Sherwood Anderson
En el porche medio
podrido de una casita de madera próxima al borde del barranco cerca de
Winesburg, Ohio, un hombrecillo gordo caminaba nerviosamente de un lado a otro.
Más allá de un extenso terreno sembrado de tréboles, el cual sólo había
producido abundantes hierbas de mostaza, el hombre podía ver la carretera por
donde pasaba un carro lleno de recolectores de bayas de regreso de los
cultivos. Eran jóvenes y doncellas que reían y gritaban ruidosamente. Un
muchacho de blusa azul saltó del carro y trató de jalar a una de las chicas,
que en protesta soltó un chillido agudo y penetrante. Los pies del joven
levantaban en el camino una nube de polvo frente al rostro del sol poniente. A
través del vasto campo se dejó oír una voz fina y aniñada. “Oh, Wing Biddlebaum,
péinate, se te cae el pelo en los ojos”, ordenó la voz al hombre calvo, cuyas
manos pequeñas y nerviosas jugaban con su frente blanca y desnuda, como si
arreglaran una madeja de bucles enredados.
Wing
Biddlebaum, siempre asustado y acosado por una banda fantasmal de dudas, no
sentía formar parte del pueblo donde había vivido durante veinte años. Entre
todos los habitantes de Winesburg, sólo uno se le había acercado, George
Willard, hijo de Tom Willard, dueño del New Willard House, con quien había formado
algo parecido a una amistad. George Willard era el reportero del Águila de
Winesburg y algunas veces, al atardecer, caminaba hasta la casa de Wing
Biddlebaum. Ahora el anciano se paseaba de un lado a otro del porche moviendo
las manos nerviosamente, mientras esperaba a que George Willard viniera a pasar
la velada con él. Cuando el carro en que iban los recolectores se alejó, cruzó
el terreno a través de la alta hierba y, trepando una cerca, miró fija y
ansiosamente a lo largo del camino hacia el pueblo. Permaneció así unos
momentos frotándose las manos y observando la carretera de extremo a extremo.
Luego, vencido por el miedo, regresó corriendo a pasearse nuevamente por el
porche de su casa.
Wing
Biddlebaum, que durante veinte años había sido el misterio del pueblo, perdía
un tanto su timidez ante George Willard, y su personalidad sombría, inmersa en
un mar de dudas, emergía para contemplar el mundo. Con el joven reportero a su
lado, se aventuraba a la luz del día en la calle Main o caminaba de un lado a
otro por el porche deteriorado de su casa hablando excitadamente. La voz baja y
temblorosa se tornaba aguda y fuerte, y la figura encorvada se enderezaba. Con
una especie de coleteo, como del pez que el pescador devuelve al arroyo,
Biddlebaum el silencioso comenzaba a hablar, esforzándose por poner en palabras
las ideas acumuladas en su mente durante largos años de mutismo.
Wing
Biddlebaum hablaba mucho con las manos. Sus expresivos dedos delgados, siempre
activos y luchando incesantemente por esconderse en los bolsillos o tras la
espalda, aparecían para convertirse en las varillas del pistón de su maquinaria
de expresión.
La
historia de Wing Biddlebaum es una historia de manos. Su incansable actividad,
como el aleteo de un pájaro aprisionado, le dio su nombre. Se le ocurrió a
algún poeta oscuro de la ciudad. Las manos alarmaban a su dueño. Quería
mantenerlas ocultas y, en cambio, contemplaba con asombro las manos
inexpresivas y tranquilas de otros hombres que trabajaban junto a él en los
campos o que conducían tiros de caballos soñolientos por los caminos rurales.
Cuando
hablaba con George Willard, Wing Biddlebaum cerraba los puños y golpeaba una
mesa o las paredes de su casa, acción que le hacía sentirse más cómodo. Si le
entraba el deseo de charlar mientras caminaban por los cultivos, buscaba un
tronco o la tabla más alta de una cerca y, con manos diligentes, hablaba con
renovado desahogo.
La
historia de las manos de Wing Biddlebaum se merece un libro aparte. Si se
expone con simpatía revelará muchas cualidades extrañas y hermosas de los
hombres oscuros. Es trabajo para un poeta. En Winesburg las manos llamaron la
atención solamente por su actividad. Con ellas Wing Biddlebaum llegó a recoger
hasta ciento cuarenta arrobas de fresas en un día. Se convirtieron en su rasgo
distintivo, en la fuente de su fama. También provocaron que su personalidad
evasiva y grotesca se hiciera más grotesca aún. Winesburg sentía el mismo
orgullo por las manos de Wing Biddlebaum que por la casa de piedra nueva del
banquero White, o por Tony Tip, el potrillo bayo de Wesley Moyer que ganó dos
contra quince en las carreras de otoño de Cleveland.
