Sherwood Anderson
Aquel primer día en el Este
nos levantamos a las cuatro de la mañana. La noche anterior habíamos saltado de
un tren de mercancías a las afueras de la ciudad y, con ese instinto que tenemos
los chicos de Kentucky, no tuvimos problema en orientarnos por las calles y dar
con las pistas y los establos a la primera. Allí sabíamos que ya nada nos podía
pasar. Hanley Turner no tardó en cruzarse con un negro que conocíamos. Era Bildad
Johnson, un tipo que en invierno trabaja en Beckersville, nuestro pueblo, en las
caballerizas de Ed Becker. Como casi todos los negros, Bildad es buen cocinero y,
como todo aquel que se precie de ser alguien en esta región de Kentucky, es un apasionado
de los caballos. En primavera, Bildad empieza a buscarse la vida por ahí. Un negro
de nuestras tierras es capaz de engatusar a cualquiera con tal de salirse con la
suya. A Bildad no hay mozo de cuadra o criador de caballos de nuestra región, los
alrededores de Lexington, que se le resistan. Al atardecer, los criadores van a
pasar el rato al pueblo, a charlar, y a veces acaban jugando una partida de póquer.
Bildad siempre va con ellos. Se pasa el día haciendo pequeños favores y hablando
de comida, pollo frito a la cazuela, la mejor manera de cocinar patatas o de hornear
pan de maíz. Escuchándolo se me hace la boca agua.
Y
al fin llega la temporada de carreras, esa época del año en que los caballos empiezan
a competir y en la calle no se habla más que de los nuevos potros, en que la gente
empieza a hacer planes para irse a Lexington, o a los torneos hípicos de Latonia
o Churchill Downs, en que los jinetes que se habían marchado a Nueva Orleans o a
las reuniones de invierno de La Habana vienen a pasar una semana a casa antes de
volverse a marchar; en ese momento, cuando en Beckersville nadie habla de otra cosa
que de caballos y lo único que se respira en el ambiente son las carreras, aparece
Bildad, que, como era de esperar, ha conseguido trabajo de cocinero en alguna de
las cuadrillas. A veces, cuando pienso que en primavera no se pierde ni una carrera
y que se pasa el invierno trabajando en las caballerizas, allí donde están los caballos,
allí donde los hombres van a hablar de caballos, me entran ganas de ser negro. Ya
sé que puede parecer una tontería, pero los caballos me vuelven loco. Es así, no
lo puedo evitar.
Aún
no he empezado a hablar de lo que hicimos, así que será mejor ir al grano. A cuatro
chicos de Beckersville, todos blancos e hijos de personas respetables que residen
habitualmente en Beckersville, se nos metió en la cabeza que teníamos que a ir a
las carreras, pero no a cualquiera, como Lexington o Louisville; ya puestos, lo
mejor era ir al Este, a esa gran carrera de la que tanto habíamos oído hablar en
Beckersville, a Saratoga. Por aquel entonces éramos todos muy jóvenes. Yo, el mayor
de los cuatro, acababa de cumplir los quince. Reconozco que el plan fue idea mía.
También fui yo el que convenció a los demás para que lo intentáramos. Éramos cuatro,
Hanley Turner, Henry Rieback, Tom Tumberton y yo. Yo tenía treinta y siete dólares
en el bolsillo, los había ganado trabajando los fines de semana de invierno en el
almacén de Enoch Myer. Henry Rieback tenía once dólares, y los otros dos, Hanley
y Tom, apenas un par de dólares por cabeza. Una vez elaborado el plan, guardamos
el secreto hasta el día en que terminaron las reuniones hípicas de Kentucky, hasta
que se marcharon algunos hombres del pueblo, los de mayor afición por las carreras,
aquellos a quienes más envidiábamos. En ese momento, decidimos largarnos también
nosotros.
No
vale la pena recordar los apuros que pasamos viajando en trenes de mercancías, sólo
diré que atravesamos ciudades como Cleveland o Búfalo, y que visitamos las cataratas
del Niágara. Allí compramos algunos recuerdos, como cucharas, postales o conchas
con dibujos de las cataratas que pensábamos regalar a nuestras madres y hermanas,
pero finalmente decidimos que sería mejor no enviar nada a casa. No queríamos poner
a nadie sobre nuestra pista y que nos acabaran echando el guante.
