viernes, 27 de octubre de 2023

Ecos del bosque

Stefan Zeromski

 

El general Rozlucki estaba sentado con aire solemne en una silla plegable. La silla (propiedad del topógrafo Knopf) se hallaba colocada en el centro mismo del tapiz descolgado de la pared junto a la cual se encontraba la cama de mi madre. Al otro lado del hogar, sentado en un tronco cubierto cuidadosamente con una manta, veíase encogido y haciendo aspavientos a Knopf, envuelto en un impermeable que llegaba hasta el suelo y lo hacía parecer una movediza tienda de campaña. A su lado, entre el ahorquillado ramaje de un trozo de árbol traído por un cazador y en posición sumamente incómoda, está el guardabosques Gunkiewicz, que sostenía entre los dedos con gran cuidado un vasito de arak, al que para conservar las apariencias había añadido dos cucharaditas de té. El escribano de la comuna, Olszakowski, y el viejo alcalde de monterilla, Gala, que ostentaba sobre su descolorido capote una medalla de bronce “Por la pacificación del motín Polaco”, estaban sentados uno al lado del otro. Mi padre, acostumbrado a cazar en el bosque, permanecía recostado en el suelo. Y el autor de estas líneas, recién honrado con el paso del segundo al tercer grado, estaba metido constantemente en todas partes donde no lo llamaban.

El general retirado Rozlucki había venido precisamente a esta hacienda, arrendada desde hacía mucho tiempo por mi padre, para anexar a ella, de acuerdo con la ordenanza relativa al cambio de tierras, una parte importante del bosque, propiedad del Estado.

La separación de una parte triangular del bosque estaba ya casi terminada. El topógrafo Knopf, que desde hacía una semana se hallaba instalado en nuestra propia casa atormentando a todo el mundo con sus caprichos, había fijado por fin la línea del “corte”, y los leñadores contratados habían dado ya comienzo a la tala de árboles. El mandatario, que desde tres días antes permanecía en nuestra finca, se proponía entregar a mi padre, lo más rápidamente posible y en presencia de las autoridades locales, la parte del bosque que había sido agregada a la hacienda. Dos grupos de campesinos iban abriendo el “corte” y aproximándose unos a otros desde puntos opuestos. Se suponía que todo quedaría terminado antes de la puesta del sol, pero la noche se echó encima y la línea no tenía trazas de quedar abierta. Sin embargo, el general decidió que, acabaran o no, al día siguiente abandonaría estos lugares. También los demás funcionarios querían terminar cuanto antes. Por consiguiente, todos se pusieron de acuerdo para realizar la obra por la noche, aunque fuera necesario trabajar hasta la madrugada.

A la entrada del bosque encendieron una hoguera. Desde la casa, alejada de ese lugar unas dos verstas, nos trajeron la cena, y ahora esperábamos a que fueran derribadas unas decenas de abetos que aún quedaban por cortar, pasando el tiempo como buenamente podíamos.

Todos estaban de buen humor. El simpático Gunkiewicz, que cubría su calvicie con los pocos cabellos que le quedaban a los lados, y su rala barbita ennegrecida con un tinte barato, llevaba bebidos ya cerca de diez vasitos de té con arak, y si le ofrecía más, temía que fueran demasiados, pues “me parece que ya es el tercero y al tercero va la vencida”… Yo le garantizaba, con la plena seguridad de quien había adquirido gran capacidad en el dominio de la aritmética, incluidos los decimales, que “no era así, ni mucho menos”; él, naturalmente, se dejaba convencer, inclinándose ante la luz de la sabiduría, y aceptaba una nueva porción de arak.

El escribano Olszakowski, conocedor de todos los problemas humanos, muy especialmente los métodos comerciales-comunales para llegar a adquirir una gran fortuna en un abrir y cerrar de ojos (por lo cual hubo de permanecer cierto tiempo en la cárcel de Kielce), era un genio indiscutible. Hubiera sido capaz de ejercer con todo éxito el cargo de ministro del Interior o de Asuntos Exteriores, e incluso los dos cargos simultáneamente sin el menor esfuerzo. Concusionario notorio, expoliador de los campesinos y explotador de los judíos; experto violador de la ley al mismo tiempo que peste de la parroquia, bebía muy poco debido a la presencia del general, y se interesaba mucho más por la comida. No obstante, poseído de su sabiduría, no hacía mucho caso del general, y no regateaba su buen humor a los reunidos.

