jueves, 12 de octubre de 2023

Una crinolina generosa

Enrique Fernández Ledesma

 

El doctor Íñiguez apuró un sorbo más de su moka, y tras un breve paladeo, de conocedor exquisito, cumplimentó a la dueña de la casa:

–Lo dicho, señora: el café de usted es único, y creo que en ninguna parte volveré a tomarlo. Sólo probé uno como éste hace muchos años, siendo niño, en la casa de mis abuelos.

–Pues éste me lo mandan de… Ahora verá usted, de…

–No quiero violar la procedencia del brebaje magnífico… Cada cual tiene sus secretos y su orgullo de conservarlos. Guárdese usted, pues, el nombre de esa región maravillosa que produce tal fruto y que será, sin duda, una miserable parcela perdida en las serranías de Michoacán, de Guerrero, de Veracruz…

–No, doctor: permítame hacer memoria. Es un pueblecillo de…

–Inútil, mi querida señora, inútil. Siga usted haciéndonos creer que su moka nos viene del Olimpo, ya que es, sin hipérbole, un licor de dioses…

Y el doctor, de un envejecimiento elegante, simpático, mundano, vehementísimo, hizo chasquear la lengua contra los dientes, con el sonido peculiar con que se interpreta un paladeo goloso.

–Pero, decía usted que no le era desconocido el aroma singular de este café, y que siendo niño…

–Sí: estoy seguro. En mi casa llegó a prepararse un café igual, y recuerdo los elogios que de él hacían los amigos de mis abuelos.

–Bien, doctor, bien –dijo sonriendo la dueña de la casa– ya que usted se ha negado a saber la procedencia de mi café, tolere, tenga usted la fineza de tolerar, que yo le pregunte de dónde provenía el suyo.

–Sin ser un secreto, me temo que bien poco habremos de sacar en limpio de aquel moka famoso… Lo único que puedo decir a usted es que los sacos de lona que periódicamente caían en casa…

–¡Eh! ¿Periódicamente?

–Sí, y que, además, traían la huella, en sus bocas, de los tientos de la silla. Lo cual indica que el precioso grano viajaba a lomo de un corcel, posiblemente brioso…

–¿Y quién montaba ese hipógrafo que va dando ya color de leyenda?

–¿Quién lo montaba? El “Templao”. Pero todo esto es una historia… El “Templao”, los sacos de café, la casa de mis abuelos…

–¿El “Templao”? Fíjense ustedes –interrumpió la linda coronela de Astivia– en el carácter del mote: parece que se nos viene encima todo un pasaje romántico de la Sierra Morena: la jaca salvaje, el bandolero heroico y perseguido, el bosque espeso, las gargantas, los desfiladeros… Y el “Templao”, como un semidiós, raudo y audaz, atravesando valles y torrenteras y deteniéndose un segundo en la reja de la mujer amada…

–Está usted pintando, coronela –exclamó el doctor con un leve dejo de ironía– al espécimen sentimental de las narraciones meridionales, al personaje de la tradición andaluza, al bandido generoso, en fin… Y yo, francamente, no me atrevo a atribuir al “Templao” tan variados matices. ¿Bandido? –prosiguió animándose– así, precisamente bandido. Pero no a la usanza europea, estilizada, teatralizada, espectacular, sino al modo mexicano de nuestras fecundas asonadas del setenta… Un hombre fuera de la ley, temerario, guerrillero al principio, luego prófugo, perseguido por haber apuñalado al capitán de su compañía, y al fin habitante de breñales y cavernas y salteador de caminos. ¡Un hermoso bruto, magnífico de arrojo y de crueldad!

–¿Y quién era la mujer por la que el “Templao” exponía la vida?

–Mi abuela…

–¡Caracoles, doctor!– barbotó impertinentemente el coronel Astivia– ¿su abuela de usted en amores con un bandolero?

–¿Y quién ha dicho aquí que se trate de amores? –acentuó Íñiguez con imperceptible tono de severidad.