Como
ya he dicho antes, al llegar a Saratoga lo primero que hicimos fue buscar las pistas.
Bildad nos dio algo de comer. Luego nos indicó una cabaña donde pasar la noche y
prometió no abrir la boca. En estos casos te puedes fiar de los negros. De verdad,
nunca se chivan. Apuesto a que si te cruzas con un blanco cuando acabas de escaparte
de casa, por muy buena persona que parezca, por muy bien que te trate, te acaba
delatando en menos que canta un gallo. Así son los blancos, los negros no. Son de
fiar. Y con los más jóvenes son bastante legales. No sé por qué.
Aquel
año nadie quería perderse la reunión de Saratoga, allí se dieron cita muchos hombres
de nuestro pueblo: Dave Williams, Arthur Mulford, Jerry Myers, por nombrar unos
cuantos. Había otros muchos de Louisville y de Lexington que Henry Rieback conocía,
yo no. La mayoría eran jugadores profesionales, como el padre del propio Henry.
Es lo que se llama un mozo de apuestas, su trabajo consiste en pasarse la mayor
parte del año viajando de carrera en carrera. En invierno, cuando vuelve a Beckersville,
no aguanta demasiado tiempo en casa, prefiere ir de ciudad en ciudad apostando a
las cartas. A mí me parece un hombre amable y generoso, a Henry no para de enviarle
regalos: una bicicleta, un reloj de oro, un uniforme de boy scout, ese tipo de cosas.
Mi
padre es abogado. No nos podemos quejar, aunque no gana mucho dinero y no puede
hacerme tantos regalos. De todas formas, ya no soy un niño y a estas alturas ya
ni me interesan. Nunca se ha metido con Henry, no como los padres de Hanley Turner
y Tom Tumberton que, según me han contado sus hijos, dicen que ese dinero es de
dudosa procedencia y que no les hace ninguna gracia que sus hijos crezcan escuchando
ese tipo de vocabulario o se obsesionen y acaben aficionándose a las apuestas.
Me
parece bien, y supongo que saben de lo que hablan, pero no veo qué tiene que ver
eso con Henry o con los caballos. Por eso escribo esta historia. Estoy hecho un
lío. Como he dicho antes, ya no soy un niño, ya soy mayor, quiero crecer honradamente;
sin embargo, en Saratoga vi algo que sigo sin entender.
Desde
que tengo uso de razón, los purasangres me vuelven loco. No lo puedo evitar. A los
diez años pegué el estirón. Entonces comprendí que ser jinete era algo de lo que
podía irme olvidando. Casi me muero de la pena. Harry Hellinfinger, el hijo del
jefe de correos de Beckersville, es un auténtico vago y no le gusta trabajar, prefiere
ir por ahí gastando bromas a los chicos, mandarles, por ejemplo, a la ferretería
a por un taladro para hacer agujeros cuadrados y cosas por el estilo. Un día me
gastó una a mí. Me aseguró que si me tragaba medio puro atrofiaría mi crecimiento
y que, con un poco de suerte, llegaría a convertirme en jinete. Dicho y hecho. Le
birlé un puro del bolsillo a mi padre en un momento de distracción, y me lo zampé
de un bocado. Me sentó fatal, hubo que avisar al médico y, lo que es peor, el dichoso
puro no me hizo ningún efecto. Seguí creciendo. Era una broma y me la tragué por
completo. Al final acabé confesándolo todo. Cualquier otro padre me hubiera dado
una buena paliza, el mío no.
Finalmente,
ni se me atrofió el crecimiento ni me morí ni nada por el estilo. Harry Hellinfinger
no se salió con la suya. Al poco tiempo, se me metió en la cabeza que quería ser
mozo de cuadra, pero también tuve que renunciar a ello. Ese trabajo suele estar
reservado para los negros, y sabía que mi padre no me dejaría hacerlo. Inútil preguntárselo.
Si
los purasangres no los vuelven locos será porque nunca han estado en lugares donde
los hay a montones. No saben lo que se pierden. Un purasangre es lo más bonito que
hay en este mundo. Nada puede superar la belleza, la limpieza, la honradez, las
agallas de algunos caballos de carreras. En los grandes criaderos de caballos que
hay a las afueras de nuestro pueblo hay pistas donde corren los caballos desde primeras
horas de la mañana. Cuántas veces me he levantado antes del amanecer y he hecho
a pie las dos o tres millas que hay de mi casa a las pistas. Si por mi madre fuera
me quedaría encerrado en casa, pero mi padre siempre le dice: –Deja al chico en
paz–. Esas mañanas me hago un bocadillo de mantequilla y mermelada, me lo zampo
de un bocado y salgo pitando.
