León Tolstói
En la ciudad de Vladimir
vivía un joven comerciante, llamado Aksenov. Tenía tres tiendas y una casa. Era
un hombre apuesto, de cabellos rizados. Tenía un carácter muy alegre y se le consideraba
como el primer cantor de la ciudad. En sus años mozos había bebido mucho, y cuando
se emborrachaba, solía alborotar. Pero desde que se había casado, no bebía casi
nunca y era muy raro verlo borracho.
Un
día, Aksenov iba a ir a una fiesta de Nijni. Al despedirse de su mujer, ésta le
dijo:
–Ivan
Dimitrievich: no vayas. He tenido un mal sueño relacionado contigo.
–¿Es
que temes que me vaya de juerga? –replicó Aksenov, echándose a reír.
–No
sé lo que temo. Pero he tenido un mal sueño. Soñé que venías de la ciudad; y, en
cuanto te quitaste el gorro, vi que tenías el pelo blanco.
–Eso
significa abundancia. Si logro hacer un buen negocio, te traeré buenos regalos.
Tras
de esto, Aksenov se despidió de su familia y se fue.
Cuando
hubo recorrido la mitad del camino se encontró con un comerciante conocido, y ambos
se detuvieron para pernoctar. Después de tomar el té, fueron a acostarse, en dos
habitaciones contiguas. Aksenov no solía dormir mucho; se despertó cuando aún era
de noche y, para hacer el viaje con la fresca, llamó al cochero y le ordenó enganchar
los caballos. Después, arregló las cuentas con el posadero y se fue.
Ya
había dejado atrás cuarenta verstas, cuando se detuvo para dar pienso a los caballos;
descansó un rato en el zaguán de la posada y, a la hora de comer, pidió un samovar.
Luego sacó la guitarra y empezó a tocar. Pero de pronto llegó un troika con cascabeles.
Se apearon de ella dos soldados y un oficial, que se acercó a Aksenov y le preguntó
quién era y de dónde venía. Este respondió la verdad a todas las preguntas, y hasta
invitó a su interlocutor a tomar una taza de té. Pero él continuó haciendo preguntas.
¿Dónde había pasado aquella noche? ¿Había dormido solo o con algún compañero? ¿Había
visto a éste de madrugada? ¿Por qué se había marchado tan temprano de la posada?
Aksenov se sorprendió de que le preguntan todo aquello.
–¿Por
qué me interroga? –inquirió a su vez–. No soy ningún ladrón, ni tampoco un bandido.
Mi viaje se debe a unos asuntos particulares.
–Soy
jefe de policía y te pregunto todo esto porque encontraron degollado al comerciante
con el que pasaste la noche –replicó el oficial–: quiero ver tus cosas –añadió después
de llamar a los soldados y de ordenarles que lo registraran de arriba abajo.
Entraron
en la posada y revolvieron las cosas de la maleta y del saco de viaje de Aksenov.
De pronto, el jefe de policía encontró un cuchillo en el saco.
–¿De
quién es esto? –exclamó.
Aksenov
se horrorizó al ver que habían sacado un cuchillo ensangrentado de sus cosas.
–¿Por
qué está manchado de sangre? –preguntó el jefe de policía.
Aksenov
apenas pudo balbucir lo siguiente:
–Yo…
yo no sé… yo… este cu… no es mío…
–De
madrugada han encontrado al comerciante, degollado en su cama. La pieza donde ustedes
pernoctaron estaba cerrada por dentro y nadie ha entrado en ella, salvo ustedes
dos. Este cuchillo ensangrentado estaba entre tus cosas y, además, por tu cara,
se ve que eres culpable. Dime cómo lo has matado y qué cantidad de dinero le quitaste.
Aksenov
juró que no había cometido ese crimen; que no había vuelto a ver al comerciante,
después de haber tomado el té con él: que los ocho mil rublos que llevaba eran de
su propiedad y que el cuchillo no le pertenecía. Pero, al decir esto, se le quebraba
la voz, estaba pálido y temblaba, de pies a cabeza, como un culpable.
El
jefe de policía ordenó a los soldados que ataran a Aksenov y lo llevaran a la troika.
