Rogelio Sinán
Allí en el río era donde
mejor estaba. Ni los sollozos de la tía Josefina que andaba siempre de un lado para
otro quejándose del reuma, ni los gritos delgados de su madrina José María que no
hacía más que darle con el chicote siempre que cometía alguna diablura, ni los recados
a casa del compadre, ni el tirapié del juez, ni el rosario, ni nada.
¡Sí,
señor, allí estaba tranquilo!
Una
cosa era estar al pie del zapatero con el “Cristo A. B. C.” entre las manos –la
de la horqueta era la Y, la de los palos, la U– y otra cosa era estar a la orilla
del río, con su tapón, esperando a la tórtola.
–Muchacho,
anda a comprarme tachuelitas –le habían dicho.
Pero
él había comprado maíz. El zapatero se quedaría esperándolo. La vuelta era lo malo.
Ya él conocía muy bien los rebencazos del tirapié. Dolían primero un poco; después
le iba quedando como una especie de picazón en todo el cuerpo; se secaban las lágrimas
antes de los sollozos, y el dolor se dormía. Al día siguiente se repetía la cosa.
Por
el camino largo –sudor y sol– se había topado con gente de campo. Que tuviera cuidado,
le dijeron; andaba por allí un toro suelto. Y, ahora, sentado allí entre el matorral,
hacía sus cálculos de huida. Había que estar alerta por si acaso caía por allí el
bicho. Y ¿qué? Nada tan fácil como subirse a un árbol. ¿A cuál? Miró aquí. Miró
allá. Puso la vista en uno. Entre los muchos que había del lado acá, ese era el
indicado. Estaba sobre el agua en forma de arco y parecía que estuviera tirándose
de cabeza como lo hacía él cuando venía a bañarse con los otros muchachos. El gran
árbol tenía mucha fronda. Metía sus ramas en el agua (¿para pescar?). Era fácil
subir y acomodarse allí, escondido entre lo verde mirando abajo.
La
inquietud de probar –ya había probado tantas veces– lo aferró por un brazo. Al fin
de cuentas, no era malo ensayar. Aquella vez –la culpa era del Ñopo– casi se rompe
el cuello. Se habían fugado todos de la escuela. Eran cinco. El Ñato, el Ñopo Pedro,
Goyo Gancho, Fulo Encuero y… ¿el otro? ¿Quién era? No recordaba. El otro… ¡Ah! Sí,
el Culizo. Andaban por allí echándose abajo, desde el árbol al agua. La rama se
fue haciendo resbalosa. Él perdió el equilibrio. Y cayó, no en el agua, sino en
la tierra firme. El tanganazo fue padre… Desde entonces le habían prohibido ir al
río. ¡Pero hoy se había fugado, qué diablos!
Si
el animal venía, él, de un salto, se treparía en el árbol. No era malo probar. Se
alzó. Se echó a correr y ¡pum!, ¡arriba!… El árbol se meneó como un gran trampolín
y sumergió sus ramas, que sacó luego a flote chorreando agua. Se acomodó a caballo
sobre el doblado tronco –¿arco para qué flecha?, ¿puente para qué ruta?– lo zarandeó
otra ver encaprichado y luego, pareciéndole buena la prueba, bajó rápido. Se escondió
nuevamente entre los matorrales y siguió preparando su tapón para cazar palomas.
Goyo
Gancho tenía un tapón que –¡puchas!– era tamaño grande. Goyo Gancho sabía muchas
cosas. Era su buen amigo. Amigo para el río solamente o para robar mangos en la
finca de Chago López, porque en cuanto al tapón…
(–¿Me
lo prestas, Goyito? Voy al río no más y te lo traigo como si naa…)
…no
había querido ni dejárselo oler. Y no hubo más remedio que hacer uno de la mejor
manera posible.
Había
ido recortando ramitas secas, las más derechas que había hallado. Ahora ya estaba
casi lista la tapa, en forma de pirámide. ¿Y si el toro venía? Seguramente era ese
que había traído de la feria don Patrocinio. Lo había visto una tarde embestir a
un potro. Por poquito le saca las tripas. Miró para el árbol. Se bamboleaba. De
allí arriba, ni Cristo…
Hacía
calor. Se secó con la manga la frente. Debía ser mediodía. Era la hora propicia
al aguaite. A poquito caerían a beber agua las palomas. Puso el oído… ¡Nada! Solo
el viento movía fuerte las ramas; pero también se oía la música del agua, que corre
y corre siempre quién sabe a dónde. “Lo mismo que la gente”. El señor cura tenía
razón. Era una lata, sin embargo, ir los domingos a la doctrina porque había que
ponerse los zapatos. Pero el padre Camilo era bueno, y decía muchas cosas, y daba
confites. A las muchachas sí que las regañaba. ¿Por qué? Después de todo, Goyo Gancho
podía quedarse con su tapón en casa. Ya él había terminado el suyo propio. ¡Y mejor!
