Enrique Fernández Ledesma
El doctor Íñiguez apuró un sorbo
más de su moka, y tras un breve paladeo, de conocedor exquisito, cumplimentó a la
dueña de la casa:
–Lo dicho, señora:
el café de usted es único, y creo que en ninguna parte volveré a tomarlo. Sólo probé
uno como éste hace muchos años, siendo niño, en la casa de mis abuelos.
–Pues éste me
lo mandan de… Ahora verá usted, de…
–No quiero violar
la procedencia del brebaje magnífico… Cada cual tiene sus secretos y su orgullo
de conservarlos. Guárdese usted, pues, el nombre de esa región maravillosa que produce
tal fruto y que será, sin duda, una miserable parcela perdida en las serranías de
Michoacán, de Guerrero, de Veracruz…
–No, doctor:
permítame hacer memoria. Es un pueblecillo de…
–Inútil, mi
querida señora, inútil. Siga usted haciéndonos creer que su moka nos viene del Olimpo,
ya que es, sin hipérbole, un licor de dioses…
Y el doctor,
de un envejecimiento elegante, simpático, mundano, vehementísimo, hizo chasquear
la lengua contra los dientes, con el sonido peculiar con que se interpreta un paladeo
goloso.
–Pero, decía
usted que no le era desconocido el aroma singular de este café, y que siendo niño…
–Sí: estoy seguro.
En mi casa llegó a prepararse un café igual, y recuerdo los elogios que de él hacían
los amigos de mis abuelos.
–Bien, doctor,
bien –dijo sonriendo la dueña de la casa– ya que usted se ha negado a saber la procedencia
de mi café, tolere, tenga usted la fineza de tolerar, que yo le pregunte de dónde
provenía el suyo.
–Sin ser un
secreto, me temo que bien poco habremos de sacar en limpio de aquel moka famoso…
Lo único que puedo decir a usted es que los sacos de lona que periódicamente caían
en casa…
–¡Eh! ¿Periódicamente?
–Sí, y que,
además, traían la huella, en sus bocas, de los tientos de la silla. Lo cual indica
que el precioso grano viajaba a lomo de un corcel, posiblemente brioso…
–¿Y quién montaba
ese hipógrafo que va dando ya color de leyenda?
–¿Quién lo montaba?
El “Templao”. Pero todo esto es una historia… El “Templao”, los sacos de café, la
casa de mis abuelos…
–¿El “Templao”?
Fíjense ustedes –interrumpió la linda coronela de Astivia– en el carácter del mote:
parece que se nos viene encima todo un pasaje romántico de la Sierra Morena: la
jaca salvaje, el bandolero heroico y perseguido, el bosque espeso, las gargantas,
los desfiladeros… Y el “Templao”, como un semidiós, raudo y audaz, atravesando valles
y torrenteras y deteniéndose un segundo en la reja de la mujer amada…
–Está usted
pintando, coronela –exclamó el doctor con un leve dejo de ironía– al espécimen sentimental
de las narraciones meridionales, al personaje de la tradición andaluza, al bandido
generoso, en fin… Y yo, francamente, no me atrevo a atribuir al “Templao” tan variados
matices. ¿Bandido? –prosiguió animándose– así, precisamente bandido. Pero no a la
usanza europea, estilizada, teatralizada, espectacular, sino al modo mexicano de
nuestras fecundas asonadas del setenta… Un hombre fuera de la ley, temerario, guerrillero
al principio, luego prófugo, perseguido por haber apuñalado al capitán de su compañía,
y al fin habitante de breñales y cavernas y salteador de caminos. ¡Un hermoso bruto,
magnífico de arrojo y de crueldad!
–¿Y quién era
la mujer por la que el “Templao” exponía la vida?
–Mi abuela…
–¡Caracoles,
doctor!– barbotó impertinentemente el coronel Astivia– ¿su abuela de usted en amores
con un bandolero?
–¿Y quién ha
dicho aquí que se trate de amores? –acentuó Íñiguez con imperceptible tono de severidad.
