José Revueltas
Allá abajo había un crimen. Allá
abajo estaban el asesinato, lo monstruoso y la culpa. No podía deshacerse de ese
crimen porque precisamente estaba allá abajo, en la zona neutral, donde no valía
nada la inteligencia, la razón ni la moral. En esa zona de terror y de animalidad
las cosas se sucedían regularmente, con precisión, con una periodicidad fría e independiente.
No podía hablarse, en consecuencia, de que era una región de caos y desorden; todo
lo contrario, en tal hecho no radicaba el espanto. El espanto, el terror, la locura,
residían en que allá abajo, en las sombras, había un crimen inaudito. Un crimen
de una naturaleza especial: sin ubicación posible, sin precisión, sin carácter,
sin forma, fuera del tiempo y de la materia. Su naturaleza especial era exactamente
la de no tener naturaleza alguna. Era solamente crimen, no podía ser sino crimen.
Porque, en efecto, ¿qué lo separaba del crimen? Lo separaban su razón, su inteligencia,
su voluntad, cosas que podía tomar en la mano, ver, tocar. Pero había a la vez otras
cosas lejanas y próximas que no eran la razón ni la inteligencia, ni la voluntad.
Que existían sin su consentimiento, que obraban por cuenta propia, y tomando una
dirección que él no había señalado nunca. Y esas entidades impalpables, desconocidas,
tan desgobernadas y al mismo tiempo dirigidas y tan exactas, estaban en la pura
zona del crimen, en la desnudez, en la animalidad, en el asesinato y lo monstruoso.
Allí estaba la culpa; una culpa desencadenada, mortal, tremenda, presentida por
los más bajos fondos de sí mismo. El acta de acusación fría e irreductible, que
parecía un índice de hielo y desesperación, golpeaba allá abajo, en lo más
remoto e ignorado de sus entrañas, como un mar incesante y obstinado, hecho de lágrimas,
de espantos, de ansias de huir y remordimientos atroces. ¿En qué lugar de martirio
y desconsuelo, en qué sitio del tiempo y del espacio estaba el origen del crimen,
el crimen? Podría ser en la lejanísima y borrosa infancia; en la infancia cubierta
de polvo y de niebla. He aquí un recuerdo: era su madre, sí, su madre. Nunca supo
nada a punto fijo. Él veía la cicatriz que mostraba ella a la altura del labio superior.
Sólo recordaba con cierta exactitud –no mucha, puede decirse– que las demás personas,
sus tías, la abuela, lo habían rodeado de quién sabe qué dura y hostil reconvención
permanente, que se veía en los ojos y en las palabras a cada momento. Parece ser
que había golpeado a su madre, pero es mucho muy difícil afirmar nada sobre el particular.
Cómo fue el hecho y cómo pudo causar una herida tan profunda, nunca estuvo en posibilidades
de explicárselo. Recordaba, sí, la hostilidad, las miradas casi con odio de las
tías y la abuela. Pero tampoco puede decirse que estuviera seguro del hecho en sí,
de que había ocurrido. Mas todo estaba cubierto ya por una espesa capa de olvido
impenetrable. Desde aquel lejano entonces se le formó un rincón de espanto, de temor
a sí mismo, de capacidad para el desorden, la villanía y el crimen. ¿Radicaría ahí
esa insondable locura, ese desenfrenado terror que se sabía él existiendo allá abajo,
en su propia naturaleza? Inútil preguntar. Aquello existía. Ese mundo cruel y autónomo
existía. Tal era lo único que de ello estaba permitido saber.
Y porque, aun
ignorándolo en su cabal contenido, él cuando menos sabía de sus existencias, toda
su vida se había encaminado hacia lo que pensaba opuesto y contrario a ese mundo
tan oscuramente preformado.
En esta forma
se rodeó de una muralla pertinaz y diaria de deberes y reglamentos: mujer, hijos,
y un consabido y monocorde empleo. Vida sedentaria y equilibrada, monótona y sumida.
Mañanas eternamente repetidas y sin malicia: primero tajar sus tres lápices, dejarlos
puntiagudos, redondos, impecables; luego deslizar su letra, tranquilamente ordenada,
sobre aquellos libros inmensos donde deberían anotarse los “movimientos” de la gran
casa. Así todo el día. Al llegar a su hogar, lamentarse, maldecir un poco, gruñir
por la comida. Antídoto eficaz y aniquilador.
