Juan José Saer
Que nadie se engañe: La
noticia que salió en el diario la semana pasada, en “Policiales”, si bien dice
claramente que el propietario de un bar, llamado Gandia, fue detenido, nos da
una imagen falsa del personaje en cuestión. Es verdad que, según parece, se
jugaba a las cartas por dinero en la trastienda, y que en los cuartos del fondo
alguna muchacha del barrio, uno de los más pobres de la ciudad, recibía a su
clientela, lo que le valía a Gandia una pequeña comisión. Pero que nadie se
engañe ni se indigne: Gandia no es el que muestran las noticias sino otro,
diferente, que yo conocí.
Que lo
hayan metido preso me hizo sonreír. No es, por otra parte, la primera vez que
sucede. En esa barriada, el bar de Gandia es el centro de perdición, la vecinal
del vicio. Es la parada obligada de todo proletario que se desvía. Y su dueño,
Gandia, hijo de obrero o de campesino, no sé bien, tiene las manos ásperas,
callosas, pesa unos cien kilos, y está siempre sucio y mal afeitado. Es de esos
hombres cuya hosquedad es demasiado pueril como para ofender, dar miedo, o
simplemente convencer. Se ve de lejos que Gandia está como enredado consigo
mismo, en discordia interna perpetua, por razones que sin duda él mismo
desconoce, y que lo que se manifiesta a los otros es la dureza que se desprende
de ese desarreglo, como el hombre que encontramos tratando de enroscar
infructuosamente, desde hace horas, un tornillo microscópico, y nos saluda con
malhumor.
Gandia es
un gran jugador de cartas. Pero es un jugador especial: hace trampas. De esta
característica, todo el mundo está enterado, y sin embargo nadie se niega a
jugar a las cartas con él. Porque Gandia, a diferencia de otros jugadores,
tramposos o no, hace trampas y a pesar de todo pierde. Pierde: hecho
incontestable que toda la clientela conoce. Más todavía: se han visto jugadores
que en medio de una partida han tenido la previsión de considerar las trampas
de Gandia como una coordenada racional del juego, lo que da una idea de la
regularidad y del carácter definido y cognoscible de sus trampas. Se ha visto
rara vez a Gandia ganar una partida. Con algún nuevo jugador a lo sumo, la
primera vez, porque la segunda el nuevo jugador ya se ha adaptado a las reglas
de juego que imperan en el bar de Gandia.
Yo creo que
formular un juicio moral en el caso de Gandia no tiene ningún sentido. Una
explicación es más pertinente y yo creo poder suministrarla: Gandia hace
trampas por cortesía. Destinado a perder, Gandia disimula sus tendencias
profundas haciendo trampas. Cortesía para consigo mismo en primer término, ya
que las trampas darían a su existencia, puramente lineal, que cae como una
piedra del vacío al abismo, la ilusión de una agonía; para con los otros
jugadores también, sacándoles, con la mediación de las trampas, los escrúpulos;
y por último, cortesía sublime para con el mundo exterior, tan mudo y tenue, al
suministrarle, a expensas de sí mismo, un espesor dramático.
Por eso la
noticia de que lo habían metido preso la semana pasada me hizo sonreír. Y que nadie
ponga el grito en el cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario