Sherwood Anderson
La escalera que conducía
a la consulta del doctor Reefy, en el edificio Heffner, encima del almacén de la
Compañía Parisina de Productos Textiles, apenas estaba iluminada. En lo alto de
la escalera, colgado de un clavo de la pared, había un quinqué con el tubo ennegrecido.
El quinqué tenía una pantalla de hojalata cubierta de óxido y polvo. Quienes subían
por aquellas escaleras se limitaban a seguir los pasos de otros muchos que los habían
precedido. Los blandos tablones de las escaleras habían cedido bajo la presión de
los pies y unos huecos profundos mostraban el camino.
Al
llegar arriba, un giro a mano derecha conducía a la consulta del médico. A la izquierda
había un oscuro pasillo lleno de basura. Sillas viejas, caballetes de carpintero,
escaleras de mano y cajas vacías esperaban en la oscuridad una oportunidad para
pelarle a alguien las espinillas. La pila de basura pertenecía a la Compañía Parisina
de Productos Textiles. Cada vez que un mostrador o una cajonera del almacén dejaban
de ser útiles, los empleados los subían a aquel pasillo y los echaban al montón.
La
consulta del doctor Reefy era tan grande como un granero. El centro de la sala lo
ocupaba una oronda estufa. En torno a la base había una pila de serrín, rodeada
de gruesos tablones clavados al suelo. Al lado de la puerta había una mesa enorme
que en otra época había formado parte del mobiliario de la tienda de ropa de Herrick
y había servido para mostrar las prendas confeccionadas a medida. Estaba cubierta
de libros, botellas e instrumental quirúrgico. Cerca del borde de la mesa había
tres o cuatro manzanas dejadas allí por John Spaniard, el dueño del vivero de árboles,
que era un gran amigo del doctor Reefy y se las había sacado del bolsillo al entrar
por la puerta.
En
esa época, entrado ya en la edad mediana, el doctor Reefy era un hombre alto y desgarbado.
Todavía no se había dejado la barba gris que llevaría más tarde, sino que lucía
un bigote castaño. No era un hombre elegante, como cuando envejeció, y daba la impresión
de no saber qué hacer con las manos y los pies.
Las
tardes de verano, después de muchos años de casada y cuando su hijo George era un
muchacho de doce o catorce años, Elizabeth Willard subió muchas veces las gastadas
escaleras del doctor Reefy. Su figura, de natural alta y erguida, empezaba ya a
encorvarse, y andaba despacio y arrastrando los pies. En apariencia iba a ver al
médico por motivos de salud, pero la media docena de veces que había ido a verlo
el resultado de sus visitas no había tenido que ver directamente con su salud. Ella
y el médico hablaban de eso, pero sobre todo hablaban de la vida –de sus vidas–
y de las ideas que se les habían ocurrido mientras vivían en Winesburg.
El
hombre y la mujer se miraban en la enorme consulta vacía y a ambos les daba la impresión
de ser muy parecidos. Sus cuerpos eran distintos, igual que lo eran el color de
sus ojos, la longitud de sus narices y las circunstancias de sus existencias, pero
había algo muy similar en su interior, algo que tenía las mismas aspiraciones y
habría producido idéntica impresión en el recuerdo de un espectador. Más tarde,
cuando envejeció y se casó con una mujer joven, el médico a menudo le habló a su
esposa de las horas que había pasado con aquella enferma y expresó muchos buenos
sentimientos que había sido incapaz de demostrarle a Elizabeth. En su vejez el médico
se convirtió casi en un poeta y su idea de lo que había sucedido cobró tintes poéticos.
“Había llegado un momento de mi vida en que se me hizo necesaria la oración, así
que me inventé unos dioses y recé –decía–. No pronunciaba mis plegarias en voz alta
ni me arrodillaba ante ellos, sino que me quedaba muy quieto en mi silla. Por las
tardes, cuando hacía calor y todo estaba silencioso en la calle Mayor, o en invierno,
cuando los días eran más oscuros, los dioses venían a mi consulta y yo pensaba que
nadie sabía de su existencia. Luego descubrí que aquella mujer, Elizabeth, los conocía
y que ella también adoraba a los mismos dioses. A veces creo que venía a la consulta
porque pensaba que los dioses estaban allí, aunque también le gustaba sentir que
no estaba sola. Era una emoción muy difícil de explicar, aunque tengo para mí que
a muchos hombres y mujeres de todas partes les ocurre lo mismo”.
