José Revueltas
–…con el señor Jefe de Barandilla…
Después de largos
minutos, inmensos por el vacío de que estaban rodeados, se dio cuenta que estas
palabras lo aludían, estaban dirigidas a él. “…señor Jefe de Barandilla”. Era Jefe
de Barandilla. Un Jefe de Barandilla preciso, que ocupaba un lugar sobre la tierra,
que se movía dentro del espacio. Esto resultaba tanto más absurdo cuando a él no
le importaba realmente ser o no Jefe de Barandilla. Un cuerpo en el espacio, en
la tierra, en el mar, en el universo. Su cuerpo y los demás cuerpos eran como países,
con unas fronteras de piel, de vellos, de hilos de algodón y lana. Los rodeaba el
aire, ese país sin posible geografía. Y él, Jefe de Barandilla, en la misma medida
que la mesa o el jarrón del escritorio o el libro de registros, tenía una materia
unida, centrada, que se amoldaba a la forma y se contenía en el aire como el agua
dentro de un vaso. El libro de registros –pensó–, “el Libro de los Reyes, el Libro
de las Mil Noches y Una Noche, el Libro Prohibido, el Libro de los Cantares” reposaba
en el escritorio, muerto de pesadumbre y desvelos. Tenía un forro de material tosco,
violento, y alguien, cuya letra se extendía en altas eles y rasgos alternativamente
firmes y suaves, había puesto en su cubierta una palabra cuya significación tampoco
le importó nunca descifrar al Jefe de Barandilla. Sin embargo, aquella palabra estaba
formada de existentes e indudables materias. Indicaba una parte de la existencia,
una parte sólida, carnal, que podría ser vista y oída. Allí escribía el secretario
todos los incidentes del servicio. Aquello era un monumento de perfección y sabiduría
caligráfica, lleno de nombres vivos, exactamente iguales a las personas que representaban:
Juan Pérez, Pedro Rojas, Joaquín Martínez.
Tales nombres,
como la misma palabra de la cubierta, eran una masa humana, palabras, pensamientos,
quehaceres, piedra, zapatos, vida. A unos cuantos pasos, avanzando por el corredor,
cruzando el patio, allí estaban, como unas entidades quietas, pero cálidas, encerradas,
pero vivientes. Hasta se podía conversar con ellas, pues de esos pechos y esas gargantas
también brotaban sonidos articulados, iguales sustancialmente a los que él, Jefe
de Barandilla, podía emitir. Tenían manos, ojos, labios, uñas, axilas. Exactamente
como el señor Jefe de Barandilla.
Cruzando el
patio. Pero ahí, en el libro de registros, perdían toda relación, toda propiedad.
Lo primero que se ocurría frente a los nombres era una exclamación ingenua: “¡Qué
bonita letra!”. Otra relación quedaba borrada en absoluto. Eran nombres espantosamente
alegres, que el secretario apuntaba con su fina letra y con sus dedos largos, amarillos,
de fumador impenitente. Se acumulaban ahí hasta llenar hojas y más hojas, contribuyendo
a la formulación de las actas, engrosando la inconcebible estadística de la comisaría.
El libro estaba
ahora cerrado como si hubiera juntado los brazos, sus dos enormes y pesados brazos
cubiertos de opacidad e indiferencia.
–… con el señor
Jefe de Barandilla…
¡Él era, entonces,
Jefe de Barandilla! Aún repitiéndolo porfiadamente ante él mismo, no alcanzaba a
captar todo el significado de la palabra. Aquello, sin embargo, tenía una connotación
extraordinariamente amplia y singular. No significaba tan sólo que era encargado
de tales o cuales funciones policiacas. Significaba que dentro del mundo, en la
tierra, en el país, en la ciudad, y luego en la calle y en la cárcel, él tenía un
lugar, existía, funcionaba. No. No se había perdido. Podía ser localizado fácilmente
en cualquier guía telefónica y por cualquier hilo. Primero sería un nombre vulgar,
sin sentido y estúpido, en medio de los demás nombres del directorio, o en medio
de los demás nombres de la tierra. Después se le podría estrechar la mano, y aquellas
letras que componían su nombre, se organizarían súbitamente en cuerpo, en sangre,
en unidad física. Las letras tendrían una mano tibia, pegajosa, llena de oscuros
líquidos interiores. Existir era una razón suprema y atormentadora, espantosa. Y
él existía forzosamente, estaba ubicado, tenía manos y pies, y un cargo oficial
en la cárcel.
