W. L. George
–Y
éste –dijo el señor Warlingham, enarbolando unas cuantas hojas de papel cuartilla –es el fin. El fin –repitió con
aire pensativo, mientras sus dedos jugueteaban con el manuscrito, como si no
pudiera soportar la idea de entregárselo a su secretaria.
–¿Puedo felicitarlo, señor Warlingham? –preguntó
la señorita Medhurst–. Estoy segura de que será un gran éxito. Un éxito mayor
que cualquiera de sus otras novelas. –El señor Warlingham levantó una mano, en
señal de modestia, y la señorita Medhurst se apresuró a reparar un posible
error–. No quiero decir que sus novelas no hayan sido un éxito; nadie podría
decir tal cosa; ¿recuerda cómo se volvieron locos en Estados Unidos con Los
Cuatro Hombres de la Frontera? ¡Y de Juliana… once ediciones en
nueve semanas!
–Y olvida usted la edición limitada que se
hizo en japonés –corrigió el señor Warlingham, con un poco de severidad–. Sí,
no he hecho las cosas muy mal, que digamos.
El novelista se recargó en su sillón, unió
la punta de los dedos y miró hacia el techo con cierto aire de complacencia. Era
un hombre bajo de estatura, regordete, de unos cuarenta años, con cutis muy
sonrosado, manos bien cuidadas, un bigote cuidadosamente recortado y una
notable calvicie. Sobre su boca un poco gruesa pero no desagradable, jugueteaba
una sonrisita privada, como si estuviera recordando obstáculos fácilmente
vencidos, o como si estuviera confiado en que sus méritos serían debidamente
premiados con alabanzas. El señor Warlingham era un hombre de éxito. El señor Warlingham
tenía aspecto de hombre de éxito.
Entonces jugueteó nuevamente con las hojas
manuscritas. Había dictado todo el libro a la señorita Medhurst, excepto la
última página, pues sabía muy bien que se obtiene el máximo de habilidad sólo
cuando la mano labora al mismo tiempo que el cerebro. Sin embargo, en ese mismo
momento el señor Warlingham percibió una cierta inquietud. Era una sensación
indefinible que lo había invadido en los últimos días, una sensación de… ¿cómo
podría expresarlo? ¿Crítica secreta? No, no eso exactamente. Cierto, le había
resultado increíblemente difícil escribir esa última página; lo había estado
deteniendo cierta duda que su mente no lograba analizar. Y ahora la extraña
sensación se hizo todavía más fuerte.
Sintió que no estaba solo, que algo
levemente hostil estaba a su lado. Frunció el ceño, disgustado. “¡Ridículo!”,
murmuró. En realidad, el ambiente en que se encontraba era estrictamente
normal. Estaba sentado en su estudio, su típico estudio, con la alfombra azul y
rojo oscuro, los atestados libreros, los excelentes aparatos, los archivos, las
balanzas, la máquina de escribir en el rincón. Todo en su cómoda habitación le
decía a gritos que estaba sentado en medio de una vida muy ordinaria. Pero, ¿y
entonces? ¿Qué? Estaba cansado, suponía. De cualquier modo, no debía dejarse
dominar por el mal humor.
–Bueno, aquí tiene las últimas hojas,
señorita Medhurst –dijo el señor Warlingham con entusiasmo–. Por favor,
cópielas a máquina y yo las revisaré con el resto.
La señorita Medhurst extendió una mano
delgada y pequeña, y tomó el manuscrito con aire de devoción. Las palabras del
escritor la llenaban siempre de emoción; pero escritas de su puño y letra
adquirían un aire de santidad. Entonces el señor Warlingham estiró la mano a
través del escritorio y tomó de nuevo las hojas.
–Le leeré la última página –dijo, y la señorita
Medhurst se asombró de notar un cierto tono de desafío en su voz. No podía
saber que el señor Warlingham estaba reaccionando contra aquel creciente
sentimiento secreto. Al entregarle las hojas lo experimentó de nuevo, y decidió
leer la página en voz alta. Después de todo, tal vez hubiera algo
erróneo en la obra.
–¡Oh! –exclamó ella–. Léala, por favor. En
esa forma –añadió apresuradamente–, no cometeré errores al copiarla.