El alcalde Gala comía desenfrenadamente tragándose a la chita callando todo cuanto se presentaba ante su vista; bebía sin recato alguno, al tiempo que no cesaba de murmurar alegremente. Se notaba que cumplía con gran celo sus servicios al Estado y, en general, se mostraba sumamente satisfecho de sus actividades.

Incluso Knopf, que padecía constantemente de gastritis (y también de enteritis), un neurasténico perdido que sólo comía alimentos de fácil digestión, ni ácidos ni secos y otros que en una aldea perdida de los Montes de Santa Cruz, nadie, desde que el mundo existe, había comido ni visto nunca, y de los que hasta se desconocía el nombre. Knopf era un pelmazo que no podía dormir de noche, que odiaba el canto de los gallos y el ladrido de los perros, el cloqueo de los pavos, el graznido de los gansos, e incluso el cacareo de las gallinas; una verdadera plaga de Egipto para las personas sanas y fuertes que trabajan donde hay gran afición por los mastines y sabuesos, galgos y pachones, y en general por todos los perros de diversos razas y pelajes, que no sólo ladraban y aullaban durante noches enteras, sino que además se acostaban en divanes y sofás, y donde los gallos cantaban sin cesar y cuando dejaban de hacerlo se les mataba de inmediato. Pues bien, hasta Knopf tenía ese día un humor bastante aceptable. Contó a los reunidos una anécdota amarga sobre su astrolabio, al que –según afirmaban las malas lenguas– calzaba con sus propios chanclos, vestía con sus pantalones y chaquetas e incluso ponía su sombrero para protegerlo de la lluvia. A pesar de que el guardabosques Gunkiewicz estropeó la gracia de la anécdota con un prematuro estallido de risa que se produjo en la parte del relato que no tenía gracia alguna, Knopf se reía, lo cual era algo no acontecido desde hacía varios años en la región de las tres provincias.

El general, un viejecillo bastante bien conservado, mostraba una seriedad característica. Durante la cena improvisada, apenas prestó atención al escribano y al alcalde, pero soportó su presencia sin protesta alguna y no se opuso a que ambos sujetos devoraran con enorme apetito pollos y trozos fríos de carne asada y vaciaran sin cesar copas de aguardiente, acompañadas por vasos de cerveza o calentándose con la mezcla de té y arak. De vez en cuando el general honraba a Gunkiewicz con alguna palabra, a la vez que conversaba con Knopf. Comía muy despacio y tomaba té.

El general era polaco y de manera ostensible hablaba siempre este idioma, incluso en las oficinas públicas. Se advertía en su pronunciación cierta dureza y acento ruso, pero ese acento iba bien con su silueta altiva, su gruesa pelliza de corte original, su gorra redonda con banda roja y enorme visera, sus polainas de paño y los bigotes canosos con las puntas hacia arriba.

Las llamas de la hoguera, atizada por el cazador, se elevaban cada vez más. Las secas ramas de enebro ardían con alegres chasquidos. Desde el bosque llegaban los golpes de las hachas. El ruido retumbaba en la extensa espesura de los abedules, en la selva húmeda y soñolienta, muda y profunda. El eco de los golpes huía de monte en monte, se deslizaba hacia parajes lejanos y oscuros y era absorbido por la noche y la niebla. Extrañas voces venían temblando desde muy lejos, desde fuera del mundo. Temerosas e incomprensibles volvían desde los pantanos en que nadie penetraba, donde se deslizaban las almas en pena. De vez en cuando, entre los golpes de las hachas, se oía el crujir lamentoso de un árbol que caía con el desgarrón súbito de sus ramas y el trueno potente y sordo que arrancaba a la tierra el golpe del enorme tronco. El eco se apoderaba de esta voz, y llevaba lejos, a través de la oscura noche, la noticia doliente y cada vez más apagada de esa caída. Todo el bosque temblaba estremecido repitiendo con todos sus árboles el testimonio inolvidable y llamando con su voz latente desde la profunda oscuridad de la noche…

A través de la inmensa cortina formada por el ramaje del bosque apareció una enorme luna roja, que con gran lentitud iba desplazándose entre las nubes sombrías.

