lunes, 29 de agosto de 2022

El hijo tonto

José Revueltas

 

Sí, en efecto, hoy comienza todo de nuevo. Hoy comienza la vida, la verdadera vida. El pasado, inmediato y lejano, ha sido un sueño. Hoy se abren los ojos a un nuevo panorama y la fe torna al corazón y lo sacude alegremente. ¡Qué tontería haber tenido miedo! ¡Pero qué solemne tontería! ¡Si la tierra es generosa, buena, incapaz de negar nada a sus hijos! Antes, ayer mismo, todo pudo ser malo. Malos nosotros y nuestros semejantes. Pudieron los hombres odiarse y engañar; pudo haber crimen y pudo haber injusticia. ¡Pero hoy…! De hoy en adelante se acabó el sufrimiento, se acabó la maldad. El arruinado puede ya rehabilitarse; los pobres ya no tienen necesidades; hay pan para el hambriento; para el solitario, amor. Se acabaron los tristes y los enfermos. Aquellos que vivieron siempre en el desamparo, que no tuvieron nunca una sonrisa hoy tienen un lugar, un refugio en esta tierra magnánima y dulce. Desde hace mucho tiempo los hombres aguardaban esta alegría profunda. ¡Y cómo lucharon! No conocían esta felicidad, no podían nombrarla; la esperaban en sus buenos corazones y se daban cuenta de que todo era un sueño. Que eran un mal sueño los vicios y el dolor, las envidias y la muerte. Y porque antes no supieron de esta alegría que ya tardaba tanto, se portaron mal. Y sus corazones, hechos para el amor, anidaron el odio; y sus manos hechas para el trabajo, se ejercitaron en el crimen. ¡Oh, pero en esto no había maldad alguna! Apenas se hizo la justicia sobre la tierra y ya sus manos y sus corazones se convirtieron hacia el amor. El odio y el crimen fueron sólo un recuerdo, una pesadilla pasajera. Hoy se ha olvidado todo. Los enemigos se abrazan y lloran sus faltas. Todos los hombres lloran lágrimas felices y eternas. No lloran de sufrimiento, son las suyas lágrimas de alegría. Unas lágrimas que tenían reservadas para hoy, cuando la tierra se vuelve buena, cuando todo es límpido, sin manchas, puro. Esas lágrimas corren presurosas por las calles. Lavan y purifican todo lo que tocan, pues son las lágrimas del hombre arrepentido; son las lágrimas del infeliz que por fin halló paz y reposo; son las lágrimas del malvado que encontró ya la expiación… Lágrimas de buenos y de malos, de inteligentes y de tontos, de egoístas y de generosos. Son las lágrimas que nunca se habían derramado sobre el mundo y hoy limpian los cuerpos, descienden a los tugurios y se alzan sobre la tierra como la esperanza misma, plena de luz y de radiante eternidad.

 

Las lágrimas. ¡Cómo corrieron lágrimas por toda la tierra! Se oían sonar sobre los cristales de la casa y luego en la calle. Nada más eso, durante la noche entera y gran parte de la madrugada. Un caer obstinado, lleno de porfía, monótono. La ciudad se llenó de barro y su aspecto fue más triste y silencioso que de costumbre. No había cielo en esta noche inmensa, que no terminaría nunca. Sólo el caer incesante, bañando a la ciudad. Sonaba aquí en los cristales, y allá, en el fango de la calle. De vez en cuando un relámpago; y parecía como si las cosas abrieran súbitamente los párpados, asombradas, para volverlos a cerrar sumiéndose en la noche sin alma, llena de soledades y gemidos. De tarde en tarde, como al acaso, el apresurado ruido de un transeúnte que corría chapoteando por el lodo. Otras veces, los fanales de un automóvil que giraban como ojos terribles para perderse definitivamente por el resumidero sin medida de los callejones. Dentro de la casa, encima del cajón, una vela que chisporroteaba, ondulante, caprichosa. En el centro del cuarto un brasero con algunos melancólicos tizones para dar calor a las gentes que ahí se aglomeraban, silenciosas, como hostiles. El humo escapaba por el tragaluz –¡cuántas gentes morían de asfixia, por seguir este sistema!– para mezclarse con la noche, mientras aquella lluvia continuaba azotando, vengativa, monótona.