Cuando lo arrojaron en el vehículo con los pies atados, se persignó y se echó a
llorar. Le quitaron todas las cosas y el dinero, y lo encerraron en la cárcel de
la ciudad más cercana. Pidieron informes de Aksenov en la ciudad de Vladimir. Tanto
los comerciantes, como la demás gente de la ciudad, dijeron que, aunque de mozo
se había dado a la bebida, era un hombre bueno. Juzgaron a Aksenov por haber matado
a un comerciante de Riazan y por haberle robado veinte mil rublos.
Su
mujer estaba preocupadísima y no sabía ni qué pensar. Sus hijos eran de corta edad,
y el más pequeño, de pecho. Se dirigió con todos ellos a la ciudad en que Aksenov
se hallaba detenido. Al principio, no le permitieron verlo; pero, tras muchas súplicas,
los jefes de la prisión lo llevaron a su presencia. Al verlo vestido de presidiario
y encadenado, la pobre mujer se desplomó y tardó mucho en recobrarse. Después, con
los niños en torno suyo, se sentó junto a él, lo puso al tanto de los pormenores
de la casa y le hizo algunas preguntas. Aksenov relató a su vez, con todo detalle,
lo que le había ocurrido.
–¿Qué
pasará ahora? –preguntó la mujer.
–Hay
que pedir clemencia al zar. No es posible que perezca un hombre inocente.
La
mujer le explicó que había hecho una instancia; pero que no había llegado a manos
del zar.
–No
en vano soñé que se te había vuelto el pelo blanco, ¿te acuerdas? Has encanecido
de verdad. No debiste hacer ese viaje –exclamó ella; y, luego, acariciando la cabeza
de su marido, añadió–: Mi querido Vania, dime la verdad, ¿fuiste tú?
–¿Eres
capaz de pensar que he sido yo? –exclamó Aksenov; y, cubriéndose la cara con las
manos, rompió a llorar.
Al
cabo de un rato, un soldado ordenó a la mujer y a los hijos de Aksenov que se fueran.
Esta fue la última vez que Aksenov vio a su familia.
Posteriormente,
recordó la conversación que había sostenido con su mujer y que también ella había
sospechado de él, y se dijo: “Por lo visto, nadie, excepto Dios, puede saber la
verdad. Sólo a Él hay que rogarle y sólo de Él esperar misericordia”. Desde entonces,
dejó de presentar solicitudes y de tener esperanzas. Se limitó a rogar a Dios.
Lo
condenaron a ser azotado y a trabajos forzados. Cuando le cicatrizaron las heridas
de la paliza, fue deportado a Siberia en compañía de otros presos.
Vivió
veintiséis años en Siberia; los cabellos se le tornaron blancos como la nieve y
le creció una larga barba, rala y canosa. Su alegría se disipó por completo. Andaba
lentamente y muy encorvado; y hablaba poco. Nunca reía, y, a menudo, rogaba a Dios.
En
el cautiverio aprendió a hacer botas: y, con el dinero que ganó en su nuevo oficio,
compró el Libro de los mártires, que solía leer cuando había luz en su celda.
Los días festivos iba a la iglesia de la prisión, leía el Libro de los apóstoles
y cantaba en el coro. Su voz se había conservado bastante bien. Los jefes de la
prisión querían a Aksenov por su carácter tranquilo. Sus compañeros lo llamaban
“abuelito” y “hombre de Dios”. Cuando querían pedir algo a los jefes, lo mandaban
como representante y, si surgía alguna pelea entre ellos, acudían a él para que
pusiera paz.
Aksenov
no recibía cartas de su casa e ignoraba si su mujer y sus hijos vivían.
Un
día trajeron a unos prisioneros nuevos a Siberia. Por la noche, todos se reunieron
en torno a ellos y les preguntaron de dónde venían y cuál era el motivo de su condena.
Aksenov acudió también junto a los nuevos prisioneros y, con la cabeza inclinada,
escuchó lo que decían.
Uno
de los recién llegados era un viejo, bien plantado, de unos sesenta años, que llevaba
una barba corta entrecana. Contó por qué lo habían detenido.
–Amigos
míos, me encuentro aquí sin haber cometido ningún delito. Un día desaté el caballo
de un trineo y me acusaron de haberlo robado. Expliqué que había hecho aquello porque
tenía prisa en llegar a determinado lugar. Además, el cochero era amigo mío. No
creía haber hecho nada malo; sin embargo, me acusaron de robo. En cambio, las autoridades
no saben dónde ni cuándo robé de verdad. Hace tiempo cometí un delito, por el que
hubiera debido haber estado aquí. Pero ahora me han condenado injustamente.