–Pero, entonces…

–Entonces, tenga usted calma y escuche –prosiguió el narrador, recobrando su plácida sonrisa–, escuchen ustedes, y usted especialmente, señora, si es que les interesa saber la causa por la cual llegué a probar un café tan famoso como éste…

–La historia pica en intriga para que la detengamos. Llene usted de nuevo su taza y encienda este habano, doctor… ¿Nada de azúcar? ¡Bueno! Es usted un catador clásico. Y ya le escuchamos, si no precisamente con avidez, sí con una moderada impaciencia.

–¿Recuerdan ustedes al famosísimo Antonio Rojas? ¿Quién no lo recuerda, si su arrojo, sus atropellos a la ley, su crueldad, han dejado huellas palpitantes en nuestra historia de la post reforma? Pues Antonio Rojas, el famoso victimario de Blancarte, el condotiero del Oriente, el caudillo del desenfreno y de la ferocidad, puesto fuera de la ley por Degollado y a poco hecho coronel por él mismo; el salteador, el incendiario, el “Tigre de Jalisco”, en fin, era mi bisabuelo.

–¡Caracoles, doctor! –volvió a interrumpir Astivia –¡qué fuerte va eso!

–Era mi bisabuelo, sí, señores. ¿Qué quieren ustedes? Hay quien se vanaglorie de descender de un obispo. Yo… no diré que me enorgullezca, pero no encuentro mal llevar en mi cuerpo algunas gotas de sangre de aquel bandido…

–Entiendo eso perfectamente, interrumpió de nuevo el coronel.

–Pues Rojas, acosado de enemigos y de persecuciones, feroz e implacable en sus acometidas, tenía un hogar. Cuando llegaba a él, de tarde en tarde, a reposar su horas de zozobra, la pantera se convertía en suavísima paloma. Allí, en el refugio escondido, hallaba la paz, los días plácidos, la esposa clementísima, las hijas adorables… Una de ellas, hermosa como una infanta, menuda de cuerpo, esbelta, fragante (una de plumbago, a la vez erguida y delicada), era mi abuela…

–¿Su abuela de usted? ¡Qué encanto! –dijo la anfitriona.

–Llamábase Rosita. Y a pesar del diminutivo y de la estatura, tenía, en mujer, el alma templada del padre. Rosita casó con un honorable terrateniente de los contornos. Un hombre sencillo, generoso y hercúleo, bueno como todos los hércules. Una especie de Porthos campesino que rezaba el rosario al atardecer y que en sus paseos por la ciudad, durante la invasión francesa, hacía sucumbir a los zuavos con sólo un papirotazo en las mejillas. Mis abuelos se adoraban. Él, tierno, protector, complaciente, hacía donaire de su fuerza cuando, en sus cabalgatas por el campo, colocaba a su mujer, tomándola por la cintura, con una sola mano, en la silla de montar…

–¿Con una sola mano?

–Recuerde usted que esa mano era de gigante… Mi abuela, flexible y esbelta a pesar de su maternidad, grave en sus solicitudes, vigilante y animosa, fue siempre solidaria perfecta de la suerte de su marido.

–¡Qué linda esposa! –dijo suspirando un cuarentón envejecido.

–La pareja, a los pocos años, se llenó de hijos y fue a radicarse a Guadalajara… Amplísima casa, de largos y sonoros corredores, con su cancel, sus patios, sus fuentes y sus madreselvas… La paz abundante, el ánimo tranquilo, la ilusión de vivir. Y la juventud y la energía presidiendo aquellas dos existencias.

Por entonces, la gavilla del “Templao” asolaba haciendas y rancherías. El “Templao” asaltaba las conductas, mataba a los guardas de garita, ponía celadas a los jefes de destacamento… Se le perseguía furiosamente y habíasele puesto precio a su cabeza.

Una tarde, mientras mi abuelo se paseaba por los corredores y mi abuela podaba los rosales de sus tiestos, se oyó de pronto el ruido seco de la puerta de la calle y de sus hojas, que se cerraban con estrépito… A poco un hombre, jadeante, azorado, pero resuelto, penetró corriendo a uno de los patios. Era el “Templao”.

–¿Quién es usted y qué quiere? –inquirió mi abuelo severamente.