Sólo muriendo
se deja de existir. Pero la muerte, a su vez, es tan absurda y tan inútil como la
existencia misma.
Las palabras
“…con el señor Jefe de Barandilla”, eran, con toda seguridad, parte de un diálogo
que él no había podido escuchar completamente y que se desarrollaba al otro lado
del muro, en el corredor. Sonaban perfectamente vacías, huecas, como pronunciadas
por muertos, como si no implicaran un proceso humano. No sólo porque la oficina
estaba sola, sumergida en la soledad, perdida en la ausencia. No. Particularmente
y sobre todas las cosas, por la soledad enorme y enloquecedora de la vida. Porque
la vida era una inmensidad sin fin, abandonada, sin cuerpos y sin voces, llena de
sombras. Un leve terror y luego la absoluta convicción del miedo se fueron apoderando
de su ser al adquirir la certeza de que aquellas palabras se referían a él, Jefe
de Barandilla. Aquello significaba lo más terrible: que nada era mentira en el mundo,
que nada podía ser ficción o fábula o sueño. Absolutamente nada. Todo tenía que
ser cierto, cuando menos en cuanto a su propiedad de existir. Inclusive el pensamiento.
No se ve, no se toca. Se puede estar frente a una persona y pensar de ella lo más
abominable. Es el pensamiento. Pero por más oculto que se encuentre, por más escondido,
sucede, acontece, tiene lugar en el tiempo y en el espacio. Algo se
mueve, fina, impalpablemente, dentro de esa caja abrumadora y terrible que es el
cerebro. No importaba ser jefe de barandilla o albañil; lo que importaba, lo que
desesperaba, era ser, simplemente.
Una frase tan
impersonal: “Con el señor Jefe de Barandilla”, que podía referirse a cualquier hombre
de la tierra, sin embargo, se refería a él, al hombre concreto que se encontraba
tras el escritorio, frente al libro de registros. Un hombre que tenía manos, pies,
sentidos, hígado, riñones, sistema vascular, cerebro y cabellos. No se podía huir
tan fácilmente de la vida. Ya no.
La misma voz
de las palabras se volvió a repetir, doblemente real, doblemente plagada de humanidad:
–Ya le dije
a usted, con el señor Jefe de Barandilla, yo…
La seguía un
balbuceo apagado, lleno de respeto, de humillación y miedo, proveniente de otro
hombre que se adivinaba tras el muro.
Dos sombras
se proyectaban en el suelo, accionando al dialogar, extrañamente agigantadas y grotescas.
Aun cuando la conversación era pacífica, el gorro del policía y el gabán del otro
hombre se juntaban, se separaban, ora confundiéndose y en actitud de comunicarse
un secreto, ora hostiles, como si fueran de pronto a luchar como en una pesadilla.
El Jefe de Barandilla
se resolvió por fin a terciar en el asunto. Al oír su propia voz no cupo en sí de
asombro. No quería decir nada. Deseaba que todo sucediese como debía suceder, sin
que él interviniera en el asunto, y si dijo esas palabras lo hizo por completo contra
su voluntad.
–¿Qué pasa?
Las sombras
se inmovilizaron súbitamente. Quedaron tan sin movimiento como una instantánea fotográfica.
Todo por obra de la voz. ¿Luego su voz tenía relación con las demás gentes del mundo?
¿Su voz podía significar que alguna gente de no importa qué sitio se detuviera,
escuchara, obedeciera?
Bajo el dintel
de la puerta apareció un hombre inopinadamente envejecido, que flotaba en el aire,
dando la impresión de estar ahorcado por una soga invisible. Sus gestos y ademanes
eran extraviados, como ignorando todas las circunstancias de tiempo y lugar. Por
otro lado se conducía como si las demás personas –el Jefe de Barandilla y unos policías
que aparecieron en la escena– estuvieran informados de todo, supieran las razones
que lo llevaron a ese sitio.
–Señor, si parecía
como que estaba dormida… y llego yo y levanto las sábanas y veo aquello lleno de
sangre…
Por la mente
del Jefe de Barandilla pasaron unas sombras negras, espesas, inexplicables. Aquello
le pareció de pronto un sueño o una película. Ante sus ojos se estaba exponiendo,
con toda seguridad, un crimen. Mirando al hombre pensó: “El que la mató, el asesino”.
