José Saramago
El muchacho venía del río. Descalzo, con
los pantalones arremangados por encima de las rodillas, las piernas sucias de lodo.
Vestía una camisa roja, abierta en el pecho, donde los primeros vellos de la pubertad
empezaban a ennegrecer. Tenía el pelo oscuro, mojado por el sudor que le escurría
por el cuello delgado. Se inclinaba un poco hacia delante, bajo el peso de los largos
remos, de los que pendían hilos verdes de limos aún goteantes. El barco quedó balanceándose
en el agua turbia y, allí cerca, como si lo espiasen, afloraron de repente los ojos
globulosos de una rana. El muchacho la miró, y ella le miró. Después la rana hizo
un movimiento brusco y desapareció. Un minuto más y la superficie del río quedó
lisa y tranquila, y brillante como los ojos del muchacho. La respiración del limo
desprendía lentas y muelles burbujas de gas que la corriente arrastraba. En el calor
espeso de la tarde los chopos altos vibraban silenciosamente y, de golpe, flor rápida
que naciese del aire, un ave azul pasó rasando el agua. El muchacho levantó la cabeza.
Desde el otro lado del río una muchacha le miraba, inmóvil. El muchacho levantó
la mano libre y todo su cuerpo dibujó el gesto de una palabra que no se oyó. El
río fluía, lento.
El muchacho subió la
ladera, sin mirar atrás. La hierba se acababa allí mismo. Hacia arriba, hacia allá,
el sol calcinaba los terrones de los barbechos y los olivares cenicientos. Metálica,
durísima, una cigarra roía el silencio. En la distancia la atmósfera temblaba.
La casa era baja, achaparrada,
bruñida de cal, con una franja de ocre violento. Un lienzo de pared ciega, sin ventanas,
una puerta en la que se abría un postigo. En el interior el suelo de barro refrescaba
los pies. El muchacho apoyó los remos, se limpió el sudor con el antebrazo. Se quedó
quieto, escuchando los golpes del corazón, el pausado brotar del sudor que se renovaba
en la piel. Estuvo así unos minutos, sin conciencia de los rumores que venían de
la parte de detrás de la casa y que se transformaron, de súbito, en gañidos lancinantes
y gratuitos: la protesta de un cerdo atado. Cuando, por fin, empezó a moverse, el
grito del animal, esta vez herido e insultado, le golpeó en los oídos. Y en seguida
oyó otros gritos, agudos, rabiosos, una súplica desesperada, una llamada que no
espera socorro.
Corrió hacia el patio,
pero no pasó del umbral de la puerta. Dos hombres y una mujer sujetaban al cerdo.
Otro hombre, con un cuchillo ensangrentado, le abría un tajo vertical en el escroto.
En la paja brillaba ya un óvalo achatado, rojo. El cerdo temblaba entero, lanzaba
gritos entre las quijadas que apretaba una cuerda. La herida se alargó, el testículo
apareció, lechoso y rayado de sangre, los dedos del hombre se introdujeron en la
abertura, tiraron, retorcieron, arrancaron. La mujer tenía el rostro pálido y crispado.
Desataron al cerdo, le liberaron el hocico y uno de los hombres se agachó y cogió
las dos piezas, gruesas y suaves. El animal dio una vuelta, perplejo, y se quedó
con la cabeza baja, respirando con dificultad. Entonces el hombre se los tiró. El
cerdo los mordió, masticó ansioso, tragó. La mujer dijo algunas palabras y los hombres
se encogieron de hombros. Uno de ellos se rio. Fue en ese momento cuando vieron
al muchacho en el umbral de la puerta. Se quedaron todos callados y, como si fuese
la única cosa que pudiesen hacer en aquel momento, se pusieron a mirar al animal,
que se había echado en la paja, suspirando, con el hocico sucio de su propia sangre.
El muchacho volvió al
interior. Llenó un puchero y bebió, dejando que el agua le corriese por las comisuras
de la boca, por el cuello, hasta el vello del pecho que se volvió más oscuro. Mientras
bebía miraba fuera las dos manchas rojas sobre la paja. Después, con un movimiento
de cansancio, volvió a salir de la casa, atravesó el olivar otra vez bajo el bochorno
del sol. El polvo le quemaba los pies y él, sin darse cuenta, los encogía para huir
del contacto escaldante. La misma cigarra rechinaba en tono más sordo. Después la
ladera, la hierba con su olor a savia caliente, la frescura atontadora debajo de
las ramas, el lodo que se insinúa entre los dedos de los pies e irrumpe por arriba.
El muchacho se quedó
quieto, mirando el río. Sobre un afloramiento de limo, una rana, parda como la primera,
con los ojos redondos bajo las arcadas salientes, parecía estar esperando. La piel
blanca del buche palpitaba. La boca cerrada formaba un pliegue de escarnio. Pasó
un tiempo y ni la rana ni el muchacho se movían. Entonces él, desviando con dificultad
los ojos, como para huir de un maleficio, vio al otro lado del río, entre las ramas
bajas de los salgueros, aparecer una vez más a la muchacha. Y nuevamente, silencioso
e inesperado, pasó sobre el agua el relámpago azul.
El muchacho se quitó
la camisa despacio. Despacio se acabó de desvestir, y sólo cuando ya no tenía ropa
ninguna sobre el cuerpo, su desnudez, lentamente, se reveló. Así como si se estuviese
curando una ceguera de sí misma. La muchacha miraba de lejos. Después, con los mismos
gestos lentos, se liberó del vestido y de todo cuanto la cubría. Desnuda sobre el
fondo verde de los árboles.
El muchacho miró una
vez más el río. El silencio se asentaba sobre la líquida piel de aquel interminable
cuerpo. Círculos que se alargaban y perdían en la superficie tranquila, mostraban
el lugar donde por fin la rana se había sumergido. Entonces el muchacho se metió
en el agua y nadó hacia la otra orilla, mientras el bulto blanco y desnudo de la
muchacha se recogía hacia la penumbra de las ramas.
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