Los reunidos en torno de la hoguera guardaron silencio. Sopló un viento frío. Mi cabalgadura (una yegua blanca de la hacienda, huesuda, casi jubilada a la que al llegar de vacaciones corté la cola y las crines, torturándola con la cincha de una vieja silla y obligándola a galopar duramente) estaba cerca de la hoguera. Podían distinguirse su hermosa cabeza y sus paletillas, sus cascos ya gastados, y sobre todo, sus ojos que miraban pensativos a las llamas y a la gente allí reunida…

El general, que desde hacía un buen rato había dejado su vaso sobre la bandeja, estaba sentado, el cuerpo erguido, con una pierna elegantemente separada de la otra y el pecho saliente. De vez en cuando volvía la cabeza para mirar el bosque. Escuchaba el resonar de los ecos, para volver después a su postura anterior.

Dirigiéndose a Gunkiewicz preguntó:

–Diga usted, guardabosques: ¿qué distancia nos separa de Suchedniow?

Gunkiewicz, dejando su vaso en la bandeja e inclinando con respeto su calvicie enmascarada, indicó que en línea recta no había más de diez verstas.

–¿Y usted conoce todos los caminos?

Gunkiewicz sonrió con orgullo o acaso compasivo. No encontraba palabras lo suficientemente expresivas para describir su conocimiento de estos lugares; hacía más de veinte años que era guardabosques.

–Ya… –murmuró pensativo el general– ¿Conoce usted también el camino de Zagnansk a Wzdol? Allí, al lado de la carretera había una taberna, en el mismo bosque.

–Sí, en efecto, Zagozdzie. Allí sigue.

–Uno de los caminos, cruzado por raíces, iba desde allí a Suchedniow; el otro, un poco mejor, conducía a Wzdol, a Bodzentyn.

–Así es, mi general.

–¿De manera que según dice usted la taberna existe aún?

–Existe. Es el punto de parada y escondite principal de los ladrones. Allí es precisamente donde se reúnen los ladrones de caballos de todo el Reino de Polonia.

–Frente a la taberna y al otro lado, detrás de la carretera, había una especie de duna. Una gran superficie de arena amarillenta… Sobre esa duna crecían algunos abedules…

–¡Lo recuerda usted perfectamente, mi general! De esos abedules sólo quedó uno. Estaban ya tan crecidos que daba gusto verlos. Pero el maldito tabernero los cortó. Sólo dejó uno, seguramente porque en él había una cruz. El tipo, por lo que se ve, no tuvo el valor de tocarlo.

–¿A qué cruz se refiere usted? –preguntó vivamente Rozlucki.

–A la cruz que hay allí… En aquel lugar.

–¿Por qué razón pusieron allí una cruz?

–Sí, mi general, hay una cruz. La gente la puso allí… en aquel lugar… y al pasar junto a ella se descubre… Por eso la cruz sigue aún en el mismo sitio. Está ya un poco carcomida por la parte de abajo, pero la afianzaron con dos puntales…

–¿Y quién colocó la cruz? –insistió el general.

–A decir verdad… –dijo Gunkiewicz con voz baja e insegura y sonriendo con timidez–; a decir verdad fui yo mismo quien la puso. Madera tenemos aquí de sobra. Elegí un abeto sano, fuerte y bien seco. Después lo trabajó el carpintero aquí presente, que hoy es nuestro alcalde…

–¡Bah! No fue gran cosa y no vale la pena acordarse… –dijo Gala con desgano.

–Clavamos el madero en la arena, bien hondo.

–Pero, ¿por qué razón precisamente en ese sitio?

–Pues mire, mi general, porque en ese mismo lugar está enterrado un hombre… en la duna…

–Está enterrado un hombre… –repitió el general– ¿Y usted conocía a ese hombre? ¿Lo conoció en vida?

