Philip Roth
En mayo de 1945, transcurridas
solo unas semanas desde la finalización de la guerra en Europa, me reexpidieron
a Estados Unidos, donde pasé el resto de la guerra integrado en una compañía de
instrucción militar, en Camp Crowder, Misuri. Junto con el resto del Noveno Ejército,
había cruzado Alemania tan deprisa, a finales de invierno y durante la primavera,
que cuando subí al avión no podía creer que nuestro punto de destino estuviera situado
en el oeste. Mi mente me indicaba otra cosa, pero cierta inercia del espíritu me
decía que íbamos a despegar hacia algún nuevo frente, donde, tras desembarcar, seguiríamos
con nuestro empuje hacia el este: siempre hacia el este, hasta dar la vuelta al
mundo, pasando por pueblos en cuyas calles tortuosas y empedradas el enemigo estaría
mirándonos mientras tomábamos posesión de lo que hasta ese momento consideraba suyo.
Había cambiado lo suficiente, en dos años, como para que no me hicieran efecto los
temblores de los ancianos, los llantos de los muy jóvenes, la incertidumbre y el
miedo en los ojos de quienes antes fueron altivos. Había tenido la suerte de que
el corazón se me volviera militar, de esos que son como los pies, que al principio
duelen y se hinchan, pero al final les crecen las suficientes durezas como para
que el soldado pueda transitar por los más raros caminos sin experimentar el menor
sentimiento.
En
Camp Crowder estuve a las órdenes del capitán Paul Barrett. El día en que me presenté,
salió de su despacho para estrecharme la mano. Era de baja estatura, bronco, de
temperamento exaltado y –tanto al descubierto como bajo techado– siempre llevaba
el casco muy pulido, y con el recubrimiento interior bajado hasta los pequeños ojos.
En Europa había conseguido un ascenso por méritos de guerra y una herida grave en
el pecho, y solo hacía unos meses que lo habían enviado de vuelta a Estados Unidos.
Se dirigió a mí con llaneza, y, a última hora de la tarde, cuando formaron las compañías,
me presentó a la tropa:
–Caballeros
–dijo–, el sargento Thurston, como bien saben, ya no forma parte de esta compañía.
El sargento Nathan Marx, aquí presente, ocupará su puesto. Es un veterano de los
frentes europeos y, por consiguiente, espera encontrar aquí una compañía de soldados,
no una compañía de muchachitos.
Aquella
noche me quedé hasta muy tarde en oficinas, tratando, sin mucho entusiasmo, de resolver
el enigma de los turnos de guardia, los impresos de personal y los informes matutinos.
El encargado de oficinas dormía con la boca abierta en un colchón extendido en el
suelo. Un recluta leía las órdenes del día siguiente, que estaban puestas en un
tablón, nada más pasar la puerta mosquitera. Era una noche cálida, y de los cuarteles
me llegaba la música bailable de las emisoras de radio. El recluta, que llevaba
un rato mirándome cuando creía que no me daba cuenta, acabó por acercárseme.
–Oiga,
mi sargento, ¿hay guateque de reclutas mañana por la noche? –me preguntó.
Un
guateque de reclutas consiste en limpiar los cuarteles.
–¿Los
tenéis habitualmente los viernes por la noche? –le pregunté.
–Sí
–dijo él; y luego añadió, misteriosamente–: Ahí está la cosa.
–Pues
entonces sí, habrá guateque de reclutas.
Se
dio media vuelta, y oí que murmuraba algo. Le temblaban los hombros, y me pregunté
si estaría llorando.
–¿Cómo
te llamas, soldado? –le pregunté.
Se
volvió, sin llorar para nada. Al contrario: sus ojos salpicados de verde, alargados
y estrechos, destellaban como peces al sol. Se acercó a mí y se sentó en el borde
de mi mesa. Me tendió la mano:
–Sheldon
–dijo.
–Estate
de pie, Sheldon.
Apartándose
de la mesa, completó:
–Sheldon
Grossbart.
Sonrió,
como disculpándose por la familiaridad que me había impuesto.
–¿Tienes
algo en contra de limpiar los cuarteles el viernes por la noche, Grossbart? –le
dije. A lo mejor es que no deberíamos celebrar guateques para reclutas. Sería mejor
que contratáramos una doncella.
Mi
tono me sorprendió. Sonaba exactamente igual que cualquiera de los sargentos mayores
con quienes había tratado en mi vida.
–No,
mi sargento.
Se
puso serio, pero con una seriedad que más bien parecía una sonrisa contenida.
–Es
solo que… Ir a organizar los guateques de reclutas precisamente los viernes por
la noche…
Volvió
a situarse contra la esquina de la mesa, sin acabar de sentarse ni de estar de pie.
Me miró con esos ojos que tenía, llenos de manchitas y destellantes, y luego hizo
un gesto con la mano. Fue muy leve –no pasó de un movimiento de muñeca, hacia atrás
y hacia delante, pero bastó para excluir de nuestros asuntos todo el resto del cuarto
de oficinas, para convertirnos a ambos en el centro del mundo. De hecho, parecía
excluir también todo lo que nos concernía, menos el corazón.
–El
sargento Thurston era una cosa –susurró, echando una ojeada al encargado de oficinas–,
pero todos pensábamos que con usted aquí todo cambiaría un poco.
–¿Quiénes
sois todos?
–Los
judíos de aquí.
–¿Por
qué? –le pregunté, con aspereza. ¿Qué habéis pensado?
Aún
me duraba lo de “Sheldon”, o por cualquier otra cosa, no tuve tiempo de planteármelo,
pero, desde luego, estaba irritado.
–Todos
pensamos que usted… Pues eso, Marx, como Karl Marx. Como los hermanos Marx. M-a-r-x.
Qué tíos más grandes. ¿Es así como se escribe su apellido, mi sargento?
–M-a-r-x.
–Fishbein
dijo que…
Se
detuvo.
–Lo
que quiero decir, sargento…
Se
le pusieron rojos el cuello y la cara, y se le movía la boca, pero de ella no salían
palabras. Al momento se puso firmes, mirándome desde lo alto de su estatura. Era
como si de pronto hubiera llegado a la conclusión de que no podía esperar de mí
más simpatía que de Thurston, y ello porque yo pertenecía a la fe de Thurston, no
a la suya. El joven se las había apañado para equivocarse en lo tocante a mi verdadera
fe, pero no me sentí con ánimo para sacarlo del error. Muy sencillamente dicho:
el tipo no me caía bien.
Dado
que yo me limitaba a devolverle la mirada, acabó hablando, en otro tono:
–Mire,
mi sargento –me explicó–: los viernes por la noche, los judíos se supone que tenemos
que asistir a los oficios religiosos.
–¿Os
dijo el sargento Thurston que no podíais asistir a los oficios religiosos cuando
tocaba guateque de reclutas?
–No.
–¿Os
dijo que teníais que quedaros a fregar los suelos?
–No,
mi sargento.
–¿Os
dijo el capitán que teníais que quedaros a fregar los suelos?
–No
es eso, mi sargento. Son los demás compañeros del cuartel –se inclinó hacia mí.
Piensan que nos escaqueamos. Y no nos escaqueamos. El viernes por la noche es cuando
los judíos asistimos a los oficios religiosos. Estamos obligados.
–Pues
asistid.
–Pero
es que los compañeros nos lo echan en cara. No hay derecho.
–Eso
no es problema del Ejército, Grossbart. Es un asunto personal que tendréis que solucionar
por vuestros propios medios.
–Pero
es injusto.
Me
puse en pie para marcharme.
–No
hay nada que yo pueda hacer al respecto –dije.
Grossbart
se puso tenso y permaneció delante de mí.
–Pero
es que se trata de una cuestión religiosa, señor.
–Sargento
–dije yo.
–Eso
quise decir, mi sargento –dijo, casi gruñendo.
–Mira,
más vale que habléis con el capellán. Si queréis ver al capitán Barrett, yo hablo
con él.
–No,
no. No quiero líos, mi sargento. Eso es lo primero que te recriminan. Solo quiero
lo que me corresponde por derecho.
–Maldita
sea, Grossbart, deja ya de llorar. Ya tienes lo que te corresponde por derecho.
Puedes quedarte a fregar los suelos o puedes ir a la shul….
Se
le caldeó de nuevo la sonrisa. Le brillaba la saliva en las comisuras de la boca.
–Querrá
usted decir iglesia, mi sargento.
–¡Quiero
decir shul, Grossbart!
Pasé
a su lado y salí. No lejos, oí el crujido de las botas de un centinela sobre la
gravilla. Por las ventanas de los cuarteles, a la luz eléctrica, se veían chicos
en camiseta y pantalones de faena, sentados en sus catres, limpiando los fusiles.
De pronto, oí un ligero ruido a mis espaldas. Me di la vuelta y vi la oscura silueta
de Grossbart corriendo hacia los cuarteles, a decirles a sus amigos judíos que tenían
razón, que yo era de los suyos, tanto como Harpo, tanto como Karl.
A
la mañana siguiente, charlando con el capitán Barrett, le referí el incidente de
la noche anterior. Por el modo de contárselo, el capitán debió de entender que lo
que yo hacía no era exponerle la postura de Grossbart, sino defenderla.
–Marx,
soy capaz de pelear con un negro al lado, si el hombre me ha demostrado su valor.
Me enorgullezco de poseer una mentalidad muy abierta –dijo, mirando por la ventana–.