Un leve rubor subió a sus mejillas
pálidas, cuando se dio cuenta de su propia excitación. La señorita Medhurst era
de edad indeterminada, entre los treinta y cuarenta años; era pequeña, delgada,
con facciones delicadas que una vez fueron bonitas; vestida siempre con colores
oscuros, se veía más insignificante todavía de lo que era: tenía el cabello de
un tono castaño neutral; sólo sus ojos, que toda la humanidad hubiera podido
describir, si tal cosa le hubiera interesado, como gris amarillento, se
agrandaban y suavizaban cuando veía a aquel hombre que, a pesar de tener ya
diez años de ser su secretaria, seguía fascinándola y maravillándola. El señor
Warlingham no observó ningún cambio en esos ojos neutrales. Se aclaró la
garganta y leyó. La señorita Medhurst no escuchó las primeras frases, de tan
fuerte que latía su corazón. Pero después de un momento volvió a sucumbir al viejo
encanto y, como en una nube purpúrea, las frases del señor Warlingham tomaron
forma para ella.
“… Los seis hombres se encontraban de pie,
indecisos sobre lo que debían hacer con aquella larga figura que yacía en el
suelo. Era como si tuvieran miedo de tocar a aquel bucanero suntuosamente
salvaje, de gruesos pantalones, de roja pañoleta –tan moreno, tan feroz y tan
hermoso– por temor de que el más ligero movimiento pudiera apagar la chispa
mortal que se aferraba todavía a aquel pecho de agitada respiración. Por fin
habló Moreno:
–No podemos dejarlo aquí –dijo–. El sol es
demasiado intenso.
Y en verdad que, desde la bóveda púrpura
del cielo, el sol de México caía como una pesada mano, y el aire estaba lleno
con el zumbido de los insectos. El aire se sentía palpitante de vida. Moreno,
aquel hombre despiadado, de conciencia poblada de crímenes, sintió que el corazón
se le henchía, hasta dolerle, ante el pensamiento de que la naturaleza estaba
llena de vida, y, sin embargo, no podía conceder una hora más de ella a Pérez.
Pérez, el hombre que desconocía el miedo, su camarada,
estaba tendido allí, agonizando.
–Vamos –dijo gentilmente–, llevémoslo a la
casa.
Unos minutos más tarde se encontraba de
pie a poca distancia de la cama. Pérez respiraba más agitadamente. Se estaba
poniendo más pálido, y Moreno dio un paso adelante, lleno de angustia. Entonces,
por un momento, su camarada abrió los ojos, esos ojos suaves y brillantes; sus
labios se torcieron en una sonrisa, cuando su mirada se cruzó por última vez
con la de Moreno; pero, muy lentamente, su cabeza se fue hundiendo y quedó
inmóvil. Y así permaneció, con su rostro moreno claramente delineado contra la
almohada, como un bronce antiguo, con la barba negra erecta en la muerte, con
tanto desafío como en la vida.
Moreno cayó de rodillas.
–Adiós, corazón de águila, adiós –exclamó llorando.
Uno por uno fueron desfilando los demás, y alejándose poco a poco de
allí. Pérez quedó inmóvil y lejano. Su alma, que volaba buscando su camino en
el espacio, llevaba como último recuerdo el sonido del llanto de su camarada.
La señorita Medhurst no se movió; sus
ojos gris amarillento estaban húmedos, porque ella también amaba al bucanero de
corazón de águila. Así que no se dio cuenta de que, al pronunciar la última
palabra, el señor Warlingham daba un salto tan violento que sus
rodillas pegaron contra el escritorio. Ni lo vio mirar
furtivamente hacia un lado y otro, con los ojos dilatados, ni buscar con mano
temblorosa y torpe su pañuelo. Y era que el señor Warlingham
había escuchado claramente una voz… una voz fuerte e indignada. Y lo que había dicho era:
–¡Tonterías!
¿Tonterías? Alguien
había dicho: “¡Tonterías!” Con repentina sospecha, el señor Warlingham miró a
la señorita Medhurst. Entonces se sintió avergonzado, porque su secretaria
continuaba sentada en la misma embelesada actitud, y sus ojos estaban llenos de
lágrimas. Pero, entonces, ¿qué? Oh, si sólo su mano no temblara tanto. ¿Dónde había
puesto su pañuelo? Lanzó un juramento silencioso, todavía recorriendo con ojos
asustados los rincones de la habitación.