La noche fue larga. Todas las noches así son largas y parecen túneles sin fin. Si no hubiese llovido allá afuera y aquí dentro esa gota de agua no hubiera estado cayendo tanto tiempo sobre el lavamanos, desde la gotera, los ruidos, las voces, el respirar, los pasos, habrían tenido cierta vitalidad. Mas la lluvia llenaba todo esto de algo enormemente solitario. Parecía como si no ocurriera acontecimiento alguno y el mundo se hubiese detenido a mitad de su carrera, y las cosas sucedieran por sí mismas, mientras la lluvia, apocalíptica, señoreaba la inmensa ciudad.

Por quién sabe qué rendija se colaba un viento helado: hacía ondular la llamita de la vela de un lado para otro y estrechaba más aún los tres cuerpos del camastro: hombre, mujer e hijo, uniéndolos en un solo abrazo de angustia y frío. Afuera continuaba la lluvia; dentro, el lavamanos sonaba tercamente con su gota imperecedera y sonámbula. No terminaría nunca. Noche y lluvia habían principiado juntas y nadie podría detenerlas.

Sin embargo, tendría que llegar la mañana. La luz reinaría sobre la tierra. Después de una noche así, si amanecía, todo indefectiblemente debía de principiar de nuevo. Allá afuera, en la calle, el sol. ¡Qué puro su sonido! Los hombres caminarían sonrientes, afables, oliendo el fresco perfume de la tierra. El cielo estaría limpio y azul. No. No había llovido durante la noche. Era mentira toda aquella angustia de la siniestra lluvia lamiendo la ciudad, enfangándola. Todo habían sido lágrimas. Eran las lágrimas de todos los hombres y por eso la lluvia se prolongó durante la noche entera.

Quizá haya amanecido, aunque sería muy arriesgado afirmar nada sobre la lluvia o el sol. Cierto que ya no cae la gota de agua sobre el lavamanos. Cierto que los tizones del brasero se han apagado y sólo son ya cenizas, como si nunca hubiesen despedido luz o calor. Mas aquí dentro del cuarto todo permanece en su sitio; hay esa misma dolorosa inmovilidad, y Mariana continúa en el lecho, las manos amarillas cruzadas encima del abultado, monstruoso vientre.

La vela está reducida a la mitad y parece como un cadáver infantil, apagada y sin expresión. Como a las tres de la mañana, con sus dedos flacos, Mariana retorció el pabilo. Se produjo un ruidito, pues ella había humedecido con saliva sus dedos angulosos. Pero ese ruidito fue ahogado por el ruido seco, pertinaz, de la gota sobre el lavamanos. En la oscuridad aquello fue más claro y sustantivo. La gota sobre el lavamanos, terriblemente presente, dolorosa se apoderó del cuarto por entero. Ya era solamente ese ruido, y otros pequeños ruidos, como un cortejo. Cuando amaneciera (si de veras iba a amanecer todo el sufrimiento acabaría, las cosas se volverían sencillas) deberíase traer al albañil, para que tapara la gotera. Al mismo tiempo sería necesario tapar la rendija con algunos periódicos para que no entrara el frío. Después habría que asear el cuarto, limpiarlo de toda aquella porquería, tender la cama y arreglar todas las cosas. Todo eso, nada más en cuanto amaneciera. Por hoy, en la noche, esta gota de agua y este dolor, agudo, salvaje, sobre la espalda. Si Mariana no exhalaba el menor gemido era porque con la luz del sol terminarían todos sus sufrimientos.

Sin embargo, ya hoy, esta mañana, no estaba segura de que la noche hubiera terminado en realidad. El hijo no fue a la escuela, sino que estaba ahí, en el banco, como si fuera de piedra, con la mirada absorta sobre el vientre hinchado de Mariana. El lavamanos rebosaba de agua y todavía, una que otra vez, la gota de la noche anterior, rezagada, caía produciendo un sonido extraño, como un golpe lejano. Si apareciera el sol se esfumarían con toda seguridad las cosas siniestras de la vida. Con el sol podría lavarse aquel miserable suelo, tan sucio, y pintarse de amarillo congo. En la ventana quedarían muy bien unos alegres visillos, un florero. Pero esa ventana daba a un patiecillo oscuro, lleno de desperdicios, estrecho. Sin embargo, no podrían quedar mal unas cortinitas con adornos; a ella le hubieran gustado azules con unos vivos color de rosa. En cuanto a la rendija, no debía de ser muy grande. Unos periódicos con engrudo y el problema estaba resuelto. Pero si Jaimito, su hijo, estaba ahí y no había ido aún a la escuela, se debía con toda seguridad a que la noche no había terminado. Bien que Jacinto ya había salido de casa, con toda seguridad a buscar trabajo; si lo encontraba terminaría todo al instante. El terrible dolor de espalda acabaría por fin y Mariana se podría levantar del camastro para hacer la limpieza, para arreglar el cuarto y dejar todo alegre.

