Sherwood Anderson
Era la hora del anochecer
de uno de los últimos días de otoño. La Feria Comarcal de Winesburg había atraído
al pueblo una gran muchedumbre de gente del campo. El día había sido despejado y
la noche se presentaba tibia y agradable. Las carretas que pasaban por Trunion Pike,
donde la carretera se extendía, al salir, de la ciudad por entre campos de fresales,
cubiertos ahora de oscuras hojas secas, levantaban nubes de polvo. Los niños, arrebujados
como pequeñas pelotas, dormían encima de la paja extendida dentro de los carros.
Sus cabellos estaban cubiertos de polvo y sus dedos, sucios y pegajosos. El polvo
se cernía sobre los campos; y el sol, al ocultarse, lo teñía con vivo resplandor.
La
muchedumbre llenaba las tiendas y las aceras de la calle principal de Winesburg.
Se echó encima la noche, relincharon los caballos, los dependientes de las tiendas
iban y venían como locos, los niños se extraviaban y rompían a berrear, y todo un
pueblo de Estados Unidos trabajaba desesperadamente por divertirse.
El
joven George Willard se abrió paso por entre la muchedumbre que llenaba Main Street,
se escondió en la escalera del consultorio del doctor Reefy y observó desde allí
a la gente. Examinaba con ojos febriles las caras que desfilaban bajo las luces
de los almacenes. Pugnaban por irrumpir en su cerebro toda clase de pensamientos,
pero él no quería pensar. Golpeaba impaciente con los pies en las escaleras de madera
y miraba inquisitivamente a todas partes. “Bueno, ¿será capaz ella de no apartarse
de él en todo el día? ¿Me habrá hecho esperar inútilmente todo este rato?”, murmuró.
George
Willard, el muchacho de aquel pueblo de Ohio, se hacía rápidamente hombre y empezaba
a pensar de distinta manera que hasta entonces. Había andado todo el día entre aquella
masa humana de las ferias, con un sentimiento de soledad en el alma. Pronto iba
a abandonar Winesburg para marchar a una ciudad, donde esperaba colocarse en algún
periódico; tenía la sensación de ser una persona mayor. Aquel estado de ánimo suyo
era propio de hombre e impropio de un muchacho. Sentíase viejo y un poco cansado.
Se despertaban en él los recuerdos. Creía que su nuevo sentimiento de madurez lo
apartaba del mundo, haciendo de él una figura casi trágica. Hubiera querido que
alguien fuese capaz de comprender la sensación que lo dominaba después de la muerte
de su madre.
Llega
para todos los muchachos un momento en el que voltean a ver su vida pasada. Es tal
vez ese momento en que cruzan la línea que los separa de la edad viril. El muchacho
pasea por las calles de su pueblo. Piensa en su porvenir, en el papel que representará
en el mundo. Se despiertan en él ambiciones y arrepentimientos. De pronto ocurre
algo imprevisto; se detiene debajo de un árbol y permanece como a la espera de que
alguien lo llame por su nombre. Se deslizan en su conciencia sombras de cosas pasadas;
las voces del exterior le susurran un mensaje que le habla de las limitaciones de
la vida. La seguridad absoluta que tenía en su porvenir se trueca en una absoluta
inseguridad. Si es un muchacho de imaginación, cae derribada delante de él una puerta
y se le presenta ante la vista, por vez primera, el panorama del mundo; ve, como
si desfilaran ante él en procesión, las incontables figuras de hombres que hasta
aquel momento han salido de la nada, han vivido sus vidas y han vuelto a desaparecer
en la nada. La tristeza de lo falaz ha caído sobre el muchacho. Se mira atónito
a sí mismo como una simple hoja que el viento arrastra por las calles de su pueblo.
Comprende que, a pesar de toda la seguridad vocinglera con que hablan sus compañeros,
está condenado a vivir y morir en la incertidumbre; que es una cosa arrastrada por
el viento, una cosa destinada a agotarse, como el trigo, bajo los rayos del sol.
Se estremece y mira en torno suyo. Los dieciocho años que él ha vivido parecen sólo
un momento, el tiempo de una respiración en la larga marcha de la Humanidad. Escucha
ya la llamada de la muerte. Y anhela desde lo más hondo de su corazón acercarse
a otro ser humano, tocar con sus manos a otra persona, sentir la caricia de otras
manos. Si prefiere que esas manos sean las de una mujer es porque cree que la mujer
será afectuosa, que lo comprenderá. Eso es lo que quiere sobre todo: comprensión.
