atardecer, Plattner oyó acercarse los pasos invisibles, lejos,
en el fondo de la garganta. En ese momento se encontraba vagando por la ancha cresta
de la misma colina sobre la que había caído al entrar en este su extraño Otro Mundo.
Se volvió para refugiarse corriendo en la garganta, tanteando apresuradamente su
camino, pero le detuvo la visión de lo que estaba ocurriendo en una habitación de
una calle secundaria, junto a la escuela. Conocía de vista a las dos personas que
se hallaban dentro. Las ventanas estaban abiertas, las persianas subidas y la puesta
de sol resplandecía claramente dentro del cuarto, de modo que trascendió, con gran
nitidez al principio, una habitación vívidamente oblonga que resaltaba como la imagen
de una linterna mágica sobre el fondo del paisaje negro y del alba verde e intensa.
La habitación estaba iluminada, además de por la luz del sol, por una vela recién
encendida.
Sobre
la cama yacía un hombre flaco, apoyando la horrible lividez de su pálida cara sobre
la revuelta almohada. Sus manos apretadas estaban levantadas por encima de su cabeza.
Una mesilla junto a la cama sostenía unos frascos de medicinas, unas tostadas y
agua, y un vaso vacío. De vez en cuando los labios del hombre flaco se entreabrían
para sugerir una palabra que no podía articular. Pero la mujer no se daba cuenta
de que él quería algo, porque estaba en el rincón opuesto de la habitación, ocupada
sacando papeles de una anticuada cómoda. Al principio la escena era realmente vivida,
pero a medida que el verde amanecer iba creciendo en luminosidad, se volvía más
tenue y cada vez más transparente.
Mientras
el eco de los pasos se iba acercando más y más, esos pasos que resuenan tan fuerte
en aquel Otro Mundo y tan silenciosamente en éste, Plattner percibió a su alrededor
una gran multitud de rostros borrosos que se iban reuniendo, saliendo de la oscuridad
y observando a las personas de la habitación. Jamás había visto antes a tantos Observadores
de los Vivos.
Una
multitud solo tenía ojos para el doliente, otra multitud, con infinita angustia,
observaba a la mujer, mientras buscaba, con mirada codiciosa, algo que no podía
encontrar. Se agolparon alrededor de Plattner, atravesaron su campo visual y le
golpearon en la cara mientras el ruido de sus vanas lamentaciones le envolvía aturdiéndole.
Ya solo veía con claridad de vez en cuando. Otras veces las imágenes palpitaban
oscuras, a través del velo de verdes reflejos que cubría sus movimientos. En la
habitación debía estar todo muy quieto y Plattner dice que la llama de la vela exhalaba
una línea de humo perfectamente vertical, pero en sus oídos cada pisada y sus ecos
resonaban como el golpear de un trueno. ¡Y las caras! Especialmente dos, junto a
la de la mujer; también una de otra mujer, blanca y de rasgos transparentes, una
cara que podría haber sido una vez fría y dura pero que ahora aparecía suavizada
por una pincelada de sabiduría extraña a la tierra. La otra podía haber sido la
cara del padre de la mujer. Parecía que ambos estaban, sin lugar a dudas, absortos
en la contemplación de algún acto de aborrecible bajeza, que ya no podían impedir,
tampoco poner en guardia contra él. Detrás había otros, maestros quizá, que habían
enseñado mal, amigos cuya influencia había fracasado. ¡Y encima de este hombre también
había una multitud, pero nadie que diera la impresión de ser pariente o maestro!
¡Caras que podían haber sido antes vulgares pero que ahora estaban purificadas por
la fuerza del dolor! Y en primera fila una cara, la cara de una muchacha, ni enojada
ni compungida sino simplemente paciente y fatigada y, por lo que le pareció a Plattner,
a la espera de consuelo. Su capacidad de descripción le había fallado al recordar
a esta multitud de lívidos semblantes. Al sonar la campana se reunieron. Los vio
a todos en el espacio de un segundo. Al parecer, había caído en tal estado de excitación,
que sus dedos inquietos sacaron involuntariamente de su bolsillo el frasco del polvo
verde, sosteniéndolo delante de él.
Pero
de eso él no se acuerda.