Seguía
el ruido del viento y del agua. Pero ya comenzaba a oír en la distancia el tira
y jala del turrututeo. Había puesto la trampa con su poquito de maíz debajo y se
había colocado un poco lejos, bien escondido entre las hojas. De pronto oyó a su
espalda un alocado sacudimiento de ramas. Pensó en el toro: y algo se le subió a
la garganta. Loco revoloteo. ¿Una paloma? Se envolvió en un silencio pequeñito.
Sintió de nuevo rápida repercusión de golpes entre la fronda. Oyó un zumbido largo
como de bala y… izas!… Allí cerquita, sobre una rama, se paró la paloma. Se zarandeó
un poquito. Abrió y cerró las alas. Alzó el pico. Miró a un lado y a otro. Y se
quedó un momento como escuchando. Después se dio a espulgarse.
Hecho
un ovillo de silencios, él la estuvo escuchando. Le parecía que el viento mugía
ahora con más furia. Una piedra le hacía mal en el muslo. Se quería acomodar.
¡Cuidadito!
Si se movía, volaba. ¿Por qué harían tanta bulla las aguas del río? La paloma hizo
un movimiento, abrió sus alas, y descendió a otra rama. ¡Esta caía, seguro! Al diablo
Goyo Gancho con su tapón y todo. El viento remeció fuerte las ramas. La paloma planeó
y, suavemente, apoyó sus patitas en el suelo. No una sola: ¡muchas iba a coger!
Ponía el pico en la yerba; volvía a alzarlo; y saltaba con pausas hacia el grano.
Todo el pueblo se asomaría a mirarlo. ¿Y si el toro venía? La paloma avanzaba. Que
no viniera. Y él pasaría orgulloso por la plaza. La paloma movía la cabecita. Subirse
al árbol, era la salvación. Un collar de palomas alrededor del cuello para que las
mirara todo el mundo. Ya iba a picar los granos. ¿Y el zapatero? Goyo Gancho lo
miraría con rabia. Movió el viento las ramas. La paloma levantó la cabeza y se quedó
un momentito asustada. Se iba… ¡Se iba! Echó un paso adelante… y picó un grano.
“¡Mire, madrina, cuánta paloma traigo!” Picó otro, sin moverse. La madrina se quedaría
mirándolo sin decirle palabra. Un paso más y… ¡pum! O bien se haría la brava y le
diría: “Pon ahí eso y andaveme a comprar medio de achiote”. Ya estaba por caer,
pero a lo lejos, se encendieron de pronto unas voces. ¿Muchachas? La paloma se echó
un poquito atrás. Y ¿quién diablos sería? Alzó el pico asustada. Las voces se agrandaron
rápidamente. Abrió y cerró las alas. Tomó empuje. Ruido grande de voces. Viento.
Gritos. La paloma desdobló su inquietud y alzó en parábola su vuelo sin ruta. ¡Todo
perdido! ¿Y quién, caray, a esa hora?
Un
pequeño disgusto de fracaso le hizo cerrar los puños. ¿Escaparían del toro? Una
vez había visto en un sueño a una muchacha vestida de rojo perseguida por un torazo
negro. La muchacha resultó ser él mismo. Pero las risas que oía no eran de miedo.
Eran risas de risa. Una ola que avanzaba. Allá en el pueblo era bello reírse por
reírse, en la plaza con luna o en el rincón del atrio. Ya lo echarían de menos su
madrina y el juez. “Apenas venga le pego”. El chicote pendía de una horqueta. Ya
las voces estaban allí al lado; pero no veía a nadie. ¿De dónde habrían sacado ese
chicote? Una vez lo escondió. Todo el mundo buscaba. Y él repetía dentro de sí,
como en el juego, “frío… frío… caliente, caliente”. ¿Si vendrían a buscarlo estas
muchachas a él? Pegaría una carrera. Ni Goyo Gancho pudo alcanzarlo un día. Corría
como caballo. Volaba. Lástima, la paloma. El rencor le volvió, por un instante,
a los puños. Pero ahí estaban las risas. Iban a aparecer. Su rabia se cambió en
curiosidad.