–¡Es maravilloso! –murmuró la señorita Medhurst–. Maravilloso. Oh, será un gran éxito. Es
mejor que cualquier cosa que haya escrito Henry James. Es mejor que Hall Caine.
Pero, ¿por qué debe morir Pérez? Sí, supongo que es una verdad artística, y que
tenía que morir, que…
–Señorita Medhurst –dijo el señor Warlingham con una voz repentinamente
metálica y forzada–, si no le importa… no haré nada más por el día de hoy… No me
siento bien.
Ella se inclinó con inmediata compasión.
–Sí, desde luego… un
trabajo como el de usted agota todas las energías. Me iré. Y, por favor, señor Warlingham,
descanse, por favor. Vaya al parque. Y estoy segura de que un tónico…
El señor Warlingham no estaba escuchando. Estaba sentado, con las
manos fuertemente entrelazadas. Cuando la señorita Medhurst había preguntado:
“¿Por qué debe morir Pérez?”, una voz había gruñido: “No murió.”
II
Por
largo rato, el señor Warlingham permaneció sentado con el rostro entre las
manos. El silencio era completo; ninguna voz fantasmal asaltaba sus oídos; pero
en cualquier momento sabía que hablaría. ¡Embrujado! Estaba embrujado. Pasó una
hora mientras su excitado cerebro giraba en torno a horribles historias; pensó
en fantasmas que sacudían cadenas, en el perro de la muerte, en las brujas que
cabalgan en escobas. Por fin, sólo cuando el estudio se llenó de oscuridad y él
corrió a encender la luz eléctrica, se obligó a equilibrar su mente.
–Esto no puede ser –dijo en voz alta–. Si
sigo así, empeoraré y entonces… –se estremeció–. Me encontraré un
día internado en una casa privada de descanso, para llamarla por un nombre
amable. ¿Cómo
puedes ser tan absurdo? –se preguntó a sí mismo–. Te has dejado dominar por los
nervios debido a que trabajas demasiado. La vieja Medhurst tiene razón… tiene
meses que está sobre ti para que tomes un descanso. De cualquier modo… –el señor
Warlingham se sintió repentinamente desafiante y se dirigió a la pared–. ¡Anda,
habla! Ahora es tu oportunidad. Estoy escuchando.
No hubo respuesta y, casi ya tranquilizado,
el señor Warlingham se vistió para la noche y se dirigió a su club. Comió una excelente
cena; consciente de los derechos de un enfermo, se bebió una pinta de champaña.
Esto le ayudó a encontrar atractiva la compañía de otros miembros del
club. Su satisfacción aumentó después de la cena, pues formó un cuarteto de
bridge con Draycott, con L**d Langhwith y con el tipo más odioso del club. Pero
como la fortuna le dio buenas manos toda la noche, acabó por sentir simpatía
hasta por aquel hombre antipático. A las doce de la noche en punto, el señor
Warlingham abrió con llave la puerta de su casa y entró a la oscuridad de ella
con un ligero temblor que pasó rápidamente. Sintiéndose consciente de una
cierta inquietud, mientras se desvestía, pensó por un momento que iba a pasar una
noche poblada de horrores. Pero se durmió casi inmediatamente y despertó sólo
para encontrar que su valet había salido ya de la habitación, dejando a su lado
las cartas, los periódicos y el té de la mañana. El brillante sol de la primavera
iluminaba la habitación. Casi en ese momento recordó lo sucedido.
“¡Ah!” –pensó al estirarse–. “Me siento mejor”, y empezó a beber el
té. Entonces, de manera repentina, la taza se desprendió de su mano y rodó al
suelo sin que él se diera cuenta, y el señor Warlingham se percató de que tenía
la frente cubierta de sudor. Alguien estaba de pie en la orilla de su cama. Crispó
los puños y miró fijamente. Sí, ésta no era ninguna ilusión. La puerta no se
había abierto, y, sin embargo, un hombre lo miraba desde los pies de la cama,
con expresión desagradable. El señor Warlingham hizo un violento esfuerzo por
hablar, pero encontró que tenía paralizada la lengua. Entonces una voz, la voz
familiar que lo había estado obsesionando, llegó hasta sus oídos.