En
cuanto a George Willard, en diversas ocasiones quiso preguntar sobre las manos.
A veces se apoderaba de él una curiosidad casi irresistible. Creía que su
extraña actividad e inclinación a permanecer ocultas se debía a un fuerte
motivo, y solamente el creciente respeto que sentía por Wing Biddlebaum le
impedía soltar las preguntas que le venían a la mente.
Una
vez estuvo a punto de cuestionarlo. Ambos caminaban por los campos una tarde de
verano y se detuvieron para sentarse en un montón de hierba. Durante todo ese
tiempo Wing Biddlebaum habló como un inspirado. Se paró junto a una cerca y,
golpeando las tablas como un pájaro carpintero gigante, le gritó a George
Willard censurándolo por permitir que la gente a su alrededor influyera tanto
en él.
–Usted
se está destruyendo –le gritó–. Se inclina a estar solo, a soñar, y tiene miedo
de los sueños. Quiere ser igual a todos en este pueblo. Los escucha e intenta
imitarlos.
Sentado
en la hierba Wing Biddlebaum volvió a insistir sobre el punto. Su voz se tornó
suave, evocadora, y con un suspiro de satisfacción, se lanzó a una conversación
vaga hablando como perdido en un sueño.
Del
sueño, Wing Biddlebaum le pintó un cuadro a George Willard en donde los hombres
nuevamente vivían en una especie de edad de oro pastoril. Después de cruzar la
campiña abierta, verde, llegaron unos jóvenes bien proporcionados a pie y a
caballo. En grupos se colocaron a los pies de un anciano que les habló sentado
bajo un árbol en un jardincito.
Wing
Biddlebaum se inspiró plenamente. Por una vez se olvidó, de sus manos. Poco a
poco se deslizaron frente a él hasta posarse en los hombros de George Willard.
En su voz aparecía algo nuevo e intrépido.
–Debe
procurar olvidar todo lo que ha aprendido –dijo el anciano–. Debe empezar a
soñar. De hoy en adelante no prestará atención a las voces que rugen.
Wing
Biddlebaum interrumpió su discurso y miró prolongada y vehementemente a George Willard.
Sus ojos brillaban. De nuevo alzó las manos para acariciar al joven y, de
repente, una expresión de horror cruzó por su rostro.
Con
un movimiento convulsivo del cuerpo, Wing Biddlebaum se levantó de un salto y
metió las manos hasta el fondo de los bolsillos del pantalón. Se le llenaron
los ojos de lágrimas.
–Debo
regresar a casa. No puedo seguir hablando con usted –dijo nerviosamente.
Sin
voltear hacia atrás el anciano bajó la colina y cruzó un prado apresuradamente,
dejando a George Willard perplejo y asustado en el montículo de hierba. El
muchacho se levantó estremeciéndose de miedo y caminó por la carretera hacia el
pueblo. “No le preguntaré sobre sus manos”, pensó conmovido al recordar el
terror en los ojos del hombre. “Algo anda mal pero no quiero saber lo que es.
Sus manos tienen que ver con el miedo que me tiene a mí y a cualquiera”.
Y
George Willard tenía razón. Veamos rápidamente la historia de las manos. Es
posible que si hablamos de ellas surgirá el poeta que contará la anécdota
asombrosa y oculta sobre la influencia que ejercían las manos como banderas
ondeantes de promesa.
En
su juventud Wing Biddlebaum había sido maestro de escuela en una ciudad de
Pennsylvania. En aquel tiempo no se le conocía como Wing Biddlebaum sino que
tenía un nombre menos eufónico, Adolph Myers. Como Adolph Myers los niños de la
escuela lo habían llegado a querer mucho.
Por
naturaleza, Adolph Myers estaba destinado a ser profesor de niños. Era uno de
esos hombres raros e incomprendidos que gobiernan por medio de un poder tan
gentil que se confunde con una adorable debilidad. En su sentir hacia los niños
a su cargo, tales hombres no difieren de un tipo más fino de mujeres en su amor
por los hombres.
Y
sin embargo, esto se ha dicho de una manera muy cruda. Es entonces cuando se
necesita al poeta. Con los niños a su cargo, Adolph Myers había caminado por
las tardes o se había sentado a conversar hasta el anochecer en los escalones
de la escuela, perdido en una especie de sueño. Sus manos iban de un lado a
otro, acariciaban los hombros de los niños, jugaban con las cabezas
despeinadas. Conforme hablaba, su voz se tornaba suave y musical. En ello
también había una caricia. De alguna manera, su voz y las manos, las palmadas
en los hombros y el jugueteo con el pelo eran parte de su esfuerzo por
transmitir un sueño a las mentes jóvenes. Por medio del roce de sus dedos se
expresaba a sí mismo. Era uno de esos hombres en quienes la fuerza que crea la
vida se diluye, no se concentra. Bajo la caricia de sus manos la duda y la
incredulidad salían de las mentes infantiles y entonces empezaban también a
soñar.