–¡Sálveme usted, señor! ¡Me persiguen de cerca los soldados, y si dan conmigo me matarán como a un perro!

–¡Salga usted en el acto, que está comprometiendo mi casa!

Y tomando al fugitivo por un brazo se dirigió a rastras con él hacia la puerta.

–¡Íñiguez, por Dios! –interrumpió mi abuela.

–¡Váyase, váyase pronto!

E iba el amo de la casa a abrir cuando se oyó a lo lejos, pero distintamente, el crepitar de los cascos de caballería.

–¡Señora, por la Virgen Santísima! ¡Sálveme su merced!–. Y el bandido cayó de rodillas.

Se oían ya, cerca de la casa, las voces de los perseguidores.

–¡Señora, por amor de Dios! –clamaba el fugitivo– Yo, como usted, tengo hijos… ¡Apiádese de mí!

En esos momentos, fuertes golpes de culata parecían desgajar los tableros de la puerta.

–Pero, ¿dónde, dónde lo escondo? ¡Ya no hay tiempo!

–¡En nombre de la ley, paso libre a esta casa! –gritaban los de afuera.

El abuelo fue a abrir, llevando, en una mano, bien sujeto al bandido.

–¡Íñiguez, no hagas eso!

Y con rapidísimo ademán mi abuela rescató al “Templao” y levantando la crinolina de la caudalosa falda, ordenó, severa y terminante:

–Ocúltese usted aquí; acomódese, y ni un solo movimiento…

Ya era tiempo. Un teniente, seguido de diez soldados, irrumpió la casa.

–Debe haber entrado aquí un hombre. Entréguenmelo ustedes. Es el “Templao”.

–Se equivoca usted –dijo el abuelo con voz tranquila– nadie hay aquí.

–Pero si esta casa hace esquina y el fugitivo no pudo haber doblado la calle porque tenemos cercada la manzana. ¡Aquí debe estar!

–Pues busquen ustedes por toda la casa.

Hicieron un recorrido y nada encontraron.

–Me es penosísimo, señora, dijo con urbanidad el teniente, pero cumplo con mi deber; ¡necesito catear las habitaciones!…

–Pase usted a toda la casa y tome –dijo desprendiéndose el llavero de la cintura– las llaves de los guardarropas. Busquen, busquen minuciosamente…

Mi abuela manteníase de pie, cerca de sus tiestos, con unas tijeras de podar en la mano. El cateo duró media hora, al cabo de la cual aparecieron, teniente y soldados, con las orejas gachas.

–No lo encontramos. Debe haberse escapado salvando las azoteas de las casas vecinas. ¡Perdonen ustedes la molestia!

–Pero no se vaya usted así tan agitado, capitán– dijo dulcemente mi abuela, subiéndole un grado al perseguidor–. Tome usted una copita con nosotros.

–…¡Hija! –exclamó, dirigiéndose a una de las niñas–, ve al comedor y trae la botella del catalán y unas copas…

–A la salud de usted, capitán.

–Señora y señor: a la salud de ustedes. Y que pasen muy buenas tardes.

La caballería iba ya lejos cuando el “Templao” se decidió a asomar la cabeza fuera de la crinolina.

–¡Salga usted! –dijo mi abuela con agitación– ¡salga usted y váyase ahora mismo, ahora que está anocheciendo…

El “Templao”, con los ojos húmedos de gratitud, se había puesto de rodillas y besaba humildemente las manos de la abuela.

Pudo escaparse con felicidad. Pero prosiguió sus correrías, más audaces, más crueles, más sanguinarias. Con todo, tenía tiempo de hacer, furtivamente, incursiones a la ciudad. Entonces aparecía, como una visión, en el patio de la casa. Inquiría por la abuela, arrodillábase ante ella, besábale las manos y dejaba siempre, en la banca del corredor, dos sacos ventrudos, llenos de café.

Del contenido de ellos nunca se supo la procedencia. Era, al parecer, un humildísimo presente de gratitud, y, en realidad, un regalo de príncipe. Era, ya se lo habrán supuesto ustedes, el café maravilloso que rivaliza con este moka de nuestra amiga, que hemos estado paladeando…

 

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