–Bueno –dijo la figura–. Sorprendido de verme, supongo –el señor Warlingham
no contestó–. Me ha dado usted muchas molestias –continuó la Cosa–. Materializar
no es tan fácil como ustedes los novelistas hacen creer. Cuando pienso en las
semanas de molestia que he tenido por este asunto, me dan ganas… –hizo una mueca
amenazadora–. Aun así, no es a eso a lo que he venido realmente. Warlingham,
ese final que ha escrito es una soberana tontería. Basura. Pura basura.
–¿Qué es lo que quiere? –preguntó el señor Warlingham, porque este
insulto a su capacidad literaria lo sacó de la parálisis.
–Quiero que cambie el final. Y lo hará,
tan seguro como que me apellido Pérez.
El señor Warlingham miró fijamente aquella
Cosa. ¡Pérez! Debió haber reconocido desde el primer momento a aquella alta
figura de barba negra y brillantes ojos oscuros, con sus anchos pantalones y el
pañuelo escarlata. ¡Su bucanero! Pero esto
era terrible. ¿Se estaba volviendo loco? Pérez estaba hablando otra vez.
–Mire aquí –dijo–. No tengo tiempo que perder. Es mucho el esfuerzo
que tengo que hacer para mantener juntas mis moléculas, así que vayamos al
grano. Ese final escrito por usted es falsedad pura, porque yo no morí. ¿Me
entiende? No morí. Es cierto que Moreno, a quien tiene usted la audacia
de llamar mi amigo… ese pillo que me birló treinta y tres dólares jugando
anoche a las cartas… Bien. Moreno, como estaba diciendo, me llevó a la casa muy
malherido. Pero allí es donde eso que usted llama su imaginación falló.
Mercedes estaba en la casa; durante quince días me alimentó con leche y me
restablecí. Tan pronto como me sentí lo bastante fuerte, la asesiné y me hice
cargo de sus ahorros, que, me alegra mucho decirlo, eran considerables.
–¡Usted… asesinó a la mujer que le salvó la vida! –exclamó el señor
Warlingham, con el temor expulsado por la sorpresa.
–Claro. Tal vez usted lo considere ingrato
de mi parte. Pero yo no soy ningún personaje respetable; usted me hizo así, y maté a Mercedes, es culpa suya.
–¡Vaya que me gusta su
desfachatez! –exclamó el señor Warlingham–. Así que dice que Mercedes…
–Ya me cansé de Mercedes –gruñó Pérez–. Y no me interrumpa. Con sus ahorros me
fui a la ciudad de México y me compré una pequeña taberna en el número 11 de la
calle de Betanzos. Me está yendo bastante bien. Tengo un mozo que me ayuda, y
creo que voy a prosperar. Antes de mucho tiempo pondré allí un gran café. Lo llamaré
Café Warlingham. Siempre me dará gusto verlo. Mi taberna está cerca de la
estación del ferrocarril. Así que, como ve, su final no sirve.
Por un momento el señor Warlingham se quedó silencioso. Todavía
estaba asustado, pero empezaba a interesarse.
–Todo esto –dijo firmemente–,
no tiene nada que ver conmigo.
–¿Que no tiene que ver con usted? No sea
tonto. No tiene derecho a crear un personaje y hacer que termine mal. Especialmente,
no tiene derecho a matarlo, sólo para ahorrarse el trabajo de escribir unos
cuantos de centenares de páginas más.
–Me gustaría verlo a usted haciéndolo –protestó el señor Warlingham–.
Habla como si se pudieran escribir unos cuantos centenares de páginas más en
una semana.
–Eso no tiene nada que ver conmigo. De cualquier modo, yo no he
muerto. Estoy vivo en la actualidad, así que su final no es correcto. No es la
verdad artística.
–¡Qué! –exclamó el señor Warlingham, incorporándose violentamente
en la cama–. Se atreve a sermonearme respecto a la verdad artística. Recuerde,
por favor, con quién está hablando.
–No sea jactancioso. Guarde eso para la
señorita Medhurst. Es obvio que el final no es artístico. Si observa el
capítulo VIII verá que la psicología de…
Aquí la discusión se hizo confusa, y el
señor Warlingham se encontró en desventaja, pues Pérez sabía muchas cosas
acerca de la psicología de los otros personajes (y de Pérez) que nunca se le
habían ocurrido al novelista. Terminaron gritando.
–Totalmente exento de mérito artístico…
–Sé más acerca de novelas que usted…
–Quiero otros siete capítulos, cuando menos.