–Claro que lo conocía… Trabajaba en el bosque y sería difícil no conocerlo… Aquí todo es bosque en varias millas a la redonda. Quien se adentra en estos bosques, no puede menos que entrar en mi choza… incluso meterse en mi propia cama…

El general inclinó la cabeza y durante largo rato permaneció sin pronunciar palabra. Finalmente sacó de uno de sus bolsillos una cigarrera de plata y la abrió con manos temblorosas e inseguras.

–¿Sabe usted acaso –dijo con una sonrisa glacial– que ese hombre que está enterrado allí es mi sobrino?…

El topógrafo Knopf, que hasta entonces no había hecho el menor movimiento, sin quitar la vista de las llamas de la hoguera, hizo un gesto de repugnancia y lanzó una mirada al general.

–¡Rymwid! –exclamó.

–Exactamente: Rymwid –confirmó el general–. Parece como si usted también supiera algo de él.

Knopf frunció los labios como si acabara de beber un trago de jugo de limón puro, a la vez que movía su huesuda y flaca mano en diversas direcciones, mientras sus ojos no dejaban de parpadear. Por fin, entre muecas y gestos desagradables y sonrisas hipócritas, murmuró:

–En efecto… Rymwid. Ahora comprendo todo.

–¡Rymwid! –volvió a repetir el general con voz dura y burlona–. El mismo, teniente de mi regimiento. ¡“El Capitán”! Por fin encontró lo que buscaba…

–Así que era sobrino de usted… –susurró Gunkiewicz lleno de asombro.

El segundo hijo de mi hermano Jan –continuó pensativo el general–. Mi hermano, que encontró una muerte gloriosa en la batalla de Sebastopol, al pie del Kurhan de Malachow, teniente general y hombre de los tiempos de Nicolás I, ascendido por méritos en la campaña de Hungría y premiado con condecoraciones y tierras en el gobierno de Penza. Al morir en el campo de batalla me encomendó a sus dos hijos. Yo le di mi palabra de hermano y de soldado de que haría de ellos hombres de bien y que los haría entrar en el gran mundo. Cumplí mi palabra. Sí, la he cumplido… El primogénito tenía el grado de capitán de Estado Mayor. Se llamaba Piotr y permanecía soltero. El más joven, Jan, después de salir de la Academia Militar, fue destinado a mi regimiento. Se casó muy joven con una polaca de Plazy; tenía ya un hijo cuando llegó esa insurrección maldita. Sí, señores, esa maldita insurrección. Recibí la orden de… En aquel tiempo yo era teniente coronel. Nos enviaron a la región de Opoczyn.

El general calló un momento y quedó pensativo. Knopf lio con esmero un cigarro, lo metió cuidadosamente en la boquilla y comenzó a buscar un ascua para encenderlo. Parecía como si el general aguardara el momento en que Knopf acabara de encender su cigarro y cuando aquél aspiró la primera bocanada, continuó su relato:

–Pues bien, este sobrino mío fue un traidor. Por la noche, cuando apenas nos habíamos desplegado, se pasó a los insurrectos. A la mañana siguiente, el capitán Szczukin me informó que Jan había desaparecido. En el Cuartel General donde nos encontrábamos, en Sierpia, fue hallada una carta sobre la mesa, en la que me informaba como comandante de los tres batallones, “que fiel a los deberes para con su patria”… y otras cosas por el estilo. A mí, su superior y tío, me incitaba a manchar también mi honor de oficial, a quebrantar el juramento prestado y a seguir su ejemplo, uniéndome a las bandas del bosque. Así decía, señores míos.

Knopf seguía fumando su cigarro con la mayor calma. Con una precisión matemática exhalaba bocanadas de humo que después se quedaba observando. Gunkiewicz no quería tomar más té. Medio aturdido, miraba a quien hablaba, como si fuera una visión extraordinaria.