Al
llegar a las pistas, lo mejor es sentarse en la barrera con los hombres, blancos
y negros, que, mientras esperan a que salgan los potros, no paran de charlar y masticar
tabaco. A esas horas puede sentirse el frescor de la hierba impregnada del rocío
de la mañana. En los campos cercanos hay hombres arando, y en las cabañas donde
duermen los negros de las pistas otros fríen comida. Hay que ver cómo se ríen los
negros y cómo logran contagiarte su humor. Los blancos no tienen ese don, tampoco
lo tienen todos los negros, por cierto, pero los negros que trabajan en las pistas
lo tienen muy arraigado.
Y
por fin salen los potros. Algunos los montan los mozos de cuadra, pero casi cada
mañana, en las grandes pistas propiedad de esos ricos que tal vez vivan en Nueva
York; cada mañana, unos cuantos potros, algunos viejos caballos de carreras, castrados,
y yeguas, andan casi siempre por ahí sueltos.
Cuando
veo correr un caballo se me hace un nudo en la garganta. No con todos, sólo con
algunos. Los buenos los reconozco a la legua. Es algo que llevo en la sangre, igual
que los negros de las pistas y los preparadores. Sé distinguir un caballo ganador,
así de sencillo, incluso si sólo va trotando. Tengo un truco, si me duele la garganta
y me cuesta tragar, entonces sé que ese caballo es un ganador. En cuanto den el
pistoletazo de salida, empezará a correr como Sam Hill, y costará creer que no gane
siempre, y si no lo hace será porque le habrán obstruido el paso o le habrán empujado
o habrá salido mal o algo así. Si quisiera ser jugador como el padre de Henry Rieback,
podría hacerme rico. Sé que podría y Henry también lo sabe. Debería limitarme a
esperar sentir ese dolor y luego apostar hasta el último centavo. Eso haría si me
interesara ser jugador, pero no me interesa.
En
esas pistas –no me refiero a las de carreras, sino a las de entrenamiento que hay
cerca de Beckersville– no se suele ver este tipo de caballos, pero aun así vale
la pena pasarse por allí cada mañana. Cualquier purasangre sano, nacido de una buena
yegua y bien preparado, sabe correr. Si no, más le valdría estar tirando de un arado.
Es
muy bonito verlos salir de los establos con los chicos sobre el lomo. Uno se empieza
a retorcer en la barrera y siente un extraño cosquilleo por todo el cuerpo. Mientras,
en sus cabañas, los negros no paran de reír y cantar. Menudo ambiente. Preparan
café y fríen tocino. Huele que alimenta. En esas mañanas puedo asegurar que no hay
nada como el aroma del café, el estiércol, los caballos, los negros, el tocino frito
y el tabaco de las pipas. Es algo adictivo, así de sencillo.
Pero
volvamos a Saratoga. Nos quedamos allí seis días y en todo ese tiempo no nos cruzamos
con nadie de nuestro pueblo. Todo salió a pedir de boca: buen tiempo, buenos caballos,
buenas carreras, qué más se puede pedir. El día que decidimos volver a casa, Bildad
nos dio para el viaje una cesta con pollo frito, pan y otras cosas de comer. Cuando
llegamos a Beckersville todavía me quedaban unos dieciocho dólares. Al verme, mi
madre se puso a llorar y me echó la charla, mi padre, en cambio, no dijo gran cosa.
Les conté todas nuestras aventuras. Bueno, casi todo. Hay algo que no he contado,
algo que sólo presencié yo. Y por eso escribo. Estoy hecho un lío. No dejo de pensar
en ello cada noche. Aquí va la historia.
En
Saratoga, pasábamos la noche en la cabaña que Bildad nos había ofrecido, comíamos
con los negros por la mañana temprano y también por la noche, cuando la gente que
presenciaba las carreras había abandonado las pistas. Por lo general, los que venían
de Beckersville preferían quedarse en la tribuna o en la zona de apuestas, no estaban
especialmente interesados en los sitios donde se guardaban los caballos. Antes de
cada carrera como mucho se pasaban por los establos para ver ensillar los caballos.