–Salga ahora mismo de la habitación, señor.
Llamaron a la puerta. Mientras el señor
Warlingham se hundía en la almohada, el valet entró y dijo:
–Su baño está listo, señor –y entonces se
retiró. Pérez era invisible para él.
–Está bien –dijo Pérez–. Vaya a tomar su
baño. Yo sé que usted piensa mejor en el baño. Además, todas las moléculas me
están doliendo, así que me disolveré por una hora o más. Pero –añadió con aire amenazador–,
volveré a reanudar la discusión. Yo le enseñaré… –Empezó a desvanecerse–. Usted me lo agradecerá algún día –la voz se hizo muy débil–. Le
enseñaré la verdad artística.
III
–Señor
Warlingham –dijo la señorita Medhurst mientras se abotonaba los guantes antes
de salir a almorzar–, por favor no me considere impertinente; pero estoy segura
de que está trabajando demasiado. Debe darse unas vacaciones.
–¿Quiere decirme –preguntó
el novelista en tono agrio– que mi trabajo no es de la calidad de siempre?
–No quiero decir nada de eso –protestó la pequeña solterona–. Creo
que sigue escribiendo de manera maravillosa. Sólo que ayer pensé… y esa mañana
otra vez… bueno, usted sabe, tuvo que dejar de dictarme y…
–Sí lo sé, lo sé –el señor Warlingham se había
quedado realmente paralizado durante
varios minutos mientras Pérez permanecía detrás de la silla de la señorita
Medhurst y hacía gestos feroces. Cuando por fin el señor Warlingham decidió
enfrentarse a él y temblando reanudó un dictado incoherente, mientras Pérez
interrumpía cada frase con gritos furiosos de: “¡Mentira!”, y la señorita
Medhurst se encogía un poco al ver el rostro
lívido del escritor. “La inspiración”, pensaba ella, “es una cosa hermosa y
terrible.”
–Sólo por
unos días –el tono de la señorita Medhurst se hizo más insistente aún–. Vaya al
campo. Piense en eso: estamos en primavera. Hay
lirios y rosas… y margaritas en el campo.
–Tal vez lo haga yo –dijo el señor
Warlingham con aspereza–. Yo veré si él… quiero decir, veré cómo me siento.
Pero los siguientes días no trajeron
mejoramiento alguno a la situación del señor Warlingham. Pérez había empezado
apareciendo dos veces al día; en una semana más se materializaba cada cuatro
horas. Esto parecía complacer al fantasma.
–Yo te digo, Warlie, viejo –comentó
apoyado contra el mostrador de la tabaquería, mientras su víctima trataba de
comprar cigarrillos–, que esto de la materialización no es tan difícil como
parece. Es cosa de práctica: ahora que ya sé cómo controlar mis moléculas puedo
aparecerme cada dos horas. En el curso del tiempo tal vez pueda presentarme
contigo día y noche… entonces no te dejaré un momento.
El señor Warlingham gimió y salió
corriendo de la tabaquería, dejando su cambio frente al asombrado vendedor, mientras
Pérez corría a su lado con largas y fáciles zancadas.
–No corras –decía el fantasma–, no hay
ninguna prisa. Y no hay modo de que te libres de mí.
Pronto el señor Warlingham comprendió que Pérez
tenía razón. Se le apareció en el parque y siguió al escritor todo el camino
hasta la editorial, discutiendo de manera incesante. Empezaba a idear teorías.
–Has hecho un enredo de la novela –decía Pérez–. Pensándolo cuidadosamente,
no creo que debía haber matado a Pepita antes de fugarme con Inés. En cuanto a Isabel,
creo que maté a su padre, así que debiste haberlo dicho en el capítulo V…
–Quisiera que se marchara de una buena vez
–gimió el señor Warlingham–. Si sigue molestándome, quemaré el libro y usted desaparecerá
en el aire.
–Nada de eso. Lo escribirás de nuevo, y en
la forma correcta. Vamos, Warlie, anímate. Te convertiré en una celebridad
artística, cuando reconozcas la verdad.
A eso siguió una terrible discusión, pues
el señor Warlingham no temía ya a Pérez; simplemente lo consideraba un
intolerable fastidio, y sus críticas literarias lastimaban su amor propio. Pero
en esta ocasión la víctima tuvo que quedarse callada, pues un policía volvió la
mirada y vio con curiosidad al señor Warlingham que decía al aire,
aparentemente, que era un tonto.