–Tuve noticias –siguió diciendo el general– de que nuestro desertor había llegado a ser el jefe de Estado Mayor de una de las bandas. Claro –me decía el capitán Szczukin, jefe de la compañía en que sirvió mi sobrino– precisamente para eso se ha pasado al enemigo. En el ejército el servicio es duro, pesado e ingrato, mientras que en las bandas es más llevadero. Allí, sin esfuerzo ni dificultad alguna, nuestro tenientillo podrá llegar a ser capitán. Pero en fin, sea lo que fuere, la verdad es que en estos ejércitos polacos no es difícil ascender.

Knopf terminó de fumar su cigarro a la vez que se reía del chiste del capitán Szczukin. El general prosiguió:

–Continuamente organizábamos batidas contra uno u otro grupo. Cuando salíamos de los bosques de Konsk hacia los de Suchendniow, ellos se retiraban a los de Bodzentyn. Después, cuando regresábamos, eran ellos los que venían detrás de nosotros. Sobre todo uno de los jefes, coronel o capitán, de apodo “Walter”, era el que más nos engañaba. Solía encender varias hogueras durante la noche, simulando un campamento y en seguida se retiraba bastante lejos. Nosotros cercábamos silenciosamente las hogueras y atacábamos durante la noche; pero no encontrábamos a nadie. Mientras tanto él, que estaba al acecho, se acercaba a nosotros sin hacer el menor ruido, como un ladrón, abriendo fuego contra nuestros soldados iluminados por las llamas de las hogueras, y escapaba después a la espesura del bosque. Disponía además de campesinos fanáticos, que eran los mismos que nos guiaban de noche a los campamentos falsos.

–Así sucedió no pocas veces en la región de Samsonow.

–Y también cerca de Gozd… –agregó Gunkiewicz.

–Sí, también cerca de Gozd…

–Y cerca de Klonow… –murmuró Knopf.

–Pero acabó el juego –dijo el general–. Eso podía resultar bien una, dos, tres veces, pero no siempre. Una de las veces iba yo al frente de varias compañías, de Zagnansk a Wzdol, por ese camino que conduce a la taberna. Me detuve a pernoctar en ella, y envié a Szczukin con una compañía en busca del dichoso “Walter”. Teníamos que buscarlo, pues el maldito no acudía jamás al combate, y permanecía durante semanas en los pantanos, cerca de Klonow.

Esa noche –prosiguió– apenas pude conciliar el sueño; de repente, una de las veces en que me quedé dormido me despertó mi ayudante, un muchacho joven, diciendo que en el bosque se oía un gran tiroteo. Me incorporé de inmediato y escuché; en efecto, el bosque se estremecía… Como ahora… Me dio lástima; me dolía el corazón. Envié otra compañía en ayuda de Szczukin. No habían transcurrido dos horas cuando regresaban. Un campesino los había conducido a un campamento, esta vez verdadero. Al verse cercados y atacados a la bayoneta, la mayor parte de los insurrectos logró abrirse paso y dispersarse en el bosque; muchos de ellos cayeron allí mismo. Szczukin trajo a un prisionero, cogido en el combate cuerpo a cuerpo. Este prisionero no era otro que mi sobrino Rymwid. La orden recibida de mi general de brigada era irrevocable: había que limpiar a toda costa los bosques hasta Bodzentyn sin reparar en vidas. No había tiempo para enviar a los prisioneros a la cárcel de Kielce; además, no disponía de gente para escoltarlos. Los oficiales estaban furiosos. Como pariente del preso, sus ojos se clavaron en mí, severos e interrogantes.

Ordené que se celebrara al momento un juicio sumarísimo, ya que debíamos perseguir a las bandas sin demora. Yo era presidente; a mi derecha se sentaron los capitanes Szczukin y Fiedotow, y a mi izquierda, el alférez Von Tauwetter y el sargento Jewsiejenko. Habilitamos para el acto la mayor habitación de la taberna. Una vela de sebo nos alumbraba.

El general hablaba cada vez más de prisa, de manera menos comprensible e introduciendo a veces palabras, formulaciones y frases rusas. Hizo un leve movimiento y continuó hablando.

