Horacio Quiroga
Ahora bien, no podía ser sino allí. Yaguaí olfateó la piedra –un sólido bloque
de mineral de hierro– y dio una cautelosa vuelta en torno. Bajo el sol a mediodía
de Misiones, el aire vibraba sobre el negro peñasco, fenómeno este que no seducía
al fox-terrier. Allí abajo, sin embargo, estaba la lagartija. Giró nuevamente alrededor,
resopló en un intersticio, y, para honor de la raza, rascó un instante el bloque
ardiente. Hecho lo cual regresó con paso perezoso, que no impedía un sistemático
olfateo a ambos lados.
Entró en el comedor, echándose entre el aparador y la
pared, fresco refugio que él consideraba como suyo, a pesar de tener en su contra
la opinión de toda la casa. Pero el sombrío rincón, admirable cuando a la depresión
de la atmósfera acompaña la falta de aire, tornábase imposible en un día de viento
norte. Era este un flamante conocimiento del fox-terrier, en quien luchaba aún la
herencia del país templado –Buenos Aires, patria de sus abuelos y suya– donde sucede
precisamente lo contrario. Salió, por lo tanto, afuera, y se sentó bajo un naranjo,
en pleno viento de fuego, pero que facilitaba inmensamente la respiración. Y como
los perros transpiran muy poco, Yaguaí apreciaba cuanto es debido el viento evaporizador
sobre la lengua danzante puesta a su paso.
El termómetro alcanzaba en ese momento a 40°. Pero los
fox-terriers de buena cuna son singularmente falaces en cuanto a promesas de quietud
se refiera. Bajo aquel mediodía de fuego, sobre la meseta volcánica que la roja
arena tornaba aún más calcinante, había lagartijas.
Con la boca ahora cerrada, Yaguaí transpuso el tejido
de alambre y se halló en pleno campo de caza. Desde septiembre no había logrado
otra ocupación a las siestas bravas. Esta vez rastreó cuatro de las pocas que quedaban
ya, cazó tres, perdió una, y se fue entonces a bañar.
A cien metros de la casa, en la base de la meseta y
a orillas del bananal, existía un pozo en piedra viva de factura y forma originales,
pues siendo comenzado a dinamita por un profesional, habíalo concluido un aficionado
con pala de punta. Verdad es que no medía sino dos metros de hondura, tendiéndose
en larga escarpa por un lado, a modo de tajamar. Su fuente, bien que superficial,
resistía a secas de dos meses, lo que es bien meritorio en Misiones.
Allí se bañaba el fox-terrier, primero la lengua, después
el vientre sentado en el agua, para concluir con una travesía a nado. Volvía luego
a la casa, siempre que algún rastro no se atravesara en su camino. Al caer el sol,
tornaba al pozo; de aquí que Yaguaí sufriera vagamente de pulgas, y con bastante
facilidad el calor tropical para el que su raza no había sido creada.
El instinto combativo del fox-terrier se manifestó normalmente
contra las hojas secas; subió luego a las mariposas y su sombra, y se fijó por fin
en las lagartijas. Aún en noviembre, cuando tenía ya en jaque a todas las ratas
de la casa, su gran encanto eran los saurios. Los peones que por a o b llegaban
a la siesta, admiraron siempre la obstinación del perro, resoplando en cuevitas
bajo un sol de fuego, si bien la admiración de aquellos no pasaba del cuadro de
caza.
–Eso –dijo uno un día, señalando al perro con una vuelta
de cabeza– no sirve más que para bichitos…
El dueño de Yaguaí lo oyó:
–Tal vez –repuso– pero ninguno de los famosos perros
de ustedes sería capaz de hacer lo que hace ese.
Los hombres se sonrieron sin contestar.
Cooper, sin embargo, conocía bien a los perros de monte,
y su maravillosa aptitud para la caza a la carrera, que su fox-terrier ignoraba.
¿Enseñarle? Acaso; pero él no tenía cómo hacerlo.
Precisamente esa misma tarde un peón se quejó a Cooper
de los venados que estaban concluyendo con los porotos. Pedía escopeta, porque aunque
él tenía un perro, no podía sino a veces alcanzarlos de un palo…
Cooper prestó la escopeta, y aún propuso ir esa noche
al rozado.
–No hay luna –objetó el peón.
–No importa. Suelte el perro y veremos si el mío lo
sigue.
Esa noche fueron al plantío. El peón soltó a su perro,
y el animal se lanzó en seguida en las tinieblas del monte, en busca de un rastro.