Mas el destino
estaba allá abajo, implacable, llamándolo. Se cuenta de los criminales que vuelven,
merced a una crudelísima ley de la naturaleza, al lugar del crimen. Así el hombre
torna incesantemente sobre las regiones más odiadas y repulsivas de su propio espíritu.
Éste es el sufrimiento impuesto a Prometeo; el sufrimiento vivo, de carne despellejada
e indudable. Volvía, regresaba, miraba su propio abismo y tormento. Era el doloroso,
el humanísimamente humano placer de la autotortura y la autonegación. Necesidad
de ser humillado, de ser escupido y despreciado, por toda la bajeza y la ruindad
que sordamente tenía acumulada en su alma. Era la única redención posible, la única
manera de pagar todas sus culpas. Lo hacía a través de un vehículo contradictorio,
triste y descorazonador: el alcohol.
Aquello era
un proceso alucinante y amargo. Primero una leve sensación de irregularidad, de
libertad. Un estadio de especial dulzura y amor por la vida. Todo aparecía generoso,
sin mancilla, bueno. Se podían violar las pequeñas leyes que equilibraban la existencia
diaria, la vida cotidiana. De pronto la obligación de hacer un trabajo ya no era
tal; no ocurriría nada si no se cumplía el deber; el mundo seguiría caminando porque
era un mundo muy bello, muy tierno, y no se interesaba en que los hombres cumplieran
su deber. Después, poco a poco, la verdad grotesca, miserable, descarnada. El saber
lo inútil de todo, lo intrascendente del vestir, del comer, del trabajar, del mirar.
Una posesión violenta y destructora de fuerzas imponderables que le gritaban al
oído toda la negación espantosa de la vida. Aquí empezaba a tomar un aspecto torvo,
bestial, doloroso. Sentía una vivísima necesidad de llorar y confesar. Si algún
amigo estaba a mano, lo hacía sin ninguna consideración, gimoteando ridículamente
todas sus desgracias, todos sus temores, toda su sed de escapatoria. Más tarde venían
las sombras, el abandonarse por completo. Aquí cometía toda clase de locuras –en
la medida en que se lo permitían sus condiciones físicas–, pues su idea única era
ya sólo la expiación y el escarmiento.
Pongamos un
ejemplo: aquella vez fue conducido a su casa por los amigos. Llegó la mañana y con
ella el despertar angustioso y avergonzado. Al día siguiente de estos hundimientos
era en realidad cuando las sombras adquirían verdadera consistencia; cuando podía
saberse que en verdad existían y que al espíritu se le habían abierto las puertas
para que corriera enloquecido y aullara sin freno. La conciencia de este hecho engrandecía
sin medida las sombras que habían reinado en su alma, les daba la proporción exacta,
el marco justo. Una ola de miedo y de angustia lo embargaba por completo. Ahí principiaba
la persecución, las aprensiones, la ansiedad y la culpa: el otro filo ineluctable
de ese juego sin piedad aparecía en toda su desnudez. Primero habían sido la expiación,
el sufrimiento libre y generosamente abordado; después era la venganza que el espíritu
se tomaba por aquel intento de liberación.
Ese día, al
despertar, pudo ver en su camisa una mancha de sangre. La primera reacción fue de
asombro. ¿En dónde? ¿Cómo? Un esfuerzo sostenido por acordarse, por reconstruir.
Después un vago amontonarse de escenas: palabras, gestos, obscenidades. Sí, todo
eso había ocurrido. Pero ¿después de las sombras? ¿Cuándo los furiosos caballos
de su corazón se desbocaron frenéticamente ya fuera de él, sin su consentimiento,
sin su dirección? Una sospecha terrible, un terror sin medida, tembloroso, brutal.
¿No se había golpeado con alguien? Sí…, precisamente eso. ¡Con un anciano! ¡Debía
tratarse de un anciano! Parecía un mendigo. Él recordaba un cuerpo blando sobre
el suelo a quien había aplicado un puntapié, dos, cinco. A través del zapato, un
tacto feroz le había permitido sentir la carne fláccida, pobre, martirizada. ¡Qué
bajeza! ¡Qué ruindad sin nombre! Sus amigos debían haberlo salvado o lo hizo en
una calle solitaria sin que nadie lo viera, pues aquello no había tenido consecuencias.