–¿De
dónde eres? –preguntó uno de los prisioneros.
–De
la ciudad de Vladimir. Me dedicaba al comercio. Me llamo Makar Semionovich.
Aksenov
preguntó levantando la cabeza:
–¿Has
oído hablar allí de los Aksenov?
–¡Claro
que sí! Es una familia acomodada, a pesar de que el padre está en Siberia. Debe
ser un pecador como nosotros. Y tú, abuelo. ¿Por qué estás aquí?
A
Aksenov no le gustaba hablar de su desgracia.
–Hace
veinte años que estoy en Siberia a causa de mis pecados –dijo suspirando.
–¿Qué
delito has cometido? –preguntó Makar Semionovich.
–Si
estoy aquí, será que lo merezco –exclamó Aksenov, poniendo fin a la conversación.
Pero
los prisioneros explicaron a Makar Semionovich por qué se encontraba Aksenov en
Siberia; una vez que iba de viaje, alguien mató a un comerciante y escondió el cuchillo
ensangrentado entre las cosas de Aksenov. Por ese motivo, lo habían condenado injustamente.
–¡Qué
extraño! ¡Qué extraño! ¡Cómo has envejecido, abuelito! –exclamó Makar Semionovich,
después de examinar a Aksenov; y le dio una palmada en las rodillas.
Todos
le preguntaron de qué se asombraba y dónde había visto a Aksenov; pero Makar Semionovich
se limitó a decir:
–Es
extraño, amigos míos, que nos hayamos tenido que encontrar aquí.
Al
oír las palabras de Makar Semionovich, Aksenov pensó que tal vez supiera quién había
matado al comerciante.
–Makar
Semionovich: ¿has oído hablar de esto antes de venir aquí? ¿Me has visto en alguna
parte? –preguntó.
–El
mundo es un pañuelo y todo se sabe. Pero hace mucho tiempo que oí hablar de ello,
y ya casi no me acuerdo.
–Tal
vez sepas quién mató al comerciante.
–Sin
duda ha sido aquel entre cuyas cosas encontraron el cuchillo –replicó Makar Semionovich,
echándose a reír–. Incluso si alguien lo metió allí. Cómo no lo han cogido, no le
consideran culpable. ¿Cómo iban a esconder el cuchillo en tu saco si lo tenías debajo
de la cabeza? Lo habrías notado.
Cuando
Aksenov oyó esto, pensó que aquel hombre era el criminal. Se puso en pie y se alejó.
Aquella noche no pudo dormir. Le invadió una gran tristeza. Se representó a su mujer,
tal como era cuando la acompañó, por última vez, a una feria. La veía como si estuviese
ante él; veía su cara y sus ojos y oía sus palabras y su risa. Después se imaginó
a sus hijos como eran entonces, pequeños aún, uno vestido con una chaqueta y el
otro junto al pecho de su madre. Recordó los tiempos en que fuera joven y alegre;
y el día en que hablaba sentado en el balcón de la posada, tocando la guitarra,
y vinieron a detenerle. Recordó cómo lo azotaron y le pareció volver a ver al verdugo,
a la gente que estaba alrededor, a los presos… Se le representó toda su vida durante
aquellos veintiséis años hasta llegar a viejo. Fue tal su desesperación, al pensar
en todo esto, que estuvo a punto de poner fin a su vida.
“Todo
lo que me ha ocurrido ha sido por este malhechor”, pensó.
Sintió
una ira invencible contra Makar Semionovich y quiso vengarse de él, aunque esta
venganza le costase la vida. Pasó toda la noche rezando, pero no logró tranquilizarse.
Al día siguiente, no se acercó para nada a Makar Semionovich, y procuró no mirarlo
siquiera.
Así
transcurrieron dos semanas. Aksenov no podía dormir y era tan grande su desesperación,
que no sabía qué hacer.
Una
noche empezó a pasear por la sala. De pronto vio que caía tierra debajo de un catre.
Se detuvo para ver qué era aquello. Súbitamente, Makar Semionovich salió de debajo
del catre y miró a Aksenov con expresión de susto. Éste quiso alejarse; pero Makar
Semionovich, cogiéndole de la mano, le contó que había socavado un paso debajo de
los muros y que todos los días, cuando lo llevaban a trabajar, sacaba la tierra
metida en las botas.
–Si
me guardas el secreto, abuelo, te ayudaré a huir. Si me denuncias, me azotarán;
pero tampoco te vas a librar tú, porque te mataré.