–Pero, entonces…
–Entonces, tenga
usted calma y escuche –prosiguió el narrador, recobrando su plácida sonrisa–, escuchen
ustedes, y usted especialmente, señora, si es que les interesa saber la causa por
la cual llegué a probar un café tan famoso como éste…
–La historia
pica en intriga para que la detengamos. Llene usted de nuevo su taza y encienda
este habano, doctor… ¿Nada de azúcar? ¡Bueno! Es usted un catador clásico. Y ya
le escuchamos, si no precisamente con avidez, sí con una moderada impaciencia.
–¿Recuerdan
ustedes al famosísimo Antonio Rojas? ¿Quién no lo recuerda, si su arrojo, sus atropellos
a la ley, su crueldad, han dejado huellas palpitantes en nuestra historia de la
post reforma? Pues Antonio Rojas, el famoso victimario de Blancarte, el condotiero
del Oriente, el caudillo del desenfreno y de la ferocidad, puesto fuera de la ley
por Degollado y a poco hecho coronel por él mismo; el salteador, el incendiario,
el “Tigre de Jalisco”, en fin, era mi bisabuelo.
–¡Caracoles,
doctor! –volvió a interrumpir Astivia –¡qué fuerte va eso!
–Era mi bisabuelo,
sí, señores. ¿Qué quieren ustedes? Hay quien se vanaglorie de descender de un obispo.
Yo… no diré que me enorgullezca, pero no encuentro mal llevar en mi cuerpo algunas
gotas de sangre de aquel bandido…
–Entiendo eso
perfectamente, interrumpió de nuevo el coronel.
–Pues Rojas,
acosado de enemigos y de persecuciones, feroz e implacable en sus acometidas, tenía
un hogar. Cuando llegaba a él, de tarde en tarde, a reposar su horas de zozobra,
la pantera se convertía en suavísima paloma. Allí, en el refugio escondido, hallaba
la paz, los días plácidos, la esposa clementísima, las hijas adorables… Una de ellas,
hermosa como una infanta, menuda de cuerpo, esbelta, fragante (una de plumbago,
a la vez erguida y delicada), era mi abuela…
–¿Su abuela
de usted? ¡Qué encanto! –dijo la anfitriona.
–Llamábase Rosita.
Y a pesar del diminutivo y de la estatura, tenía, en mujer, el alma templada del
padre. Rosita casó con un honorable terrateniente de los contornos. Un hombre sencillo,
generoso y hercúleo, bueno como todos los hércules. Una especie de Porthos campesino
que rezaba el rosario al atardecer y que en sus paseos por la ciudad, durante la
invasión francesa, hacía sucumbir a los zuavos con sólo un papirotazo en las mejillas.
Mis abuelos se adoraban. Él, tierno, protector, complaciente, hacía donaire de su
fuerza cuando, en sus cabalgatas por el campo, colocaba a su mujer, tomándola por
la cintura, con una sola mano, en la silla de montar…
–¿Con una sola
mano?
–Recuerde usted
que esa mano era de gigante… Mi abuela, flexible y esbelta a pesar de su maternidad,
grave en sus solicitudes, vigilante y animosa, fue siempre solidaria perfecta de
la suerte de su marido.
–¡Qué linda
esposa! –dijo suspirando un cuarentón envejecido.
–La pareja,
a los pocos años, se llenó de hijos y fue a radicarse a Guadalajara… Amplísima casa,
de largos y sonoros corredores, con su cancel, sus patios, sus fuentes y sus madreselvas…
La paz abundante, el ánimo tranquilo, la ilusión de vivir. Y la juventud y la energía
presidiendo aquellas dos existencias.
Por entonces,
la gavilla del “Templao” asolaba haciendas y rancherías. El “Templao” asaltaba las
conductas, mataba a los guardas de garita, ponía celadas a los jefes de destacamento…
Se le perseguía furiosamente y habíasele puesto precio a su cabeza.
Una tarde, mientras
mi abuelo se paseaba por los corredores y mi abuela podaba los rosales de sus tiestos,
se oyó de pronto el ruido seco de la puerta de la calle y de sus hojas, que se cerraban
con estrépito… A poco un hombre, jadeante, azorado, pero resuelto, penetró corriendo
a uno de los patios. Era el “Templao”.
–¿Quién es usted
y qué quiere? –inquirió mi abuelo severamente.
–¡Sálveme usted,
señor! ¡Me persiguen de cerca los soldados, y si dan conmigo me matarán como a un
perro!