Pero ese pensamiento no significaba nada. ¿Qué era el crimen? ¿A qué demonios llegaba
ese hombre a la comisaría?
Sin embargo,
experimentó una angustiosa sensación, como si de pronto hubiese sido trasladado
a una llanura inmensa, a una pampa sin fin, cubierta de tinieblas. Nada se veía
en el desierto, no se percibía ninguna dimensión, no había altos ni bajos, largos
ni anchos: tinieblas puras sin tiempo. Mas en medio de todo ese abismo, un sonido,
una vibración que sacudía la oscuridad como si ésta fuese de aceite o duras materias
irrespirables. El crimen. En la ciudad cargada de respiraciones humanas, de sudores,
de casas donde había mujeres y niños, había ocurrido un crimen. Hacía cinco minutos,
mientras él observaba el grueso libro de registros, mientras él pensaba tan reconcentradamente
en sí mismo, alguien, una mano oscura, asesinó a una mujer. El hecho le pareció
tanto más espantoso cuanto él, como Jefe de Barandilla, tenía que intervenir, ya
estaba ligado a ese crimen, ya no era ajeno a una vida que momentos antes era absolutamente
privada, extraña, indiferente.
En el colmo
de la desesperación dio un grito:
–¡Explíquelo
todo de una vez!
El “asesino”
pareció reaccionar por un instante. Su mirada se volvió lúcida y clara. Cuando se
esperaba un relato inteligible, tornó de pronto a sus frases entrecortadas, a su
extraña convicción de que todo mundo estaba enterado ya de la tragedia:
–Dejó una carta,
sí, señor…, allí dice todo…, todo, todo…, que iba a tener un hijo…, también lo dice,
sí señor…
Sin poder articular
una frase más prorrumpió en llanto desesperado, gesticulando y murmurando por lo
bajo “llego yo y levanto las sábanas…, parecía que estaba dormida”. Miraba a su
alrededor como un animal herido, pero no un animal herido común y corrientemente,
sino un animal que se da cuenta de la ofensa que se le ha hecho, de la ingratitud
que con él se ha cometido. Cuanto balbuceaba parecía dirigirlo en exclusivo a los
gendarmes, a quienes se esforzaba en convencer de algo que nadie sabía a punto fijo.
El “asesino”
había llegado a la comisaría sin comprender las razones que lo llevaban ahí, por
pura inercia. Muchas veces, en los periódicos, leyó que así debe procederse en tales
casos. Un robo, un crimen. Pero frente al Jefe de Barandilla olvidaba todo. Cuando
en otro tiempo leía los periódicos, no pensaba en las gentes, en los hechos y en
la vida que se ocultaba detrás del texto de las notas. Veía la a de autoridad,
la h de homicidio, sin darse cuenta cómo era la autoridad brutalmente corpórea,
y cómo la muerte se sucedía, real hasta las lágrimas y la locura. Una vaga necesidad
de ser castigado se apoderó de su ser. De cualquier manera él era un culpable descomunal,
terrible, que estaba unido por lazos desesperados a la sangre derramada.
El Jefe de Barandilla
lo observó por breves instantes. “Un nombre para el libro de registros”, pensó.
Pero algunos segundos más tarde –todo transcurría extraordinariamente rápido y precipitado–
había olvidado por completo los detalles que acontecieron desde las primeras palabras
del “asesino” hasta el momento preciso en que iban todos ya, dentro de un automóvil,
con rumbo al “lugar de los hechos”. ¿Cómo pudo el Jefe de Barandilla dar órdenes
para todo? ¿Para que se trasladaran, para que subieran los gendarmes al automóvil,
para que éste caminara por las calles? Todo principiaba de nuevo en ese momento,
de ahí para adelante. Los hechos se desligaban de sus inmediatos anteriores, como
si la vida estuviera hecha de unidades sin relación entre sí y ajenas por completo
a otra cosa que no fueran ellas mismas. Junto a él, Jefe de Barandilla –“¿por qué
soy Jefe de Barandilla?”– gemía el “asesino”. Daba saltos como presa de convulsiones.
En el asiento delantero, los policías azules, sin expresión. Aquello se había convertido
en piedra, en cosas mecánicas e inertes. “¿Si nada de esto fuera verdad, nada, ni
el automóvil?” Nuevamente el Jefe de Barandilla experimentó una singular extrañeza.
Por debajo del abrigo oprimió sus muslos, duros, de consistencia carnal insólita.