Seguro el viejo habría muerto: sobre su conciencia pesaba ahora un crimen. Todo
por beber. Se había tornado una bestia innoble, sin sentido, libre a todas las manifestaciones
que almacenaba allá abajo, en las entrañas. Por todo ese día se sintió acosado,
perseguido, señalado con el dedo. Sólo pudo recobrar la tranquilidad cuando habló
con sus amigos, y en esto, empero, hubo una desconcertante sorpresa:
–Nada –le habían
dicho–, cuando perdiste el conocimiento te quedaste muy tranquilo, mascullando quién
sabe qué palabras; te tuvimos que llevar a la casa. ¿La mancha? No, hombre. La pintura
de la mesa estaba todavía fresca…
Entonces, ¿aquello
había sido solamente imaginado? Era una especie de sueño; un sueño particular en
el que no se duerme, en el que se está despierto como una bestia, con los ojos horriblemente
abiertos y la mente inútil, rodeada por voces que llaman desde el abismo.
–Allí están
buscándote, pero no salgas –le dijo, con un sinuoso aire de misterio, su amigo.
–¿Cómo? –replicó.
–Sí, por lo
de anoche. ¿Ya no te acuerdas?
Abrió los ojos
desmesuradamente. ¿Por lo de anoche? Nuevamente las sombras. Unas sombras espesas
que envolvían su cerebro poseyéndolo por entero. Anoche. Volvió los ojos sobre la
oficina como pidiendo misericordia. Allí estaban las empleadas incoloras, activas,
serias. Aquí, en esta región del aire, sus propias manos amarillentas, temblorosas,
su traje arrugado, por las cantinas, y dentro del traje, un cuerpo alto, flaco,
desgarrado y pobre. No. ¡Él no había sido! ¡Por piedad! ¡Él no era culpable de nada!
¡No había cometido nada indebido! ¡Que se fueran los agentes! Todo mundo podía dar
testimonio de su honorabilidad.
Bebía, sí, pero
no era de mal corazón, no era un malvado. Además odiaba la cárcel. ¡No, por Dios!
Todavía era tiempo. ¡Que le permitieran no volver a beber! ¡Misericordia y piedad!
Estaba seguro que él no había sido, que había sido otro. No había pruebas. No. Él
no bebería jamás. ¡Perdón! Sólo pedía perdón. Él no era culpable. Pero sí, era culpable:
él lo había hecho todo, sobre sus hombros debía caer toda la responsabilidad, pero
estaba bebido, no podía saber nada. Que le preguntaran a su jefe; él diría cómo
cumple su trabajo, cómo es puntual a pesar de que bebe. ¿Anoche? “Por Dios, amo
mucho a mis hijos, ellos pueden decir que soy un buen hombre, un buen hombre y un
buen padre. Respeto a todo el mundo. Yo le doy su lugar a toda la gente. Que lo
digan si no. Perdería el empleo. ¡Por piedad! ¡Por misericordia!”
Sí, él había
sido, lo reconocía, no trataba de engañar a nadie. Necesitaba salvarse. Que lo ayudaran,
que lo cobijaran, que le permitieran humildemente, como a un perro, pasar desapercibido,
recibir el perdón. Que lo escupieran y lo maltrataran, que lo ofendieran, merecía
todo eso, pero un poco de clemencia también. ¡Dios fue misericordioso y perdonó
a sus enemigos!
–¡Pásate a mi
escritorio, desde ahí no te ven! Trabaja. Que no se dé cuenta el jefe.
No tajó su lápiz;
le brincaba de las manos horrorosamente y estuvo a punto de cortarse con la navaja.
Se prosternó
humildemente ante la nobleza de su amigo, y le entraron unos enormes deseos de besarlo,
y de llorar junto a él y contarle todas sus desgracias, todo lo inmensamente solo
que se encontraba en el mundo, y lo que representaba ahí, en esos momentos, su amistad.
Levantó el libro
mayor por encima del escritorio, y quedó tan bien guardado, que casi estuvo a punto
de sentir calma. Se encogió como si fuera a entonar una plegaria y casi ni respiraba,
los ojos fijos en el libro mayor. No podía volver la vista ni a derecha ni a izquierda.
Estaba en un peligro tan grande que mover los ojos de un lugar era tanto como ponerse
a descubierto, a merced de los polizontes, y caer en la siniestra redada que se
le tendía. Permanecería allí eternamente, no se movería por todo el oro del mundo.
Por desgracia, a pesar de todo, esto no sería posible. Sabía que al sonar la una
debería abandonar la oficina. Los polizontes, pacientemente, aguardarían, y en cuanto
traspusiera los umbrales de la oficina lo llevarían consigo, como criminal que era.