Bruscamente
los pasos cesaron. Esperó el siguiente y hubo silencio y luego, repentinamente,
surcando la inesperada quietud como una hoja afilada y fina, había llegado el primer
tañido de la campana. Ante eso, las caras de la multitud habían ondeado de acá para
allá y a su alrededor se había levantado un lamento más fuerte. La mujer no oyó;
ahora estaba quemando algo en la llama de la vela. Al segundo tañido, todo se oscureció
y un hálito de viento, frío como el hielo, sopló a través de la hueste de observadores.
Se arremolinaron a su alrededor como un torbellino de hojas secas en primavera,
y al tercer tañido algo se extendió a través de ellos hasta la cama. Sabéis lo que
es un rayo de luz. Esto era como un rayo de tinieblas y, volviendo a mirarlo, Plattner
vio que se trataba de la sombra de un brazo y de una mano.
El
sol verde ya estaba alto en el horizonte de aquellas desolaciones y la visión de
la habitación era muy débil. Plattner pudo ver que el blanco de la cama forcejeaba
presa de convulsiones; y que la mujer miró a su alrededor volviéndose asustada.
La
nube de observadores se levantó en el aire como una humareda de polvo verde delante
del viento, y se deslizó rápidamente hacia el templo al fondo de la garganta. Entonces,
súbitamente, Plattner comprendió el significado de la sombra negra del brazo extendido
sobre su hombro y cerrado sobre su presa. No tuvo el valor de volver la cabeza para
ver a la Sombra detrás del brazo. Con un esfuerzo violento y tapándose los ojos,
se puso a correr, dio tal vez veinte zancadas, luego resbaló en una piedra y cayó.
Cayó hacia adelante sobre sus manos y el frasco se hizo pedazos y estalló en el
momento en que él tocaba el suelo.
Al
cabo de un momento se encontró, aturdido y sangrando, sentado cara a cara con Lidgett,
en el viejo jardín cercado de detrás de la escuela. Aquí termina la narración de
las experiencias de Plattner. Me he resistido, creo que con éxito, a la predisposición
natural de un escritor de ficción a adornar esta clase de incidentes. En la medida
de lo posible, he contado las cosas en el mismo orden en que Plattner me las contó
a mí. He evitado cuidadosamente todo intento de estilo, efecto o construcción. Hubiera
sido fácil, por ejemplo, elaborar la escena del lecho de muerte con alguna clase
de trama que hubiera podido involucrar a Plattner. Pero aparte de lo censurable
que resultaría falsificar una historia de tan extraordinaria autenticidad, unos
artificios tan trillados habrían estropeado, en mi opinión, el peculiar efecto de
este mundo oscuro, con sus lívidas iluminaciones verdes y sus Observadores flotantes
de los Vivos, el cual, aunque invisible e inaccesible para nosotros, subyace sin
embargo a nuestro alrededor.
Queda
añadir que hubo efectivamente una muerte en Vincent Terrace, justo detrás del jardín
de la escuela y, por lo que se pudo probar, en el mismo momento del regreso de Plattner.
El difunto era un recaudador y agente de seguros. Su viuda, mucho más joven que
él, se casó el mes pasado con cierto señor Whymper, un cirujano veterinario de Allbleeding.
Dado que una parte de la historia relatada aquí ha circulado oralmente en varias
versiones por Sussexville, ella ha consentido en que yo utilizara su nombre, con
la condición de que yo diera a conocer con claridad que ella desmiente, resueltamente,
hasta el último detalle del relato de Plattner acerca de los últimos momentos de
su marido. Que ella no quemó ningún testamento, dice, aunque Plattner jamás la acusó
de hacerlo; que su marido solo había hecho un testamento, y eso justo después de
su boda. Claro que, para un hombre que jamás lo había visto, la descripción que
hizo Plattner del mobiliario de la habitación resultaba curiosamente detallada.
Debo
insistir sobre una cosa, aun a riesgo de resultar tedioso por repetido, para que
no pueda parecer que favorezco el punto de vista crédulo y supersticioso. La ausencia
del mundo durante nueve días de Plattner es, en mi opinión, un hecho probado. Pero
eso no prueba su historia. No resulta nada inconcebible que incluso en el espacio
exterior puedan ser posibles las alucinaciones. Que el lector tenga eso, al menos,
claramente presente.
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