Max Aub
Cuando el general Den Bié
Uko se enteró que su enemigo el general Bai Pu Un había caído prisionero, se alegró
muchísimo. La verdad: nada hubiera podido satisfacerle tanto. Nadie lo notó. Así
era de reservado, dejando aparte que los músculos de su cara no se prestaban a la
exteriorización de ningún sentimiento.
Lo
mandó encerrar en la última mazmorra del fuerte de Xien Khec. La conocía de tiempo
atrás, cuando los ingleses lo tuvieron allí a pan y agua, cuatro años. Hacía de
eso bastante tiempo: entonces Bai Pu Un era como su hermano. Ocho barrotes a ras
de tierra, cosa de veinte centímetros de alto, sitio suficiente para que corrieran
las ratas, gordas, de los arrozales de la colina en declive.
Sí,
había sido como su hermano. Ahora había perdido. Den Bié Uko no dudó nunca, siempre
tuvo fe en su estrella, aun cuando ayudaba a su amo –¿fue su padre?– a mover aquel
telar primitivo. Entonces los franceses y los ingleses enviaban agentes suicidas
que se hacían matar para que sus gobiernos tuvieran pretexto relativamente valedero
para ocupar militarmente el país; hacíanse llamar misioneros. Den Bié Uko los admiraba
y aprendió de ellos. Ahora, con Bai Pu Un en su poder no tendría problemas, pero
estuvo a punto de fracasar. La culpa la tenía su rival, en el fondo siempre lo supo:
era de sangre Kuri. ¿Cómo hacerle pagar los dos últimos años de inseguridad; de
correr, esconderse, pasar hambre y miedo?
No
era tan fácil como pudiera parecer a primera vista. Inmóvil en su hamaca, el general
vencedor rumiaba las posibles venganzas. En ningún momento se le ocurrió recurrir
al tormento físico. Eso quedaba para los europeos o los mahometanos. El dolor se
soporta cuando uno está decidido a ello. Lo sabía por propia experiencia, y ajena.
El que quiere aguantar, aguanta.
Había
traicionado a Bai Pu Un hacía tiempo y vencido. En estas condiciones no podía mostrarse
generoso. Un mes antes, previendo el final dichoso le envió un emisario. Lo que
le mandó decir su todavía rival no es para recordarlo. El empalamiento no era suficiente.
Si lo hubiera insultado sólo a él, pase. Pero tuvo a bien meterse con su madre.
Ahora lo tenía enjaulado bajo tierra. Den Bié Uko sonrió teóricamente.
La
idea surgió al despertar. Sólo en el “pensar recto, querer recto, hablar recto,
obrar recto, profundizar recto” reside la verdad. ¿Qué estaría pensando, qué estaría
esperando Bai Pu Un? Pensaría en él, pendiente de su inclemencia: preparándose para
el tormento, resignado a los suplicios.
Llegaban
cantos de victoria apoyados en tambores.
A
menos que creyera que Jembogan pudiera hacer algo por él. ¿Por qué no había de suponerlo?
Pero ¿quién podía haberle puesto en antecedentes? Nadie. Jembogan, un dios. ¿Qué
no podría si se lo propusiera? Si llegaba a enterarse de que Bai Pu Un había sido
hecho prisionero por Den Bié Uko, intervendría, con toda su fuerza, que liberaría
al preso. Bai Pu Un ignoraba el acuerdo a que había llegado con su vencedor. Si
Bai Pu Un pudiera creer, hasta última hora, hasta ultimísima hora, que Jembogan
lo iba a liberar. Que se iba a voltear la suerte de todo en todo…
Den
Bié Uko se relame interiormente. Llama a U Ma Ni, su ayudante preferido y le da
un amuleto de Jembogan, que trae atado bajo el sobaco. Le da la orden de hacerlo
llegar por persona interpuesta a manos del prisionero.
Cuando
supo que su orden había sido cumplida, mandó detener y ejecutar al mensajero en
la plaza del fuerte para que, desde su celda subterránea, Bai Pu Un pudiera verlo.
Debieron entregar el amuleto hacia las diez de la mañana, la ejecución tuvo lugar
a las tres de la tarde. Den Bié Uko dejó pasar el resto del día sin hacer nada.
No recibió a nadie pensando en lo que pensaba su enemigo.
Al
caer la noche ordenó que al Norte, al Este y al Sur se dispararan unos cuantos tiros
y, una hora después, una ráfaga de ametralladora a cosa de dos kilómetros de la
fortaleza. Luego se emborrachó. Al despertar, ordenó formar lo más de sus tropas
disponibles como si fuesen a entrar en combate. Luego las mandó hacer un simulacro
en las orillas del río. Las dos baterías no dejaron de disparar desde las diez de
la mañana. Dizque se olvidaron de dar de comer al prisionero.
Cuando
el sol empezó a decaer hizo que sus tropas se replegaran hacia el recinto que las
cobijaba sin dejar de disparar. De pronto dio la orden de suspender el fuego, de
dispersarse en silencio, de formar el cuadro que había de fusilar a un vencido enemigo.
Por
eso Jembogan nunca pudo explicarse el esbozo de sonrisa que apareció en la faz de
Den Bié Uko, algún tiempo después –poco: las alianzas son frágiles– al enfrentarse
al arbolón donde iba a ser, para lección de propios y extraños, colgado por los
pies.
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