Al ver partir a su compañero, Yaguaí intentó en vano
forzar la barrera de caraguatá. Logrólo al fin, y siguió la pista del otro. Pero
a los dos minutos regresaba, muy contento de aquella escapatoria nocturna. Eso sí,
no quedó agujerito sin olfatear en diez metros a la redonda.
Pero cazar tras el rastro, en el monte, a un galope
que puede durar muy bien desde la madrugada hasta las tres de la tarde, eso no.
El perro del peón halló una pista, muy lejos, que perdió en seguida. Una hora después
volvía a su amo, y todos juntos regresaron a la casa.
La prueba, si no concluyente, desanimó a Cooper. Se
olvidó luego de ello, mientras el fox-terrier continuaba cazando ratas, algún lagarto
o zorro en su cueva, y lagartijas.
Entretanto, los días se sucedían unos a otros, enceguecientes,
pesados, en una obstinación de viento norte que doblaba las verduras en lacios colgajos,
bajo el blanco cielo de los mediodías tórridos. El termómetro se mantenía a 38-40,
sin la más remota esperanza de lluvia. Durante cuatro días el tiempo se cargó; con
asfixiante calma y aumento de calor. Y cuando se perdió al fin la esperanza de que
el sur devolviera en torrentes de agua todo el viento de fuego recibido un mes entero
del norte, la gente se resignó a una desastrosa sequía.
El fox-terrier vivió desde entonces sentado bajo su
naranjo, porque cuando el calor traspasa cierto límite razonable, los perros no
respiran bien, echados. Con la lengua de fuera y los ojos entornados, asistió a
la muerte progresiva de cuanto era brotación primaveral. La huerta se perdió rápidamente.
El maizal pasó del verde claro a una blancura amarillenta, y a fines de noviembre
sólo quedaban de él columnitas truncas sobre la negrura desolada del rozado. La
mandioca, heroica entre todas, resistía bien.
El pozo del fox-terrier –agotada su fuente– perdió día
a día su agua verdosa, y tan caliente que Yaguaí no iba a él sino de mañana, si
bien ahora hallaba rastros de apereás, agutíes y hurones, que la sequía del monte
forzaba hasta aquel.
En vuelta de su baño, el perro se sentaba de nuevo,
viendo aumentar poco a poco el viento, mientras el termómetro, refrescado a 15 al
amanecer, llegaba a 41 a las dos de la tarde. La sequedad del aire llevaba a beber
al fox-terrier cada media hora, debiendo entonces luchar con las avispas y abejas
que invadían los baldes, muertas de sed. Las gallinas, con las alas en tierra, jadeaban
tendidas a la triple sombra de los bananos, la glorieta y la enredadera de flor
roja, sin atreverse a dar un paso sobre la arena abrasada, y bajo un sol que mataba
instantáneamente a las hormigas rubias.
Alrededor, cuanto abarcaba los ojos del fox-terrier,
los bloques de hierro, el pedregullo volcánico, el monte mismo, danzaba, mareado
de calor. Al oeste, en el fondo del valle boscoso, hundido en la depresión de la
doble sierra, el Paraná yacía, muerto a esa hora en su agua de cinc, esperando la
caída de la tarde para revivir. La atmósfera, entonces, ligeramente ahumada hasta
esa hora, se velaba al horizonte en denso vapor, tras el cual el sol, cayendo sobre
el río, sosteníase asfixiado en perfecto círculo de sangre. Y mientras el viento
cesaba por completo y en el aire aún abrasado Yaguaí arrastraba por la meseta su
diminuta mancha blanca, las palmeras, recortándose inmóviles sobre el río cuajado
en rubí, infundían en el paisaje una sensación de lujoso y sombrío oasis.
Los días se sucedían iguales. El pozo del fox-terrier
se secó, y las asperezas de la vida, que hasta entonces evitaran a Yaguaí, comenzaron
para él esa misma tarde.
Desde tiempo atrás, el perrito blanco había sido muy
solicitado por un amigo de Cooper, hombre de selva cuyos muchos ratos perdidos se
pasaban en el monte tras los tatetos. Tenía tres perros magníficos para esta caza,
aunque muy inclinados a rastrear coatíes, lo que envolviendo una pérdida de tiempo
para el cazador, constituye también la posibilidad de un desastre, pues la dentellada
de un coatí degüella sistemáticamente al perro que no supo cogerlo.