A medida que pasaba el tiempo el opresor
parecía a punto de realizar sus amenazas; su control molecular se hizo tan grande
que en un día logró almorzar con el señor Warlingham, hacer un quinto en bridge
(que le costó al señor Warlingham una buena cantidad de dinero y la amistad de su
pareja de juego) y entrar a un autobús lleno de gente, donde se sentó sobre una
tranquila anciana, y se dedicó a pronunciar un discurso a los pasajeros, que
por supuesto no lo veían ni lo oían, sobre los defectos del estilo literario del
señor Warlingham.
Poco a poco el señor Warlingham empezó a
sucumbir bajo el ataque continuo de su adversario. Perdió
peso y entusiasmo por su trabajo. Sus distracciones hacían llorar a la señorita
Medhurst.
En una ocasión en que se encontraba sentado
en su estudio, con el rostro entre las manos, la señorita Medhurst decidió
averiguar qué era lo que en realidad estaba sucediendo.
–Dígame qué le pasa –imploró.
El señor Warlingham la miró sin interés; pero
algo de su inmensa ternura lo conmovió, porque de pronto empezó a hablar:
–No crea que estoy loco… No sé qué hacer. Me
sigue continuamente y discute conmigo sin interrupción. ¡Oh!, ¿qué voy a hacer?
El horror de los días pasados fue revivido, mientras relataba a la
señorita Medhurst todo, con detalle de tiempo y lugar, con los argumentos
literarios que el fantasma había usado. Tomando la diminuta mano de la
solterona, que temblaba al escucharlo, gritó como un niño: ¡Oh, yo tengo razón, yo tengo razón… dígame
que la tengo!
–Sí –murmuró la señorita Medhurst–. Claro que la tiene. ¿Quién podría enseñarle
a usted algo? No altere su novela; no le pertenece a usted; le pertenece a la
humanidad. Pero está usted cansado, agotado. Voy a empacar sus cosas, y se irá a
la playa una semana. ¿Me lo promete?
El señor Warlingham asintió con la cabeza.
No notó que, por un momento, su secretaria ponía sobre su brazo dedos que eran
ligeros como el ala de una mariposa.
Una semana más tarde, la señorita Medhurst
entró en el estudio, con el corazón latiéndole fuertemente. ¡Oh, qué enfermo se
veía!
–¿Y bien? –preguntó con voz tensa.
–Es inútil –dijo el señor Warlingham en tono sombrío–. Pérez y yo nos
bañamos en el mar todo el tiempo.
Por un momento la señorita Medhurst sintió la tentación de echarse
a reír; pero se sintió avergonzada. Esto era terrible. El hombre elegido por
las musas estaba muriendo ante sus ojos; peor aún, su mente moría, debido a una
desventurada ilusión. ¡Oh, si sólo pudiera tomar las cosas en sus manos! Se retorció
las manos pequeñas y duras, mientras miraba de un rincón a otro, invadida de un
deseo intenso de ponerse en contacto con lo sobrenatural. Si sólo Pérez se le
apareciera a ella… ¡la iba a oír! O lo borraría del mapa. Sí, lo
borraría. Estas palabras provocaron una increíble excitación en la diminuta
solterona. Invadieron su mente recuerdos tomados de los periódicos, sobre curas
maravillosas producidas por la sugestión, por la autosugestión. ¡Por la autosugestión!
Asombrada de su propia audacia, colocó la mano sobre el hombro del desventurado
escritor.
–Señor Warlingham –murmuró–, ¿me escucha
usted? Es una ilusión. ¿Se da cuenta? Es una ilusión.
–Sí –dijo el novelista, sin levantar los ojos.
–Entonces, si es una ilusión,
enfrentémonos a ella. Demuéstrese que sólo es una ilusión.
–¿Demostrarme? –murmuró el señor Warlingham–.
¿Cómo?
–Dijo que vivía en México,
que allí tiene una taberna. Bueno, vaya a verlo… Vaya a México.
–¡Ir a México! –gritó el señor Warlingham poniéndose de
pie de un salto.
–Sí. Vaya. Vaya a ver. Es una ilusión. Cuando esté allí muy probablemente
encontrará un banco en la dirección que le dio. Y entonces se dará usted cuenta
de que todo es una ilusión, y nada más. Y quedará liberado.