–¡Salga usted
en el acto, que está comprometiendo mi casa!
Y tomando al
fugitivo por un brazo se dirigió a rastras con él hacia la puerta.
–¡Íñiguez, por
Dios! –interrumpió mi abuela.
–¡Váyase, váyase
pronto!
E iba el amo
de la casa a abrir cuando se oyó a lo lejos, pero distintamente, el crepitar de
los cascos de caballería.
–¡Señora, por
la Virgen Santísima! ¡Sálveme su merced!–. Y el bandido cayó de rodillas.
Se oían ya,
cerca de la casa, las voces de los perseguidores.
–¡Señora, por
amor de Dios! –clamaba el fugitivo– Yo, como usted, tengo hijos… ¡Apiádese de mí!
En esos momentos,
fuertes golpes de culata parecían desgajar los tableros de la puerta.
–Pero, ¿dónde,
dónde lo escondo? ¡Ya no hay tiempo!
–¡En nombre
de la ley, paso libre a esta casa! –gritaban los de afuera.
El abuelo fue
a abrir, llevando, en una mano, bien sujeto al bandido.
–¡Íñiguez, no
hagas eso!
Y con rapidísimo
ademán mi abuela rescató al “Templao” y levantando la crinolina de la caudalosa
falda, ordenó, severa y terminante:
–Ocúltese usted
aquí; acomódese, y ni un solo movimiento…
Ya era tiempo.
Un teniente, seguido de diez soldados, irrumpió la casa.
–Debe haber
entrado aquí un hombre. Entréguenmelo ustedes. Es el “Templao”.
–Se equivoca
usted –dijo el abuelo con voz tranquila– nadie hay aquí.
–Pero si esta
casa hace esquina y el fugitivo no pudo haber doblado la calle porque tenemos cercada
la manzana. ¡Aquí debe estar!
–Pues busquen
ustedes por toda la casa.
Hicieron un
recorrido y nada encontraron.
–Me es penosísimo,
señora, dijo con urbanidad el teniente, pero cumplo con mi deber; ¡necesito catear
las habitaciones!…
–Pase usted
a toda la casa y tome –dijo desprendiéndose el llavero de la cintura– las llaves
de los guardarropas. Busquen, busquen minuciosamente…
Mi abuela manteníase
de pie, cerca de sus tiestos, con unas tijeras de podar en la mano. El cateo duró
media hora, al cabo de la cual aparecieron, teniente y soldados, con las orejas
gachas.
–No lo encontramos.
Debe haberse escapado salvando las azoteas de las casas vecinas. ¡Perdonen ustedes
la molestia!
–Pero no se
vaya usted así tan agitado, capitán– dijo dulcemente mi abuela, subiéndole un grado
al perseguidor–. Tome usted una copita con nosotros.
–…¡Hija! –exclamó,
dirigiéndose a una de las niñas–, ve al comedor y trae la botella del catalán y
unas copas…
–A la salud
de usted, capitán.
–Señora y señor:
a la salud de ustedes. Y que pasen muy buenas tardes.
La caballería
iba ya lejos cuando el “Templao” se decidió a asomar la cabeza fuera de la crinolina.
–¡Salga usted!
–dijo mi abuela con agitación– ¡salga usted y váyase ahora mismo, ahora que está
anocheciendo…
El “Templao”,
con los ojos húmedos de gratitud, se había puesto de rodillas y besaba humildemente
las manos de la abuela.
Pudo escaparse
con felicidad. Pero prosiguió sus correrías, más audaces, más crueles, más sanguinarias.
Con todo, tenía tiempo de hacer, furtivamente, incursiones a la ciudad. Entonces
aparecía, como una visión, en el patio de la casa. Inquiría por la abuela, arrodillábase
ante ella, besábale las manos y dejaba siempre, en la banca del corredor, dos sacos
ventrudos, llenos de café.
Del contenido
de ellos nunca se supo la procedencia. Era, al parecer, un humildísimo presente
de gratitud, y, en realidad, un regalo de príncipe. Era, ya se lo habrán supuesto
ustedes, el café maravilloso que rivaliza con este moka de nuestra amiga, que hemos
estado paladeando…
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