“Éste soy yo, mi carne”. El sollozar del “asesino” estaba desligado de todo y parecía
como si sollozase nada más cual otro hombre puede respirar naturalmente, sin que
esto tuviese relación alguna con la muerte o el crimen.
Las calles pasaban
a los lados del automóvil, nocturnas y vacilantes. En las esquinas, frente a los
puestecillos de café, se veían los hombres entoldados y sin sonido. No alzaban la
cabeza al paso del vehículo que rodaba desesperadamente. Ignoraban los propósitos,
el respirar, los anhelos, los pensamientos de aquel grupo que corría dentro del
automóvil. Si de pronto al Jefe de Barandilla se le hubiese ocurrido detenerse y
llamar a uno de los hombres de la calle para decirle: “Acompáñeme, venga con nosotros,
usted también debe saber”, el hombre aquél, minutos antes ignorado, extranjero,
se incorporaría a la vida que en esos momentos estaban viviendo, tornándose un hombre
familiar, común, íntimo y absurdo.
En la casa,
efectivamente, todo estaba en orden. Los muebles eran viejos aun cuando decorosos,
lo cual, pese a la tristeza que inspiraban, contribuía a mantener un equilibrio
lleno de estupor, como de personas que van a declarar su participación en un crimen.
Las paredes mostraban unas fotografías familiares que, por ser amplificaciones,
tenían los rasgos ligeramente borrados y nebulosos. El Jefe de Barandilla pensó
en los retratos de “espíritus” que muestran los charlatanes en sus “estudios”. A
continuación agregó: “Como en casa de mi padre”. Al establecer esta analogía, por
primera vez en mucho tiempo experimentó un sentimiento vivo y alegre. No era una
relación de retratos a retratos. De ninguna manera. Se trataba de una relación mucho
más audaz, más peligrosa y diabólica. Al mirar los retratos el Jefe de Barandilla
pensó en todo el cuarto aquél, en la cama donde estaba la mujer, en el crimen. Pensó
en lo que ese conjunto tenía de muerte. No de muerte general, común –cuando una
persona muere de difteria, pulmonía u otra enfermedad, mucho antes todas las cosas
del cuarto ya están muertas, sobre aviso, como precediendo al enfermo–, sino de
muerte antinatural, provocada, artificial y monstruosa, que sorprendía al cuarto
y lo dejaba viviente, tranquilo, insospechado. Ese cuarto, con el cadáver en la
cama, tenía un tono particular, completamente nuevo. De lejos aquello era muy tranquilo
y doméstico: la lámpara encendida, las sábanas apenas revueltas, el aire quieto.
Se combinaban ahí lo indiferente, lo habitual, con lo extraordinario, lo que nunca
sucedía y hoy había roto un orden, una sucesión normal y sin relieve. Bastaba
volver un poco las sábanas, y unos muslos oscuramente marmóreos, azules, impregnaban
todo el cuarto de un prestigio seco, extrañamente mezclado de frío, ausencia, inmovilidad
y miedo. Los retratos de las paredes, que antes tenían una significación distinta,
hoy, después de la muerte, lo mismo que el aire, que las consolas, que los sillones,
mostraban un relieve pasmoso, estaban ya unidos por unos lazos terribles a un hecho,
a un aniquilador acontecimiento donde la vida había dejado de existir. En la casa
de su padre, en la sala, por encima del piano y el anaquel de las partituras, había
retratos parecidos. Con ese vago aire de retratos de ultratumba. La vieja abuela,
el tío. Trajes ceñidos y cuellos antiguos. Relacionar ambos cuartos era relacionar
algo fabuloso, sin medida, que apenas se podía concebir. “Oh, que mi padre fuera
asesinado”, se dijo el Jefe de Barandilla, con deseos absurdos de que un tal homicidio
ocurriese.
Se habían repartido
por grupos. Dos policías cuidaban la puerta; otros dos permanecían de pie en medio
de la habitación. El Jefe de Barandilla examina la mesita de noche y se disponía
a leer un papel que alguien había dejado ahí.