Fragoso, habiendo visto un día trabajar al fox-terrier
en un asunto de irara, que Yaguaí forzó a estarse definitivamente quieta, dedujo
que un perrito que tenía ese talento especial para morder justamente entre cruz
y pescuezo, no era un perro cualquiera, por más corta que tuviera la cola. Por lo
que instó repetidas veces a Cooper a que le prestara a Yaguaí.
–Yo te lo voy a enseñar bien a usted, patrón –le decía.
–Tiene tiempo –respondía Cooper.
Pero en esos días abrumadores –la visita de Fragoso
avivando el recuerdo de aquello– Cooper le entregó su perro a fin de que le enseñara
a correr.
Corrió, sin duda, mucho más de lo que hubiera deseado
el mismo Cooper.
Fragoso vivía en la margen izquierda del Yabebirí, y
había plantado en octubre un mandiocal que no producía aún, y media hectárea de
maíz y porotos, totalmente perdida. Esto último, específico para el cazador, tenía
para Yaguaí muy poca importancia, trastornándole en cambio la nueva alimentación.
Él, que en casa de Cooper coleaba ante la mandioca simplemente cocida, para no ofender
a su amo, y olfateaba por tres o cuatro lados el locro, para no quebrar del todo
con la cocinera, conoció la angustia de los ojos brillantes y fijos en el amo que
come, para concluir lamiendo el plato que sus tres compañeros habían pulido ya,
esperando ansiosamente el puñado de maíz sancochado que les daban cada día.
Los tres perros salían de noche a cazar por su cuenta
–maniobra esta que entraba en el sistema educacional del cazador– pero el hambre,
que llevaba a aquellos naturalmente al monte a rastrear para comer, inmovilizaba
al fox-terrier en el rancho, único lugar del mundo donde podía hallar comida. Los
perros que no devoran la caza, serán siempre malos cazadores; y justamente la raza
a que pertenecía Yaguaí, caza desde su creación por simple sport.
Fragoso intentó algún aprendizaje con el fox-terrier.
Pero siendo Yaguaí mucho más perjudicial que útil al trabajo desenvuelto de sus
tres perros, lo relegó desde entonces en el rancho a espera de mejores tiempos para
esa enseñanza.
Entretanto, la mandioca del año anterior comenzaba a
concluirse, las últimas espigas de maíz rodaron por el suelo, blancas y sin un grano,
y el hambre, ya dura para los tres perros nacidos con ella, royó las entrañas de
Yaguaí. En aquella nueva vida había adquirido con pasmosa rapidez el aspecto humillado,
servil y traicionero de los perros del país. Aprendió entonces a merodear de noche
en los ranchos vecinos, avanzando con cautela, las piernas dobladas y elásticas,
hundiéndose lentamente al pie de una mata de espartillo, al menor rumor hostil.
Aprendió a no ladrar por más furor o miedo que tuviera, y a gruñir de un modo particularmente
sordo, cuando el cuzco de un rancho defendía a este del pillaje. Aprendió a visitar
los gallineros, a separar dos platos encimados con el hocico, y a llevarse en la
boca una lata con grasa, a fin de vaciarla en la impunidad del pajonal. Conoció
el gusto de las guascas ensebadas, de los zapatones untados de grasa, del hollín
pegoteado de una olla, y –alguna vez– de la miel recogida y guardada en un trozo
de tacuara. Adquirió la prudencia necesaria para apartarse del camino cuando un
pasajero avanzaba, siguiéndolo con los ojos, aguachado entre el pasto. Y a fines
de enero, de la mirada encendida, las orejas firmes sobre los ojos, y el rabo alto
y provocador del fox-terrier, no quedaba sino un esqueletillo sarnoso, de orejas
echadas atrás y rabo hundido y traicionero, que trotaba furtivamente por los caminos.
La sequía continuaba; el monte quedó poco a poco desierto,
pues los animales se concentraban en los hilos de agua que habían sido grandes arroyos.
Los tres perros forzaban la distancia que los separaba del abrevadero de las bestias,
con éxito mediano, pues siendo este muy frecuentado a su vez por los yaguareteí,
la caza menor tornábase desconfiada. Fragoso, preocupado con la ruina del rozado
y disgustos con el propietario de su tierra, no tenía humor para cazar, ni aún por
hambre. Y la situación amenazaba así tornarse muy crítica, cuando una circunstancia
fortuita trajo un poco de aliento a la lamentable jauría.