Las tardes de
verano, cuando Elizabeth y el médico se sentaban en la consulta a hablar de sus
vidas, hablaban también de las de otras personas. A veces, el médico hacía epigramas
filosóficos. Luego se reía divertido. De vez en cuando, tras un período de silencio,
decían o insinuaban algo que iluminaba extrañamente la vida de quien hablaba, un
anhelo se convertía en deseo, o un sueño, casi olvidado, cobraba vida de repente.
La mayor parte de las veces era la mujer quien pronunciaba las palabras y lo hacía
sin mirar al hombre.
La
mujer del hotelero cada vez hablaba con más libertad cuando iba a ver al médico
y, tras pasar una hora o dos en su compañía, bajaba las escaleras que conducían
a la calle Mayor sintiéndose renovada y fortalecida respecto a la monotonía de sus
días. Se movía con una especie de contoneo juvenil, pero cuando volvía a su butaca
junto a la ventana de su habitación y una de las chicas del comedor le subía la
cena en una bandeja al caer la noche, dejaba que se enfriase en el plato. Sus recuerdos
se remontaban a su infancia y sus apasionados deseos de aventura y recordaba los
brazos en los que había estado cuando la aventura todavía era posible para ella.
Sobre todo recordaba a un hombre que había sido su amante durante un tiempo y que,
en los momentos de pasión, le había gritado repitiendo una y otra vez las mismas
palabras: “¡Querida! ¡Querida! ¡Eres encantadora!”. Palabras que expresaban algo
que a ella le habría gustado conseguir.
En
su habitación del hotel viejo y polvoriento, la enfermiza mujer del hotelero empezaba
a llorar, se tapaba la cara con las manos y se balanceaba adelante y atrás. Las
palabras de su único amigo, el doctor Reefy, resonaban en sus oídos. “El amor es
como un viento que agita la hierba debajo de los árboles en una noche oscura –le
había dicho–. No debe usted tratar de convertirlo en algo definido. Es un accidente
divino que ocurre a veces en la vida. Si trata usted de definirlo y tenerlo por
seguro y de vivir bajo los árboles, donde sopla la suave brisa nocturna, llegará
enseguida el largo día del desengaño y la seca polvareda que levantan los carros
cubrirá los labios inflamados por los besos”.
Elizabeth
Willard no recordaba a su madre, que había muerto cuando ella tenía sólo cinco años.
Había tenido una infancia de lo más azarosa. Su padre era un hombre que sólo aspiraba
a que lo dejaran en paz y los asuntos del hotel no le daban tregua. Además, había
sido un enfermo hasta el día de su muerte. Todas las mañanas se despertaba con una
expresión de alegría pintada en el rostro, pero a eso de las diez ya había desaparecido
de él cualquier rastro de felicidad. Cuando un huésped se quejaba por el precio
del menú del comedor o una de las camareras se despedía después de casarse, él blasfemaba
y pateaba contra el suelo. Por la noche, al acostarse, pensaba en su hija, obligada
a crecer en mitad de aquel torrente de personas que iba y venía del hotel y la sobrecogía
la tristeza. Cuando la chica creció y empezó a salir a pasear con hombres por las
tardes, quiso hablar con ella, pero sus intentos fracasaron. Siempre olvidaba lo
que quería decirle y pasaba el rato quejándose de sus propios asuntos.
En
su infancia y juventud Elizabeth había tratado de ser una auténtica aventurera.