De manera que aquí nadie es objeto de trato especial, sargento, ni para lo bueno
ni para lo malo. Lo único que hay que hacer es demostrar lo que se vale. Si un soldado
destaca en los ejercicios de tiro, le doy un permiso de fin de semana. Si destaca
en los ejercicios físicos, permiso de fin de semana. Porque se lo ha ganado.
Apartó
los ojos de la ventana y me señaló con el dedo.
–Usted
es judío, Marx, ¿no es así?
–Sí,
señor.
–Y
yo lo admiro. Lo admiro por las condecoraciones que lleva en ese pasador del pecho.
Yo juzgo a los hombres por lo que hacen en el campo de batalla, sargento. Por lo
que tiene aquí –dijo, y luego, en contra de lo que yo había supuesto, es decir que
se pondría la mano en el corazón, se señaló con el dedo pulgar los botones que hacían
lo posible por mantenerle la tripa dentro de la camisa. Redaños –dijo.
–Muy
bien, señor. Solo quería ponerlo a usted al corriente de lo que dice la tropa.
–Señor
Marx, va usted a envejecer antes de tiempo si se preocupa tanto de lo que dice la
tropa. Deje eso en manos del capellán. Es cosa suya, no nuestra. Nosotros, lo que
tenemos que hacer es enseñarles a esos chicos a disparar como es debido. Si los
judíos piensan que los demás los acusan de dar gato por liebre… Pues qué quiere
que le diga, no lo sé. Me parece un cachondeo que así, de pronto, el Señor se haya
puesto a darle voces en el oído al soldado Grossbart y al hombre no le quede más
remedio que marcharse corriendo a la iglesia.
–A
la sinagoga –dije yo.
–Sinagoga
es lo que hay que decir, sargento. Me lo apuntaré en un papelito, para no olvidarme
la próxima vez. Gracias por tenerme al corriente.
Aquella
tarde, cuando faltaban unos minutos para que la compañía formara delante de las
oficinas, para el rancho, di orden de que se me presentara el cabo Robert LaHill.
LaHill era un muchacho robusto, de piel atezada, cuyo pelo ensortijado tendía a
asomar por todas partes. Tenía un brillo en los ojos que lo hacía a uno pensar en
cavernas y dinosaurios.
–LaHill
–le dije–, cuando estén formados, recuérdales a todos que pueden asistir a los oficios
religiosos cuando se celebren, siempre que informen en oficinas antes de salir del
cuartel.
LaHill
se rascó la muñeca, pero no transmitió la impresión de haber oído o comprendido
nada.
–LaHill
–le dije–: iglesia. ¿Te acuerdas? Iglesia, curas, misa, confesión.
Torció
un labio hasta darle forma de sonrisa; lo tomé como señal de que, por un momento,
se había reincorporado a la raza humana.
–Los
judíos que quieran asistir a los oficios esta noche deben presentarse en oficinas
a las 19:00, después de romper filas –dije; luego, como si se me acabara de ocurrir,
añadí–: Por orden del capitán Barrett.
Un
poco más tarde, mientras la última luz del día –la más suave que ese año había visto–
empezaba a caer sobre Camp Crowder, me llegó por la ventana la espesa y monocorde
voz de LaHill:
–Oído
al parche, tropa: que de parte del jefe que hoy a las 19:00, después de romper filas,
que los judíos pasen por oficinas, si quieren asistir a la misa judía.
A
las siete en punto, miré por la ventana del cuartel de oficinas y vi en el rectángulo
polvoriento a tres soldados con el uniforme de paseo. Miraban sus relojes y se removían,
inquietos, sin dejar de decirse cosas en voz baja. Estaba oscureciendo, y, solos
como estaban en la explanada desierta, se los veía muy pequeñitos. Cuando abrí la
puerta, me llegaron de los cercanos cuarteles los ruidos del guateque para reclutas:
catres chocando con las paredes, grifos llenando cubos, escobones barriendo el suelo
de madera, trapos quitando el polvo para la revista del sábado. Grandes gurruños
de trapos frotaban en redondo los cristales de las ventanas. Nada más salir, nada
más poner el pie en el suelo, creí oír que Grossbart ordenaba a los demás “¡Firmes!”.
Aunque también puede ser que al verlos ponerse firmes imaginara yo la orden.
Grossbart
dio un paso al frente.
–¡Gracias,
señor! –dijo.
–Sargento,
Grossbart –le recordé. Deja el señor para los oficiales. Yo no soy oficial. Llevas
tres semanas en el Ejército, ya deberías saberlo.
Volvió
hacia fuera las palmas de las manos, como para indicarme que él y yo estábamos más
allá de todas las convenciones.
–Gracias,
de todos modos –dijo.
–Sí
–dijo un chico, detrás de él. Muchas gracias.
Y
el tercero musitó “gracias”, pero apenas se le movieron los labios, de modo que
solo en eso modificó su posición de firmes.
–¿Por
qué? –pregunté.
Grossbart
resopló de contento.
–Por
el comunicado. Lo que nos ha comunicado el cabo. Ha servido. Ha dejado todo…
–Más
claro –el muchacho alto terminó la frase de Grossbart.
Grossbart
sonrió.
–Quiere
decir oficial, señor. Público –me dijo. Ahora no parecerá que nos estamos escaqueando,
quitándonos de en medio cuando llega la hora de dar el callo.
–Fue
una orden del capitán Barrett –dije yo.
–Bueeeno,
pero usted ha puesto un poquito de su parte –dijo Grossbart. Y nosotros se lo agradecemos.
Luego
se volvió hacia sus compañeros.
–Sargento
Marx, quiero presentarle a Larry Fishbein.
El
alto dio un paso al frente y me tendió la mano. Yo se la estreché.
–¿Es
usted de Nueva York? –me preguntó.
–Sí.
–Yo
también.
Tenía
un rostro cadavérico, que se hundía hacia dentro desde las mejillas a la mandíbula,
y cuando sonreía –como hizo ante la comprobación de nuestro paisanaje– enseñaba
una boca de dientes estropeados. Pestañeaba con mucha frecuencia, como tratando
de evitar las lágrimas.
–¿De
qué parte? –me preguntó.
Yo
me dirigí a Grossbart:
–Pasan
cinco minutos de las siete. ¿A qué hora son los oficios?
–La
shul –dijo él, sonriente– empieza dentro de diez minutos. Quiero presentarle a Mickey
Halpern. Mickey, te presento a Nathan Marx, nuestro sargento.
El
tercer muchacho dio un brinco hacia delante.
–Soldado
Michael Halpern. A sus órdenes –saludó.
–El
saludo es para los oficiales, Halpern –dije yo.
El
chico bajó la mano y, con los nervios, de paso, comprobó si tenía bien abrochados
los bolsillos de la camisa.
–¿Me
ocupo yo de conducirlos, señor? –preguntó Grossbart. ¿O viene usted con nosotros?
Desde
detrás de Grossbart, Fishbein soltó:
–Luego
dan un refrigerio. Las del cuerpo auxiliar femenino de San Luis, según nos dijo
el rabino la semana pasada.
–El
capellán –musitó Halpern.
–Nos
encantaría que viniese con nosotros –dijo Grossbart.
Para
no afrontar su petición, aparté la vista y vi, en las ventanas de los cuarteles,
una nube de rostros que nos miraban.
–Marchaos
cuanto antes, Grossbart –dije.
–Vale,
pues –dijo. Se volvió hacia los demás–: Adelante, paso ligero. ¡Mar!
Emprendieron
la marcha, pero a los tres o cuatro metros Grossbart dio media vuelta, corriendo
de espaldas, y me dijo:
–Buen
shabbus, señor.
Y
a continuación se perdieron los tres en las sombras extranjeras del crepúsculo de
Misuri.
Cuando
ya habían desaparecido por el campo de instrucción, cuyo verde, ahora, se había
vuelto de un azul profundo, seguía oyéndose a Grossbart marcar el paso ligero, y
según fue oscureciendo, ello me trajo de pronto un recuerdo profundo –como el sesgo
de la luz–, y me vinieron a la memoria los ruidos estridentes de un patio de recreo
del Bronx donde, años atrás, junto al Grand Concourse había estado jugando durante
largas tardes de primavera parecidas a ésta. Era un recuerdo agradable para un hombre
joven que tan lejos se hallaba de la paz y de su casa, y trajo consigo tantos otros
fragmentos de memoria, que empecé a ponerme extraordinariamente tierno conmigo mismo.
De hecho, me permití una ensoñación tan fuerte, que fue como si una mano se me estuviera
metiendo en los adentros, hasta el fondo. ¡Mucho tenía que penetrar para emocionarme!
Tenía que dejar atrás aquellos días en los bosques de Bélgica, dejar atrás las muertes
que me negué a llorar, dejar atrás las noches en esas casas de campo alemanas en
que quemamos los libros para calentarnos, dejar atrás periodos interminables en
que me mantuve inaccesible a toda debilidad que pudiera sobrevenirme en el contacto
con el prójimo y me las apañé incluso para negarme la postura del conquistador:
la fanfarronería en que yo, como judío, bien podía haber incurrido mientras mis
botas se abrían paso entre los escombros de Wesel, Münster y Braunschweig.
Pero
ahora, bastó un ruido nocturno, un rumor de hogar y tiempo pasado, para que mi memoria
se zambullera en todo lo que mantenía anestesiado, para alcanzar lo que de pronto
recordé ser yo. De modo que no fue totalmente extraño que, en busca de más yo, me
diera por seguir los pasos de Grossbart hasta la Capilla n.° 3, donde se celebraban
los oficios judíos.