Fragoso debió ir a San Ignacio, y los cuatro perros,
que fueron con él, sintieron en sus narices dilatadas una impresión de frescura
vegetal –vaguísima, si se quiere– pero que acusaba un poco de vida en aquel infierno
de calor y seca. En efecto, la región había sido menos azotada, resultas de lo cual
algunos maizales, aunque miserables, se sostenían en pie.
No comieron ese día; pero al regresar jadeando detrás
del caballo, los perros no olvidaron aquella sensación de frescura, y a la noche
siguiente salían juntos en mudo trote hacia San Ignacio. En la orilla del Yabebirí
se detuvieron oliendo el agua y levantando el hocico trémulo a la otra costa. La
luna salía entonces, con su amarillenta luz de menguante. Los perros avanzaron cautelosamente
sobre el río a flor de piedra, saltando aquí, nadando allá, en un paso que en agua
normal no da fondo a tres metros.
Sin sacudirse casi, reanudaron el trote silencioso y
tenaz hacia el maizal más cercano. Allí el fox-terrier vio cómo sus compañeros quebraban
los tallos con los dientes, devorando en secos mordiscos que entraban hasta el marlo,
las espigas en choclo. Hizo lo mismo; y durante una hora, en el rozado negro de
árboles quemados, que la fúnebre luz del menguante volvía más espectral, los perros
se movieron de aquí para allá entre las cañas, gruñéndose mutuamente.
Volvieron tres veces más, hasta que la última noche
un estampido demasiado cercano los puso en guardia. Mas coincidiendo esta aventura
con la mudanza de Fragoso a San Ignacio, los perros no sintieron mucho.
***
Fragoso había logrado por fin trasladarse allá, en el fondo de la colonia.
El monte, entretejido de tacuapí, denunciaba tierra excelente; y aquellas inmensas
madejas de bambú, tendidas en el suelo con el machete, debían de preparar magníficos
rozados.
Cuando Fragoso se instaló, el tacuapí comenzaba a secarse.
Rozó y quemó rápidamente un cuarto de hectárea, confiando en algún milagro de lluvia.
El tiempo se descompuso, en efecto; el cielo blanco se tornó plomo, y en las horas
más calientes se transparentaban en el horizonte lívidas orlas de cúmulos. El termómetro
a 39 y el viento norte soplando con furia, trajeron al fin doce milímetros de agua,
que Fragoso aprovechó para su maíz, muy contento. Lo vio nacer, lo vio crecer magníficamente
hasta cinco centímetros, pero nada más.
En el tacuapí, bajo él y alimentándose acaso de sus
brotes, viven infinidad de roedores. Cuando aquel se seca, sus huéspedes se desbandan,
el hambre los lleva forzosamente a las plantaciones; y de este modo los tres perros
de Fragoso, que salían una noche, volvieron en seguida restregándose el hocico mordido.
Fragoso mató esa misma noche cuatro ratas que asaltaban su lata de grasa.
Yaguaí no estaba allí. Pero a la noche siguiente, él
y sus compañeros se internaban en el monte (aunque el fox-terrier no corría tras
el rastro, sabía perfectamente desenfundar tatús y hallar nidos de urúes), cuando
el primero se sorprendió del rodeo que efectuaban sus compañeros para no cruzar
el rozado. Yaguaí avanzó por este, no obstante; y un momento después lo mordían
en una pata, mientras rápidas sombras corrían a todos lados.
Yaguaí vio lo que era; e instantáneamente, en plena
barbarie de bosque tropical y miseria, surgieron los ojos brillantes, el rabo alto
y duro, y la actitud batalladora del admirable perro inglés. Hambre, humillación,
vicios adquiridos, todo se borró en un segundo ante las ratas que salían de todas
partes. Y cuando volvió por fin a echarse, ensangrentado, muerto de fatiga, tuvo
que saltar tras las ratas hambrientas que invadían literalmente el rancho.
Fragoso quedó encantado de aquella brusca energía de
nervios y músculos que no recordaba más, y subió a su memoria el recuerdo del viejo
combate con la irara; era la misma mordida sobre la cruz: un golpe seco de mandíbula,
y a otra rata.
Comprendió también de dónde provenía aquella nefasta
invasión, y con larga serie de juramentos en voz alta, dio su maizal por perdido.
¿Qué podía hacer Yaguaí solo? Fue al rozado, acariciando al fox-terrier, y silbó
a sus perros; pero apenas los rastreadores de tigres sentían los dientes de las
ratas en el hocico, chillaban, restregándolo a dos patas. Fragoso y Yaguaí hicieron
solos el gasto de la jornada, y si el primero sacó de ella la muñeca dolorida, el
segundo echaba al respirar burbujas sanguinolentas por la nariz.
