Verónica Ladrón de Guevara
Huelo a perra. Lo noto por la
insistencia con que se me acercan otros animales. Pensé que los gatos me rehuirían,
pero no es así. Algo de mi olor les atrae. Finjo no percatarme del nerviosismo que
despierto en las mascotas de mis amigas, mientras éstas sueltan ridículas explicaciones:
“le caíste muy bien”, “¡ay!, nunca hace eso”, “es que sabe que te gustan los animalitos”.
Mentira, siempre los repudié.
De niña no toleré
ni las tortugas de tierra que me llevaba mi padre, en su vano intento por lograr
que cualquier bicho despertara mi interés. Peces, canarios, conejos, loros, y hasta
un hurón pretendieron ser mis compañeros. Ninguno vivió un día completo en casa.
Por eso me pareció
intolerable el comportamiento de Martha. Sabía de mi aversión a los animales y se
atrevió a llevar a esa perra. Patiflaca, ojiazul, muy fina, según le dijeron. Como
si el pedigrí la librara del molesto olor a cachorro destetado.
Advertí a Martha
que esa perra sólo nos acarrearía problemas, pero no me creyó. Como si no le bastase
mi amor a ella, me obligó a extender mis aprecios a cualquier cosa, inanimada o
no, con la que tuviera contacto. Amé su música, disfruté sus insulsas películas,
atesoré sus revistas, aprendí a odiar lo que ella odiaba, estimé a quien apreciaba.
Fui a marchas, me corté el pelo como ordenó. Nada fue suficiente. Ahora debía tolerar
eso.
Acodada en la ventana del comedor
siento cómo se acerca. No volteo siquiera. Estoy disgustada. Con movimientos suaves
se desliza abajo de mis piernas. Su cabeza hace contacto con mis muslos. Retrocede.
Contengo la respiración. Lo intenta de nuevo, ahora con más seguridad. Sube hasta
tocar mi pubis, lo huele. Deja su nariz ahí una agradable eternidad.
Martha es desordenada.
Odio andar de aquí para allá recogiendo todo cuanto tira. Cuando llega por las noches
se desviste en la sala y deja ahí todas sus prendas. Va al refrigerador y saca un
litro de leche que invariablemente deja vacío sobre la televisión. Al bañarse deja
el jabón en el piso, humedeciéndose hasta la extinción.
Como si conociera
mis soledades se acerca en la oscuridad. Su lengua recorre uno a uno mis dedos.
Los moja. Me electrizo. Sube a la cama hasta su lugar favorito. Lo huele. La dejo.
Finjo dormir pero advierte el engaño. Sonrío. Humedades deslizándose por mi piel.
Su carácter
se ha vuelto intolerable. Grita frenética por cualquier motivo. Le molesta el pelo
de la perra, sus esporádicos ladridos, patea sus huesos de carnaza y la otra vez
la descubrí orinándose en la alfombra para inculpar a la mascota. Manotea por toda
la casa diciendo que esa perra sólo nos ha traído problemas.
He desistido
de la doble ducha y de la pretensión de cualquier colonia. Su olor permanece en
mí. No puedo estar sin su compañía. Las dos vamos de compras, corremos por las tardes,
vemos televisión, comemos helado. Nos agrada vivir solas. Es más ordenada que Martha,
jamás rompe ni rasga nada, me avisa cuando desea ir al baño y el día que no estoy
humor, la bajo de mi cama con un grito.
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