Una
muchacha –¡Vengan, vengan!– llena de sol y risa, desembocó al galope.
–¡El
río está pa’ comérselo!
Él
no había visto gente así rubia en el pueblo.
Y
llegaron en yunta otras dos. Se veía, por lo rojo del rostro, que habían andado
por ahí robando mangos. Estaban hechas agua, del sudor. Sin medias y con las zapatillas
en la mano… ¡Ah, sí! Las conocía. Que habían estado allí el otro verano. Cuando
la junta de Alba y el paseo con iguana. Mejor la junta —cumbia y chicha— con María
Molinillo que gritaba borracha y Goyo Gancho que se cayó del bayo. Sí, como ahora,
se reían y gritaban, con la vela en la mano, bailando cumbia. Habrían llegado ayer
en la balandra del Ñopo Juan. Más grandes. Más bonitas. Las estaba mirando desde
su gruta de hojas. No oía lo que decían. Se habían sentado. Una que otra palabra
le llegaba al oído desmenuzada. El viento las partía con sus tijeras de éter. Así
desgranaba él cada mazorca, por las mañanas, cuando le daba el grano a los pollitos.
Uno se había enfermado. Debía echarle limón en el pico. Si estuviera cerca oiría
claro. Pero el agua hacía bulla y el viento mugía. Una tenía las piernas desnudas,
en horqueta, y él miraba un poquito. Otra, con una rama, meneaba la corriente del
río. La que estaba de espaldas al tronco era mejor que las otras. Rumiaba un mango
verde. En la finca de Chago López habrían estado. O en la hacienda de doña Gumercinda.
Allí era peligroso, por el ganao. ¿Y si el toro venía? Ya las veía corriendo y dando
gritos; como cuando hubo el fuego, que todas las mujeres corrían de un lado para
otro chillando con los brazos al aire. Se iba a calmar el viento. Se calmaba. Le
llegaban ahora al oído palabras claras. La que tenía la espalda apoyada al árbol
decía —se reía, movía las manos–: “su boca tenía gusto a tabaco y me apretaba tanto
el seno… y me apretaba tanto…”. El viento sopló fuerte. Le llegaban trocitos de
otras palabras y el pentagrama fresco de las risas. Otra se levantó meneando el
torso y tarareando una rumba. Con esta había bailado él una cumbia en la junta de
Alba. No quería. Reculaba. Goyo Gancho lo había hecho caer a la rueda. Y había bailado
largo. Un borracho lo echó a un lado diciendo: “¡Fuera chiquillo baboso!”. Ahora
ella se meneaba como entonces y cantaba una rumba. Las otras comenzaron a imitarla,
cada una por su lado, con la blusita levantada. Y él notaba cómo las blusas iban
subiendo poco a poco. A la madrina José María la había visto una noche desnuda.
Había entrado en el baño, sin saber, de golpe, y allí estaba la vieja desnudita.
“¡Muchacho ‘el diablo, cierra la puerta!”.
Tenía
el alma en cuclillas por eso nuevo, bello y fuerte que veía; porque de entre los
círculos del ritmo habían ido saliendo ellas –¡las tres!– desnudas. Por un instante
su cabecita fue una veleta sin norte. Se acomodó mejor entre las hojas. Se había
calmado el viento. Sentía calor. Goyo Gancho no iba a creer la cosa —”¡Qué va, hombre!”—.
Pero sería mejor no decírselo a nadie. De pronto una muchacha cambió el motivo de
su juego y de un brinco quedó sobre la curva del árbol. Lo zarandeó un poquito de
arriba abajo e hizo el gesto de echarse, pero no se atrevió y bajó de nuevo. A él
le venían ahora unas ganas inmensas de bañarse con ellas; de mostrarles un montón
de piruetas que sabía; por ejemplo, tirarse del árbol dando dos vueltas en el aire
o nadar bajo el agua muchos metros. Nadando bajo el agua se había topado una vez
con algo blando. Una culebra acaso o un cocodrilo. El agua estaba turbia. No se
veía. Y había salido a tierra despavorido. Quién sabe qué animal era aquel. A poquito
no más y se lo come. “Ya ves; eso te pasa por travieso”, le había dicho la tía Josefina.
