Fernando Ayala Poveda
Cansado del cielo, Jacob abandonó su castillo
y regresó a la tierra. A medianoche penetró en la recámara del sargento Ordax, lo
despertó con un golpe de sombra y le dijo:
–¿Ya no me recuerda?
–No –le respondió el
verdugo–. ¿Qué desea de mí?
–Recuerde –dijo Jacob
con vehemencia–, yo soy el hombre que usted asesinó en el conservatorio de música
de Miraflores, en la noche de los coroneles.
–No quiero hablar de
cuestiones políticas.
–Yo era músico, ¿sabe
usted? En la noche de mi muerte, daba mi primer concierto. Me preparé durante treinta
años para esa gran noche.
–Lo que fue ya pasó
–dijo el verdugo implacable–. El mundo no ha perdido nada sin su música. Fíjese:
todo sigue en su mismo lugar. ¿Por qué se lamenta?
–Por mi violín. Usted
lo guarda debajo de su cama. Quisiera volver a tocarlo.
–Puede tocarlo si quiere.
Pero después saldrá inmediatamente de aquí. Tengo que madrugar.
Jacob tomó el violín,
lo acarició con amor y el mundo se llenó de música.
Al principio, el verdugo
escuchó aquel concierto con mirada cejijunta, pero más tarde, su rostro se transformó.
Luego se levantó de su camastro y se aproximó a la ventana. A través de las rejas
de hierro contempló la luna de octubre, y entonces comenzó a silbar una balada feliz,
que le evocaba los caballos y las mariposas de su niñez.
Cuando Jacob dejó de
tocar el violín, el verdugo le dijo:
–Su música es bella,
muy bella, y saludable. Ahora usted debe irse. Ya ha cumplido su deseo. No es bueno
que dos sombras hablen en la oscuridad.
Jacob se marchó al cielo
con una tremenda nostalgia por los hombres y por su violín.
Un año después, el sargento
Ordax, discretamente, concluyó su primer curso de música en el conservatorio de
Miraflores, y desde entonces eligió el violín como el instrumento de su destino.
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