El “asesino”
–todos seguían pensando que era un asesino– dirigió una mirada sin órbitas a la
cama del cadáver. Como herido por un rayo se dejó caer sobre el suelo para llorar
con todas sus fuerzas. Veía el suelo y sus propias rodillas, clavadas en él. En
ese suelo familiar, que siempre estuvo desprovisto de cualquier historia. Por un
vivo momento y como un relámpago pasó por su mente toda la tragedia acumulada de
detalles, alusiones y feroces recuerdos. Fue un segundo o milésimo de segundo, pero
giraba tan desenfrenadamente el cerebro que bastó con esto para reconstruir el pasado
entero. Simultáneamente, en sentido más doloroso y exacto del término, pensaba en
todas las cosas: en la comisaría, en el Jefe de Barandilla, en los gendarmes, en
la fría y espantosa cama frente a la cual se encontraba y que momentos antes estuvo
tibia, humana, calentada por la viva existencia orgánica de aquella mujer. Era una
tragedia espantosa, un abismo de locura y criminalidad sin nombre. Gemía desgarrado
por la pena, pero al mismo tiempo hubiera podido no gemir. Aquellas lágrimas no
correspondían exactamente a su estado de ánimo. La actitud más acorde con sus sentimientos
hubiera sido la de cruzarse de brazos y pasear por el cuarto, silbando alguna melodía
vulgar. Si lloraba lo hacía por un instinto ciego de culpa, por una sombra preexistente
de arrepentimiento. Pero aún más fuerte que todo aquello era la sorda estupefacción
y el asombro insólito que excluía por completo cualquier otro sentimiento. Parecía
como si todo lo sucedido estuviese todavía por ocurrir, fuera todavía una cosa imaginada.
¡Lo estuvo imaginando antes tanto tiempo, tantos largos meses! Había calculado día
por día, se había martirizado hora por hora. Esperaba que todo aconteciese como
aconteció, pero a la vez esta sensación eran tan remota, tan irreal e imposible,
que llegó a no sentir lo que podía significar una tragedia de tal naturaleza.
¿Qué recuerdo
quedaba? ¿De dónde partía el recuerdo? Fue una mañana inolvidable por hostil y dura.
De ahí arrancaba la realidad, la certeza más cruel. Ella tenía los ojos dilatados,
grandes, sin una expresión concreta, llenos de atribulada frialdad. Eran los ojos
de la soledad, como si la soledad se hubiera hecho ojos. Desgarradoramente abandonados
y faltos de esperanza. Aquellos ojos pedían un rayo de luz. Eran los ojos de un
náufrago, pero sin la combatividad del náufrago; un náufrago que se sabe ya perdido
y no intenta nada para salvarse. Todo era piedra dentro de la piedra. Piedra y olvido
y abandono. La tierra era un desierto sin límites, sin vida, sin una sola planta,
sin un solo arroyo, sin un aliento. Y los ojos de ella reflejaban esa piedra pertinaz
y porfiada de la vida rota. Ojos tranquilamente quebrantados, serenamente enloquecidos,
húmedos de resignación y muerte. “Si al menos me insultara, me escupiera, me hiciera
pedazos.” Pero no. La mujer le dirigía su mirada de perra, sin pronunciar una sola
palabra. ¡Qué acusación más innombrable se levantaba contra él! “¡Embarazada, sí,
muy bien, embarazada!” ¡Pensar que aquello era una alegría para las demás gentes!
¡Que se sentían bendecidos directo por Dios y plenos de lo angélico! En los campos
irradiaba el sol y la tierra olía penetrantemente a fecundidad. Las mujeres se embarazaban
con dulzura, con una hermosa solemnidad, como si aquello fuera un acto religioso.
Eran poseídas por los campesinos vigorosos, sin la menor sombra, sin la menor mancha,
sin el menor remordimiento. El sexo era puro y joven. Sin fango, sin viscosidades
ni amarguras. ¿Qué había sido, en cambio, el amor para él? Una sombra turbia, un
profundo lacerarse la carne, un continuo hundirse en el abismo. ¡Amaba tanto a su
mujer! ¡Oh!, esto no podría ser comprendido por nadie, por nadie, nunca, sobre la
tierra. Nadie otorgaría el perdón, por los siglos de los siglos. ¡Él también pedía
su rayo de esperanza! ¡Él también pedía un pedazo de luz para su corazón, en este
mundo cruel, enloquecido, lleno de insospechadas fatalidades! La había amado, sí,
con un amor puro como el que más. Impuro como todos los amores de la tierra. ¡En
la carne y en el espíritu, noble e innoblemente, con generosidad y con egoísmo,
con alegría y desesperación! ¿Cómo podría explicar todo? Él sabía todo, lo conocía
en todos sus detalles, desde el principio, y quizá por eso no podía decir nada.
