Eudora Welty
Le dije a mi esposa: “Puedes
estirar la mano y apagarla. No tienes que estarte ahí viéndole la cara a un negro
si no quieres, o escuchando lo que no quieres oír. Este todavía es un país libre.”
Quizá
fue así como se me ocurrió la idea.
Me
dije, puedo averiguar exactamente dónde en Thermopylae vive ese negro que tiene
las horas contadas. Y sin que me resulte para nada trabajoso.
Y
no dije esto porque quede bien cerca de donde vivo yo. Pero por otro lado uno podría
tener sus razones para saber cómo llegar hasta ahí en la oscuridad. Es donde van
todos por eso que quieren cuando más lo quieren. ¿O me equivoco.
Durante
toda la noche el letrero luminoso del Branch Bank dice qué hora es y cuánto calor
hace. Cuando eran quince para las cuatro, y hacían 92 grados, era yo el que pasaba
en el camión de mi cuñado. Él no reparte nada a esa hora.
Uno
deja atrás Four Corners y se dirige hacia el poniente por la calle Nathan B. Forrest,
pasando por Surplus and Salvage, no mucho más allá del autocine Kum Back y el Trailer
Park, sin llegar hasta donde empiezan los letreros que dicen “Carnada viva”, “Partes
usadas”, “Fuegos artificiales”, “Duraznos” y “Hermana Peeble, lectora y consejera”.
Hay que dar vuelta antes de tocar los bordes de la ciudad y regresar hacia las vías
del tren. Y han pavimentado su calle.
Su
luz estaba prendida, esperándome. Ni más ni menos que en su garaje. Su coche no
está. Anda por ahí planeando otras formas de hacer eso que les decimos que no pueden
hacer. Sabía que llegaría antes que él. Lo único que me quedaba por hacer era elegir
mi árbol, caminar hasta ahí y pararme detrás de él.
Fui
sabiendo que iba a tener que esperar, pero hacía tanto calor que nomás me puse a
rezar que ninguno de los dos se fuera a derretir antes de acabar con todo esto.
Eso
sí, yo no había hecho ningún trato.
He
oído lo que todos han oído sobre Goat Dykeman, en Mississippi. Por supuesto, todos
saben la historia de Goat Dykeman. Goat mandó decirle al gobernador que si lo dejaban
salir de la cárcel iría para allá a pegarle un tiro a ese negro Meredith, sacándolo
así para siempre de la escuela. El viejo Ross le dio vueltas al asunto antes de
decirle que no, se entiende.
Yo
no soy ningún Goat Dykeman, no estoy en ninguna cárcel, y no le voy a pedir a ningún
gobernador Barnett que me dé nada. A menos que quiera darme unas palmaditas para
felicitarme por todo el trabajo que me tomé esta mañana. Pero si no quiere, que
no lo haga. Lo que hice lo hice solo por mi propia satisfacción.
En
cuanto oí un motor supe quién venía. Ése era él, tenía que ser él. Era el negro
indicado quien se dirigía en un coche blanco nuevo hacia el garaje con la luz encendida
pero se detuvo antes de llegar, quizá para no despertarlos. Era él. Lo supe cuando
apagó las luces del coche y sacó un pie y lo supe al verlo parado tan oscuro contra
la luz. Lo supe entonces tal y como me reconozco a mí mismo ahora. Y también lo
supe por su espalda quieta y alerta.
Nunca
lo había visto antes, nunca lo vi después, nunca vi su cara negra salvo en retratos,
nunca vi su cara con vida, jamás en ningún lugar, ni quería, ni tenía que, ni nunca
esperaba ver esa cara ni nunca lo haré. Mientras no empezara yo a dudar.
Tenía
que ser él. Se quedó muy quieto y esperó contra la luz, su espalda fija, fija en
mí como los globos de los ojos de un predicador cuando grita “¿Estás salvado?” Era
él.
Ya
había levantado mi rifle. Ya había apuntado. Y ya lo tenía porque era demasiado
tarde para que cualquiera de los dos no se moviera ni un milímetro.
Algo
más oscuro que él, como las alas de un pájaro, se abrió sobre sus espaldas y lo
jaló hacia abajo. Se levantó una vez, como un hombre bajo un par de garras, y como
si la sangre sola pudiera pesar una tonelada caminó con ella sobre sus espaldas
hasta donde había más luz. No llegó más allá de su puerta. Y cayó para siempre.
Cayó.
Cayó, y una tonelada de ladrillos sobre sus espaldas no habría resultado más pesada.
Ahí sobre las baldosas de su propia entrada, sí señor.
Y
no hacía ni un minuto que había dejado de cantar el ruiseñor. Había estado cantando
en lo alto de mi árbol de sasafrás. O amaneció temprano, o nunca se fue a dormir,
era como yo. Y el pájaro se había quedado conmigo, llenando el aire hasta que llegó
el estallido, hasta que descargué mi rifle. Era como él. Estaba en la cima del mundo.