Me
senté en el último banco, que estaba vacío. Dos filas más adelante estaban Grossbart,
Fishbein y Halpern, cada uno con un pequeño recipiente blanco en la mano. Cada banco
estaba situado a un nivel por encima del anterior, de modo que yo dominaba el recinto
entero y veía perfectamente lo que ocurría. Fishbein escanciaba el contenido de
su recipiente en el de Grossbart, y era de ver la expresión de gozo que ponía Grossbart
mirando el arco de color morado que trazaba el líquido entre la mano de Fishbein
y la suya. Bajo la deslumbrante luz amarilla, vi al capellán, en la plataforma delantera,
entonando la primera línea de la lectura replicada. Grossbart tenía el libro de
oraciones en el regazo, sin abrir, y hacía girar el vino en su copa. Solo Halpern
respondía al canto con sus oraciones. Sujetaba el libro con los cinco dedos de la
mano muy separados. Llevaba la gorra calada hasta las cejas, haciéndola, así, adquirir
una forma redondeada, parecida a la de una kipá. De cuando en cuando, Grossbart
se llevaba la copa a los labios. Fishbein, con su largo rostro amarillento convertido
en una especie de bombilla agonizante, miraba a diestra y siniestra, estirando el
cuello para ver a los que ocupaban el mismo banco que él, y luego a los de delante,
y luego a los de detrás. Al verme a mí, los párpados le tocaron retreta. Le dio
un codazo a Grossbart, inclinó la cabeza hacia su amigo, le susurró algo y, luego,
cuando le tocó turno de réplica a la congregación, la voz de Grossbart se unió a
las demás. Fishbein tenía ahora los ojos puestos en su libro, pero no alcanzaba
a mover los labios.
Llegó,
finalmente, el momento de beber el vino. El capellán les dedicó una sonrisa mientras
Grossbart vaciaba su copa de un solo trago, Halpern saboreaba el vino, meditativo,
y Fishbein fingía devoción con una copa vacía.
–Esta
noche miro nuestra congregación –dijo el capellán, sonriendo con esta última palabra–
y veo muchas caras nuevas, y deseo darles la bienvenida a nuestros oficios vespertinos
del viernes, aquí en Camp Crowder. Soy el comandante Leo Ben Ezra, vuestro capellán
castrense.
Aun
siendo norteamericano, el capellán hablaba con verdadera parsimonia, casi silabeando,
como con intención de comunicar, sobre todo, con quienes entre los allí presentes
supieran leer los labios.
–Solo
voy a deciros unas palabras antes de pasar a la sala contigua, donde las bondadosas
damas del Templo de Sinaí, de San Luis, Misuri, os tienen preparado un agradable
piscolabis.
Aplausos
y silbidos. Tras una nueva sonrisa momentánea, el capellán alzó las manos, con las
palmas hacia fuera y levantando rápidamente los ojos al cielo, como para recordar
a la tropa en qué lugar se encontraba y Qué Otro podía hallarse entre los congregados.
En el súbito silencio que siguió, me pareció oír que Grossbart cacareaba: “¡Qué
limpien el suelo los goyim!”. ¿Fueron ésas las palabras? No estaba seguro, pero
Fishbein, sonrisueño, le dio con el codo a Halpern. Halpern lo miró con cara de
tonto y en seguida volvió a su libro de rezos, que venía manteniéndolo ocupado durante
toda la charla del rabino. Una mano tiró del pelo crespo y negro que le asomaba
por debajo de la gorra. Sus labios se movieron.
Prosiguió
el rabino:
–Es
de comida de lo que voy a hablaros un momento. Ya sé, ya sé –entonó, fatigosamente–
que en vuestras bocas, las de casi todos, la comida trafe sabe a ceniza. Sé que
a muchos os dan arcadas, y sé cómo sufren vuestros padres ante la idea de que sus
hijos estén comiendo alimentos impuros y que ofenden el paladar. ¿Qué puedo deciros?
Lo único que puedo deciros es que cerréis los ojos y os lo traguéis. Comed lo necesario
para vuestra supervivencia y tirad lo demás. Ya querría yo seros de más ayuda. Permitidme
que os diga, a los que pensáis que todo esfuerzo es inútil, que lo intentéis una
y otra vez, pero también que vengáis a verme. Si es tal vuestro grado de repulsión,
habrá que buscar ayuda en las instancias más elevadas.
Se
inició una ronda de cháchara, que en seguida remitió. A continuación, todos cantaron
Ain Kelohainu; a pesar de los años transcurridos, resultó que aún recordaba la letra.
Luego, de pronto, una vez concluidos los oficios, Grossbart se me plantó al lado.
–¿Instancias
más elevadas? ¿Se refiere al general?
–Bah,
Shelly –dijo Fishbein–, es a Dios a quien se refiere.
Se
dio un cachete en la cara y se quedó mirando a Halpern.
–¡Todo
lo alto que se puede llegar!
–Chist
–dijo Grossbart. ¿A usted qué le parece, mi sargento?
–No
sé –dije. Mejor le preguntas al capellán.
–Eso
voy a hacer. Voy a pedirle cita. Y Mickey también.
Halpern
dijo que no con la cabeza.
–No,
no, Sheldon…
–Estás
en tu derecho, Mickey –dijo Grossbart. No podemos permitir que nos mangoneen.
–No
pasa nada –dijo Halpern. A quien le molesta la cosa es a mi madre, no a mí.
Grossbart
me miró.
–Anoche
vomitó. Por el sofrito de carne picada. Era todo jamón, y sabe Dios qué más.
–Fue
por el resfriado. Y ya está –dijo Halpern, tras lo cual hizo que la kipá recuperase
su condición de gorra militar.
–¿Y
tú, Fishbein? –pregunté yo. ¿Tú también quieres kósher?
El
interpelado se ruborizó.
–Un
poco. Pero lo dejo estar. Tengo un estómago muy fuerte y, de todas formas, tampoco
me atiborro de comida.
Yo
me quedé mirándolo, y él alzó la muñeca como en refuerzo de lo que acababa de decir;
llevaba la correa del reloj en el último agujero, y me lo hizo ver:
–¿Pero
los oficios sí que son importantes para ti? –le pregunté.
Miró
a Grossbart.
–Desde
luego, señor.
–Sargento.
–Cuando
está uno en casa el asunto no tiene tanta importancia –dijo Grossbart, interponiéndose
entre nosotros–, pero lejos del hogar, así nos confirmamos en nuestro judaísmo.
–Hay
que mantenerse unidos –dijo Fishbein.
Inicié
el camino hacia la puerta; Halpern se apartó para dejarme paso.
–Eso
es lo que pasó en Alemania –decía Grossbart, en voz lo suficientemente alta como
para que yo lo oyera. No permanecieron juntos. Dejaron que los mangonearan.
Di
media vuelta.
–Mira,
Grossbart: esto es el Ejército, no un campamento de verano.
Él
sonrió:
–¿Y?
Halpern
trató de escabullirse, pero Grossbart lo agarró del brazo.
–¿Qué
edad tienes, Grossbart? –le pregunté yo.
–Diecinueve.
–¿Y
tú? –le dije a Fishbein.
–Igual.
Hasta somos del mismo mes.
–¿Y
aquél? –señalé a Halpern, que había conseguido alcanzar la salida.
–Dieciocho
–musitó Grossbart. Pero no sabe ni anudarse el cordón de los zapatos, ni lavarse
los dientes solo. Me da mucha pena.
–A
mí me da mucha pena de todos nosotros, Grossbart –dije yo–, pero compórtate como
un hombre. No te pases.
–¿Pasarme
en qué, señor?
–Para
empezar, no te pases con lo de “señor” –dije.
Lo
dejé ahí plantado. Pasé junto a Halpern, que no me miró. Lo siguiente fue encontrarme
en el exterior, pero, a mi espalda, oí a Grossbart decir:
–Eh,
Mickey, mi leben, vuelve aquí. ¡Hay refrescos!
¡”Leben”!
Lo que me llamaba mi abuela.
Estaba
yo en mi puesto trabajando, por la mañana, una semana después, cuando el capitán
Barrett me pegó un grito y me ordenó que me presentase en su despacho. Cuando entré,
tenía el casco tan encajado, que no conseguí verle los ojos. Estaba hablando por
teléfono, y al dirigirse a mí tapó el auricular con la mano:
–¿Quién
puñetas es Grossbart?
–Del
tercer pelotón, mi capitán –dije yo. Un recluta.
–Y
¿qué es todo esto de la comida? Su madre ha llamado por teléfono a un jodido congresista
protestando por la comida.
Destapó
el auricular y se subió el casco hasta permitir que le viera las pestañas inferiores.
–Sí,
señor –dijo al teléfono. Sí, señor. Sigo aquí, señor. En este mismo momento le estoy
preguntando a Marx…
Volvió
a cubrir el teléfono y volvió la cabeza hacia mí.
–Piesligeros
Harry al aparato –dijo, entre dientes. El congresista llama al general Lyman, que
llama al coronel Sousa, que llama al comandante, que me llama a mí. Están muriéndose
de ganas de cargarme el muerto. ¿Qué es lo que ocurre? –sacudió el teléfono en el
aire. ¿No le doy de comer a la tropa? ¿Qué es todo esto?
–Mire,
señor, el tal Grossbart es un tío raro…
Barrett
recibió esa noticia con una burlona sonrisa de indulgencia. Probé con otro planteamiento:
–Es
un judío muy ortodoxo, mi capitán, y solo puede comer cierto tipo de alimentos.
–El
congresista dice que vomita. Cada vez que come algo, dice su madre, lo devuelve.
–Está
acostumbrado a seguir las normas en materia de alimentación, mi capitán.