Una ola de carne, de sexo encarcelado, de glándulas sangrientas lo cegó por completo
siempre. De lo que pudo ser un cielo azul, limpio y lleno de música y claridad,
hizo un pantano sombrío, espeso, cargado de remordimientos y condenas. ¡Lo que pudo
ser! ¿Quién le había arrebatado su cielo? ¿Quién le había arrancado los ojos y en
su lugar puesto dos aguas de amargura y de silencio? Nada había que oponer. Contra
ello ni el cielo ni la tierra pudieron nunca. Quizá hubiese encontrado la salvación,
el remedio, pero el mundo pasaba atrozmente lejano, inmaterial, simple y lleno,
como el Destino.
Y luego, ¿mediante
qué orden, por cuál designio oscuro se le torturó en esa forma? En todas partes.
Niños ciegos. Legiones de niños ciegos, que pasaban formados, con camisas fabricadas
de gemidos. Manos de niños sin ojos, sexos destrozados, ojos blancos sin pupilas,
pupilas deplorables como esputos, líquidos verdes. ¡Dios mío! ¡Esa propaganda espantosa
de Salubridad! ¡Esos dibujos, esos vientres! Letreros, prospectos, hospitales. En
todas partes, en la taberna, en la oficina, en los mingitorios. Ni siquiera aquellos
ojos desolados de su mujer serían los ojos de su hijo. Su hijo no tendría ojos sino
unas cuencas atroces, con algodones y yodoformo. Materias formadas de la más negra
pasión, del más sombrío de los remordimientos.
El cuarto estaba
en penumbra, y él arrodillado, expiando su culpa. A sus espaldas, los agentes de
policía, como sombras, junto al Jefe de Barandilla.
Desde el fondo
más absurdamente lejano y el sueño más remoto oía las voces, la voz oficial, burocrática,
del Jefe de Barandilla. Éste leía un papel aproximándose a la lámpara y prolongando
su silueta gigante en la pared, por encima de los retratos familiares. La voz sonaba
monocorde, pareja, como si aquello no interesase a nadie: “…no he querido dar a
luz un desgraciado, un hijo ciego…”. En la pared, la mano del Jefe de Barandilla
parecía una pala enorme. El papel se veía descomunal, aniquilador. No sólo ocupaba
toda la pared, todo el cuarto, sino la vida, el destino, el silencio y la soledad.
Una mano tocó
levemente el hombro del “asesino”. Era la mano del Jefe de Barandilla. El “asesino”
no quiso levantar la cabeza. Estaba fijo como un monolito, como un armazón sin alma,
sin sentido, fabricado de estructuras angustiadas y cubiertas por el llanto.
La voz del Jefe
de Barandilla, extrañamente tranquila, como si todo, de nuevo, hubiese sido un sueño
y allí fuera a principiar, le dijo al oído, sin ninguna emoción, con lentitud cinematográfica:
–Usted la contagió,
¿no es así?
El “asesino”
inclinó aún más la cabeza.
–Sí, señor,
yo… –musitó desfalleciente.
Algunos minutos
después, algunos años después, algunos siglos después, una máquina de escribir tecleaba
furiosamente en la comisaría. El secretario dictaba. En el margen del oficio se
leía una palabra tonta, vana, que con toda seguridad no significaba nada: “Suicidio”.
El Jefe de Barandilla,
desde su escritorio, se miraba las manos. ¡Qué extrañas manos, cuán reales! Tenían
vida esas manos. Si alguien se las cortara, después, separadas del cuerpo, ya no
serían sus manos, ya no serían las manos del Jefe de Barandilla. La voz del secretario
le llegaba como si éste hubiera estado sobre una tumba. La caja abdominal del secretario,
su tórax, sus pulmones, debían ser un hueco profundísimo, a donde uno podía asomarse
hasta sentir vértigo: “…adjuntamos al expediente la carta que dejó la occisa…”.
¿Qué era aquello? ¿Qué había ocurrido? ¿Qué significaba la palabra expediente? ¿Y
la palabra occisa? ¡Todo era tan lejano, tan incierto! Él, precisamente él, era
Jefe de Barandilla. ¡Qué cosa más estúpida!
El secretario
se le aproximó:
–¿Va usted a
firmar?
–Sí, señor,
naturalmente.
Y firmó: Agustín
Domínguez.
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