–Lo trajeron seis soldados; él venía en medio. Pequeño, delgado, quemado por el sol y vestido con harapos. Su cabello estaba en desorden y era difícil reconocerlo… Lo miré. Era Jan, el hijo preferido de mi hermano, a quien había criado como si fuera mi propio hijo. Parecía un mendigo…

Tenía la cara abierta de arriba abajo por un bayonetazo, hinchada y amoratada. Al ser introducido en la habitación se detuvo cerca de la puerta.

Después… las consiguientes preguntas de rigor: ¿Quién es usted? Silencio. Todos nos quedamos mirándolo. Había sido un buen camarada, un compañero de armas querido, un hombre de corazón, un magnífico oficial. Su simpático rostro, delicado y bueno, se mostraba ahora orgulloso, de piedra, retorcido por una sonrisa, como si fuese de hierro y un herrero le hubiera dado una nueva forma mediante el fuego.

Los soldados que lo custodiaban eran testigos. Declararon que lo habían hecho prisionero de noche, en el bosque, cuando luchaba contra ellos cuerpo a cuerpo; afirmaron que era justamente Rozlucki, el teniente que los mandaba antes. La cosa estaba clara… ¿Para qué indagar más? A votar…

Entonces intervino el juez de mi lado derecho, el capitán Szczukin, diciéndome que aún deseaba hacer algunas preguntas al acusado. Lo autoricé. Szczukin se puso de pie y apoyó con fuerza los puños sobre la mesa para inclinarse por encima de ella hacia el acusado, en quien clavó sus ojos. Todos esperábamos lo que iba a preguntar, pero pronto se vio que no podía pronunciar ni una palabra. Era un hombre tosco e inculto. Le temblaban las aletas de la nariz y fruncía el entrecejo. Finalmente comenzó a dar tremendos puñetazos en la mesa y dirigiéndose al acusado, gritó:

–¡Rozlucki! ¡No tienes derecho a mostrar ese orgullo ante nosotros! ¡No tienes derecho a mirar de esa forma! ¿Juraste o no juraste? ¿Qué has hecho de tu juramento? ¡Responde! ¿Juraste o no?

–¡Juré –respondió.

–¡Juraste! –volvió a gritar Szczukin con una voz que retumbaba en toda la taberna y golpeando la mesa con los puños–. ¿Y qué has hecho de ese juramento sagrado? ¡Te has pasado al enemigo! ¿No es así?

–Así es.

–Junto con los demás traidores a su soberana, atacaste a sus tropas en una emboscada. Mandabas a los traidores, les dabas instrucciones y les enseñabas cómo y por dónde atacar. Yo mismo vi esta noche cómo combatías contra los hombres de tu propia compañía. Declaro aquí que he visto cómo el soldado Denizczuk te hizo esa herida de un bayonetazo. ¿Es verdad lo que digo, o no?

–Sí, es verdad.

–Si todo esto es verdad, no tienes derecho entonces a dirigirnos esa mirada orgullosa y gallarda, a nosotros, soldados fieles y honrados. Estás en presencia de un Consejo de Guerra. Te juzga tu propio tío. Baja la vista, muestra la humillación que te corresponde, pues eres un traidor y un miserable.

Y él respondió:

–Yo estoy ante el juicio de Dios. Pero tú me juzgas con arreglo a tu propia justicia.

Szczukin se sentó.

–Llevamos a cabo la votación. Dos votos, los de Szczukin y Von Tauwetter, por el castigo inmediato; los dos restantes, por el envío a Kielce bajo custodia. A mí me correspondió, pues, inclinar el platillo de la balanza. Y bien… lo incliné… –dijo en voz baja, moviendo la cabeza.

–Antes de que lo sacaran del local, Jewsiejenko propuso que se le permitiera decir su última voluntad. Lo consentí. Entonces clavó sus profundos ojos en los míos. Todos permanecíamos de pie, detrás de la mesa. Se aproximó a nosotros, hasta llegar muy cerca. Me miró fijamente y yo lo miré a él. Parecía que me apuntaba con dos pistolas… Recuerdo bien sus duras palabras:

–Ordeno antes de morir, y ésta es mi última e inquebrantable voluntad, que mi hijito de seis años, Piotr, sea criado como un polaco, un polaco como yo. Ordeno educarlo, aunque ello estuviera en contra de la propia conciencia de su educador, como su padre supo hacerlo, hasta el fin. Le ordeno a él mismo trabajar por su patria y, en caso de necesidad, saber morir por ella sin temblar, como lo hago yo. No tengo más que decir.