A los dieciocho años la vida la había arrastrado de tal modo que ya no era virgen,
pero aunque había tenido media docena de amantes antes de casarse con Tom Willard,
nunca se había embarcado en una aventura animada sólo por el deseo físico. Como
todas las mujeres del mundo, quería un auténtico amante. Buscaba constantemente
algo –alguna oculta maravilla de la vida– a ciegas y con apasionamiento. La hermosa
y alta muchacha de andar cimbreante, que había paseado con varios hombres bajo los
árboles, estaba siempre tanteando en la oscuridad y tratando de aferrarse a otra
mano. Intentaba encontrar una palabra auténtica entre la cháchara que salía de los
labios de los hombres con quienes tenía aventuras.
Elizabeth
se había casado con Tom Willard, un empleado del hotel de su padre, porque estaba
a mano y aceptó casarse cuando ella decidió hacerlo. Por un tiempo, como les ocurre
a la mayoría de las chicas, pensó que el matrimonio cambiaría su vida. Si albergaba
alguna duda acerca del resultado de su matrimonio con Tom la descartó enseguida.
Su padre estaba enfermo y a punto de morir por aquel entonces y ella estaba perpleja
por el absurdo resultado de una aventura que acababa de tener. Las demás chicas
de su edad de Winesburg se habían casado con hombres a quienes conocían desde siempre,
empleados de una verdulería o jóvenes granjeros. Por las tardes, paseaban por la
calle Mayor con sus maridos y sonreían dulcemente al pasar. Empezó a pensar que
el matrimonio debía de tener algún significado oculto. Las jóvenes casadas con quienes
charlaba hablaban con timidez y dulzura. “Tener un marido cambia mucho las cosas”,
decían.
La
noche antes de la boda, la confundida muchacha tuvo una conversación con su padre.
Más tarde se preguntó si las horas pasadas con el enfermo no habrían condicionado
su decisión de casarse. El padre le habló de su vida y aconsejó a su hija que no
se dejara arrastrar a semejante embrollo. Empezó a criticar a Tom Willard, y eso
impulsó a Elizabeth a salir en su defensa. El enfermo se indignó y trató de levantarse
de la cama. Cuando ella se lo impidió, empezó a quejarse. “Nunca he conseguido que
me dejaran en paz –dijo–. Por mucho que me he esforzado, no he logrado que el hotel
fuera rentable. Incluso ahora debo dinero al banco. Ya lo descubrirás cuando me
haya ido”.
La
voz del enfermo se puso tensa y seria. Incapaz de incorporarse, alargó la mano y
acercó la cabeza de la chica a la suya. “Hay una escapatoria –susurró–. No te cases
con Tom Willard ni con nadie de Winesburg. Tengo ochocientos dólares en una caja
de hojalata en mi baúl. Cógelos y vete”.
Nuevamente
la voz del enfermo se volvió quejumbrosa. “Tienes que prometérmelo –declaró–. Si
no estás dispuesta a prometerme que no te casaras, dame tu palabra de que nunca
le dirás a Tom lo del dinero. Es mío y, si te lo doy, tengo derecho a exigírtelo.
Escóndelo. Es para compensar mi fracaso como padre. Algún día puede servirte de
escapatoria, una magnífica escapatoria. Vamos, sabes que me estoy muriendo, tienes
que prometérmelo”.
En la consulta
del doctor Reefy, Elizabeth, una mujer vieja, cansada y demacrada a los cuarenta
y un años, se sentaba junto a la estufa y se quedaba mirando el suelo. El médico
se sentaba a un pequeño escritorio junto a la ventana. Sus manos jugueteaban con
un lápiz que había sobre el tablero. Elizabeth le hablaba de su vida de casada.
Lo hacía con distanciamiento y dejando de lado a su marido, a quien utilizaba sólo
como comparsa para dar más realismo a su historia.
–Luego
me casé y no salió bien –decía con amargura–. Nada más celebrarse la boda me entró
miedo. No sé si porque sabía demasiado antes de casarme, o porque descubrí demasiado
la primera noche que pasé con él. No lo recuerdo.
“Qué
idiota fui. Cuando mi padre me dio el dinero y trató de convencerme de que no me
casara, no quise escucharlo. Pensé en lo que me habían dicho las jóvenes casadas
y quise casarme yo también. No quería a Tom, sino casarme. Cuando mi padre se durmió,
me asomé a la ventana y pensé en la vida que había llevado hasta entonces. No quería
acabar siendo una perdida. En el pueblo corrían toda clase de chismorreos sobre
mí. Incluso temí que Tom pudiera echarse atrás”.