Por una vez.
Me
paré en el borde de su luz, ahí donde estaba tendido. Dije “¿Roland? Solo quedaba
un camino, que tomara la delantera y me quedara ahí, y es lo que acabo de hacer.
Ahora yo estoy vivo y tú no. Ahora ya nunca vamos a ser iguales ¿y sabes por qué?
Uno de nosotros está muerto. ¿Qué te parece, Roland?” dije. “Pero tú te la buscaste.”
Esperé
un minuto solo para ver si salía alguien el tiempo suficiente como para recogerlo.
Y sale la mujer. Dudo que se hubiera dormido. Me pareció que había estado ahí adentro,
manteniéndose despierta todo ese tiempo.
Estaba
muy verde por donde salí corriendo a través del jardín. ¡A esa negra esposa suya
bien que le gustaba tener un bonito césped! Apuesto que a mi esposa no le gustaría
nada tener que pagar su cuenta de agua. Ni su cuenta de luz. Y ahí estaba el camión
de mi cuñado, esperando con la puerta abierta. “Prohibido llevar pasajeros” –no
se refería a mí.
No
se me ocurre qué más hubiera podido hacer para que todo saliera aún mejor. Quizá
una silla mientras esperaba. Camino a casa caí en la cuenta de qué poco necesita
uno para hacer lo que realmente quiere hacer. Eran las 4.34 y mientras miraba cambió
a 35. Y la temperatura se atoró ahí donde estaba. Les aseguro que toda esa noche
no bajó, se mantuvo en sus buenos 92 grados.
Mi
esposa dijo: “¿Y no te picaron los moscos?” Dijo: “Bueno, se han estado preguntando
esto –por qué alguien no se tomaba el trabajo de cargar un rifle para sacar a algunos
de estos agitadores de Thermopylae–. ¿No insistía este tipo siempre con lo mismo,
de qué buena idea sería? ¿El que escribe una columna todos los días?”
Le
dije a mi esposa: “Encuentra alguna manera para que no me den todo el crédito”.
“Dice
háganlo por Thermopylae”, dijo mi esposa. “¿Nunca hojeas el periódico?”
Le
digo “Thermopylae nunca hizo nada por mí. Y yo no le debo nada a Thermopylae. No
lo hice por ti, como tampoco haría nada por esos Kennedy, ¡carajo! Lo hice por mi
propia satisfacción”.
“Con
esto seguro que va a salir otra vez en la tele”, dijo mi esposa. “Espera a que lo
entierren.”
Dije:
“Ni siquiera dejaste una luz prendida cuando te fuiste a dormir. Así ¿cómo puedo
llegar a casa o meter el camión de Buddy en el patio?”
“Bueno,
aquí te va otra buena noticia” dijo a continuación mi esposa. “La N doble A C P
está viendo de mandar a alguien a Thermopylae. Te hubieras esperado. Quizá podrías
haber escogido algo mejor. Ya verás cómo todos opinan lo mismo.”
No
soy más que uno. Supongo que hay que contarle a alguien.
“¿Dónde
está el rifle?” dijo mi esposa. “¿Qué hiciste con nuestra protección?”
Dije
“¡Ardía! ¡Estaba que ardía!” Le conté: “Está tirado sobre la tierra entre la hierba
crecida tratando de enfriarse, eso es lo que está haciendo”.
“Lo
tiraste” dijo ella. “Por ahí.”
Y
le conté: “Porque estoy tan cansado de que en este mundo todo esté tan caliente
cuando lo tocamos. Las llaves del camión, la perilla de la puerta, las sábanas de
la cama, todas las cosas. Todo está como una hornilla de estufa. No hay mucho a
lo que valga la pena seguir aferrado” le dije “cuando de día hace ciento dos grados
a la sombra y de noche no se siente mucha diferencia. Ojalá tú hubieras puesto tus
dedos sobre ese rifle”.
“Tenías
que dejarlo por ahí” dijo mi esposa.
“¿Acaso
soy tan poca cosa?” me hizo preguntar. “¿Quieres ir tú por él?”
“Al
que van a atrapar es a ti. ¡Yo digo que hace tanto calor que aunque uno pueda dormirse
se despierta como si hubiera llorado toda la noche!” dijo mi esposa. “Ánimo, aquí
te va un chiste antes de que sea hora de levantarse. ¿Sabes lo que dijo Caroline?
Caroline dijo, ‘Papi, quiero ser grande para poder casarme con James Meredith’.
Lo oí en mi trabajo. Una vieja ricachona se lo contó a otra para hacerla cacarear.”