Cuando
llegó para George Willard ese momento de desengaño, su pensamiento se volvió hacia
Helen White, la hija del banquero de Winesburg. Se había dado cuenta en todo momento
de que aquella joven se hacía mujer a la par que él entraba en la virilidad. Cuando
él tenía dieciocho años, salió cierta noche de verano a pasear con ella por el campo
y se dejó llevar, en presencia suya, de un impulso de fanfarronería; quiso aparecer
grande e importante ante sus ojos. Ahora llevaba otras intenciones al pretender
verse con ella. Quería hablarle de los nuevos pensamientos de que se sentía inspirado.
Se había esforzado, cuando nada sabía él acerca de la hombría, en hacer que ella
lo tomase por un hombre, y ahora quería estar a su lado para hacerle comprender
el cambio que se había operado, según él creía, en su naturaleza.
También
Helen White había llegado a un periodo de transformación. Lo que George sentía,
también lo sentía ella a la manera de una mujer joven. Ya no era una niña y ansiaba
alcanzar la gracia y la belleza de la mujer hecha. Había llegado de Cleveland, en
uno de cuyos colegios estudiaba, para pasar un día en la feria. También ella empezaba
a tener recuerdos. Durante el día permaneció sentada en la gran tribuna, acompañada
por un joven, uno de los profesores adjuntos del colegio, que era huésped de su
madre. Era un joven algo pedante, y ella comprendió en seguida que no era el hombre
que a ella le hacía falta. Estaba satisfecha de que la vieran en la feria con él,
porque vestía bien y era forastero. Estaba segura de que la sola presencia del joven
produciría impresión. Se sentía feliz durante el día, pero cuando se hizo de noche
empezó a estar desasosegada. Quería alejar de allí al profesor, escapar de su presencia.
Mientras estuvieron sentados en la gran tribuna y vio clavados en ella los ojos
de sus antiguas compañeras de escuela, Helen se mostró tan atenta con su acompañante
que éste fue interesándose. “Un hombre de ciencia necesita dinero. Yo debería casarme
con una mujer que tuviese dinero”, cavilaba.
Helen
White iba pensando en George Willard en el momento mismo en que éste se paseaba,
tétrico, entre la multitud. Se acordaba de la noche de verano en que habían salido
juntos, y quería volver a pasear en su compañía. Pensaba que los meses que ella
había pasado en la ciudad, asistiendo a teatros y viendo caminar a las grandes multitudes
por las anchas avenidas iluminadas, la habían cambiado profundamente. Quería que
él sintiese y se diese cuenta de la transformación de su naturaleza.
Mirando
las cosas razonablemente, la noche que habían pasado juntos y que tan grabada había
quedado en la memoria del joven como en la de la mujer, se había pasado de una manera
bastante tonta. Salieron de la ciudad y fueron por un camino vecinal; luego se detuvieron
junto a una valla, cerca de un campo de trigo verde, y George se quitó la americana
y se la colgó del brazo. “Bueno, hasta ahora no me he movido de Winesburg, eso es;
todavía no he salido de aquí; pero ya voy haciéndome mayor –dijo–. He leído muchos
libros y he pensado mucho. Voy a intentar ser algo en la vida.”
“Verás
–explicó–; no es eso lo que quería decir. Lo mejor sería, tal vez, que me callara”.
El
muchacho, completamente turbado, apoyó su mano en el brazo de la joven. Le temblaba
la voz. Retrocedieron por el mismo camino, hacia el pueblo. Y en su desesperación,
soltó George esta balandronada: “Yo he de llegar a ser un gran hombre, el más grande
de cuantos han vivido en Winesburg. Te necesito, aunque no sé cómo. Es posible que
no tenga derecho a decírtelo. Y yo quisiera que tú fueras una mujer distinta a las
demás. Ya me comprendes. No soy yo quien debe decírtelo. Que seas una espléndida
mujer-. Eso es lo que quiero”.