La
voz de la mujer tembló de nerviosismo. El doctor Reefy, quien sin darse cuenta había
empezado a enamorarse de ella, tuvo una extraña sensación. Le pareció que, mientras
hablaba, el cuerpo de aquella mujer iba cambiando, se volvía más joven, más erguido,
más fuerte. Como no pudo deshacerse de aquella sensación, le dio una explicación
profesional. “Hablar le sienta bien tanto a su cuerpo como a su espíritu”, musitó.
La
mujer empezó a contarle un incidente que había ocurrido una tarde, pocos meses después
de la boda. Su voz se volvió más firme.
–A
última hora de la tarde salí a dar un paseo en coche –dijo–. Tenía un calesín y
un poni gris que guardaba en el establo de Moyer. Tom estaba pintando y haciendo
reparaciones en el hotel. Necesitaba dinero y yo intentaba decidirme a hablarle
del dinero que me había dado mi padre. No lograba hacerlo. No lo quería lo suficiente.
En esos días siempre llevaba las manos y la cara cubiertas de pintura y él mismo
olía a pintura. Estaba tratando de reformar el viejo hotel, para que volviese a
ser nuevo y elegante.
Exaltada,
la mujer se sentó muy erguida en su silla e hizo un gesto rápido e infantil con
las manos mientras le contaba el paseo que había dado sola aquella tarde de primavera.
–Estaba
nublado y amenazaba tormenta –dijo–. Los negros nubarrones hacían que el verde de
los árboles y la hierba resaltara tanto que me hacía daño en los ojos. Fui hasta
un par de kilómetros más allá de Trunion Pike y luego tomé por un camino vecinal.
El caballito subía y bajaba rápidamente por las cuestas. Yo estaba impaciente. Se
me ocurrían muchas cosas y quería huir de ellas. Empecé a azotar al caballo. Las
negras nubes se asentaron y empezó a llover. Quería ir muy deprisa, alejarme más
y más. Quería salir del pueblo, quitarme la ropa, librarme de mi matrimonio, salir
de mi cuerpo, escaparme de todo. Estuve a punto de matar al pobre animal, obligándolo
a correr, y cuando no pudo seguir adelante, me apeé del calesín y corrí en la oscuridad
hasta que caí al suelo y me hice daño en un costado. Quería escapar de todo, pero
al mismo tiempo quería correr hacia algún sitio. ¿Entiende a lo que me refiero?
Elizabeth
se levantó de la silla y empezó a andar por la consulta. Tanto anduvo que el doctor
Reefy pensó que nunca había visto a nadie andar tanto. Había una vivacidad y un
ritmo en todo su cuerpo que lo embriagaba. Cuando por fin ella se arrodilló en el
suelo junto a su silla, el doctor la cogió en sus brazos y empezó a besarla apasionadamente.
–Me
pasé todo el viaje de vuelta gritando –dijo Elizabeth mientras trataba de proseguir
con la historia de su alocado paseo, a pesar de que él no la estaba escuchando.
–¡Querida!
¡Querida! ¡Eres encantadora! –murmuró él y creyó sujetar en sus brazos, no a la
fatigada mujer de cuarenta y un años, sino a una niña inocente y encantadora que,
por alguna especie de milagro, hubiese podido librarse del cuerpo de la otra mujer.
El
doctor Reefy no volvió a ver a la mujer que había tenido entre sus brazos hasta
después de muerta. Aquella tarde de verano en la consulta, cuando estaba a punto
de convertirse en su amante, un pequeño incidente casi grotesco puso fin a su cortejo.
Mientras el hombre y la mujer se abrazaban, oyeron unas pisadas en las escaleras
de la consulta. Los dos se pusieron en pie y aguzaron temblorosos el oído. El ruido
en las escaleras lo había hecho un empleado de la Compañía Parisina de Productos
Textiles. Con gran estruendo, echó una caja vacía sobre la pila de trastos del pasillo
y luego volvió a bajar pesadamente las escaleras. Elizabeth le siguió casi inmediatamente.