Nos saludó militarmente. Se lo llevaron.

–Comenzaba a despuntar el día. Me dirigí a la alcoba donde pensé dormir aquella noche. Abrí la ventana. Amanecía. Al otro lado del camino seis soldados abrían rápidamente una fosa en la arena. Me aparté de la ventana volviendo la espalda, de cara a la pared… ¡Dios mío!

El general calló un instante.

–Reinaba ya la claridad cuando volví a la ventana. Ahora podía mirar tranquilamente. Sobre la curva de arena, vigilado por doce soldados armados de fusiles, estaba sentado, tranquilo. Yo sólo podía verlo de costado. Le quitaron su guerrera de insurrecto. Su camisa estaba desgarrada en el pecho. En sus manos apretadas sostenía entre las rodillas el retrato de su hijo Piotr. Inclinaba la cabeza, el pelo le caía sobre la frente. Sus ojos permanecían clavados en el retrato.

Por la esquina de la taberna apareció un pelotón de soldados pertenecientes a su propia compañía. El pelotón se detuvo ante él; lo mandaba Von Tauwetter. Los soldados aguardaban con el arma en tierra. Transcurrió un largo rato, y otro, y otro más… Yo esperaba. Esperaba a que Tauwetter diera la orden. Pero persistía el silencio… sólo el silencio.

Tauwetter no podía dar la orden. Jan continuaba sentado, mirando el retrato. Yo me hacía la ilusión de que a lo mejor había muerto ya, sentado. Tuve un momento de alivio. Seguí esperando. De repente, levantó la cabeza como si lo hiciera con un peso de mil kilos. Se puso de pie sobre el montón de arena. Sus piernas resbalaron en la tierra movediza y él las juntó. Miró tras de sí, apartó el cabello que le cubría la frente y miró a los soldados. ¡Gracias a Dios! Por fin apareció en su cara una mueca, ese desprecio que llevaba dentro durante el Consejo de Guerra. Veía cómo poco a poco ese desprecio iba abarcando su cara, sus ojos, su frente. Me sentía feliz de que fuera precisamente así, en esa forma, con ese orgullo propio de un Rozlucki… Sentía que gracias a su gran fuerza de voluntad iba transformándose en un ser insensible, casi un muerto.

–¡Salud, muchachos! –exclamó.

–¡Salud le deseamos, vuestra nobleza! –le respondieron en alta voz los soldados del pelotón como un solo hombre.

Se acercó a él Jewsiejenko para vendarle los ojos, pero lo rechazó con la mirada. El sargento se apartó. Entonces apretó contra su pecho el pequeño retrato y cerró los ojos. Sus labios se entreabrieron con una sonrisa realmente hermosa. Yo también cerré los ojos. Me acerqué a la pared para sostenerme. Esperaba… esperaba… esperaba… Y al fin…

El topógrafo Knopf se quitó la gorra, murmurando algo para sí con sus labios resecos. Gunkiewicz removió con un palo las cenizas de la hoguera, como si quisiera enterrar las lágrimas de borracho, que caían abundantes de sus ojos.

Se hizo un silencio sepulcral. Los ecos se buscaban unos a otros por las montañas cubiertas por el bosque.

De repente, el escribano se dirigió al general.

–¿Quiere usted decirnos, mi general, dónde está ahora el hijo, aquel pequeño Piotr que entonces tenía seis años?

–¿Y para qué quieres saber dónde está? –respondió el general con violencia.

–Siento verdadero interés por conocer si se cumplió la última voluntad y la orden del sublevado.

–Eso no es cosa tuya. Y procura no preguntarme cosas parecidas. ¿Me oyes?

–Me di cuenta en seguida –dijo el escribano, mirando con ojos pícaros y burlones a los del viejo general–; me di cuenta en seguida de que el diablo se ha reído a carcajadas de tu última voluntad, mi querido capitán Rymwid.

 

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