martes, 30 de agosto de 2022

La soledad

José Revueltas

 

–…con el señor Jefe de Barandilla…

Después de largos minutos, inmensos por el vacío de que estaban rodeados, se dio cuenta que estas palabras lo aludían, estaban dirigidas a él. “…señor Jefe de Barandilla”. Era Jefe de Barandilla. Un Jefe de Barandilla preciso, que ocupaba un lugar sobre la tierra, que se movía dentro del espacio. Esto resultaba tanto más absurdo cuando a él no le importaba realmente ser o no Jefe de Barandilla. Un cuerpo en el espacio, en la tierra, en el mar, en el universo. Su cuerpo y los demás cuerpos eran como países, con unas fronteras de piel, de vellos, de hilos de algodón y lana. Los rodeaba el aire, ese país sin posible geografía. Y él, Jefe de Barandilla, en la misma medida que la mesa o el jarrón del escritorio o el libro de registros, tenía una materia unida, centrada, que se amoldaba a la forma y se contenía en el aire como el agua dentro de un vaso. El libro de registros –pensó–, “el Libro de los Reyes, el Libro de las Mil Noches y Una Noche, el Libro Prohibido, el Libro de los Cantares” reposaba en el escritorio, muerto de pesadumbre y desvelos. Tenía un forro de material tosco, violento, y alguien, cuya letra se extendía en altas eles y rasgos alternativamente firmes y suaves, había puesto en su cubierta una palabra cuya significación tampoco le importó nunca descifrar al Jefe de Barandilla. Sin embargo, aquella palabra estaba formada de existentes e indudables materias. Indicaba una parte de la existencia, una parte sólida, carnal, que podría ser vista y oída. Allí escribía el secretario todos los incidentes del servicio. Aquello era un monumento de perfección y sabiduría caligráfica, lleno de nombres vivos, exactamente iguales a las personas que representaban: Juan Pérez, Pedro Rojas, Joaquín Martínez.

Tales nombres, como la misma palabra de la cubierta, eran una masa humana, palabras, pensamientos, quehaceres, piedra, zapatos, vida. A unos cuantos pasos, avanzando por el corredor, cruzando el patio, allí estaban, como unas entidades quietas, pero cálidas, encerradas, pero vivientes. Hasta se podía conversar con ellas, pues de esos pechos y esas gargantas también brotaban sonidos articulados, iguales sustancialmente a los que él, Jefe de Barandilla, podía emitir. Tenían manos, ojos, labios, uñas, axilas. Exactamente como el señor Jefe de Barandilla.

Cruzando el patio. Pero ahí, en el libro de registros, perdían toda relación, toda propiedad. Lo primero que se ocurría frente a los nombres era una exclamación ingenua: “¡Qué bonita letra!”. Otra relación quedaba borrada en absoluto. Eran nombres espantosamente alegres, que el secretario apuntaba con su fina letra y con sus dedos largos, amarillos, de fumador impenitente. Se acumulaban ahí hasta llenar hojas y más hojas, contribuyendo a la formulación de las actas, engrosando la inconcebible estadística de la comisaría.

El libro estaba ahora cerrado como si hubiera juntado los brazos, sus dos enormes y pesados brazos cubiertos de opacidad e indiferencia.

–… con el señor Jefe de Barandilla…

¡Él era, entonces, Jefe de Barandilla! Aún repitiéndolo porfiadamente ante él mismo, no alcanzaba a captar todo el significado de la palabra. Aquello, sin embargo, tenía una connotación extraordinariamente amplia y singular. No significaba tan sólo que era encargado de tales o cuales funciones policiacas. Significaba que dentro del mundo, en la tierra, en el país, en la ciudad, y luego en la calle y en la cárcel, él tenía un lugar, existía, funcionaba. No. No se había perdido. Podía ser localizado fácilmente en cualquier guía telefónica y por cualquier hilo. Primero sería un nombre vulgar, sin sentido y estúpido, en medio de los demás nombres del directorio, o en medio de los demás nombres de la tierra. Después se le podría estrechar la mano, y aquellas letras que componían su nombre, se organizarían súbitamente en cuerpo, en sangre, en unidad física. Las letras tendrían una mano tibia, pegajosa, llena de oscuros líquidos interiores. Existir era una razón suprema y atormentadora, espantosa. Y él existía forzosamente, estaba ubicado, tenía manos y pies, y un cargo oficial en la cárcel.