El señor Warlingham se quedó pensando por largo tiempo. Entonces
tomó gentilmente la mano de ella y dijo:
–Quizás tenga razón. Pero no me deje ir
solo. Venga conmigo.
IV
Un
hombre con aire enfermizo, envuelto en una manta de viaje, descendió
tambaleante al andén, aferrado al brazo de una mujercita delicada, pero muy
segura de sí misma.
Ya instalados en el hotel, media hora más tarde, le estaba diciendo al
hombre, pálido y desencajado:
–Bueno, señor Warlingham, debe quedarse en
la cama a descansar. Nada se puede hacer hoy. Ante todo, debe usted dormir. Yo
voy a mi propia habitación, pero volveré más tarde para que cenemos juntos. ¿Se
quedará en la cama? ¿Me lo promete?
–Está bien –dijo el señor Warlingham con aire cansado. Cerró los
ojos como si estuviera medio dormido o exhausto. Con un repentino gesto de
ternura, la señorita Medhurst alisó las arrugas de la almohada y salió de la habitación.
Pero permaneció muy pocos minutos en su
propio cuarto, sólo el tiempo suficiente para lavar su rostro delgado e inteligente,
y para sonreír a su efigie en el espejo, mientras polveaba su nariz, un hábito
recién adquirido por ella.
Salió a la calle y detuvo un taxi. Se sentía llena de excitación y
no dejó de sonreír hasta que el automóvil se detuvo frente al número 11 de la
calle de Betanzos. Los dientes empezaron a castañetearle, a pesar del calor del
mediodía, cuando vio que el número no correspondía a un banco, sino a una
pequeña taberna. Pagó automáticamente y se detuvo en el umbral. A través de los
cristales, después de forzar la vista unos minutos, pudo ver, por fin, la
sombra de un hombre corpulento. Al alejarse de allí, su paso se volvió tambaleante:
había reconocido la figura alta y morena del bucanero de los ojos suaves y la
barba negra.
Durante toda la noche, la señorita Medhurst se dio vueltas en su
lecho del hotel. ¡Pérez! ¡Era Pérez! Aquello era la locura, o la muerte segura para el señor
Warlingham. La señorita Medhurst lloró en la almohada, y tuvo que morderla para
no gritar. Más tarde encendió todas las luces, por temor a lo sobrenatural. Cuando
llegó la mañana y bajó en busca del señor Warlingham, estaba más pálida que él
mismo. Al acercarse a donde él estaba, lo vio hablar con las sombras y por un
momento le pareció que ella también ahora podía mirar a Pérez, apoyado contra
el muro donde se reflejaban las sombras de los macetones del hotel. ¡Locos! ¡Ambos estaban locos! Pero un
salvaje deseo de protegerlo la hizo decidirse a ganar tiempo a cualquier
precio… tiempo para pensar. Hizo que el señor Warlingham se vistiera e insistió
en que debían conocer un poco la ciudad, antes de proceder a sus
investigaciones.
El novelista no se resistió. Parecía haber perdido el interés en
buscar aquel lugar de prueba, o de huir de él. Obedientemente, al terminar el almuerzo,
después de toda la mañana de recorrido, aceptó dormir la siesta.
No se dio cuenta, tampoco, de que mientras
él se asomaba un momento a la ventana de su habitación, la señorita Medhurst se
acercaba furtivamente a una de sus maletas y extraía de ella el revólver que lo
acompañaba en todos sus viajes.
La señorita Medhurst salió al calor del mediodía, que parecía
desprenderse del pavimento mismo, o descender del cielo (recordó la metáfora
del señor Warlingham) como una mano pesada. Cruzó las calles como una autómata,
siguiendo la ruta que había visto tomar al taxi el día anterior, hasta llegar a
la calle Betanzos. Se detuvo un momento en la esquina y después apresuró el
paso. La taberna del número 11 estaba abierta. Sin ningún temblor aparente,
entró en ella. Sus ojos, acostumbrados al sol, tardaron unos minutos en adaptarse
a la penumbra del lugar. Una vez recuperada la vista, recorrió con ella el
lugar: la mesa de madera, las sillas de fierro, el mostrador, el sillón donde
dormitaba el hombre del destino. Sus piernas temblaban un poco, pero la señorita
Medhurst se armó de valor suficiente para golpear una mesa con los nudillos,
hasta que Pérez entreabrió los ojos.