Viendo
ante sí al hombre que le había hecho tanto daño, Aksenov tembló de pies a cabeza.
Invadido por la ira, se soltó de un tirón y exclamó.
–No
tengo por qué huir, ni tampoco tienes por qué matarme; hace mucho que lo hiciste.
Y en cuanto a lo que preparas, lo diré o no lo diré, según Dios me dé a entender.
Al
día siguiente, cuando sacaron a los presos a trabajar, los soldados se dieron cuenta
de que Makar Semionovich llevaba tierra en las cañas de las botas. Después de una
serie de búsquedas, encontraron el subterráneo que había hecho. Llegó el jefe de
la prisión para interrogar a los presos. Todos se negaron a hablar. Los que sabían
que era Makar Semionovich, no lo delataron, porque les constaba que lo azotarían
hasta dejarlo medio muerto. Entonces, el jefe de la prisión se dirigió a Aksenov.
Sabía que era veraz.
–Abuelo,
tú eres un hombre justo. Dime quién ha cavado el subterráneo, como si estuvieras
ante Dios.
Makar
Semionovich miraba el jefe de la prisión como si tal cosa; no se volvió siquiera
hacia Aksenov. A éste le temblaron las manos y los labios. Durante largo rato no
pudo pronunciar ni una sola palabra, “¿Por qué no delatarle cuando él me ha perdido?
Que pague por todo lo que me ha hecho sufrir. Pero si lo delato, lo azotarán. ¿Y
si lo acuso injustamente? Además, ¿acaso eso aliviaría mi situación?”, pensó.
–Anda
viejo, dime la verdad: ¿quién ha hecho el subterráneo? –preguntó, de nuevo, el jefe.
–No
puedo, excelencia –replicó Aksenov, después de mirar a Makar Semionovich–. Dios
no quiere que lo diga; y no lo haré. Puede hacer conmigo lo que quiera. Usted es
quien manda.
A
pesar de las reiteradas insistencias del jefe, Aksenov no dijo nada más. Y no se
enteraron de quién había cavado el subterráneo.
A
la noche siguiente, cuando Aksenov se acostó, apenas se hubo dormido, oyó que alguien
se había acercado, sentándose a sus pies. Miró y reconoció a Makar Semionovich.
–¿Qué
más quieres? ¿Para qué has venido? –exclamó.
Makar
Semionovich guardaba silencio.
–¿Qué
quieres? ¡Lárgate! Si no te vas, llamaré al soldado –insistió Aksenov, incorporándose.
Makar
Semionovich se acercó a Aksenov; y le dijo, en un susurro:
–¡Iván
Dimitrievich, perdóname!
–¿Qué
tengo que perdonarte?
–Fui
yo quien mató al comerciante y quien metió el cuchillo entre tus cosas. Iba a matarte
a ti también; pero oí ruido fuera. Entonces oculté el cuchillo en tu saco; y salí
por la ventana.
Aksenov
no supo qué decir. Makar Semionovich se puso en pie e, inclinándose hasta tocar
el suelo, exclamó:
–Iván
Dimitrievich, perdóname, ¡perdóname, por Dios! Confesaré que maté al comerciante
y te pondrán en libertad. Podrás volver a tu casa.
–¡Qué
fácil es hablar! ¿Dónde quieres que vaya ahora?… Mi mujer ha muerto, probablemente;
y mis hijos me habrán olvidado… No tengo adónde ir…
Sin
cambiar de postura, Makar Semionovich golpeaba el suelo con la cabeza repitiendo:
–Iván
Dimitrievich, perdóname. Me fue más fácil soportar los azotes, cuando me pegaron,
que mirarte en este momento. Por si es poco, te apiadaste de mí y no me has delatado.
¡Perdóname en nombre de Cristo! Perdóname a mí, que soy un malhechor.
Makar
Semionovich se echó a llorar. Al oír sus sollozos, también Aksenov se deshizo en
lágrimas.
–Dios
te perdonará; tal vez yo sea cien veces peor que tú –dijo.
Repentinamente
un gran bienestar invadió su alma. Dejó de añorar su casa. Ya no sentía deseos de
salir de la prisión; sólo esperaba que llegase su último momento.
Makar
Semionovich no hizo caso a Aksenov y confesó su crimen. Pero cuando llegó la orden
de libertad, Aksenov había muerto ya.
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