Aquello que había nacido en su interior mientras hablaba con su único amigo murió
de repente. Estaba histérica, igual que el propio doctor Reefy, y no quiso seguir
con la conversación. Recorrió la calle con la sangre zumbándole en los oídos, pero
en cuanto se alejó de la calle Mayor y vio las luces del New Willard House, se echó
a temblar y las rodillas se le doblaron de tal modo que por un momento pensó que
se caería en mitad de la calle.
La
enferma pasó los últimos meses de su vida anhelando la muerte. Recorrió ansiosa
el camino de la muerte. Dio forma humana a la figura de la muerte y la imaginó como
un joven muy fuerte de cabello negro que corría por las montañas, o como un hombre
serio y silencioso cubierto de cicatrices acumuladas a lo largo de su existencia.
Sacaba la mano de debajo de las sábanas y tanteaba en la oscuridad, y pensaba en
la muerte como algo vivo que le tendía la mano. “Ten paciencia, amado mío –susurraba–.
Sigue siendo joven, paciente y hermoso”.
La
noche en que la enfermedad la asió con su fuerte mano y frustró sus planes de hablarle
a su hijo George de los ochocientos dólares que tenía escondidos, se levantó de
la cama y se arrastró por la habitación implorando a la muerte que le concediera
otra hora de vida.
–¡Espera,
amor mío! ¡El muchacho! ¡El muchacho! ¡El muchacho! –rogó mientras trataba con todas
sus fuerzas de soltarse de los brazos del amante cuya llegada tanto había anhelado.
Elizabeth murió
un día de marzo del año en que su hijo George cumplió los dieciocho años, y el joven
apenas intuyó el sentido de su muerte. Sólo el tiempo se lo haría comprender. Durante
un mes la había visto postrada, lívida y silenciosa en su cama, y luego una tarde
el médico lo abordó en el pasillo y le dijo unas palabras.
El
joven entró en su habitación y cerró la puerta. Tenía una extraña sensación de vacío
en el estómago. Se sentó un momento y se quedó mirando al suelo, después se levantó
de un salto y salió a dar un paseo. Recorrió el andén de la estación, dio la vuelta
por detrás de las calles residenciales, pasó junto al edificio de la escuela absorbido
en sus asuntos. No lograba aprehender la idea de la muerte e incluso se sentía un
poco contrariado de que su madre hubiera muerto ese día. Acababa de recibir una
nota de Helen White, la hija del banquero del pueblo, en respuesta a otra que él
le había escrito. “Esta noche habría podido ir a verla y ahora tendré que dejarlo
para otro día”, pensó medio enfadado.
Elizabeth
murió un viernes a las tres de la tarde. Había sido una mañana fría y lluviosa,
pero por la tarde salió el sol. Antes de morir, había estado seis días paralizada,
incapaz de hablar o moverse, sólo sus ojos y su cerebro seguían con vida. Tres de
aquellos seis días los pasó debatiéndose, pensando en el muchacho, tratando de decir
algunas palabras sobre su futuro, y en su mirada había una súplica tan conmovedora
que todos los que la vieron conservaron muchos años en la memoria el recuerdo de
la mujer agonizante. Incluso Tom Willard, que siempre había sentido cierto resentimiento
por su mujer, olvidó su rencor y las lágrimas brotaron de sus ojos y se le enredaron
en el bigote, que había empezado a volverse gris por lo que hacía tiempo que se
lo teñía. El producto que utilizaba tenía algún tipo de aceite y las lágrimas, al
secárselas con la mano, formaban una especie de niebla vaporosa. El rostro entristecido
de Tom Willard parecía la cara de un perrito que llevara todo el día a la intemperie.