En Saratoga no hay establos cubiertos como en Lexington, Churchill Downs y otras
pistas de nuestra región, allí la costumbre es ensillar directamente los caballos
al aire libre, bajo los árboles, en un césped tan verde y resplandeciente como el
del jardín del Banker Bohon, aquí en Beckersville. Es una pasada. Los caballos brillan,
sudorosos y expectantes; los hombres, impacientes, fuman puros mientras los observan;
allí van también los preparadores y los propietarios. El corazón empieza a latir
con tal fuerza que es casi imposible respirar.
Cuando
la corneta toca a sus puestos, los jinetes salen corriendo con sus trajes de seda,
y más vale darse prisa si quieres coger un buen sitio en la barrera, junto a los
negros.
Sigo
queriendo ser preparador o propietario, y por eso, antes de cada carrera, me pasaba
por los establos aun a sabiendas de que corría el riesgo de que pudieran verme y
mandarme de vuelta a casa. Los demás chicos no se atrevían, pero yo no tenía ningún
reparo en pasarme por allí.
A
Saratoga llegamos un viernes, y el miércoles de la semana siguiente se disputaba
el gran Handicap de Mullford. Dos de nuestros mejores caballos Middlestride y Sunstreak
participaban en la carrera. Hacía buen tiempo, la pista estaba en óptimas condiciones.
Como se pueden imaginar, la noche anterior no pude pegar ojo.
Curiosamente,
estos dos caballos me hacían sentir ese nudo tan particular en la garganta. Middlestride
es un ejemplar más bien largo, castrado, de aire desgarbado. Pertenece a Joe Thompson,
un pequeño propietario de nuestro pueblo que únicamente tiene media docena de caballos.
Middlestride sólo tiene un punto débil, le cuesta bastante arrancar y el Handicap
de Mullford dura únicamente una milla. Cuando sale va a paso de tortuga y suele
quedarse algo rezagado, pero a mitad de carrera empieza a acelerar y después ya
no hay quien le pare. Si la prueba durara media milla más se merendaría a sus adversarios,
estoy seguro.
Sunstreak
es harina de otro costal. Es un semental inquieto, criado en la mayor granja de
nuestra región, la Van Riddle, propiedad del señor Van Riddle de Nueva York. Yo
lo comparo con esas chicas que te quitan el sueño pero que son totalmente inaccesibles.
Es fuerte y elegante. Al verlo me dan ganas de comérmelo a besos. Su preparador
se llama Jerry Tillford, nos conocemos desde hace tiempo y siempre ha sido amable
conmigo; hasta me deja entrar en el establo de sus caballos para verlos más de cerca.
Nada puede compararse a ese caballo. Aunque pueda parecer tan tranquilamente atado,
como si la cosa no fuera con él, por dentro es una bomba a punto de estallar. En
el momento en que se levanta la barrera, sale disparado del cajón y hace honor a
su nombre, “Sunstreak” Rayo de Sol. Duele mirarlo, hace hasta daño, agacha la cabeza
y corre como si estuviera poseído, parece un perro de presa. En mi vida he visto
a otro caballo correr como Sunstreak, excepto a Middlestride cuando arranca y empieza
a espabilar.
Me
moría de ganas de presenciar la carrera y de ver competir a esos dos caballos. Me
moría de ganas pero también de miedo. Era injusto que uno de los dos tuviera que
perder. De nuestras tierras nunca habían salido caballos tan competitivos. Todo
el mundo lo decía, hasta los más viejos del lugar. Era un hecho.
Antes
de la carrera me acerqué a los establos a ver qué tal iba todo. Le eché un último
vistazo a Middlestride, que en el establo, todo hay que decirlo, no impresiona demasiado.
Luego me fui a ver a Sunstreak.
Era
su día. Lo supe nada más verlo. Sabía que debía pasar inadvertido, pero me dio igual,
me acerqué a él sin pensar en las consecuencias. Allí estaban reunidos todos los
hombres de Beckersville, pero salvo Jerry Tillford nadie advirtió mi presencia.
Él me reconoció y entonces sucedió algo. A ver si logro explicarlo.