Sólo muriendo se deja de existir. Pero la muerte, a su vez, es tan absurda y tan inútil como la existencia misma.

Las palabras “…con el señor Jefe de Barandilla”, eran, con toda seguridad, parte de un diálogo que él no había podido escuchar completamente y que se desarrollaba al otro lado del muro, en el corredor. Sonaban perfectamente vacías, huecas, como pronunciadas por muertos, como si no implicaran un proceso humano. No sólo porque la oficina estaba sola, sumergida en la soledad, perdida en la ausencia. No. Particularmente y sobre todas las cosas, por la soledad enorme y enloquecedora de la vida. Porque la vida era una inmensidad sin fin, abandonada, sin cuerpos y sin voces, llena de sombras. Un leve terror y luego la absoluta convicción del miedo se fueron apoderando de su ser al adquirir la certeza de que aquellas palabras se referían a él, Jefe de Barandilla. Aquello significaba lo más terrible: que nada era mentira en el mundo, que nada podía ser ficción o fábula o sueño. Absolutamente nada. Todo tenía que ser cierto, cuando menos en cuanto a su propiedad de existir. Inclusive el pensamiento. No se ve, no se toca. Se puede estar frente a una persona y pensar de ella lo más abominable. Es el pensamiento. Pero por más oculto que se encuentre, por más escondido, sucede, acontece, tiene lugar en el tiempo y en el espacio. Algo se mueve, fina, impalpablemente, dentro de esa caja abrumadora y terrible que es el cerebro. No importaba ser jefe de barandilla o albañil; lo que importaba, lo que desesperaba, era ser, simplemente.

Una frase tan impersonal: “Con el señor Jefe de Barandilla”, que podía referirse a cualquier hombre de la tierra, sin embargo, se refería a él, al hombre concreto que se encontraba tras el escritorio, frente al libro de registros. Un hombre que tenía manos, pies, sentidos, hígado, riñones, sistema vascular, cerebro y cabellos. No se podía huir tan fácilmente de la vida. Ya no.

La misma voz de las palabras se volvió a repetir, doblemente real, doblemente plagada de humanidad:

–Ya le dije a usted, con el señor Jefe de Barandilla, yo…

La seguía un balbuceo apagado, lleno de respeto, de humillación y miedo, proveniente de otro hombre que se adivinaba tras el muro.

Dos sombras se proyectaban en el suelo, accionando al dialogar, extrañamente agigantadas y grotescas. Aun cuando la conversación era pacífica, el gorro del policía y el gabán del otro hombre se juntaban, se separaban, ora confundiéndose y en actitud de comunicarse un secreto, ora hostiles, como si fueran de pronto a luchar como en una pesadilla.

El Jefe de Barandilla se resolvió por fin a terciar en el asunto. Al oír su propia voz no cupo en sí de asombro. No quería decir nada. Deseaba que todo sucediese como debía suceder, sin que él interviniera en el asunto, y si dijo esas palabras lo hizo por completo contra su voluntad.

–¿Qué pasa?

Las sombras se inmovilizaron súbitamente. Quedaron tan sin movimiento como una instantánea fotográfica. Todo por obra de la voz. ¿Luego su voz tenía relación con las demás gentes del mundo? ¿Su voz podía significar que alguna gente de no importa qué sitio se detuviera, escuchara, obedeciera?

Bajo el dintel de la puerta apareció un hombre inopinadamente envejecido, que flotaba en el aire, dando la impresión de estar ahorcado por una soga invisible. Sus gestos y ademanes eran extraviados, como ignorando todas las circunstancias de tiempo y lugar. Por otro lado se conducía como si las demás personas –el Jefe de Barandilla y unos policías que aparecieron en la escena– estuvieran informados de todo, supieran las razones que lo llevaron a ese sitio.

–Señor, si parecía como que estaba dormida… y llego yo y levanto las sábanas y veo aquello lleno de sangre…

Por la mente del Jefe de Barandilla pasaron unas sombras negras, espesas, inexplicables. Aquello le pareció de pronto un sueño o una película. Ante sus ojos se estaba exponiendo, con toda seguridad, un crimen. Mirando al hombre pensó: “El que la mató, el asesino”. Pero ese pensamiento no significaba nada. ¿Qué era el crimen? ¿A qué demonios llegaba ese hombre a la comisaría?