La
voz del muchacho se apagó, y los dos regresaron en silencio al pueblo, pasando por
Main Street para ir a casa de Helen. Ya en el portal, hizo George un esfuerzo para
decir alguna cosa de efecto. Se acordó de los discursos que traía preparados, pero
le parecieron completamente inútiles. “Yo pensaba –yo solía pensar–, yo tenía la
idea de que tú te casarías con Seth Richmond. Ahora ya sé que no”, fue todo lo que
acertó a decir cuando ella atravesó el portal y se dirigió hacia la puerta de entrada
de su casa.
En
este tibio anochecer de otoño, de pie en la escalera y mirando a la gente que pasaba
por Main Street, recordó George la conversación aquélla junto al campo de verde
trigo, y sintió vergüenza del papel que había representado.
La
gente iba y venía por la calle como ganado confinado dentro de una empalizada. Los
carricoches y carros obstruían casi por completo la estrecha calzada. Tocaba una
banda, y los muchachos pequeños corrían por la acera, metiéndose por entre las piernas
de los hombres; muchachos jóvenes de rostros rubicundos caminaban torpemente con
jóvenes cogidas de su brazo. En una sala situada encima de un almacén, en la que
iba a darse baile, templaban los violinistas sus instrumentos. Sus notas cortadas
caían por la ventana abierta y flotaban por entre el murmullo de voces y los bramidos
de las cornetas de la banda. Aquella mezcolanza de ruidos excitó los nervios del
joven Willard. En todas partes, por todos lados, lo rodeaba una sensación de muchedumbre,
de vida en ebullición. Quería escapar de allí, a un lugar en que se sintiera solo
y pudiera meditar. “Que siga con ese joven, si tal es su deseo. ¿Por qué he de preocuparme?
¿No es lo mismo para mí?”, exclamó gruñonamente, y se lanzó por Main Street; al
llegar a la tienda de ultramarinos de Hern dobló por una calle lateral.
George
se sentía tan completamente solo y abatido que tenía impulsos de llorar; pero el
orgullo lo obligó a seguir adelante, balanceando los brazos. Llegó hasta las caballerizas
de alquiler de Wesley Moyer y se detuvo en la oscuridad a escuchar lo que decía
un grupo de hombres que estaban conversando acerca de la carrera que había ganado
aquella tarde en la feria el garañón de Wesley, Tony Tip; se había reunido un gran
número de personas frente a las caballerizas, y Wesley se paseaba por delante del
grupo, dándose importancia y fanfarroneando. Tenía en la mano un látigo y no cesaba
de dar golpes en el suelo con él. A la luz de la lámpara se veía cómo saltaba a
cada golpe una nubecilla de polvo. “Por todos los diablos, callaos –exclamó Wesley–.
Yo no tenía miedo; desde el primer momento estaba seguro de vencerlo. No tenía miedo”.
Aquellas
fanfarronadas del tratante Moyer habrían despertado el interés de George Willard,
de haber estado en su ordinaria situación de ánimo, pero en esta ocasión lo pusieron
furioso. Dio media vuelta y se alejó por la calle. “Viejo fanfarrón –masculló entre
dientes–. ¿Por qué será tan jactancioso? ¿Por qué no se callará?”
George
se metió por un solar vacío, y en su precipitación tropezó y se cayó encima de un
montón de trastos viejos. Un clavo que sobresalía de un barril desfondado le rasgó
el pantalón. Se sentó en el suelo y empezó a echar maldiciones. Arregló el rasguño
del pantalón con un alfiler, se levantó y siguió adelante. “Lo que voy a hacer es
ir a casa de Helen White. Iré derecho allí. Diré que quiero hablar con ella. Iré
allí sin rodeos y me sentaré a esperar”, se dijo, al mismo tiempo que saltaba por
una empalizada y echaba a correr.
*
* *
Helen se hallaba
en la terraza de la casa del banquero White, desasosegada y distraída. El profesor
adjunto estaba sentado entre la madre y la hija. Su conversación aburría a la joven.
Aunque también el joven profesor se había educado en un pueblo de Ohio, empezó a
darse aires de hombre de ciudad. Quería aparentar cosmopolitismo. “Me encanta esta
oportunidad que ustedes me han dado de estudiar el ambiente de donde salen la mayor
parte de nuestros jóvenes –exclamó–. Ha sido usted muy amable, señora White, al
invitarme y pasar aquí el día de hoy.” Se volvió hacia Helen y se echó a reír. “¿Se
halla la vida de usted ligada todavía a la vida de este pueblo? ¿Hay aquí personas
por las que usted se interesa?”, dijo. Aquella voz sonó en los oídos de la joven
como cosa afectada y aburrida.