Yo
estaba ahí, de pie, contemplando aquel caballo con un nudo en la garganta. En cierto
modo, no sé cómo explicarlo, sabía exactamente cómo se sentía. Estaba sereno, dejaba
que los negros le frotaran las patas y que el propio señor Van Riddle lo ensillara,
pero por dentro era un torrente incontenible. Un poco como el agua del río Niágara
justo antes de precipitarse por las cataratas. Aquel caballo no pensaba en correr.
Ni falta que le hacía. Sólo pensaba en contenerse hasta el inicio de la carrera.
Yo lo sabía. En cierto sentido, era como si pudiera ver en su interior. Ese caballo
iba a hacer la carrera de su vida y yo lo sabía. Estaba callado, sereno, no relinchaba
ni llamaba la atención; esperaba, sin más. Yo lo sabía, y Jerry Tillford, su preparador,
también lo sabía. Levanté la cabeza, y aquel hombre y yo nos miramos a los ojos.
Entonces sentí algo. Supongo que quise a ese hombre tanto como al caballo porque
él sabía lo mismo que yo. En aquel instante habría jurado que en el mundo sólo estábamos
ese hombre, el caballo y yo. A mí se me cayeron las lágrimas y a Jerry Tillford
le brillaron los ojos. Entonces me dirigí hacia la barrera para esperar a que empezara
la carrera. Ese caballo era mejor que yo, más pausado y, como pude comprobar después,
también era mejor que Jerry. Era el más tranquilo de los tres, y eso que era él
quien estaba a punto de salir a competir.
Como
cabía esperar, Sunstreak se alzó con la victoria, pero además pulverizó el récord
mundial de la milla. Si algún día me quedo ciego, al menos podré decir que fui testigo
de aquello. Todo sucedió según lo esperado. Middlestride tardó en arrancar, quedó
rezagado, intentó remontar posiciones, pero sólo pudo quedar segundo. Algún día
él también batirá algún récord. En lo que a caballos se refiere, nuestra tierra
no tiene rival.
Me
tomé la carrera con tranquilidad porque sabía cuál iba a ser su desenlace. No me
cabía ni la menor duda. Hanley Turner, Henry Rieback y Tom Tumberton estaban mucho
más nerviosos que yo.
Durante
la carrera me ocurrió algo extraño. Me puse a pensar en Jerry Tillford, el preparador,
y en lo que debía de estar sintiendo en esos momentos. Aquella tarde, llegué a querer
más a ese hombre de lo que nunca había querido a mi padre. De tanto pensar en él
casi me olvido de los caballos. Estaba obsesionado por lo que había visto en su
mirada cuando estaba de pie junto a Sunstreak, antes del inicio de la carrera. Sabía
que Jerry Tillford había cuidado de Sunstreak desde que era un potrillo, que le
había enseñado a correr, a tener paciencia, a reconocer el momento de soltarse y
a no darse nunca por vencido. Cuidaba de ese caballo como si fuera un hijo que está
llamado a hacer grandes cosas. Nunca antes había sentido nada parecido por un hombre.
Aquella
noche, después de la carrera, me separé de Tom, Hanley y Henry. Quería estar solo,
o más bien quería intentar estar cerca de Jerry Tillford. Esto fue lo que ocurrió.
La
pista de Saratoga queda en las afueras de la ciudad. Está muy cuidada, hay árboles
por todas partes, un bonito césped, todo está en perfectas condiciones. Más allá
de la pista, hay una carretera asfaltada por donde pasan los automóviles, y a unas
millas de allí hay un desvío que lleva a una granja medio abandonada situada en
medio de un campo.
Aquella
noche me puse a caminar por esa carretera porque había visto a Jerry y a otros hombres
subir a un automóvil y tomar aquel camino. No esperaba encontrarlos. Caminé un buen
rato y luego me detuve a pensar junto a una valla. Quería estar lo más cerca posible
de Jerry. Sentía su presencia. Al rato enfilé el desvío –no sé por qué– y llegué
a aquella extraña granja. Me sentía solo, quería ver a Jerry, me sentía como un
crío que quiere que su padre se quede toda la noche a su lado. En ese preciso momento,
apareció un automóvil. En él iban Jerry, el padre de Henry Rieback, Arthur Bedford,
Dave Williams y otros dos hombres que nunca había visto antes. Se bajaron del coche
y entraron en la casa, todos salvo el padre de Henry Rieback, que discutió con ellos
y dijo que él ahí no se metía. No debían de ser más de las nueve, pero estaban ya
todos borrachos. Cuál fue mi sorpresa al darme cuenta de que aquella granja era
en realidad un antro de mujeres de mala vida. Ni más ni menos. Me acerqué sigilosamente
a la valla y miré por la ventana.