Sin embargo, experimentó una angustiosa sensación, como si de pronto hubiese sido trasladado a una llanura inmensa, a una pampa sin fin, cubierta de tinieblas. Nada se veía en el desierto, no se percibía ninguna dimensión, no había altos ni bajos, largos ni anchos: tinieblas puras sin tiempo. Mas en medio de todo ese abismo, un sonido, una vibración que sacudía la oscuridad como si ésta fuese de aceite o duras materias irrespirables. El crimen. En la ciudad cargada de respiraciones humanas, de sudores, de casas donde había mujeres y niños, había ocurrido un crimen. Hacía cinco minutos, mientras él observaba el grueso libro de registros, mientras él pensaba tan reconcentradamente en sí mismo, alguien, una mano oscura, asesinó a una mujer. El hecho le pareció tanto más espantoso cuanto él, como Jefe de Barandilla, tenía que intervenir, ya estaba ligado a ese crimen, ya no era ajeno a una vida que momentos antes era absolutamente privada, extraña, indiferente.

En el colmo de la desesperación dio un grito:

–¡Explíquelo todo de una vez!

El “asesino” pareció reaccionar por un instante. Su mirada se volvió lúcida y clara. Cuando se esperaba un relato inteligible, tornó de pronto a sus frases entrecortadas, a su extraña convicción de que todo mundo estaba enterado ya de la tragedia:

–Dejó una carta, sí, señor…, allí dice todo…, todo, todo…, que iba a tener un hijo…, también lo dice, sí señor…

Sin poder articular una frase más prorrumpió en llanto desesperado, gesticulando y murmurando por lo bajo “llego yo y levanto las sábanas…, parecía que estaba dormida”. Miraba a su alrededor como un animal herido, pero no un animal herido común y corrientemente, sino un animal que se da cuenta de la ofensa que se le ha hecho, de la ingratitud que con él se ha cometido. Cuanto balbuceaba parecía dirigirlo en exclusivo a los gendarmes, a quienes se esforzaba en convencer de algo que nadie sabía a punto fijo.

El “asesino” había llegado a la comisaría sin comprender las razones que lo llevaban ahí, por pura inercia. Muchas veces, en los periódicos, leyó que así debe procederse en tales casos. Un robo, un crimen. Pero frente al Jefe de Barandilla olvidaba todo. Cuando en otro tiempo leía los periódicos, no pensaba en las gentes, en los hechos y en la vida que se ocultaba detrás del texto de las notas. Veía la a de autoridad, la h de homicidio, sin darse cuenta cómo era la autoridad brutalmente corpórea, y cómo la muerte se sucedía, real hasta las lágrimas y la locura. Una vaga necesidad de ser castigado se apoderó de su ser. De cualquier manera él era un culpable descomunal, terrible, que estaba unido por lazos desesperados a la sangre derramada.

El Jefe de Barandilla lo observó por breves instantes. “Un nombre para el libro de registros”, pensó. Pero algunos segundos más tarde –todo transcurría extraordinariamente rápido y precipitado– había olvidado por completo los detalles que acontecieron desde las primeras palabras del “asesino” hasta el momento preciso en que iban todos ya, dentro de un automóvil, con rumbo al “lugar de los hechos”. ¿Cómo pudo el Jefe de Barandilla dar órdenes para todo? ¿Para que se trasladaran, para que subieran los gendarmes al automóvil, para que éste caminara por las calles? Todo principiaba de nuevo en ese momento, de ahí para adelante. Los hechos se desligaban de sus inmediatos anteriores, como si la vida estuviera hecha de unidades sin relación entre sí y ajenas por completo a otra cosa que no fueran ellas mismas. Junto a él, Jefe de Barandilla –“¿por qué soy Jefe de Barandilla?”– gemía el “asesino”. Daba saltos como presa de convulsiones. En el asiento delantero, los policías azules, sin expresión. Aquello se había convertido en piedra, en cosas mecánicas e inertes. “¿Si nada de esto fuera verdad, nada, ni el automóvil?” Nuevamente el Jefe de Barandilla experimentó una singular extrañeza. Por debajo del abrigo oprimió sus muslos, duros, de consistencia carnal insólita. “Éste soy yo, mi carne”. El sollozar del “asesino” estaba desligado de todo y parecía como si sollozase nada más cual otro hombre puede respirar naturalmente, sin que esto tuviese relación alguna con la muerte o el crimen.