Cogidas
de las manos, las muchachas andaban dando vueltas. Y sus cuerpos sudados brillaban
bajo el sol. “Cojo una mano, cojo la otra”. La noche de San Juan habían hecho en
la plaza del pueblo una rueda de treinta personas que giraban alrededor de una gran
fogata. Y daba miedo ver cómo brillaban, al resplandor, las caras de los borrachos.
Chicha fuerte y arroz a la Juliana en casa de Rita Pacheco. Goyo Gancho se había
llevado en su caballo a Rosario Pinto…
Seguían
ellas su juego, cantando “…sentadita en su huerta limón”. Estaban allí brinca que
te brinca y el bicho podía venir. Bueno. Ya las vería él corriendo. Pero, de pronto,
sin saber él por qué, las tres muchachas detuvieron su juego y por el árbol —trampolín
seguro— cayeron como frutas, una tras otra, al agua. Como la orilla era alta, él
las dejó de ver. Solo siguió escuchando el chapaleo y las voces. Podía él desnudarse
ahora, sin que lo vieran, y echarse al río de golpe. ¿Qué pasaría? De vez en cuando
subía una, se trepaba en el árbol y… ¡pundumbum!… se echaba. Por el ruido que hacían
al caer, él notaba que lo hacían mal. Caían al agua de barriga. A él sí tenían que
verlo. Ni Goyo Gancho, ni el Culizo que tenía tanta fama.
Como
seguía sin verlas, la impresión de los cuerpos se diluyó en su mente. Y comenzó
a pensar como chiquillo. Comenzó nuevamente a ser muchacho. Y se le fue metiendo
entre las cejas un pequeño capricho. ¿Ah, si les escondiera las ropas? El Fulo José
Manuel había tenido que irse por entre el monte, desnudito, hasta la finca de Goyo.
Todos lo habían sabido en el pueblo. Por eso le decían Fulo Encuero. De veras, era
bueno esconderles la ropa. Le habían hecho espantar la paloma. ¡Con la bulla que
hacían! Ya no salían afuera. Oía solo sus gritos y el barullo del agua. El viento
sacudía de vez en cuando las ramas. Un remolino de hojas secas y polvo se elevó
cerca de él. ¿Cómo esconder la ropa? ¿De una sola carrera, aunque lo vieran, o arrastrándose
poco a poco para que no se dieran cuenta? Mejor así. Pero… ¿y si el bicho venía
de repente? Todavía no se había movido, y ya se estaba viendo lleno de miedo en
la actitud del robo.
Le
pasó, cerca, zumbando, la bala de una paloma. Miró el tapón. Muerta ya su inquietud,
estaba allí caído a sus pies como una cosa inacabada e inútil. Mañana volvería.
Había que preparar mejor la trampa. ¿Qué horas serían? El zapatero estaría ya en
casa poniéndole las quejas a la madrina. Pero ella no le pegaba duro. Cuando él
llegara, ya estaría con el chicote en mano. “¡Ven acá, muchacho! ¿Dónde diablo has
estado?”. Tía Josefina, siempre quejándose del reuma, saldría en su defensa. “¡Déjalo
estar, mujer, estaría por ahí!”. Un rebencazo aquí y otro allá, que ni siquiera
lo tocaban de lleno, porque él sabía muy bien defenderse, esquivando los golpes
que casi siempre caían sobre los muebles. Eso era todo. Lo demás eran gritos. De
la madrina, de él y de la tía. Los chillidos de la madrina José María se oían hasta
en la casa del señor cura. Y la tía Josefina la cogía al fin con él, pues, con el
ajetreo, los dolores del reuma le volvían de fijo… Y si lo molestaba otra vez el
Culizo con aquello de “Ven-acá-muchacho” le iba a mandar su golpe. Ya lo tenía cansado.
Un
moscardón le zumbó en el oído. “¡Mosca ‘el diablo!”. Le tiró un manotazo. Eso faltaba,
que una mosca viniera a picarlo. De todos modos las ropas tenía que escondérselas.
Le habían hecho espantar la paloma. Aunque lo vieran. Eso no le importaba. Y se
arrastró un poquito, en-cuatro-patas, muy lentamente –¡Mucho cuidado!– Sus ojitos
viajaban del río a la ropa y de la ropa al río. Seguía oyendo los gritos de las
muchachas. Pero no las veía. Se habían dado a otro juego, seguramente, porque solo
veía, de vez en cuando, algo como pelota que hacía arcos en el aire. Oía claro las
voces. “¡A mí a mí!”. Rumor de agua. Zumbidos de viento. “No la tires tan fuerte”.