Había cesado la lluvia, en efecto. Sí. Pero aquello no había sido el llanto de los hombres arrepentidos de sus pecados, sino una lluvia real, atroz, desoladora. Si hubiesen sido las lágrimas de los hombres, Jaimito estaría en la escuela y ahí, por la ventana, entraría un rayo de sol y el suelo estaría limpio.

–Hijo mío, asómate y dime si hay sol…

El hijo se movió torpemente, como si hubiera estado un poco ciego. Tropezó en el camino con el lavamanos, derribándolo.

–¡Qué torpe eres, muchacho! No sabes hacer las cosas más sencillas. ¡Asómate ahí por la puerta, tonto!

Una ráfaga de aire helado penetró en la estancia y se quedó en el cuarto, como si aquél fuera el sitio predilecto del frío.

–¡Está nublado todavía y sigue lloviendo…!

Mariana dio un hondo suspiro. Había llegado la mañana y el mundo seguía igual, sin cambiar. La gente era la misma y ella seguía enferma, inútil sobre aquella cama sucia y llena de chinches. El chico se puso a canturrear, indolentemente, sentado sobre el banco y balanceando la cabeza a uno y otro lado, mientras miraba el suelo con obstinación.

Mariana pensaba en el doctor que la visitara tres meses antes, cuando todavía quedaban algunos centavos. El doctor tenía una cara azul, de pómulos salientes, y encima de ellos bailaban unos espejuelos brillantes, que no dejaban ver los ojos. A lo mejor no tenía ojos; era muy posible. No la miró al rostro. Con unas manos frías, huesudas, tocó los pulmones, oprimió los hombros de Mariana. Cuando aplicó el estetoscopio, los espejuelos aquéllos estaban clavados en la pared, sin expresión. Sin embargo, a favor de un movimiento de cabeza, Mariana pudo ver, por fin, los ojos del médico. Los cristales eran muy gruesos y entonces los ojos parecían enormemente grandes, como asombrados, y Mariana pensó si no estarían realmente sorprendidos ante ella. En esos momentos se sintió perdida. Los ojos del doctor mostraban asombro, pero al mismo tiempo crueldad. Parecían lanzar un reproche y a la vez profetizar algo terrible. Después del examen el doctor dijo algunas breves palabras al oído de Jacinto. Mariana sólo logró percibir el final:

–… al campo…, el aire…

Jacinto se mostró desolado. Recordaba muy bien ahora a Jacinto con aquel traje medio verde ya. En los codos y en las rodillas estaba considerablemente desgastado. Las demás partes del extraño traje brillaban por el uso, como engrasadas. Lo curioso era que quien parecía más conmovido no era precisamente Jacinto. El traje era el que, de pronto, se veía más triste, como si su condición hubiese sufrido un descenso y, desde el momento en que el doctor pronunció el dictamen, su pobreza, aquella lamentable y digna pobreza, fuera más patente aún, saltara más a la vista.

–Dime la verdad, Jacinto, ya sé que me voy a morir…

Jacinto adoptó un continente estúpido. Sin necesidad de que dijera una sola palabra, ya se adivinaba que escondía en su pecho algo fatal; parpadeaba violentamente, el rostro se le alargaba en forma rara y la voz, esa voz de por sí tan tímida, se quebraba en modulaciones ridículas. Lo más singular de todo aquello era que Jacinto mudó inopinadamente de fisonomía. Sus facciones, en esos momentos, eran demasiado semejantes a las de su propia mujer: la manera de plegar los labios, como haciendo pucheros; los ojos, que se habían empequeñecido como si fueran de miope, y el mentón, que principió a temblar en forma increíble, eran características en las que Mariana misma se reconocía con gran sorpresa y dolor. “Si Jacinto tiene esa cara –pensó, sin importarle ninguna lógica–, es señal de que voy a morir.” En un acceso de súbita histeria rompió a gritar como una poseída:

–¡Me voy a morir! ¡Me voy a morir! Jacinto, dímelo. Me voy a morir.