–Y
¿por qué tiene su mamá que llamar a la Casa Blanca?
–Padres
judíos, señor. Tienden a proteger a sus hijos más de lo que usted supone. Quiero
decir que los judíos tienen una vida familiar muy fuerte. Cuando el chico se marcha
de casa, puede ocurrir que la madre se preocupe muchísimo. Lo más probable es que
el chico se lo haya mencionado en una carta, y la madre no lo entendió bien.
–Un
buen puñetazo en la boca es lo que le daba yo –dijo el capitán. Tenemos una guerra
en marcha, y el tipo exige cubertería de plata.
–No
creo que se le pueda echar la culpa al chico, señor. Creo que podemos encarrilar
el asunto solo con preguntarle. Los padres judíos se preocupan…
–Todos
los padres se preocupan, por el amor de Dios. Pero no se suben a la parra y empiezan
a tirar de todas sus relaciones…
Lo
interrumpí, en un tono de voz más elevado y más tenso que antes.
–La
vida en familia es muy importante, mi capitán. Pero sí, tiene usted razón, hay momentos
en que puede salirse de madre. Es una cosa maravillosa, mi capitán, pero precisamente
por ser una relación tan estrecha…
No
siguió escuchando mi intento de ofrecer una explicación de la carta que me valiera
a mí y le valiese también a Piesligeros Harry. Volvió al teléfono:
–¿Señor?
–dijo. Marx, aquí presente, me dice que los judíos tienen tendencia a andar enredando.
Según él, podemos resolver el asunto aquí mismo, dentro de la propia unidad… Sí,
señor… Volveré a llamarlo, señor, en cuanto me sea posible.
Colgó.
–¿Dónde
está la tropa, sargento?
–En
el campo de tiro, mi capitán.
Tras
atizarse un cacharrazo en el casco, volvió a calárselo hasta los ojos y se arrancó
bruscamente de su asiento.
–Vamos
a dar un paseo –dijo.
El
capitán conducía y yo iba a su lado. Era un caluroso día de primavera y, por debajo
de mi inmaculado traje de campaña, era como si las axilas estuviesen derritiéndoseme
por el pecho y los costados. Los caminos estaban secos, y cuando llegamos al campo
de tiro tenía los dientes llenos de arena, a pesar de haber mantenido la boca cerrada
durante todo el trayecto. El capitán echó el freno y me dijo que fuera cagando leches
a buscar a Grossbart.
Lo
encontré bocabajo, disparando como un loco a un blanco que tenía a ciento cincuenta
metros. Tras él, esperando turno, estaban Halpern y Fishbein, este último con un
par de gafas de montura de acero que no le había visto antes y que le conferían
la apariencia de un viejo buhonero que con gusto le habría vendido a cualquiera
no solo su fusil, sino también todas las cananas de munición que le colgaban del
cuerpo. Me mantuve aparte, junto a las cajas de cartuchos, mientras Grossbart terminaba
de atomizar los blancos distantes. Fishbein se retrasó un poco para quedar a mi
lado.
–Hola,
sargento Marx –dijo.
–¿Cómo
estás? –respondí yo entre dientes.
–Bien,
gracias. Sheldon tiene muy buena puntería.
–No
me he fijado.
–Yo
no soy tan bueno, pero creo que ya empiezo a cogerle el tranquillo. Mire, mi sargento,
no es mi intención hacer preguntas inadecuadas…
El
chico se detuvo ahí. Estaba tratando de alcanzar cierto grado de intimidad conmigo,
pero el ruido de los disparos lo obligaba a gritar.
–¿De
qué se trata? –le pregunté.
Al
otro extremo del campo de tiro, vi al capitán Barrett de pie en el jeep, recorriendo
la fila con la mirada, buscándonos a Grossbart y a mí.
–Mis
padres no paran de preguntarme que adónde vamos –dijo Fishbein. Todo el mundo dice
que al Pacífico. A mí me da igual, pero mis padres… Si hubiera modo de tranquilizarlos,
seguro que podría concentrarme más en las prácticas de tiro.
–No
sé adónde, Fishbein. Lo que tienes que hacer es concentrarte.
–Sheldon
dice que usted quizá pueda averiguarlo.
–No
sé nada de nada, Fishbein. Tómatelo con calma y que Sheldon no…
–Pero
si yo me lo tomo con calma, mi sargento. Es en mi casa…
Grossbart
había terminado ya y se sacudía el polvo del uniforme de campaña con una sola mano.
Le di una voz:
–¡Grossbart!
¡El capitán quiere verte!
Se
acercó a nosotros. Le centelleaban los ojos, resplandecientes.
–Hola
–dijo.
–No
apuntes con el fusil –le dije.
–No
voy a pegarle un tiro, mi sargento –me dedicó una sonrisa tamaño calabaza y apartó
el cañón.
–Vete
al diablo, Grossbart, esto no es un juego. ¡Sígueme!
Eché
a andar por delante de él, con la espantosa sensación de que, en pos de mí, Grossbart
iba marcando el paso, con el fusil al hombro, como si fuera mi destacamento unipersonal.
Una vez en el jeep, saludó al capitán con el arma.
–Soldado
Sheldon Grossbart, a sus órdenes, señor.
–Descanse,
Grossman.
El
capitán se dejó caer hasta quedar instalado en el asiento del jeep y con el dedo
índice hizo señal a Grossbart de que se acercara.
–Bart,
señor. Sheldon Grossbart. Todo el mundo se equivoca.
Grossbart
me hizo un gesto de complicidad con la cabeza: yo lo comprendía. Aparté la mirada
en el preciso momento en que el camión del rancho se detenía en el campo de tiro
y desembarcaba a media docena de soldados de cocina, con las camisas arremangadas.
El sargento la emprendió a voces con ellos, mientras montaban lo necesario para
el rancho.
–Grossbart,
tu mamá le ha escrito a un congresista diciéndole que no te damos bien de comer.
¿Lo sabías? –dijo el capitán.
–Fue
mi padre, señor. Le comunicó por escrito al senador Franconi, que es nuestro representante,
que mi religión me impide comer determinados alimentos.
–¿De
qué religión hablamos, Grossbart?
–La
judía.
–La
judía, señor –le dije yo a Grossbart.
–Perdón,
señor. La judía, señor.
–¿De
qué has vivido hasta ahora? –le preguntó el capitán. Llevas un mes en el Ejército.
Y no me parece a mí que te estés cayendo a pedazos.
–Como
porque no me queda más remedio, señor. Pero el sargento Marx puede atestiguar que
no como un bocado más de lo necesario para mi supervivencia.
–¿Es
así, Marx? –me preguntó Barrett.
–Nunca
he visto comer a Grossbart, señor –dije.
–Ya
oyó usted lo que nos dijo el rabino –dijo Grossbart. Y yo sigo sus instrucciones.
El
capitán me miró.
–¿Y
bien, Marx?
–Repito
que no sé lo que come o deja de comer, señor.
Grossbart
alzó las manos como para suplicarme, y por un momento dio la impresión de que me
iba a dar el fusil para que se lo sujetara.
–Pero,
mi sargento…
–Mira,
Grossbart, limítate a contestar a las preguntas del capitán –le dije tajantemente.
Barrett
me sonrió, y me sentó fatal.
–Muy
bien, Grossbart –dijo–, ¿qué es lo que quieres? ¿Quieres la blanca? ¿Quieres marcharte?
–No,
señor. Solo quiero que se me permita vivir como judío. Y a los demás también.
–¿Quiénes
son los demás?
–Fishbein
y Halpern, señor.
–O
sea que no os gusta el servicio, ¿verdad?
–Halpern
vomita, señor. Lo he visto yo.
–Creí
que eras tú el que vomitaba.
–A
mí sólo me ha ocurrido una vez, señor. Me comí una salchicha sin darme cuenta de
lo que era.
–Vamos
a preparar menús, Grossbart. Os pondremos documentales, para que aprendáis a identificar
lo que os damos para envenenaros.
Grossbart
no respondió. La tropa, en fila de a dos, estaba formada para el rancho. Al final
de una de las filas localicé a Fishbein, o más bien sus gafas me localizaron a mí.
Me devolvieron un guiño de sol. A su lado estaba Halpern, pasándose un pañuelo caqui
por el interior del cuello de la camisa. Avanzaban con la cola, acercándose ya a
los pucheros. El sargento de cocina seguía gritándoles a sus muchachos. Por un momento,
quedé literalmente aterrorizado ante la idea de que el sargento de cocina fuera
a verse involucrado en el problema de Grossbart.
–Marx
–dijo el capitán–, tú eres judío, ¿verdad?
Jugué
a ser un hombre franco y directo:
–Sí,
señor.
–¿Cuánto
tiempo llevas en el Ejército? Díselo a este chico.
–Tres
años y dos meses.
–Un
año en primera línea, Grossbart. Doce putos meses en primera línea por toda Europa.
Admiro a este hombre.
El
capitán me dio un golpecito en el pecho con el interior de la muñeca.
–¿Le
has oído decir ni pío sobre la comida? ¿Le has oído? Quiero una respuesta, Grossbart.
Sí o no.
–No,
señor.
–Y
¿por qué no? ¿No hemos quedado en que es judío?
–Hay
cosas que les importan más a unos judíos que a otros.
Barrett
explotó.
–Mira,
Grossbart. Marx, aquí presente, es un buen hombre; un puñetero héroe. Cuando tú
aún estabas en el instituto, él ya andaba por ahí matando alemanes. ¿Quién hace
más por los judíos: tú, devolviendo por un miserable pedacito de salchicha, por
un trocito de carne de primera, o Marx, matando a todos esos nazis hijos de puta?