Las calles pasaban a los lados del automóvil, nocturnas y vacilantes. En las esquinas, frente a los puestecillos de café, se veían los hombres entoldados y sin sonido. No alzaban la cabeza al paso del vehículo que rodaba desesperadamente. Ignoraban los propósitos, el respirar, los anhelos, los pensamientos de aquel grupo que corría dentro del automóvil. Si de pronto al Jefe de Barandilla se le hubiese ocurrido detenerse y llamar a uno de los hombres de la calle para decirle: “Acompáñeme, venga con nosotros, usted también debe saber”, el hombre aquél, minutos antes ignorado, extranjero, se incorporaría a la vida que en esos momentos estaban viviendo, tornándose un hombre familiar, común, íntimo y absurdo.

En la casa, efectivamente, todo estaba en orden. Los muebles eran viejos aun cuando decorosos, lo cual, pese a la tristeza que inspiraban, contribuía a mantener un equilibrio lleno de estupor, como de personas que van a declarar su participación en un crimen. Las paredes mostraban unas fotografías familiares que, por ser amplificaciones, tenían los rasgos ligeramente borrados y nebulosos. El Jefe de Barandilla pensó en los retratos de “espíritus” que muestran los charlatanes en sus “estudios”. A continuación agregó: “Como en casa de mi padre”. Al establecer esta analogía, por primera vez en mucho tiempo experimentó un sentimiento vivo y alegre. No era una relación de retratos a retratos. De ninguna manera. Se trataba de una relación mucho más audaz, más peligrosa y diabólica. Al mirar los retratos el Jefe de Barandilla pensó en todo el cuarto aquél, en la cama donde estaba la mujer, en el crimen. Pensó en lo que ese conjunto tenía de muerte. No de muerte general, común –cuando una persona muere de difteria, pulmonía u otra enfermedad, mucho antes todas las cosas del cuarto ya están muertas, sobre aviso, como precediendo al enfermo–, sino de muerte antinatural, provocada, artificial y monstruosa, que sorprendía al cuarto y lo dejaba viviente, tranquilo, insospechado. Ese cuarto, con el cadáver en la cama, tenía un tono particular, completamente nuevo. De lejos aquello era muy tranquilo y doméstico: la lámpara encendida, las sábanas apenas revueltas, el aire quieto. Se combinaban ahí lo indiferente, lo habitual, con lo extraordinario, lo que nunca sucedía y hoy había roto un orden, una sucesión normal y sin relieve. Bastaba volver un poco las sábanas, y unos muslos oscuramente marmóreos, azules, impregnaban todo el cuarto de un prestigio seco, extrañamente mezclado de frío, ausencia, inmovilidad y miedo. Los retratos de las paredes, que antes tenían una significación distinta, hoy, después de la muerte, lo mismo que el aire, que las consolas, que los sillones, mostraban un relieve pasmoso, estaban ya unidos por unos lazos terribles a un hecho, a un aniquilador acontecimiento donde la vida había dejado de existir. En la casa de su padre, en la sala, por encima del piano y el anaquel de las partituras, había retratos parecidos. Con ese vago aire de retratos de ultratumba. La vieja abuela, el tío. Trajes ceñidos y cuellos antiguos. Relacionar ambos cuartos era relacionar algo fabuloso, sin medida, que apenas se podía concebir. “Oh, que mi padre fuera asesinado”, se dijo el Jefe de Barandilla, con deseos absurdos de que un tal homicidio ocurriese.

Se habían repartido por grupos. Dos policías cuidaban la puerta; otros dos permanecían de pie en medio de la habitación. El Jefe de Barandilla examina la mesita de noche y se disponía a leer un papel que alguien había dejado ahí.