“Al
menos evité que algún adolescente pendejo de Thermopylae fuera para ahí y lo hiciera
primero” dije. “En su propio coche.”
En
la tele y el periódico no saben ni la mitad de esto. Saben quién era Roland Summers
sin saber quién soy yo. El público ya conocía su cara antes de que me deshiciera
de él, y después de que me deshice de él ahí la están viendo otra vez –la misma
foto–. Y de mí ni una. Nunca me he tomado una. ¡Nunca! Lo más que pudo hacer ese
periódico por mí fue ofrecer una recompensa de quinientos dólares por averiguar
quién era yo. Mientras no sepan quién fue, el que mató a Roland vale bastante más
que Roland.
Cuando
salí a dar una vuelta por el pueblo hacía aún más calor. La banqueta en medio de
la calle principal estaba tan caliente que podría haber estado caminando sobre el
cañón de mi rifle. Si esta mañana todo el mundo hubiera podido sentir la calle a
través de las suelas de mis zapatos, quizá hubiera servido de algo.
Entonces
lo primero que les escuché decir fue que lo había hecho la propia N doble A C P,
había matado a Roland Summers, y la prueba de esto era que el tirador había sido
un experto (¡permítanme decirles que sí lo era!) y en el momento indicado para meter
a los blancos en problemas.
No
se puede ganar.
“Nunca
lo van a encontrar” me dijo a la cara el viejo que trataba de vender cacahuates
asados. Y hace tanto calor.
Es
como si el pueblo ya se hubiera incendiado, pues no importa la esquina por donde
uno doble o la calle que tome uno, siempre están ahí esos árboles con montones de
flores que les cuelgan como sandías partidas. Y mil policías amontonados por donde
vaya uno, la mitad de ellos demasiado jóvenes como para comenzar a afeitarse, pero
todos chorreando sudor por igual. Me estoy cansando de ellos.
Ya
estaba cansado de ver a cientos de policías que no lograban nada para nosotros los
blancos. Una vez muy al principio me paré en la esquina y vi a estos nuevos policías
con sus caras de bebé cargando un vehículo con puros niños negros que venían de
un desfile y se metían dentro de la carreta cantando. Y subieron y se sentaron sin
dar ni una pizca de trabajo y en las manos traían banderitas americanas nuevas,
y todo lo que pudieron hacer los policías fue arrebatarles las banderas y no dejar
que las recogieran, eso fue todo, y transportarlos gratis. Y los niños pueden conseguirse
más banderas.
Oigan
todos: No sirve para nada quitarle nada a nadie si no es seguro que es para siempre,
para una vez y por todas, por los siglos y amén.
No
me lamentaré de ver estos ladrillos llover sobre nosotros para variar un poco. También
las botellas de refresco pueden venir volando por los aires cuando quieran. Cientos
de botellas para hacerse pedazos, como en Birmingham. Estoy esperando que saquen
sus navajas, como en Harlem y Chicago. Sigan viendo la tele otro poco y podrán observar
cómo sucede todo esto en la calle Deacon de Thermopylae. Solo ¿qué los detiene?
–Pues bien que lo traen dentro.
Yo
ya estoy preparado para ese momento.
Puede
que me encuentren. Puede que me agarren un día a pesar de ellos mismos (pero yo
me crie en estos lugares). Puede que quieran mandarme directo a la silla eléctrica,
y eso significa algo más caliente que la suma de ayer y de hoy juntos.
Pero
les aconsejo que se vayan con cuidado. ¿No es hora de que los que pagamos impuestos
empecemos a tomar cartas en el asunto? ¿Que empecemos a decirles a los maestros
y a los predicadores y a los jueces de lo que llaman nuestros juzgados hasta dónde
pueden llegar.
Ni
siquiera el presidente, hasta ahora, puede meterse en mi casa si no está invitado,
como si fuera mi papá para decir alto. ¡Todavía no!
Una
vez me escapé de mi casa. Y hubo un aviso para mí en nuestro periódico local. Lo
pagó mi madre. Era de parte suya. Decía: “HIJO: Solo te persiguen para encontrarte”.
Esa vez regresé a casa.
Pero
ahora hay gente muerta.
Y
hace tanto calor. Y ni siquiera es agosto todavía.
De
todos modos lo vi caer. Desde entonces ese siempre fui yo.
Así
que descuelgo mi vieja guitarra del clavo en la pared. Porque tengo mi guitarra,
a la que me he aferrado desde hace tiempo, y nunca la dejé caer, nunca la perdí
ni la olvidé, nunca la empeñé sin recobrarla, nunca la regalé, y me acomodo en mi
silla, solo en la casa, y empiezo a tocar y canto: Cayó. Y canto: cayó, cayó, cayó,
cayó. Canto: cayó, cayó, cayó, cayó, cayó.
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