Yo, si fuera judío, iría besando por donde pisa este hombre, Grossbart. Es un puñetero
héroe, y se come sin rechistar todo lo que le ponemos delante. Y lo que yo quiero
saber es por qué tienes tú que venirnos con pegas. ¿Qué es lo que te estás trabajando?
¿La licencia?
–No,
señor.
–¡Es
como hablar con una pared! Quítemelo de delante, sargento –Barrett se instaló de
nuevo en el asiento del conductor. Voy a ver al capellán.
Rugió
el motor, el jeep dio media vuelta en un remolino de polvo y, con él, el capitán
emprendió el viaje de regreso al campamento.
Grossbart
y yo permanecimos un momento codo con codo, mirando cómo se alejaba el jeep. Luego,
me miró y me dijo:
–No
quiero crear problemas. Eso precisamente es lo primero que nos echan en cara.
Mientras
hablaba, observé que tenía unos dientes blancos y rectos, y ello me hizo comprender,
de pronto, que Grossbart tenía padres, que de verdad tenía padres –que alguien,
alguna vez, lo había llevado al dentista, y que el hijo de ese alguien era Sheldon.
Por mucho que hablara y dijese de sus padres, resultaba difícil creer en la existencia
del Grossbart niño y heredero, del Grossbart unido a alguien por vínculos de sangre,
a un padre, a una madre o, menos que a nadie, a mí. Este descubrimiento me llevó
al siguiente:
–¿A
qué se dedica tu padre, Grossbart? –le pregunté, cuando echábamos a andar hacia
la cola del rancho.
–Es
sastre.
–¿Es
norteamericano?
–Ahora
sí. Tiene un hijo en el Ejército –dijo, en tono de broma.
–¿Y
tu madre? –le pregunté.
Me
guiñó un ojo.
–Ballabusta…
Puede decirse que duerme con el trapo del polvo en la mano.
–¿También
ella es inmigrante?
–A
estas alturas, aún no habla más que yiddish.
–¿Y
tu padre, lo mismo?
–Chamulla
un poco el inglés. “Lavado”, “planchado”, “meter pantalones”. Hasta ahí llega. Pero
son muy buenos conmigo.
–Entonces,
Grossbart…
Alargué
el brazo e hice que se detuviera. Él se volvió hacia mí, y cuando se encontraron
nuestros ojos, los suyos dieron la impresión de estremecerse dentro de las cuencas.
–Entonces,
Grossbart, eres tú quien escribió esa carta, ¿verdad?
La
felicidad tardó un par de segundos en resplandecer de nuevo en sus ojos.
–Sí.
Siguió
caminando, y yo con él.
–Es
lo que mi padre habría escrito si hubiera sabido escribir. Pero, eso sí, era su
nombre. Él firmó. Incluso echó la carta al correo. Se la mandé desde aquí, para
que llevara matasellos de Nueva York.
Yo
estaba atónito, y Grossbart se dio cuenta. Con absoluta seriedad, me puso delante
el brazo derecho:
–La
sangre es la sangre, mi sargento –dijo, pellizcándose la vena azul de la muñeca.
–¿Qué
diablos pretendes, Grossbart? –le pregunté. Te he visto comer. ¿Lo sabes? Le he
dicho al capitán que no sé lo que comes, pero te he visto devorar el rancho como
un auténtico lobo.
–Aquí
se trabaja duro, mi sargento. Estamos en periodo de instrucción. Hay que echar leña
al horno.
–¿Por
qué dices en la carta que te pasas el día vomitando?
–Ahí
era a Mickey a quien me refería. Hablaba en su nombre. Él nunca escribiría, y mire
que se lo he pedido. En los puros huesos, se habría quedado ya, sin mi ayuda. Mire,
mi sargento, he utilizado mi nombre, que es el de mi padre, pero la carta también
vale para Mickey y para Fishbein.
–Estás
hecho un auténtico mesías, vaya.
Ya
estábamos en la cola del rancho.
–Muy
bueno, mi sargento –dijo, sonriente. Pero ¿quién sabe? ¿Quién puede decirlo? A lo
mejor, resulta que el auténtico mesías es usted. Lo que dice Mickey, que el mesías
es una noción colectiva. Mickey fue una temporada a la yesibá. Lo que él dice es
que el mesías somos todos a una. Un poquito yo, otro poquito usted. Tendría usted
que oír a ese chico hablando, mi sargento, cuando se pone.
–Un
poquito yo, otro poquito usted –dije yo. Te encantaría creerlo, ¿verdad, Grossbart?
Así te resultaría todo clarísimo.
–No
parece que sea algo muy malo de creer, mi sargento. A fin de cuentas, lo único que
quiere decir es que todos tenemos que aportar un poco.
Me
fui a comer el rancho con los demás suboficiales.
Dos
días después vino a aterrizar en mi mesa una carta dirigida al capitán Barrett.
Había seguido la cadena de mando: del despacho del congresista Franconi, a quien
iba dirigida, al general Lyman, al coronel Sousa, al comandante Lamont y ahora al
capitán Barrett. La leí dos veces. Llevaba fecha de 14 de mayo, que era el día en
que Barrett habló con Grossbart en el campo de tiro.
Apreciado congresista:
En primer lugar,
permítame agradecerle el interés que ha puesto usted en mi hijo, el soldado Sheldon
Grossbart. Afortunadamente, pude hablar por teléfono con él, el otro día, y me parece
que he podido resolver nuestro problema. Como ya le dije en mi carta anterior, Sheldon
es un chico muy religioso, y me costó mucho trabajo convencerlo de que lo más religioso,
en este caso –lo que el propio Dios quería que mi hijo hiciese–, era padecer la
angustia de la contrición religiosa por el bien de este país y de la humanidad entera.
Me costó lo suyo, congresista, pero Sheldon acabó viendo la luz. De hecho, lo que
dijo (anoté sus palabras en un papel, para no olvidarlas nunca), lo que dijo fue:
“Creo que tienes razón, papá. Son tantos los millones de camaradas judíos que han
dado su vida combatiendo, que lo menos que puedo hacer es vivir una temporada con
disminuido rigor los preceptos de mi fe, para así acabar cuanto antes con esta guerra
y devolver la dignidad y la condición humana a todos los hijos del Señor”. Unas
palabras, congresista, de las que cualquier padre se sentiría orgulloso.
Por cierto que
mi hijo quiso comunicarme –para que yo se lo comunicara a usted– el nombre del militar
que tanto contribuyó a que él tomase esta decisión: el SARGENTO NATHAN MARX. El
sargento Marx es un veterano del frente a cuyas órdenes está ahora Sheldon. Este
hombre ha ayudado a Sheldon a superar los primeros obstáculos que se alzaron ante
él al entrar en el Ejército, y, en parte, es responsable de que Sheldon haya cambiado
de opinión en lo tocante a los preceptos alimenticios. A Sheldon, me consta, le
encantará que el sargento Marx vea reconocida su tarea.
Gracias y buena
suerte. Espero ver su nombre en las listas, cuando lleguen las próximas elecciones.
Respetuosamente,
Samuel E. Grossbart
Adjunto a la
carta de Grossbart iba un comunicado dirigido al general Marshall Lyman, comandante
del puesto, y firmado por el congresista Charles E. Franconi, de la Cámara de Representantes
de Estados Unidos. En el comunicado se ponía en conocimiento del general Lyman que
el sargento Nathan Marx era motivo de orgullo para el Ejército de Estados Unidos
y para el pueblo judío.
¿Por
qué se había retractado Grossbart? ¿Creyó haber ido demasiado lejos? ¿Era aquella
carta una retirada estratégica, un hábil intento de fortalecer lo que él consideraba
su alianza conmigo? ¿O de veras había cambiado de opinión, por acción de un diálogo
imaginario entre Grossbart père y Grossbart fils? No lo tenía yo del todo claro,
pero la perplejidad solo me duró unos días, esto es: hasta que me di cuenta de que,
fueran cuales fueran sus razones, el hecho era que había decidido desaparecer de
mi vida: a partir de entonces, se avendría a ser un recluta más entre los reclutas.
Lo vi al pasar lista, pero no pestañeó; en el rancho, pero jamás dio señal de percibir
mi presencia. Los domingos se sentaba con los demás reclutas a ver a los suboficiales
jugar al softball, conmigo haciendo de lanzador, pero jamás me dirigió una palabra
que no fuera indispensable. También Fishbein y Halpern se retiraron –por orden de
Grossbart, estoy seguro. Aparentemente, había comprendido que lo más sensato era
volver la espalda antes de incurrir en la indignidad del privilegio inmerecido.
Nuestro distanciamiento me permitió perdonarle los anteriores contactos e incluso
terminar admirándolo por su buen sentido.
Entretanto,
liberado de Grossbart, me fui acostumbrando a mi puesto y a mis tareas administrativas.
Un día me subí a una báscula y descubrí que ya era un auténtico hombre de retaguardia:
había engordado más de tres kilos. Hallé paciencia para pasar de las tres primeras
páginas de un libro. Pensaba cada vez más en el futuro, y escribía cartas a chicas
que había conocido antes de la guerra. Hubo incluso alguna que me contestó. Escribí
a la Universidad de Columbia solicitando el programa de la facultad de Derecho.
Seguí al tanto de la guerra del Pacífico, pero ya no era mi guerra. Me pareció que
ya se vislumbraba el final, y a veces, por la noche, en sueños, me veía caminando
por las calles de Manhattan –Broadway, la Tercera Avenida, la calle 116, donde viví
durante los tres años que pasé estudiando en Columbia. Me fui envolviendo en esos
sueños y empecé a ser feliz.