Jacinto cayó a sus pies, llorando. No acertó a levantarse de ahí en mucho tiempo y entre sollozos explicó por fin lo que el médico le dijera:

–… que necesitas sol, debes ir al campo… Aquí no te quedan tres meses de vida…

Jaime, el chico, tenía un rostro muy parecido al de Jacinto. Había heredado de él las costumbres raras, como, por ejemplo, la de estar inmóvil, pensando, con la mirada perdida en el espacio. En los momentos de aguda emoción también le temblaba en forma incontenible la punta de la barba. Entonces cobraba un parecido angustioso con la propia Mariana, la cual experimentaba un intenso e inexplicable dolor.

Jaime no se había ocupado de limpiar el agua derramada del lavamanos. Tenía los pies encima de ella y a cada momento los movía con el fin de producir un ruido desagradable: el agua aquélla se fue convirtiendo en lodo, pues el piso estaba lleno de polvo, de basuras y tierra de la calle. Sin embargo, Mariana no se sentía con fuerzas para reprochar a su hijo. Sabía que su presencia en el cuarto significaba muchas cosas. Significaba que la lluvia no había cesado, que el sol tardaría mucho en salir, que Jacinto no había encontrado trabajo y que ella continuaba enferma.

Aunque podría ser cierto que la oscuridad del cuarto no fuera sino un simple engaño. Esto podría ser. El chico se habría engañado al mirar por la puerta y el muy tonto no habría visto el sol. La lluvia no se oía ya; la lluvia duró toda la noche, pero las noches no son eternas. Cae la gota sobre el lavamanos y ese ruido llena toda la noche, no se escucha otra cosa. Pero después, cuando se hace la mañana, hay por las calles, en los campos, en las azoteas, mujeres lozanas, fuertes, sonrientes. La noche es una ficción, es un castigo de Dios que terminará alguna vez. Cuando Mariana comparezca ante el Creador, se humillará hasta lo último. No osará levantar el rostro y será toda humildad y arrepentimiento. Le dirá al Señor que sufrió mucho sobre la tierra, pero que Él es el Eterno Misericordioso, el Bueno, el Siempre Justo.

–Hijo, tráeme el libro de rezos…

Jaime se movió con su misma torpeza, solamente que en esta ocasión poseído de un temblor repentino e incontenible. Trémulo y bailándole el libro entre las manos se aproximó hasta el lecho de la enferma. Cerca ya de su madre abrió desmesuradamente los ojos –Mariana pensó en los ojos del doctor, cuando la examinaba– y ahogado por el llanto:

–¿Ya te vas a morir? –preguntó.

La madre clavó una mirada hostil, atroz, sobre su hijo, retirándose de él violentamente. Por un momento sintió una especie de extravío. Quiso decir algo dulce, una palabra consoladora, pero en forma inexplicable, absurda, exclamó, gritando:

–¿A ti qué te importa?

El niño dejó caer la cabeza sobre la almohada y se puso a sollozar, gimiendo entrecortadamente. Aquel sollozar era en extremo lóbrego. No parecía partir de un niño, sino de una persona adulta. Y ni siquiera de una simple persona adulta. Una persona con calidad extraña, sobrenatural, como si a través del niño gimiese mucha gente más, como si por el niño se dejasen sentir la noche y la muerte. Recostado así sobre la almohada, vista nada más su extraordinaria cabeza rapada, el niño parecía un anciano, un anciano frágil, a punto de morirse.

Mariana lo sintió de pronto como a un anciano, en realidad. Olvidó por completo el rostro de su hijo. Trató de recordar cómo era Jaime, cómo sonreía cuando por azar llegaba a hacerlo. Imposible. No podía recordar esa sonrisa, no podía recordar nada en absoluto. ¿Quién era entonces aquel ser que estaba a su lado? ¿Qué extraño cuerpo se recostaba sobre la almohada y gemía de aquella manera?