¡Y el reloj! Las manecillas parecían haberse vuelto locas y giraban con vértigo.
El tiempo transcurría espantosamente de prisa. ¡Por Dios! ¿Nadie lo protegería?
¿Lo dejarían abandonado en este trance, en este dolor infinito?
Levantó la vista
lentamente rebasando unos centímetros el libro mayor. Allí estaba el jefe. ¡Lo sabía
todo! ¡Ahora lo entregaría! Diría: “Señor Martínez, tenga la bondad de salir. Lo
espera la policía. No quiero que la casa se desprestigie con un mal empleado”. El
jefe permaneció por algunos segundos ahí, con su sonrisilla. Seguramente habría
decidido no entregarlo desde luego, sino esperar a que sonara la una en el reloj.
He aquí que de pronto Martínez sintió una gran devoción por su jefe, y le dieron
ganas de arrodillarse, de besarle los zapatos y pedirle perdón, pues él era el único
que podía salvarlo. Adoptó una actitud compungida, tan de perro agradecido, que
una muchacha taquimecanógrafa prorrumpió en una sonora carcajada que estremeció
toda la oficina. Martínez no perdió su tranquilidad, pero por dentro había sentido
como si una descarga eléctrica lo sacudiera. ¡Todos lo sabían ya! Se había dado
cuenta de cómo lo observaban, cómo espiaban sus movimientos, pues ya sólo era un
condenado que de ahí saldría para la cárcel. Que lo perdonaran. El jefe podría influir.
¡Era tan bueno, tan generoso! Además él, Martínez, siempre lo había querido, siempre
lo había respetado. Mas el jefe desapareció. Quizá, pese a su aire compasivo, estaba
en la imposibilidad de hacer nada por su empleado.
Martínez se
encogió más todavía. Su aspecto era el de un ser rodeado por el vacío, que anhelaba
con toda su alma detenerse, asirse a lo que fuere con tal de no caer. Temía, poseído
por el vértigo, el mirar en su torno porque esto aumentaba la impresión de terror
y locura que lo poseía. Repasaba violentamente su vida: en efecto, aquello era una
rememoración apresurada y sin amor, más que todo como un recurso de su desesperanza.
Y lo de anoche, ¿cómo habría sido? Algo terrible, sin duda. Se daba cuenta que el
momento había llegado; un momento que él esperaba desde hacía mucho tiempo y que
temía. Él sabía que se trataba de su camino, de su fin. Todos los días, al final
del hundimiento, cuando las sombras se apoderaban de su ser, aguardaba casi con
calma que aquello se produjese. Hoy había sido. Aquí era el fin. Su parte ingobernable,
su demonio, había triunfado sobre la mediocre, vana, inútil inteligencia.
Poco a poco
la conciencia del crimen le bailaba fija en el cerebro rodeada de mil fantasmas
danzantes: la salvación. ¡Si pudiera salvarse! ¿Cómo? Era preciso la ayuda, la protección.
Llevado de esta
sed, de esta ansiedad, cada minuto lo hacía más bueno, más amable, más pequeñito
en su pequeñez, en su deseo de ser grato a todo el mundo, del cual, ahora, totalmente
dependía.
La una. Su noble,
su gran, su leal amigo vino a salvarlo. Trajo unas ropas –en efecto, demasiado pequeñas
para Martínez– que servirían admirablemente de disfraz para salir a despecho de
los policías. Martínez se veía ridículo: unas mantas a mitad del brazo, unos pantalones
que subían arriba del tobillo. Mas ¡qué importaba! Lo vital era salir, huir, salvarse.
Bajó las escaleras
con la cabeza baja, profundamente inclinada, en un acto de suprema contrición y
arrepentimiento, defendido por su extraordinario camarada, que firme y resueltamente
lo llevaba del brazo. Uno, dos, tres, cuatro escalones.
Dentro de la
oficina, tras los cristales, hombres y mujeres, todos los empleados, se desternillaban
de risa.
¡Qué colosal
broma le habían jugado a Martínez! ¡Colosal! ¡Y lo ridículo que se veía con sus
pantaloncitos…!
Martínez tuvo
todavía suficiente entereza para sacar la mano por la portezuela del coche a donde
había subido y estrechar fuertemente a su amigo:
–¡Eres muy bueno!
¿Cómo podré pagarte este inmenso favor?
Y en sus pequeños
y pobres ojillos brillaban un par de tiernas lágrimas conmovidas.
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