El “asesino” –todos seguían pensando que era un asesino– dirigió una mirada sin órbitas a la cama del cadáver. Como herido por un rayo se dejó caer sobre el suelo para llorar con todas sus fuerzas. Veía el suelo y sus propias rodillas, clavadas en él. En ese suelo familiar, que siempre estuvo desprovisto de cualquier historia. Por un vivo momento y como un relámpago pasó por su mente toda la tragedia acumulada de detalles, alusiones y feroces recuerdos. Fue un segundo o milésimo de segundo, pero giraba tan desenfrenadamente el cerebro que bastó con esto para reconstruir el pasado entero. Simultáneamente, en sentido más doloroso y exacto del término, pensaba en todas las cosas: en la comisaría, en el Jefe de Barandilla, en los gendarmes, en la fría y espantosa cama frente a la cual se encontraba y que momentos antes estuvo tibia, humana, calentada por la viva existencia orgánica de aquella mujer. Era una tragedia espantosa, un abismo de locura y criminalidad sin nombre. Gemía desgarrado por la pena, pero al mismo tiempo hubiera podido no gemir. Aquellas lágrimas no correspondían exactamente a su estado de ánimo. La actitud más acorde con sus sentimientos hubiera sido la de cruzarse de brazos y pasear por el cuarto, silbando alguna melodía vulgar. Si lloraba lo hacía por un instinto ciego de culpa, por una sombra preexistente de arrepentimiento. Pero aún más fuerte que todo aquello era la sorda estupefacción y el asombro insólito que excluía por completo cualquier otro sentimiento. Parecía como si todo lo sucedido estuviese todavía por ocurrir, fuera todavía una cosa imaginada. ¡Lo estuvo imaginando antes tanto tiempo, tantos largos meses! Había calculado día por día, se había martirizado hora por hora. Esperaba que todo aconteciese como aconteció, pero a la vez esta sensación eran tan remota, tan irreal e imposible, que llegó a no sentir lo que podía significar una tragedia de tal naturaleza.

¿Qué recuerdo quedaba? ¿De dónde partía el recuerdo? Fue una mañana inolvidable por hostil y dura. De ahí arrancaba la realidad, la certeza más cruel. Ella tenía los ojos dilatados, grandes, sin una expresión concreta, llenos de atribulada frialdad. Eran los ojos de la soledad, como si la soledad se hubiera hecho ojos. Desgarradoramente abandonados y faltos de esperanza. Aquellos ojos pedían un rayo de luz. Eran los ojos de un náufrago, pero sin la combatividad del náufrago; un náufrago que se sabe ya perdido y no intenta nada para salvarse. Todo era piedra dentro de la piedra. Piedra y olvido y abandono. La tierra era un desierto sin límites, sin vida, sin una sola planta, sin un solo arroyo, sin un aliento. Y los ojos de ella reflejaban esa piedra pertinaz y porfiada de la vida rota. Ojos tranquilamente quebrantados, serenamente enloquecidos, húmedos de resignación y muerte. “Si al menos me insultara, me escupiera, me hiciera pedazos.” Pero no. La mujer le dirigía su mirada de perra, sin pronunciar una sola palabra. ¡Qué acusación más innombrable se levantaba contra él! “¡Embarazada, sí, muy bien, embarazada!” ¡Pensar que aquello era una alegría para las demás gentes! ¡Que se sentían bendecidos directo por Dios y plenos de lo angélico! En los campos irradiaba el sol y la tierra olía penetrantemente a fecundidad. Las mujeres se embarazaban con dulzura, con una hermosa solemnidad, como si aquello fuera un acto religioso. Eran poseídas por los campesinos vigorosos, sin la menor sombra, sin la menor mancha, sin el menor remordimiento. El sexo era puro y joven. Sin fango, sin viscosidades ni amarguras. ¿Qué había sido, en cambio, el amor para él? Una sombra turbia, un profundo lacerarse la carne, un continuo hundirse en el abismo. ¡Amaba tanto a su mujer! ¡Oh!, esto no podría ser comprendido por nadie, por nadie, nunca, sobre la tierra. Nadie otorgaría el perdón, por los siglos de los siglos. ¡Él también pedía su rayo de esperanza! ¡Él también pedía un pedazo de luz para su corazón, en este mundo cruel, enloquecido, lleno de insospechadas fatalidades! La había amado, sí, con un amor puro como el que más. Impuro como todos los amores de la tierra. ¡En la carne y en el espíritu, noble e innoblemente, con generosidad y con egoísmo, con alegría y desesperación! ¿Cómo podría explicar todo? Él sabía todo, lo conocía en todos sus detalles, desde el principio, y quizá por eso no podía decir nada. Una ola de carne, de sexo encarcelado, de glándulas sangrientas lo cegó por completo siempre. De lo que pudo ser un cielo azul, limpio y lleno de música y claridad, hizo un pantano sombrío, espeso, cargado de remordimientos y condenas. ¡Lo que pudo ser! ¿Quién le había arrebatado su cielo? ¿Quién le había arrancado los ojos y en su lugar puesto dos aguas de amargura y de silencio? Nada había que oponer. Contra ello ni el cielo ni la tierra pudieron nunca. Quizá hubiese encontrado la salvación, el remedio, pero el mundo pasaba atrozmente lejano, inmaterial, simple y lleno, como el Destino.