“Todo esto se desvanecerá en cuanto amanezca; lo que hace falta es sol, sin sol no puede haber felicidad sobre la tierra”, acertó a pensar. Recorrió con su mirada todo el cuarto. Ahí estaba el lavamanos que unos momentos antes tirara su hijo, al ir en busca del sol. Lo había tirado con aquellos pies torpes, con aquellos pies que, sin embargo, salieron del vientre de Mariana. “¡El pobre! No vio el sol. ¡Es tan tonto!” Porque sin duda allá afuera había un sol maravilloso. Un sol como nunca. Sería un sol con música. Sus rayos serían de oro y por ellos descenderían unos coros celestes, entonados por ángeles serenos y dulces. Sí, descendían majestuosamente, y al llegar a la tierra, los hombres, ante su presencia, caían aniquilados de felicidad, convirtiéndose ellos también en hombres de oro, cubiertos de pedrería resplandeciente. El cielo se abría de par en par, y allá en el fondo se descubría un nuevo cielo, augusto, tachonado de blancas estrellas que parecían diamantes. “¡Pobre hijo mío! ¡Si con sólo salir se puede ver la luz! ¡Que yo tuviera tus piernas, tus pulmones!”

La cabeza rapada estaba ahí, junto a su hombro. Mariana experimentó un doble sentimiento, que le cegaba la razón en lo absoluto. De una parte se estremecía con una inmensa piedad. Sentía para con su hijo un atroz remordimiento. ¡Era un hijo tan feo, tan humillado, tan pobre! Un niño sin sonrisas, sin amparo, que había vivido siempre en la miseria. Mariana hubiera querido lavarlo con lágrimas y cubrirlo de besos. ¡El pobre niño torpe, medio ciego, con su gran cabezota y sus dientes enormes! Pero al mismo tiempo en el pecho de Mariana se destacaba una cólera extraña, violenta, insensata.

Parecía ser ella un instrumento para cumplir un designio oscuro, alguna profecía bíblica, implacable. Llevada por este último sentimiento, fanáticamente enloquecida por un rayo súbito, apoderóse de un brazo de su hijo y oprimiéndole brutalmente la muñeca, en otra mano el libro de oraciones, ordenó:

–¡Reza!

Todavía levantó aún más la voz:

–¡Reza! –Y duramente–: ¡Lavemos nuestras faltas! Hasta el fin del mundo. Recemos hasta el fin.

Sus ojos se perdían en el espacio. Apretaba los dientes con furia, con desesperación. Quizá no hubiera querido ordenar a su hijo que rezara, sino alguna otra cosa. Pero cualquier otra cosa la hubiese ordenado con la misma violencia, con la misma sed vengativa y terrible.

Oprimía cada vez más fuerte. Los huesecitos del niño eran en sus garfios amarillos como un endeble tallo. Mientras sentía esta carne débil entre sus manos, miraba aún la ventana. ¡Ay, una ventana donde debieran de estar tiestos de flores y unas cortinillas alegres, pero donde, en cambio, sólo se lograban ver los vidrios opacos y macilentos!

Una voz cascada, sin duda alguna la voz de un viejo, se escuchaba en el cuarto sombrío:

–Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…

La madre empezó también a rezar. Sin embargo, no acertaba a recordar con absoluta precisión las oraciones. Veníanle a la mente al mismo tiempo las más diversas palabras sagradas, las cuales pronunciaba sin la menor ilación, atropelladamente, apretando con violencia desconsiderada la muñeca de su hijo.

“¡Un hijo tan tonto, tan inútil, el pobrecito!” En la ventana pondría, en cuanto amaneciera, unas macetas con geranios. Los geranios siempre tienen flores. Limpiaría los vidrios, pues unos vidrios sucios dejan mucho que decir de una familia decente. Cuando estuviera desocupada, sin ropa que lavar, sin suelos que trapear, sin qué zurcir, abriría la ventana para contemplar el cielo. ¡Era tan límpido! ¡Era tan azul, tan puro!

Pero he aquí que de pronto, por la ventana, se ve al fin el milagro. ¡Un milagro! Algo levemente dorado en la ventana. Apareció quedamente, sin dejarse sentir. A través de los opacos cristales parecía un ópalo tierno.

–¡Hijo mío, hijo, el sol, el sol!

El niño atroz, el ancianito aquél, resbaló pesadamente. Su cabezota rapada cayó sobre el agua turbia, sucia. Sobre el agua que por la noche, desde la gotera, había llenado el lavamanos y hoy estaba ahí, en el suelo, porque el niño torpe la tiró al ir a buscar el sol con sus piernas temblequeantes y sus ojos cegatones.

 

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