Helen
se levantó y se metió. Se detuvo junto a la puerta que daba al jardín en la parte
trasera de la casa y se puso a escuchar. Su madre empezaba a decir: “No hay en este
pueblo un partido conveniente para una joven de las condiciones de Helen”.
Helen
bajó corriendo un tramo de escaleras y salió al jardín. Se detuvo temblorosa en
la oscuridad. Tenía la sensación de que el mundo estaba lleno de gente sin sentido,
que no hacía más que hablar. Presa de ardiente ansiedad, salió corriendo por el
portal del jardín y, doblando una esquina junto a las caballerizas del banquero,
siguió por una pequeña calle lateral. “¡George! ¿Dónde estás?”, exclamó dominada
por una exaltación nerviosa. Se detuvo y se apoyó contra un árbol, rompiendo a reír
histéricamente. George Willard se acercaba por la pequeña calle oscura, hablando
solo: “Voy a meterme de rondón en su casa. Entraré, sin más, y me sentaré”, iba
diciendo, y en aquel momento tropezó con ella. Se detuvo y se le quedó mirando atontado.
“Ven”, dijo, y la cogió de la mano. Caminaban bajo los árboles de la calle con las
cabezas inclinadas. Las hojas secas rechinaban bajo sus pies. George pensaba en
lo que le convendría hacer y decir, ahora que la había encontrado.
*
* *
Al extremo superior
del campo de la feria de Winesburg hay una vieja tribuna destartalada. Jamás le
dieron una mano de pintura, y las tablas se hallaban torcidas y deformadas. El campo
de la feria está en lo alto de una pequeña colina que se eleva en el valle del Wine
Creek, y por la noche se distinguen desde la tribuna, más allá de unos trigales,
las luces del pueblo, que parecen brillar sobre el fondo del firmamento.
George
y Helen subieron hacia lo alto de la colina por un sendero que pasaba junto al depósito
de aguas corrientes. La sensación de soledad y aislamiento que se había apoderado
del joven en las calles llenas de concurrencia, quedaba ahora disipada, e intensificada
al mismo tiempo con la presencia de Helen. Y lo que el joven sentía se reflejaba
en ella.
En
todos los jóvenes hay dos fuerzas que entrechocan. El pequeño animal impetuoso e
irreflexivo lucha contra el ser que piensa y recuerda; y aquel estado de ánimo,
propio de un ser de más edad y más desengañado, se había apoderado de George Willard.
Helen, que lo adivinaba, caminaba a su lado llena de respeto. Cuando llegaron a
la tribuna se encaminaron hasta la fila más alta y tomaron asiento en uno de los
bancos.
Visitando
el campo de la feria, en los alrededores de cualquier pueblo del Medio Oeste, durante
la noche que sigue al día de su celebración, se experimenta una sensación inolvidable.
Se ven por todas partes sombras, no de difuntos, sino de personas vivientes. Durante
el día se ha congregado aquí la gente del pueblo y de la región circunvecina. Dentro
del vallado del campo se han reunido los granjeros con sus mujeres y sus hijos,
y todas las personas que viven en los centenares de pequeñas casas de madera. Se
han reído las jóvenes y han hablado de sus asuntos los hombres barbudos. Aquel lugar
estaba rebosante de vida. Bullía y reventaba de vida; pero ha llegado la noche y
la vida se ha retirado de allí. El silencio es casi aterrador. Si una persona de
naturaleza reflexiva se oculta y permanece en silencio junto al tronco de un árbol,
todo lo que hay de reflexivo en su temperamento se intensifica. Se estremece al
pensar en la futilidad de la vida; y al mismo tiempo, si se trata de un habitante
de aquel pueblo, siente hacia ellos un amor tan intenso que le brotan las lágrimas.