Y luego, ¿mediante qué orden, por cuál designio oscuro se le torturó en esa forma? En todas partes. Niños ciegos. Legiones de niños ciegos, que pasaban formados, con camisas fabricadas de gemidos. Manos de niños sin ojos, sexos destrozados, ojos blancos sin pupilas, pupilas deplorables como esputos, líquidos verdes. ¡Dios mío! ¡Esa propaganda espantosa de Salubridad! ¡Esos dibujos, esos vientres! Letreros, prospectos, hospitales. En todas partes, en la taberna, en la oficina, en los mingitorios. Ni siquiera aquellos ojos desolados de su mujer serían los ojos de su hijo. Su hijo no tendría ojos sino unas cuencas atroces, con algodones y yodoformo. Materias formadas de la más negra pasión, del más sombrío de los remordimientos.

El cuarto estaba en penumbra, y él arrodillado, expiando su culpa. A sus espaldas, los agentes de policía, como sombras, junto al Jefe de Barandilla.

Desde el fondo más absurdamente lejano y el sueño más remoto oía las voces, la voz oficial, burocrática, del Jefe de Barandilla. Éste leía un papel aproximándose a la lámpara y prolongando su silueta gigante en la pared, por encima de los retratos familiares. La voz sonaba monocorde, pareja, como si aquello no interesase a nadie: “…no he querido dar a luz un desgraciado, un hijo ciego…”. En la pared, la mano del Jefe de Barandilla parecía una pala enorme. El papel se veía descomunal, aniquilador. No sólo ocupaba toda la pared, todo el cuarto, sino la vida, el destino, el silencio y la soledad.

Una mano tocó levemente el hombro del “asesino”. Era la mano del Jefe de Barandilla. El “asesino” no quiso levantar la cabeza. Estaba fijo como un monolito, como un armazón sin alma, sin sentido, fabricado de estructuras angustiadas y cubiertas por el llanto.

La voz del Jefe de Barandilla, extrañamente tranquila, como si todo, de nuevo, hubiese sido un sueño y allí fuera a principiar, le dijo al oído, sin ninguna emoción, con lentitud cinematográfica:

–Usted la contagió, ¿no es así?

El “asesino” inclinó aún más la cabeza.

–Sí, señor, yo… –musitó desfalleciente.

Algunos minutos después, algunos años después, algunos siglos después, una máquina de escribir tecleaba furiosamente en la comisaría. El secretario dictaba. En el margen del oficio se leía una palabra tonta, vana, que con toda seguridad no significaba nada: “Suicidio”.

El Jefe de Barandilla, desde su escritorio, se miraba las manos. ¡Qué extrañas manos, cuán reales! Tenían vida esas manos. Si alguien se las cortara, después, separadas del cuerpo, ya no serían sus manos, ya no serían las manos del Jefe de Barandilla. La voz del secretario le llegaba como si éste hubiera estado sobre una tumba. La caja abdominal del secretario, su tórax, sus pulmones, debían ser un hueco profundísimo, a donde uno podía asomarse hasta sentir vértigo: “…adjuntamos al expediente la carta que dejó la occisa…”. ¿Qué era aquello? ¿Qué había ocurrido? ¿Qué significaba la palabra expediente? ¿Y la palabra occisa? ¡Todo era tan lejano, tan incierto! Él, precisamente él, era Jefe de Barandilla. ¡Qué cosa más estúpida!

El secretario se le aproximó:

–¿Va usted a firmar?

–Sí, señor, naturalmente.

Y firmó: Agustín Domínguez.

 

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