El
día que murió su madre, George volvió a casa por la calle Mayor cuando ya había
oscurecido y, después de ir a su habitación para peinarse un poco y cepillarse la
ropa, fue por el pasillo y entró en la habitación donde yacía el cadáver. Había
una vela en la mesita, al lado de la puerta, y el doctor Reefy estaba sentado en
una silla junto a la cama. El médico se levantó e hizo ademán de marcharse. Tendió
la mano como si quisiera saludar al muchacho y luego la retiró con torpeza. La atmósfera
de la habitación estaba cargada con la presencia de aquellas dos personas tan cohibidas,
y el hombre se fue apresuradamente.
El
hijo de la difunta se sentó en una silla y miró al suelo. Una vez más, volvió a
pensar en sus asuntos y decidió que quería cambiar de vida y que se marcharía de
Winesburg. “Iré a alguna ciudad. Quizá pueda encontrar trabajo en algún periódico”,
pensó y luego volvió a recordar a la chica con la que tenía pensado pasar la tarde
y se enfadó por el giro que habían dado los acontecimientos.
En
la tenue luz de la habitación donde yacía la muerta, el joven se puso a pensar.
Su imaginación se entretuvo con pensamientos de vida, igual que su madre lo había
hecho con pensamientos de muerte. Cerró los ojos e imaginó que los labios jóvenes
y rojos de Helen White rozaban los suyos. Se estremeció y le temblaron las manos.
Y luego sucedió algo. El muchacho se puso en pie de un salto y se quedó muy rígido.
Contempló la figura de la mujer muerta debajo de las sábanas y se sintió tan avergonzado
por haber pensado aquello que se puso a llorar. De pronto, se le ocurrió otra idea
y miró con aire culpable hacia atrás, como si temiera que pudieran estar observándolo.
A
George Willard le entraron unas ganas locas de levantar la sábana y ver el rostro
de su madre. La idea que acababa de ocurrírsele lo obsesionó de un modo terrible.
Estaba convencido de que no era su madre, sino otra mujer, quien yacía delante de
él en aquella cama. La convicción era tan real que parecía casi insoportable. El
cadáver que había debajo de las sábanas era el de una persona muy alta y la muerte
lo había dotado de gracia y juventud. Al chico, dominado por una extraña sensación,
le pareció indeciblemente hermoso. La sensación de que el cuerpo que tenía delante
estaba vivo, de que en cualquier momento una mujer muy bella se levantaría de la
cama se volvió tan abrumadora que no pudo resistir la tensión. Varias veces alargó
la mano. En una ocasión, llegó a rozar y levantar un poco la sábana blanca que la
cubría, pero le faltó el valor e, igual que había hecho el doctor Reefy, dio media
vuelta y salió de la habitación. En el pasillo, junto a la puerta, se detuvo y empezó
a temblar de tal modo que tuvo que apoyar una mano en la pared. “Esa de ahí no es
mi madre. Esa de ahí no es mi madre”, susurró para sí y nuevamente su cuerpo se
estremeció de miedo e incertidumbre. Cuando la tía Elizabeth Swift llegó de la habitación
contigua a velar el cadáver, él la cogió de la mano y empezó a sollozar moviendo
la cabeza a un lado y a otro, cegado por el dolor.
–Mi
madre ha muerto –dijo, luego se volvió sin prestar atención a la mujer y se quedó
mirando la puerta por la que acababa de salir–. ¡Mi madre querida! ¡Eras tan encantadora!
–exclamó en voz alta el muchacho llevado por un impulso desconocido.
En cuanto a los
ochocientos dólares que la mujer había guardado tanto tiempo escondidos y que pensaba
dar a George Willard para ayudarlo a iniciar su carrera en la ciudad, seguían en
la caja de hojalata que había detrás del zócalo de escayola a los pies de la cama
de su madre. Elizabeth la había metido allí una semana después de casarse, tras
romper el zócalo con un palo. Luego pidió a uno de los albañiles que tenía contratados
su marido para reformar el hotel que arreglara la pared. “Le di un golpe con la
esquina de la cama”, le explicó a su marido, incapaz de abandonar su sueño de liberación,
una liberación que a la postre sólo llegó dos veces en toda su vida: en los momentos
en que sus dos enamorados, la Muerte y el doctor Reefy, la estrecharon entre sus
brazos.
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