George Willard estaba sentado junto a Helen, en la oscuridad, bajo el techo de la
tribuna, y sentía con gran viveza su propia insignificancia dentro del sistema de
la vida. Lejos ya del pueblo, en donde se irritaba por la presencia de aquella gente
que iba y venía agitada y atareada por una multitud de negocios, desapareció su
irritabilidad. La presencia de Helen le servía de tónico y sedante. Parecía como
si aquella mano de mujer le ayudara a poner a punto minuciosamente la maquinaria
de su vida. Empezó a pensar, casi con reverencia, en aquella gente del pueblo en
donde había vivido siempre. Sentía un gran respeto por Helen. Quería amarla y ser
amado por ella; pero en aquel momento no quería sentirse turbado por la mujer que
había surgido en ella. La cogió de la mano en la oscuridad; y, cuando ella se le
aproximó, George le pasó la mano por la espalda. Empezó a soplar el viento, y ella
empezó a tiritar. George concentró toda su energía, intentado comprender y hacerse
cargo de aquel estado de ánimo que se había adueñado de él. Allá en la oscuridad,
en aquella eminencia, se abrazaban estrechamente dos átomos humanos, poseídos de
una extraña sensibilidad, y esperaban. Los dos tenían el mismo pensamiento. “Yo
he venido a este lugar solitario, y aquí está este otro.” Tal era en sustancia lo
que sentían.
Aquel
día de tanta concurrencia en Winesburg se había esfumado hasta convertirse en una
de las largas noches de fines de otoño. Los caballos de las granjas se alejaban
trotando por los solitarios caminos vecinales, arrastrando cada cual su parte correspondiente
de gente fatigada. Los dependientes empezaron a retirar de las aceras las muestras
y fueron cerrando las puertas de las tiendas. En el teatro de la Ópera se había
congregado una gran muchedumbre para presenciar la representación. Más allá, en
Main Street los violinistas, una vez templados los instrumentos, trabajaban y sudaban
para que los pies de la juventud volaran sin descanso por el suelo del salón de
baile.
Helen
White y George Willard permanecieron callados en la oscuridad de la tribuna. De
vez en cuando se rompía el encanto que los tenía embargados y se volvían para mirarse
a los ojos. Se besaban, pero este ímpetu no duraba mucho. Al extremo más elevado
del campo de la feria había media docena de hombres cuidando los caballos que habían
corrido aquella tarde. Habían hecho una hoguera y calentaban en ella ollas de agua.
Sólo se distinguían sus piernas cuando se movían, a la luz de las llamas. Cuando
soplaba el viento danzaban locamente las pequeñas lenguas de fuego.
George
y Helen se levantaron y fueron caminando en medio de la oscuridad. Siguieron por
un sendero que pasaba junto a un trigal no cortado todavía. El viento susurraba
entre las secas espigas. Aquel encanto que los embargaba se quebró un momento durante
su regreso al pueblo. Cuando llegaron a la cima de la colina del depósito de agua
se detuvieron junto a un árbol y George volvió a poner sus manos en los hombros
de la joven. Ella le abrazó ardientemente, pero los dos contuvieron rápidamente
aquel impulso; dejaron de besarse y permanecieron un poco apartados. Creció en ellos
el sentimiento de mutuo respeto. Se sintieron cohibidos y, para librarse de esa
penosa sensación, se dejaron dominar por los ímpetus animales de la juventud. Estallaron
en risas y empezaron a darse empujones y a tironear el uno del otro. Amansados y
purificados en cierto sentido por aquel estado de ánimo de que habían estado poseídos,
no fueron ya hombre y mujer, ni muchacho ni muchacha, sino dos pequeños animales
impetuosos.
Y
de esta manera descendieron por la ladera de la colina. Jugueteaban en la oscuridad
corno dos magníficos seres jóvenes, en un mundo joven. Una de las veces en que corrían
como locos, tropezó Helen con George, y éste cayó al suelo, braceando y gritando.
Rodó colina abajo entre grandes risotadas; Helen corrió tras él. Se detuvo un momento
en la oscuridad. No es posible saber cuáles fueron los pensamientos de mujer que
cruzaron entonces por su mente; cuando estuvieron al pie de la colina y se acercó
ella al muchacho, lo cogió del brazo y caminó a su lado en medio de un silencio
lleno de dignidad. Ni uno ni otro habrían podido explicar, por alguna razón desconocida,
que aquella noche sin palabras les había proporcionado lo que ellos buscaban. Hombre
o muchacho, mujer o niña, se habían compenetrado durante un momento de aquello que
hace posible que los hombres y mujeres que han llegado a la madurez de su vida vivan
en el mundo moderno.
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