En doce días, a pesar de cuanto hicieron Fragoso y el
fox-terrier para salvarlo, el rozado estaba perdido. Las ratas, al igual de las
martinetas, saben muy bien desenterrar el grano adherido aún a la plantita. El tiempo,
otra vez de fuego, no permitía ni la sombra de nueva plantación, y Fragoso se vio
forzado a ir a San Ignacio en busca de trabajo, llevando al mismo tiempo su perro
a Cooper, que él no podía ya entretener poco ni mucho. Lo hacía con verdadera pena,
pues las últimas aventuras, colocando al fox-terrier en su verdadero teatro de caza,
habían levantado muy alta la estima del cazador por el perrito blanco.
En el camino, el fox-terrier oyó, lejano, el ruido de
carretería de los pajonales del Yabebirí ardiendo con la sequía; vio a la vera del
bosque a las vacas que soportando la nube de tábanos, doblaban los catiguás con
el pecho, avanzando montadas sobre el tronco arqueado hasta alcanzar las hojas.
Vio al mismo monte subtropical secándose en los pedregales, y sobre el brumoso horizonte
de las tardes de 38-40, volvió a ver el sol cayendo asfixiado en un círculo rojo
y mate.
Media hora después llegaban a San Ignacio, y siendo
ya tarde para llegar hasta lo de Cooper, Fragoso aplazó para la mañana siguiente
su visita. Los tres perros, aunque muertos de hambre, no se aventuraron mucho a
merodear en país desconocido, con excepción de Yaguaí, al que el recuerdo bruscamente
despierto de las viejas carreras delante del caballo de Cooper, llevaba en línea
recta a casa de su amo.
***
Las circunstancias anormales por que pasaba el país con la sequía de cuatro
meses –y es preciso saber lo que esto supone en Misiones– hacía que los perros de
los peones, ya famélicos en tiempo de abundancia, llevaran sus pillajes nocturnos
a un grado intolerable. En pleno día, Cooper había tenido ocasión de perder tres
gallinas, arrebatadas por los perros hacia el monte. Y si se recuerda que el ingenio
de un poblador haragán llega a enseñar a sus cachorros esta maniobra para aprovecharse
ambos de la presa, se comprenderá que Cooper perdiera la paciencia, descargando
irremisiblemente su escopeta sobre todo ladrón nocturno. Aunque no usaba sino perdigones,
la lección era asimismo dura.
Así una noche, en el momento que se iba a acostar, percibió
su oído alerta el ruido de las uñas enemigas, tratando de forzar el tejido de alambre.
Con un gesto de fastidio descolgó la escopeta, y saliendo afuera vio una mancha
blanca que avanzaba dentro del patio. Rápidamente hizo fuego, y a los aullidos traspasantes
del animal arrastrándose sobre las patas traseras, tuvo un fugitivo sobresalto,
que no pudo explicar y se desvaneció en seguida. Llegó hasta el lugar, pero el perro
había desaparecido ya, y entró de nuevo.
–¿Qué fue, papá? –le preguntó desde la cama su hija–.
¿Un perro?
–Sí –repuso Cooper colgando la escopeta–. Le tiré un
poco de cerca…
–¿Grande el perro, papá?
–No, chico.
Pasó un momento.
–¡Pobre Yaguaí! –prosiguió Julia–. ¡Cómo estará!
Súbitamente Cooper recordó la impresión sufrida al oír
aullar al perro: algo de su Yaguaí había allí… Pero pensando también en cuán remota
era esa probabilidad, se durmió.
Fue a la mañana siguiente, muy temprano, cuando Cooper,
siguiendo el rastro de sangre, halló a Yaguaí muerto al borde del pozo del bananal.
De pésimo humor volvió a casa, y la primer pregunta
de Julia fue por el perro chico.
–¿Murió, papá?
–Sí, allá en el pozo… es Yaguaí.
Cogió la pala, y seguido de sus dos hijos consternados,
fue al pozo. Julia, después de mirar un momento inmóvil, se acercó despacio a sollozar
junto al pantalón de Cooper.
–¡Qué hiciste, papá!
–No sabía, chiquita… Apártate un momento.
En el bananal enterró a su perro, apisonó la tierra
encima, y regresó profundamente disgustado, llevando de la mano a sus dos chicos,
que lloraban despacio para que su padre no los sintiera.
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