Y
entonces, un domingo, en ausencia de todo el mundo, estando yo en mi puesto de trabajo,
leyendo un Sporting News con más de un mes de retraso, Grossbart volvió a aparecer.
–¿Le
gusta a usted el béisbol, mi sargento?
Levanté
la cabeza.
–¿Cómo
estás?
–Bien
–dijo Grossbart. Están haciendo de mí un auténtico soldado.
–¿Qué
tal les va a Fishbein y Halpern?
–Van
tirando –dijo él. Esta tarde no tenemos instrucción. Se han ido al cine.
–Y
¿cómo es que tú no te has ido con ellos?
–Tenía
ganas de pasar a saludarlo a usted.
Sonrió:
una sonrisa de chico normal, como si ambos supiéramos muy bien que nuestra amistad
se nutría de visitas inesperadas, cumpleaños recordados, cortacéspedes prestados.
Al principio me ofendí, pero en seguida se me pasó tal sensación, superada por la
incomodidad general que me producía la idea de que todos los demás del campamento
estaban encerrados en un oscuro cine, mientras yo permanecía allí con Grossbart.
Cerré el periódico.
–Mi
sargento –dijo él–, quiero pedirle un favor. Se lo digo sin ambages: un favor.
Hizo
un alto, para permitirme el rechazo de entrada, sin escucharlo; con lo cual, claro
está, me obligó a comportarme con una amabilidad que no entraba en mis previsiones.
–Adelante.
–Bueno,
de hecho son dos favores.
No
dije nada.
–El
primero es por los rumores esos que corren. Todo el mundo dice que nos mandan al
Pacífico.
–Como
ya le dije a tu amigo Fishbein, no lo sé –dije. Tendrás que esperar para enterarte.
Como todos los demás.
–Según
usted, ¿hay alguna posibilidad de que a algunos nos manden al este?
–¿A
Alemania? –dije. Puede ser.
–Quiero
decir Nueva York.
–No
lo creo, Grossbart. A priori.
–Gracias
por la información, mi sargento –dijo él.
–No
es ninguna información, Grossbart. Mera conjetura.
–Sería
estupendo estar cerca de casa, desde luego. Por mis padres, ya sabe usted…
Dio
un paso en dirección a la salida y de inmediato lo deshizo.
–Ah,
lo otro. ¿Puedo pedirle el otro favor?
–¿De
qué se trata?
–Lo
otro es… Bueno, tengo familia en San Luis, y me ofrecen una cena de pascua de esas
de no te menees, si voy a verlos. Dios, mi sargento, es algo que significaría muchísimo
para mí.
Me
puse en pie.
–No
hay permisos durante la instrucción básica, Grossbart.
–Pero
si estamos libres todos de aquí al lunes por la mañana, mi sargento. Nadie se daría
cuenta, si abandonara el campamento.
–Yo
me daría cuenta. Y tú también.
–Pero
nadie más. Solo nosotros dos. Anoche llamé por teléfono a mi tía, y tendría usted
que haberla oído. “Vente, vente”, me decía, “tenemos pescado relleno chrain… ¡De
todo!”. Solo un día, mi sargento. Yo asumo la responsabilidad, si pasa algo.
–El
capitán tiene que firmar los pases, y no está.
–Puede
usted firmarlo.
–Mira,
Grossbart…
–Mi
sargento, llevo dos meses comiendo trafe sin rechistar, hasta la muerte.
–Creí
que habías comprendido que no te quedaba otro remedio. Vivir una temporada con disminuido
rigor los preceptos de tu fe.
Me
señaló con el dedo.
–¡Oiga!
–exclamó. ¡Eso no tenía que haberlo leído usted!
–Pues
lo leí. ¿Y qué?
–La
carta iba dirigida a un miembro del Congreso de Estados Unidos.
–No
me vengas a mí con camelos, Grossbart. Bien querías tú que la leyese.
–¿Por
qué me persigue usted, mi sargento?
–¿Es
una broma?
–Ya
he pasado por esto antes –dijo él–, pero no con mi propia gente.
–¡Sal
de aquí, Grossbart! ¡Quítate de mi vista y vete al infierno!
No
se movió.
–¡Le
da vergüenza, eso es lo que le pasa a usted! –dijo. Y la paga con nosotros. Dicen
que Hitler era medio judío. Oyéndolo a usted, me lo creo.
–¿Qué
pretendes de mí, Grossbart? –le pregunté. ¿Qué andas buscando? Quieres que te conceda
privilegios especiales, que te cambie la comida, que averigüe adónde van a destinarte,
que te dé pases de fin de semana.
–¡Hasta
habla usted igual que los goyim! –Grossbart me mostraba el puño. ¿No es más que
un pase de fin de semana lo que le estoy pidiendo? ¿Es sagrado el Seder o no es
sagrado el Seder?
¡Seder!
De pronto me di cuenta de que ya habían pasado semanas desde la celebración de la
pascua judía. Se lo dije.
–Muy
bien –dijo él. ¿Quién lo niega? Hace un mes. Y yo, aquí, comiendo picadillo. Y ahora
lo único que estoy haciendo es pedirle un pequeño favor. Pensé que un judío como
usted lo comprendería. Mi tía está dispuesta a saltarse las reglas, a prepararme
una cena de Seder con un mes de retraso…
Se
dio media vuelta para marcharse, mascullando algo.
–¡Vuelve
aquí! –le grité. Se detuvo y me miró. Grossbart, ¿por qué no puedes comportarte
como todo el mundo? ¿Por qué tienes que ser una chinche en costura?
–Porque
soy judío, mi sargento. Soy diferente. No mejor, quizá. Pero sí diferente.
–Esto
es una guerra, Grossbart. Por el momento, conténtate con ser como todo el mundo.
–Me
niego.
–¿Qué?
–Me
niego. No puedo dejar de ser yo, eso es lo que hay.
Se
le saltaron las lágrimas.
–Es
muy difícil ser judío. Pero ahora comprendo lo que dice Mickey: más difícil todavía
es seguir siéndolo –alzó una mano para señalarme, con tristeza. No hay más que verlo
a usted.
–¡Deja
de llorar!
–¡Deja
de esto, deja de aquello, deja de lo otro! Deje usted, mi sargento. ¡Deje de cerrar
su corazón a su propia gente!
Y,
enjugándose los ojos con la manga de la camisa, tomó corriendo la salida.
–¡Lo
menos que podemos hacer los unos por los otros! ¡Es lo menos!
Una
hora más tarde, por la ventana, vi a Grossbart cruzando el campo de instrucción.
Llevaba el pantalón de uniforme y una bolsita de cuero muy pizpireta. Salí al calor
del día. Todo estaba tranquilo: no se veía un alma, salvo, en cocinas, cuatro reclutas
sentados en torno a una cacerola, doblados hacia delante, pelando patatas al sol,
parloteando sin parar.
–¡Grossbart!
–grité.
Él
me miró y siguió caminando.
–¡Grossbart!
¡Ven aquí ahora mismo!
Dio
media vuelta y se acercó a mí, cruzando el campo. Se me plantó delante.
–¿Dónde
vas? –le pregunté.
–A
San Luis. Me da igual todo.
–Te
cogerán sin pase.
–Pues
me cogerán sin pase.
–Irás
al calabozo.
–Ya
estoy en el calabozo.
Dio
media vuelta y se alejó.
No
le dejé que diese más allá de dos o tres pasos.
–Vuelve
aquí –le dije, y me siguió a la oficina, donde yo mismo escribí a máquina su pase
y lo firmé con el nombre del capitán, con mis iniciales debajo.
Cogió
el pase y luego, un momento más tarde, alargó el brazo y me asió de la mano.
–No
sabe usted cuánto significa esto para mí, mi sargento.
–Vale
–le dije. No te metas en líos.
–Ojalá
pudiera hacerle ver lo que esto significa para mí.
–No
me hagas favores. No le escribas a ningún congresista para que luego me cite.
Sonrió.
–Tiene
usted razón. No le escribiré a nadie. Pero deje que haga algo por usted.
–Tráeme
un poco de ese pescado relleno. Y lárgate.
–¡Por
supuesto! –dijo. Con una rodaja de zanahoria y un poco de rábano picante. No me
olvidaré.
–Muy
bien. Enseña el pase a la salida. ¡Y no se lo cuentes a nadie!
–No
se lo contaré a nadie. Es un poco tarde, pero le deseo un buen Yom Tov.
–Buen Yom Tov, Grossbart –dije yo.
–Es
usted un buen judío, mi sargento. Anda usted por ahí presumiendo de duro, pero en
el fondo es una buena persona. Lo digo como lo pienso.
Estas
últimas palabras me causaron mucho más efecto del que se suponía que podía causarme
cualquier palabra salida de boca de Grossbart.
–Muy
bien, Grossbart –dije–. Ahora llámame “señor” y lárgate de aquí de una puta vez.
Salió
por la puerta, corriendo, y desapareció. Quedé muy contento de mí mismo: era un
grandísimo alivio dejar de pelear con Grossbart, y no me había costado nada. Barrett
nunca se enteraría y, en caso de que se enterara, ya me inventaría alguna excusa.
Estuve un rato sentado a mi mesa, disfrutando de mi decisión. Luego se abrió la
puerta mosquitera y volvió a entrar Grossbart.
–¡Mi
sargento! –dijo.