Adivinaba a veces, a través de las ramas, una cabeza rubia que pasaba y un chapaleo
confuso.
Se
iba acercando lentamente a la ropa. Le palpitaba el alma. ¿Si lo veían? El viento
levantó nuevamente su remolino de polvo y hojas secas. Cerró los ojos. ¿Si lo veían?
¡Él las había mirado desnuditas! ¿Le tendría que confesar esto también al cura?
“Acúsome, padre, que…”. Oía las voces. “¡Tira aquí, tira aquí!”… “He visto a tres
muchachas en cuero”. Le zumbó nuevamente el moscardón. “¿Y eso cómo, muchacho?”.
Era mejor no decirlo. Ni a Goyo Gancho tampoco. Ni al Culizo. Chapaleo, chapaleo.
Gritos y viento. Después de todo… “¡Oye, no tires fuerte!”. Una vez él no había
confesado un pecado. ¿Y si el toro venía? Ya las veía corriendo. Y él se veía a
sí mismo, en medio de ellas, allá arriba en el árbol. Un chapaleo confuso entre
las ramas. ¿Confesaría el pecado? “¡Zambúllete a cogerla, idiota; no la dejes perder!”.
Veinticuatro avemarías y un credo, de penitencia. Y además… las blusitas estaban
sudadas. Las aferró en conjunto. Y, cuando iba a volverse atrás para esconderlas,
oyó de pronto el trote fuerte de la bestia que se acercaba. Era el toro. Era el
toro. En un zig-zag de espanto le pasó la gran bestia por la mente. Enorme. Embravecida.
Mugiente. Y el grito le salió como trueno:
–¡El
toooro ! ¡¡¡El toroooo !!!
Soltó
la ropa. Huyó por entre el monte. Bala perdida.
Cada
estatua desgajó su lamento. Los lamentos se unieron en mazo. Y el viento, por su
cuenta, hizo del mazo un bloque de alaridos. El chapaleo confuso, hecho de espanto,
partió el agua en estelas hasta el árbol. Era el refugio próximo. Y cada una puso
en él su inquietud. Se subieron de un salto, sin percepción exacta de lo que hacían.
Se apretujaron, una al lado de la otra. Entre las hojas verdes, los tres cuerpos
desnudos se balancearon un momento chorreando agua. Ahora solo eran un racimito
de miedos y silencios.
Los
pasos de la bestia se acercaban bebiendo suelo. Ni una palabra. Ni un grito. Ni
un lamento. El gran miedo había puesto su cartel a la entrada del árbol como en
los cines, “No se habla”. Solo se oía la música del viento y el coro ruso del agua.
Los golpes de tambor de las pisadas se hacían siempre más claros. Con los ojitos
puestos en la pequeña boca del camino, las tres estatuas se apretujaban cada vez
más sobre el árbol. Ya la idea era una sola, un punto: EL TORO. Ya se sentía cerquita.
¡Iba ya a aparecer! ¡Ya estaba allí! ¡Oh!
No
era el toro.
Era
el cura del pueblo que venía caballero en su mulita.
¿Cómo
doblar la risa en pedacitos para que no saliera? Ya ellas lo conocían. Era severo.
Si las veía desnudas. ¡Virgen Santa! Era un santo señor. Cada domingo hacía un sermón
larguísimo sobre las buenas costumbres. ¿Y ahora qué pasaría?
Se
bajó de la mula. ¿A qué vendría? Se estaba tan sabroso en el agua. Sacó de la mochila
una gran toalla blanca y un libro viejo. Los puso al pie del árbol ¿Vendría a bañarse?
¿Y eso de cuándo a dónde? ¡Era tan tímido! Nunca miraba a nadie. Y andaba siempre
con los ojos al suelo como buscando el último pecado para ofrecerlo a Dios.
¡Sí,
en efecto! El señor cura venía a bañarse. Miró a un lado y a otro. Y, ya tranquilo,
comenzó a desabrocharse muy lentamente la sotana. ¿Cómo amarrar la risa, con qué
sogas, para que no saltara desbocándose? ¡Avemaría y el cura de los infiernos! Apareció
primero una rarísima camiseta de lana, verde a rayas y agujereada por todas partes.