–¡Té! –dijo con voz áspera, en su deficiente
español–. Té con leche.
Pérez la miró fijamente. ¿Té con leche?
¿En una taberna y a las dos y media de la tarde? Empezó a expresar sus
protestas, añadiendo que el mozo había salido a comer. Estaba solo en el
negocio.
Pérez la observó y reflexionó que era inglesa
o americana, y que, por lo tanto, debía estar loca… además de ser rica. Después
de algún tiempo y de protestas adicionales, le trajo una taza de líquido tibio,
de sabor indefinido. La diminuta solterona observó su rostro, sus manos. “¿Estoy loca?”, pensó. Entonces añadió: “No, es
él”. Se bebió el té. No tenía nada que decir. Este era el fin. Y, sin embargo,
no podía irse. Tiempo… tenía que ganar tiempo. Desesperadamente, preguntó al
hombre si aquella no era una posada antigua.
–No sé –contestó Pérez, somnoliento.
Haciendo grandes esfuerzos, por las limitaciones de su vocabulario,
le explicó que su patrón era un anticuario especializado en posadas antiguas. ¿Podría
visitar las habitaciones
de la planta alta?
Pérez iba a decir que no, cuando observó que la señorita Medhurst
había sacado un billete. Estaba loca, definitivamente. Se encogió de hombros y
la condujo por una angosta y vieja escalera de madera.
Se encontraron en una alcoba oscura y estrecha. Había un viejo
arcón y una mesita, con la estatua de un santo en ella. Y una cama antigua, de
altos postes, pintada de blanco.
–La alfombra –dijo Pérez señalando
orgullosamente hacia el suelo– es nueva –se volvió hacia ella, sonriendo.
Ella no supo lo que pasó. No supo cómo lo
hizo. Escuchó un disparo y un grito, y se encontró de pronto arrodillada –riendo
y llorando al mismo tiempo– junto al hombre al que acababa de asesinar. Sus
fuerzas parecieron multiplicarse y le permitieron arrastrarlo hasta la cama y
subirlo a ella. Colocó cuidadosamente la cabeza sin vida
sobre la almohada. Pero antes de huir por las calles bañadas de sol, colocó el
revólver en la mano derecha del muerto.
Encontró al señor Warlingham de pie, muy
excitado.
–¿Dónde estuvo todo este tiempo? La he
estado esperando –exclamó disgustado–. Me siento muy extraño. Estaba hablando
con él hace un cuarto de hora, y desapareció a mitad de una palabra. Oh, me
siento tan enfermo.
–Venga conmigo –dijo la señorita Medhurst
con firmeza–. Vamos ahora. Ya he encontrado el camino. ¡Venga! Pronto, dese
prisa.
Con su recién adquirida astucia, lo hizo
caminar, para no despertar sospechas. Cruzando las calles que ahora ya le eran
familiares, ella y el tembloroso escritor llegaron hasta la taberna, donde el mozo
se encontraba sentado, fumando tranquilamente. También astutamente hizo que su
limitado español resultara incomprensible, hasta que el mozo terminó por decir
que debía mejor buscar al patrón. Empezó a subir la escalera de madera, y los
dedos de la señorita Medhurst se clavaron como garras en el brazo del señor Warlingham.
Ya en lo alto, el mozo estaba gritando:
–¡Señor!
Repitió el grito varias veces sin obtener
respuesta. Por fin cruzó una puerta y un momento después lo escucharon lanzar
un grito, esta vez de sorpresa mezclada con horror. Como atraídos por una
voluntad irresistible, el escritor y su secretaria corrieron escaleras arriba.
–¡Miren! –estaba diciendo el asustado
mozo.
Pero no había horror alguno en el rostro
del señor Warlingham. Con ojos embelesados contemplaba la larga figura del pirata,
su cabeza cubierta por el pañuelo rojo, la barba negra que se mantenía erecta
contra el fondo blanco de la alfombra. El color volvió a sus propias mejillas. Se
irguió, nuevamente seguro de sí mismo.
–¡Yo tenía razón! –exclamó–. ¡Era la verdad artística! –su voz se
elevó. Gritó a un mundo ahora ya desprovisto de fantasmas ¡Yo tenía razón! ¡Estaba
en lo cierto… yo conocía la verdad artística!
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