Se
me revuelven las tripas sólo de pensarlo. No logro entenderlo. Todas las mujeres
de la casa eran feas, vulgares, no daba ninguna gana de mirarlas ni de pasar un
rato en su compañía. Encima eran bastante ordinarias, menos una que era alta y me
recordaba un poco al castrado de Middlestride, pero menos limpia y con una dentadura
horrenda. Era pelirroja. Lo veía todo nítidamente. Me encaramé a un rosal junto
a una ventana y seguí mirando. Las mujeres estaban sentadas y parecían llevar blusones.
Cuando entraron los hombres, algunos se sentaron en su regazo. Aquel lugar olía
a podrido, y de podrida también podría calificarse la conversación, la clase de
conversación que un chico puede escuchar en invierno en los establos de una ciudad
como Beckersville pero que jamás espera oír cuando hay mujeres delante. Era asqueroso.
A un negro jamás se le hubiera ocurrido poner sus pies en un antro como ese.
Miré
a Jerry Tillford. Dudo que haga falta recordar lo que sentía por él tras comprender
que él también entendía lo que pasaba por la mente de Sunstreak momentos antes de
llevarlo al cajón de salida y acabar batiendo el récord mundial.
En
aquel antro de mala muerte Jerry no paró de hacerse el chulo. Eso es algo que Sunstreak
jamás habría hecho. Delante de todos, presumió de haber formado a aquel caballo,
como si el mérito de la victoria hubiera sido enteramente suyo. Mintió como un bellaco.
En la vida había escuchado semejante estupidez.
Y,
entonces, ¿saben lo que hizo? Sí, le echó el ojo a una de esas mujeres, a la pelirroja
que parecía un saco de huesos y daba un aire al castrado de Middlestride pero que
no era ni por asomo tan limpia como él, y entonces le empezaron a brillar los ojos
igual que le habían brillado cuando nos miró a mí y a Sunstreak esa misma tarde.
Me quedé de piedra. Maldije mi suerte y deseé no haberme alejado de la pista, no
haberme separado de los chicos, de los negros y de los caballos. Al igual que Sunstreak
esa misma tarde en los establos, aquella odiosa mujer se había interpuesto entre
nosotros.
De
repente, empecé a odiarlo. Me entraron ganas de gritar, irrumpir en la habitación
y acabar con su vida. Era la primera vez que sentía algo parecido. Me dio tanta
rabia que me puse a llorar y cerré los puños con tal fuerza que las uñas se me clavaron
en la piel.
Jerry
no paraba de gesticular, sus ojos seguían brillando, y finalmente besó a aquella
mujer. Yo me largué de allí, volví a las pistas, me fui a dormir y apenas pude pegar
ojo. Al día siguiente convencí a los chicos para que volviéramos a casa. Nunca les
he contado lo que vi aquella noche.
Desde
aquel día no pienso en otra cosa. No consigo entenderlo. Ya es primavera, estoy
a punto de cumplir los dieciséis, sigo madrugando cada mañana para ir a las pistas,
y veo galopar a Sunstreak y a Middlestride y también a Strident, un nuevo potro
que apuesto no va a tardar en ganarles a todos, aunque nadie, salvo dos o tres negros,
opine lo mismo que yo.
Pero
las cosas han cambiado. En las pistas el aire ya no es el mismo, ya no huele tan
bien, ese lugar ha perdido su encanto. Y todo por culpa de Jerry Tillford, un hombre
que en un mismo día vio ganar a un caballo como Sunstreak y se atrevió a besar a
esa mujer. ¡Maldito sea! No entiendo cómo se le pudo ocurrir hacer una cosa así.
No paro de darle vueltas. Lo peor de todo es que ya no siento lo mismo cuando miro
a los caballos, huelo las cosas, escucho cómo ríen los negros y todo lo demás. A
veces me da tanta rabia que me entran ganas de pegarle a alguien. Se me revuelven
las tripas. ¿Por qué lo hizo? Quiero saber por qué.
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