Después el pecho fuerte, lleno de vellos. Y al fin, un muy curioso pantaloncito
de baño, tan pequeño, que apenas le cubría lo necesario. Era también a rayas, pero
rojas sobre fondo amarillo. Las piernas eran flacas y peludas. Demasiado peludas.
¿Cómo diablos maniatar la risa?
Se
sentó al pie del árbol y se puso a leer, tranquilito como si nada, el libro que
traía. Sin duda era la Biblia. De vez en cuando miraba la corriente, y volvía a
sumergir, luego, sus ojos en las páginas.
Pero
el buen cura no podía concentrarse. Él pensaba que todo le iba mal. Él había cometido
algún pecado gravísimo, porque, la noche antes, el demonio lo había vuelto a tentar.
Carmela era la causa. Pero, Señor, ¿qué culpa tenía la pobre muchachita de tener
buenas formas? Pero no eran sus formas solamente, eran sus ojos verdes. ¿Por qué,
cada mañana, cuando venía a traerle el desayuno, se le quedaba ella mirando con
esa sumisión de cabra? Ese era su tormento. Cada noche lo tentaba el demonio. Él
habría cometido un gran pecado, porque el Señor le había retirado su ayuda. Noche
a noche sentía una desazón insostenible. Y no lograba ni conciliar el sueño, ni
apartar de su mente los ojos verdes de aquella criaturita. Pasaba sus vigilias noche
a noche empapado en un sudor frío y pegajoso que le brotaba como la sangre al Cristo.
Se había dicho: “Mañana me daré un baño en el río”. Y había venido precisamente
a esa hora en que el calor hace estar en su casa a todo el mundo. Pero no estaba
bien sumergirse enseguida. Estaba sofocado y la emoción del frío podía causarle
mal. Había traído un libro, pero no conseguía concentrarse. ¿Cuál era aquel varón
—santo varón— de la Tebaida que sucumbió a la tentación del demonio? Señor, no recordaba…
Padre Zósimo no era. Padre Zósimo era aquel que tenía su vida muy entroncada con
la de aquella otra gran santa que se llamó María Egipcíaca. Tampoco era el santo
Francisco de Asís… Ni san Antonio tampoco. Definitivamente no recordaba, o no sabía
a ciencia cierta. Con perdón del Señor. Que todas estas cosas las debería saber
un buen siervo de Dios. Pero en alguna parte había él leído aquella historia. En
la Leyenda áurea seguramente. Tenía que repasarla. Y había también leído
en alguna parte unos consejos contra las tentaciones del Maligno. Ayunos y cilicios
decían los padres de la iglesia. ¡Ay, Señor, cómo se adivinaba que ellos no habían
vivido en el Trópico! ¡Qué extraño! Cierta oculta inquietud lo dominaba casi inconscientemente.
Tenía abierto su libro, y por más que hacía esfuerzos, no podía percibir exactamente,
no podía darse cuenta del texto. Las miradas se le iban siempre al agua. Algo tenían
las ondas. ¿Acaso lo tentaba nuevamente el demonio? Pensó en los ojos verdes. ¡Qué
laxitud de cabra tenía aquella bendita criatura del Señor! En sus últimas noches,
sus sueños habían sido una cruel geometría de líneas dóciles, mórbidas, flexibles.
Ancas, senos y piernas de mujeres. Pero ahora no dormía. ¿Por qué en las ondas veía
también reflejos de ancas, piernas y senos? Quería mirar de nuevo. Quería cerciorarse.
Pero no se atrevía. Sentía en la nuca la mismísima garra del Maligno. “¡Ave gratia
plena dominus tecum!”. Sintió valor. Hizo un esfuerzo duro, y posó la mirada, casi
desfallecida, sobre las ondas. ¡Oh, Señor! ¡Sí, Señor! La geometría infernal estaba
allí, de nuevo, como en el sueño. ¡Exacta! Se movían en las ondas, se cruzaban,
las líneas dóciles. ¡Ancas, piernas y senos de mujeres! “Satanás, vade retro”. Se
persignó angustiado. Tiró el libro. Se alzó. Cogió su ropa. Y cuando iba a vestirse –¡ Alabado sea Dios!– oyó risas agudas, largas,
estentóreas, que caían de los árboles. ¡Oh, ya no pudo más! Todos los diablos del
infierno habían venido a tentarlo. Y huyó tal como estaba, por el camino lleno de
sol. Una nube de polvo y carcajadas lo seguía como un rabo, como una maldición…
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