Y
luego la tragedia. Un niño de la escuela, poco inteligente, se enamoró del
joven profesor. Por la noche, en su cama, imaginaba cosas innombrables y, en la
mañana, procedía a contar sus sueños como si fueran hechos. De esos labios
colgantes salían acusaciones extrañas, repugnantes. Un estremecimiento sacudió
a la ciudad de Pennsylvania. Las dudas ocultas y sombrías latentes en las
mentes de los hombres en relación a Adolph Myers se transformaron en creencias.
La
tragedia no esperó. A empujones sacaron de sus camas a los muchachos
temblorosos para interrogarlos. “Me abrazó”, dijo uno. “Sus dedos jugaban
continuamente con mi pelo”, dijo otro.
Una
tarde un hombre de la ciudad dueño de una cantina, Henry Bradford, vino a la
puerta de la escuela. Sacó a Adolph Myers al patio y empezó a darle de
puñetazos. Conforme los duros nudillos daban en la cara horrorizada del
maestro, se encolerizaba más y más. Muertos de susto, los niños corrían por
todos lados como insectos alborotados. “Yo le enseñaré a ponerle las manos
encima a mi hijo, bestia”, rugía el dueño de la cantina que, ya cansado de
golpear al maestro, había empezado a patearlo por todo el patio.
Durante
la noche obligaron a Adolph Myers a dejar la ciudad de Pennsylvania. Una docena
de hombres con linternas llegaron hasta la puerta de la casa donde vivía solo y
le exigieron que se vistiera y saliera. Llovía y uno de los hombres llevaba una
soga en la mano. Tenían la intención de colgar al maestro, pero algo en su
figura, tan pequeña, blanca y triste, los conmovió y lo dejaron escapar.
Conforme veían al hombre correr en la oscuridad, se arrepintieron de su
debilidad y fueron tras él, insultándolo y aventándole palos y grandes bolas de
lodo, mientras él gritaba y corría cada vez más rápido en la penumbra.
Adolph
Myers había vivido solo en Winesburg veinte años. Tenía solamente cuarenta
años, pero aparentaba sesenta y cinco. Tomó el nombre de Biddlebaum de una caja
de mercancías que vio en una estación de carga cuando atravesaba una ciudad al
este de Ohio. Tenía una tía en Winesburg, una mujer de dientes negros que
criaba pollos y con quien vivió hasta que ella murió. Había estado enfermo
durante un año tras la experiencia en Pennsylvania y, después de su
recuperación, trabajó como labriego en los campos, yendo y viniendo con timidez
y luchando para ocultar sus manos. Aunque no comprendía lo que había sucedido,
sintió que sus manos eran las culpables. Una y otra vez los padres y los niños
se habían referido a ellas. “No meta las manos donde no debe”, el cantinero le
había gritado bailando con furia en el patio de la escuela.
En
el cobertizo de su casa junto al barranco, Wing Biddlebaum continuó caminando
de un lado a otro hasta que desapareció el sol y el camino al borde del campo
se perdió en las sombras grises. Al llegar a su casa cortó unas rebanadas de
pan y las untó con miel. Cuando el retumbar del tren nocturno que jalaba los
vagones expresos cargados con la cosecha del día pasó y se restauró el silencio
de la noche de verano, empezó de nuevo a pasear por el porche. En la penumbra
no podía verse las manos y entonces dejaban de moverse. Aunque anhelaba la
presencia del joven, único medio a través del cual expresaba su amor al hombre,
su ansiedad de nuevo se transformó en parte de su soledad y de su espera. Wing
Biddlebaum encendió una lámpara para lavar los pocos platos sucios de su comida
tan simple y, tras instalar un catre junto a la puerta de alambre que daba al
porche, se desvistió para pasar la noche. Quedaron unas cuantas morusas de pan
blanco esparcidas por el piso limpio junto a la mesa; colocó la lámpara en un
banquito y comenzó a recoger las migajas, llevándose una por una a la boca con
increíble rapidez. En la mancha de luz bajo la mesa, la figura arrodillada
parecía un sacerdote ejerciendo servicio en su iglesia. Los dedos expresivos y
nerviosos que entraban y salían de la luz podrían haberse confundido con los de
un devoto que repasa ágilmente, diez tras diez, las cuentas de su rosario.
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