Detrás
de él vi a Fishbein y Halpern, ambos en uniforme de paseo y ambos con bolsitas de
cuero igual de pizpiretas que la de Grossbart.
–Mi
sargento, he pillado a Mickey y a Larry saliendo del cine. Casi se me escapan.
–¿Qué
te dije, Grossbart? ¿No te dije que no se lo contaras a nadie?
–Pero
es que mi tía me dijo que llevara amigos. Que no dejara de llevarlos, me dijo.
–Soy
tu sargento, Grossbart, ¡no tu tía!
Grossbart
me miró con incredulidad. Hizo que Halpern se aproximara, tirándole de la manga:
–Mickey,
explícale al sargento lo que esto significaría para ti.
Halpern
se me quedó mirando y, al cabo de un instante, encogiéndose de hombros, dijo:
–Mucho.
Fishbein
dio un paso adelante sin necesidad de que nadie lo animara a ello.
–Significaría
muchísimo para mí y para mis padres, sargento Marx.
–¡No!
–grité.
Grossbart
meneaba la cabeza.
–Puedo
comprender que me diga a mí que no, mi sargento, pero que se lo niegue a Mickey,
que es alumno de una yesibá, no me entra en la cabeza.
–No
le estoy negando nada a Mickey –dije yo. Acabas de pasarte un pelo, Grossbart. Eres
tú quien se lo ha negado.
–Entonces,
le doy mi pase –dijo Grossbart. Le daré la dirección de mi tía y le escribiré una
nota. Deje por lo menos que se vaya él.
No
había pasado un segundo cuando ya había embuchado el pase en un bolsillo del pantalón
de Halpern. Éste se me quedó mirando, y Fishbein también. Grossbart estaba en la
puerta y la mantenía abierta.
–Haz
el favor, Mickey, por lo menos tráeme un poco de pescado relleno –dijo, y volvió
a plantarse fuera.
Los
otros tres nos miramos, y yo acabé diciendo:
–Halpern,
dame ese pase.
Se
lo sacó del bolsillo y me lo dio. Fishbein se había desplazado hasta la puerta,
pero una vez allí se hacía el remolón. Permaneció un momento con la boca ligeramente
abierta, y luego se señaló:
–¿Y
yo? –preguntó.
Era
tan ridículo, lo suyo, que me sentí exhausto. Me dejé caer en mi asiento, sintiendo
que el corazón me latía al fondo de los ojos.
–Fishbein
–dije–, eres consciente de que no te estoy negando nada, ¿verdad? Si el Ejército
fuera mío, incluiría el pescado relleno en el rancho. Y vendería kugel en el economato.
Por Dios bendito que lo haría.
Halpern
sonrió.
–Lo
comprendes, ¿verdad, Halpern?
–Sí,
mi sargento.
–¿Y
tú, Fishbein? No quiero hacerme enemigos. Me pasa lo mismo que a vosotros: quiero
terminar el servicio militar y volverme a casa. Echo de menos las mismas cosas que
vosotros.
–Entonces,
mi sargento –dijo Fishbein–, ¿por qué no se viene?
–¿Adónde?
–A
San Luis. A casa de la tía de Shelly. Nos dan un Seder como Dios manda. Jugamos
al matzoh escondido.
Me
ofreció una sonrisa ancha, de dientes negros.
Volví
a ver a Grossbart, al otro lado de la mosquitera.
–¡Eh!
–agitaba un trozo de papel en el aire. Aquí tienes la dirección, Mickey. Dile que
yo no he podido ir.
Halpern
no se movió. Se quedó mirándome, y vi que el encogimiento de hombros le iba subiendo
por los brazos. Quité la tapa de la máquina de escribir y mecanografié sendos pases
para Halpern y Fishbein.
–Marchaos
–dije. Los tres.
Creí
que Halpern iba a besarme la mano.
Aquella
misma tarde estaba tomándome una cerveza en un bar de Joplin, oyendo el partido
de los Cardinals de San Luis, sin prestar mucha atención al locutor. Traté de analizar
con precisión el asunto en que me había visto involucrado, y me planteé la posibilidad
de que tal vez mi lucha con Grossbart fuera tan culpa suya como mía. ¿Quién era
yo para refrenar de ese modo la generosidad de mis sentimientos? ¿Quién era yo para
sentirme tan rencoroso, para comportarme con tanta dureza? A fin de cuentas, tampoco
era la caraba, lo que se me pedía. ¿Tenía yo derecho, pues, o motivo, para poner
freno a Grossbart, sabiendo que ello implicaba ponerle freno también a Halpern?
Y a Fishbein, esa alma cándida, tan desagradable de ver. Entre los muchos recuerdos
de mi infancia que se me vinieron encima durante aquellos días, había una frase
de mi abuela: “¿Ya estás otra vez montando un”. Era lo que le preguntaba a mi madre,
por ejemplo, cuando yo me había cortado haciendo algo y su hija procedía a echarme
una tremenda bronca. Lo que yo necesitaba era un poco de mimo, y mi madre se ponía
a corregir mis costumbres. Pero mi abuela sabía que la compasión debe imponerse
a la justicia. Yo también debería saberlo. ¿Quién era Nathan Marx para repartir
su bondad con semejante tacañería? Pensé que ni el propio mesías –si alguna vez
viniera– pondría tantos inconvenientes al otorgar favores. Lo suyo sería dar abrazos
y besos. Si Dios quiere.
Al
día siguiente, mientras jugaba al softball en el campo de instrucción, decidí preguntarle
a Bob Wright, suboficial encargado de Clasificación y Destinos, adonde pensaba él
que enviarían a nuestros reclutas cuando terminaran el periodo de instrucción, dentro
de dos semanas. Se lo pregunté como sin darle importancia, entre dos entradas, y
él me dijo:
–Los
mandan a todos al Pacífico. Shulman, el otro día, pudo ver la orden en que el mando
dispone el destino de tus chicos.
La
noticia me dejó conmocionado, como si yo hubiera sido el padre de Halpern, Fishbein
y Grossbart.
Estaba
ya a punto de dormirme, aquella noche, cuando alguien llamó a mi puerta.
–¿Quién
es? –pregunté.
–Sheldon.
Abrió
la puerta y entró. Por un momento, percibí su presencia sin alcanzar a verlo.
–¿Qué
tal fue la cosa? –le pregunté.
Se
hizo visible en la penumbra, frente a mí.
–Estupendamente,
mi sargento.
A
continuación se sentó en el borde de la cama. Yo me incorporé.
–Y
¿qué tal usted? –me preguntó–. ¿Ha pasado un buen fin de semana?
–Sí.
–Los
demás se han ido a dormir.
Lanzó
un profundo suspiro paternal. Permanecimos un rato en silencio, y una sensación
de hogar se apoderó de mi feo cubículo; la puerta estaba cerrada, el gato, fuera;
los niños, en la cama, sanos y salvos.
–Mi
sargento, ¿puedo decirle algo personal?
No
le contesté, y él dio la impresión de comprender por qué.
–No
es sobre mí. Sobre Mickey. Mi sargento, nunca he sentido por nadie lo que siento
por él. Anoche lo oí en la cama, cerca de mí. Estaba llorando de un modo que le
partía a uno el corazón. Auténticos sollozos.
–Lo
siento.
–Tuve
que hablar con él para que parase. Se agarró a mi mano, mi sargento, no me la soltaba.
Estaba casi histérico. No hacía más que decir que ojalá supiera adonde nos mandan,
que aunque fuera al Pacífico, que ya sería mejor que nada. Saberlo.
Mucho
tiempo atrás, alguien le había enseñado a Grossbart la lamentable regla de que solo
mintiendo se saca la verdad. No es que no me tragara lo del llanto de Halpern: el
muchacho siempre tenía los ojos enrojecidos. Pero, fuera ello cierto o incierto,
se trocó en mentira tan pronto como Grossbart lo expresó. Grossbart era pura estrategia.
Pero, claro –y esta idea se me presentó como una revelación–, lo mismo me pasaba
a mí. Hay estrategias de ataque y también hay estrategias de retirada. De modo que,
reconociendo que yo tampoco había actuado sin trampa ni cartón, le dije lo que sabía.
–Es
el Pacífico.
Se
le escapó un grito ahogado, nada artificial, esta vez.
–Se
lo diré a Halpern. Ojalá fuera otro sitio.
–Sí,
ojalá.
Se
agarró a mis palabras.
–¿Quiere
usted decir que puede hacer algo? ¿Un cambio, quizá?
–No,
no puedo hacer nada.
–¿No
conoce usted a nadie en Clasificación y Destinos?
–Grossbart,
no hay nada que yo pueda hacer –dije. Si la orden es que vais al Pacífico, al Pacífico
iréis.
–Pero
es que Mickey…
–Mickey,
tú, yo, todo el mundo, Grossbart. No hay nada que hacer. Con suerte, a lo mejor
se acaba la guerra antes de que os toque. Reza para que suceda un milagro.
–Pero…
–Buenas
noches, Grossbart.
Me
volví a echar y noté, con alivio, que los muelles del somier recuperaban su posición
al levantarse Grossbart para marcharse. Ahora lo veía con claridad: se había quedado
con la mandíbula colgando y parecía grogui, como un boxeador. En ese momento vi
que llevaba una bolsa de papel en la mano.
–Grossbart
–sonreí–, ¿es un regalo para mí?
–Ah,
sí, mi sargento. Tenga, de parte de todos –me tendió la bolsa. Son rollitos de primavera.
–¿Rollitos
de primavera?
Cogí
la bolsa y noté una zona de humedad grasienta en la parte de abajo. La abrí, convencido
de que Grossbart me estaba gastando una broma.
–Pensamos
que seguramente le gustaría. Es comida china. Pensamos que sería de su gusto…
–¿Tu
tía os puso rollitos de primavera?
–No
estaba en casa.
–Te
había invitado, Grossbart. Me dijiste que os había invitado a ti y a tus amigos.
–Ya
lo sé –dijo. Acabo de releer la carta. Era para la semana que viene.
Salté
de la cama y me aproximé a la ventana.
–Grossbart
–dije, pero no estaba llamándolo.
–¿Qué?
–¿Qué
eres tú, Grossbart? Por Dios te pido que me digas la verdad.
Creo
que fue la primera vez que le hice una pregunta para la que no tenía respuesta inmediata.
–¿Cómo
puedes portarte así con los demás? –continué.
–Mi
sargento, este día libre nos ha venido maravillosamente a todos. Tendría que haber
visto a Fishbein. Le encanta la comida china.
–¿Y
el Seder? –dije yo.
–Nos
conformamos con lo segundo que más nos gustaba, mi sargento.
La
rabia me tomaba al asalto. No la evité:
–¡Eres
un embustero, Grossbart! –dije. Un embaucador y un sinvergüenza. No tienes respeto
por nada. Por nada en absoluto. Ni por mí, ni por la verdad, ni siquiera por el
pobre Halpern… Nos estás utilizando a todos…
–Mi
sargento, mi sargento, yo quiero mucho a Mickey. Pongo a Dios por testigo, le quiero
mucho. Lo que intento…
–¡Lo
que intentas! ¡Tus sentimientos!
Fui
hacia él, trastabillándome, y lo agarré por la pechera de la camisa. Lo zarandeé
con furia.
–¡Fuera
de aquí, Grossbart! ¡Fuera de aquí y no vuelvas a acercárteme! Porque si te pongo
la vista encima, voy a hacerte la vida imposible. ¿Comprendes lo que te digo?
–Sí.
Lo
solté; y cuando salió de mi cuarto me vinieron ganas de escupir donde él había pisado.
No lograba controlar mi furia. Me tenía inundado, me poseía por completo, daba la
impresión de que solo echándome a llorar o incurriendo en algún acto de violencia
lograría librarme de ella. En un arrebato, cogí de la cama la bolsa que Grossbart
me acababa de regalar y, con todas mis fuerzas, la tiré por la ventana. Y a la mañana
siguiente, cuando los reclutas patrullaban la zona de alrededor de los cuarteles,
oí gritar a uno de ellos, que no esperaba del registro sino colillas y fundas de
caramelo:
–¡Rollitos
chinos! –gritó. ¡Me cago en diez, puñeteros rollitos chinos!
Una
semana después, cuando me llegó la orden procedente de Clasificación y Destinos,
no pude creer lo que veían mis ojos. Todos los reclutas embarcarían con destino
a Camp Stoneman, California, para desde allí ser trasladados al Pacífico; todos
los reclutas, menos uno: el soldado Sheldon Grossbart. A él lo enviaban a Fort Monmouth,
Nueva Jersey. Miré la copia mimeografiada un montón de veces. Dee, Farrell, Fishbein,
Fuselli, Fylypowycz, Glinicki, Gromke, Gucwa, Halpern, Hardy, Helebrandt, y así
sucesivamente, hasta Anton Zygadlo. Todos partirían rumbo al oeste antes de que
terminara el mes. Todos menos Grossbart. Había conseguido un enchufe, y no precisamente
mío.
Agarré
el teléfono y llamé a Clasificación y Destinos. Al otro lado del hilo, una voz dijo
con mucha decisión:
–Cabo
Shulman, señor.
–Ponme
con el sargento Wright.
–¿De
parte de quién, señor?
–Soy
el sargento Marx.
Y,
para sorpresa mía, la voz dijo “¡oh!” y, en seguida:
–Un
minuto, por favor, mi sargento.
El
“¡oh!” de Shulman se me quedó en la cabeza mientras esperaba que Wright acudiese.
¿Por qué “oh”? ¿Quién era Shulman? Y en ese momento, con toda sencillez, creí haber
descubierto el enchufe de Grossbart. De hecho, me lo imaginaba perfectamente, a
Grossbart, el día en que hubiese descubierto a Shulman en el economato, o en la
bolera, o puede incluso que en las letrinas. “Me alegro de conocerte. ¿De dónde
eres? ¿Del Bronx? Lo mismo que yo. ¿Conoces a Fulanito? ¿Conoces a Menganito? ¡Yo
también! Ah, ¿trabajas en Clasificación y Destinos? ¿De veras? Oye, ¿qué posibilidades
hay de ir al este? ¿Podrías hacer algo? ¿Cambiar algo? ¿Fraude, trampa, falsedad?
Tenemos que ayudarnos entre nosotros, sabes. Si los judíos de Alemania…”.
Bob
Wright se puso al teléfono.
–¿Cómo
estás, Nate? ¿Cómo va ese brazo de bateador?
–Bien,
bien. Bob, me gustaría saber si puedes hacerme un favor.
Oí
claramente mis palabras, y me recordaron de tal modo a Grossbart, que pude llevar
adelante con más facilidad lo que tenía planeado.
–Te
va a parecer una locura, Bob, pero tengo aquí un chico a quien han destinado a Monmouth
y quiere cambiarlo. Le mataron a un hermano en Europa, y se considera obligado a
ir al Pacífico. Dice que se sentiría un verdadero cobarde, si se mantuviese aparte.
No sé, Bob, ¿hay algo que pueda hacerse? ¿Quizá enviar a algún otro a Monmouth?
–¿A
quién? –preguntó él, con precaución.
–A
cualquiera. Al primero por orden alfabético. Me da igual. El chico me ha estado
preguntando si puede hacerse algo.
–¿Cómo
se llama?
–Grossbart,
Sheldon.
Wright
no contestó.
–Sí
–dije yo. Como es judío, me pareció que podía echarle una mano.
–Creo
que puedo hacer algo –dijo Wright al fin. El comandante lleva semanas sin aparecer
por aquí. Deben de haberlo enviado en misión especial al campo de golf. Lo intentaré,
Nate, es lo único que puedo decirte.
–Te
lo agradecería mucho, Bob. Nos vemos el domingo.
Y
colgué, sudando.
Al
día siguiente apareció la orden, corregida: Fishbein, Fuselli, Fylypowycz, Glinicki,
Gromke, Grossbart, Gucwa, Halpern, Hardy… El muy afortunado soldado Harley Alton
iría a Fort Monmouth, Nueva Jersey, donde, por alguna razón, querían un soldado
que hubiera hecho el periodo de instrucción en infantería.
Aquella
noche, después del rancho, me pasé por oficinas para confirmar los turnos de guardia.
Grossbart me estaba esperando. Fue el primero en hablar.
–¡Hijo
de puta!
Me
senté a mi mesa y, mientras él me fulminaba con la mirada, me puse a introducir
los cambios necesarios en el turno de guardia.
–¿Qué
tiene usted contra mí? –gritó. ¿Y contra mi familia? Se moriría usted si me viera
cerca de mi padre. Dios sabe cuántos meses le quedan de vida.
–¿Y
eso?
–El
corazón –dijo Grossbart. Con las penalidades que ha tenido que pasar en esta vida,
ahora le viene usted con éstas. ¡Maldigo el día en que lo conocí, Marx! Shulman
me ha contado lo ocurrido. Su antisemitismo no tiene límites, ¿verdad? No le basta
con el daño que ya ha hecho aquí. Encima, tiene que hacer una llamadita telefónica
especial. ¡Lo que quiere es que me maten!
Hice
las últimas anotaciones en los turnos de guardia y me levanté para marcharme.
–¡Buenas
noches, Grossbart!
–¡Me
debe usted una explicación!
Se
interpuso en mi camino.
–Sheldon,
eres tú quien debe explicaciones.
Frunció
el entrecejo:
–¿A
usted?
–A
mí, sí, eso creo. Pero, más que a nadie, a Fishbein y Halpern.
–Sí,
vale, tergiverse usted las cosas. No le debo nada a nadie. He hecho por ellos todo
lo que he podido. Ahora, creo que tengo derecho a ocuparme de mí mismo.
–De
los demás es de quienes debemos aprender a ocuparnos, Sheldon. Tú mismo me lo dijiste.
–¿Llama
usted a eso ocuparse de mí? ¿Qué es lo que ha hecho?
–No
de ti. De todos nosotros.
Lo
aparté y eché a andar hacia la salida. Oí su enfurecida respiración a mi espalda,
y sonaba igual que un motor poderoso arrojando vapor.
–¡No
te pasará nada! –dije, desde la puerta.
Y,
pensé, tampoco a Fishbein y Halpern, incluso en el Pacífico, si Grossbart veía algún
provecho para sí mismo en la obsequiosidad del uno y la suave espiritualidad del
otro.
Me
quedé junto al edificio de oficinas y oí a Grossbart llorando a mi espalda. Por
las ventanas de los cuarteles, a la luz eléctrica, se veía a los reclutas en camiseta,
sentados en sus catres, comentando las órdenes, como llevaban dos días haciendo.
Con una especie de nerviosismo tranquilo, limpiaban las botas, pulían las hebillas
del cinturón, plegaban la ropa interior, haciendo lo posible por aceptar su hado.
A mi espalda, Grossbart tragó saliva, aceptando el suyo. Y yo, a continuación, poniendo
toda mi fuerza de voluntad en no darme la vuelta y pedir perdón por mi venganza,
hube de aceptar el mío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario