Jack London
Sólo esto, de todo, quedará.
Arrojaron los dados, y vivieron.
Parte de lo que juegan, ganarán,
pero el oro del dado lo perdieron.
Los dos hombres descendían el repecho de la ribera del río cojeando penosamente,
y en una ocasión el que iba a la cabeza se tambaleó sobre las abruptas rocas. Estaban
débiles y fatigados y en su rostro se leía la paciencia que nace de una larga serie
de penalidades. Iban cargados con pesados fardos de mantas atados con correajes
a los hombros y que contribuían a sostener las tiras de cuero que les atravesaban
la frente. Los dos llevaban rifle. Caminaban encorvados, con los hombros hacia delante,
la cabeza más destacada todavía, y la vista clavada en el suelo.
–Ojalá tuviéramos aquí dos de esos cartuchos que hay
en el escondrijo –dijo el segundo.
Hablaba con voz monótona y totalmente carente de expresión.
Su tono no revelaba el menor entusiasmo y el que abría la marcha, cojeando y chapoteando
en la corriente lechosa que espumeaba sobre las rocas, no se dignó responder. El
otro lo seguía pegado a sus talones. No se detuvieron a quitarse los mocasines ni
los calcetines, aunque el agua estaba tan fría como el hielo, tan fría que lastimaba
los tobillos y entumecía los pies. En algunos lugares batía con fuerza contra sus
rodillas y los hacía tambalearse hasta que conseguían recuperar el equilibrio.
El que marchaba en segundo lugar resbaló sobre una piedra
pulida y estuvo a punto de caer, pero logró evitarlo con un violento esfuerzo, mientras
profería una aguda exclamación de dolor. Se le veía cansado y mareado, y mientras
se tambaleaba extendió la mano que tenía libre en el vacío como buscando apoyo en
el aire. Cuando se enderezó dio un paso al frente, pero resbaló de nuevo y casi
cayó al suelo. Luego se quedó inmóvil, y miró a su compañero, que ni siquiera había
vuelto la cabeza. Permaneció clavado en el suelo un minuto entero, como debatiéndose
consigo mismo. Luego gritó:
–¡Bill, me disloqué el tobillo!
Bill continuó avanzando a trompicones en el agua lechosa.
No se volvió. El hombre lo vio alejarse con su habitual carencia de expresión, pero
su mirada era la de un ciervo herido.
Su compañero ascendió cojeando la ribera opuesta del
río y siguió su camino sin mirar atrás. El hombre lo contemplaba con los pies hundidos
en la corriente. Sus labios y el tupido bigote castaño que los cubría temblaban
visiblemente. Se humedeció los labios con la lengua.
–¡Bill! –llamó.
Era aquella la súplica de un hombre fuerte en peligro,
pero Bill no se volvió. Su compañero lo vio alejarse cojeando grotescamente y subiendo
con paso inseguro la suave pendiente que ascendía hacia el horizonte que formaba
el perfil de una pequeña colina. Lo vio alejarse hasta que atravesó la cima y desapareció.
Luego volvió la vista y miró lentamente en torno suyo al círculo de mundo que, al
haberse ido Bill, era exclusivamente suyo.
Cerca del horizonte el sol ardía débilmente, casi oscurecido
por la neblina y los vapores informes que daban la impresión de una densidad y una
masa sin perfil ni tangibilidad. El hombre descansó el peso de su cuerpo sobre una
sola pierna y sacó su reloj. Eran las cuatro en punto y por ser aquellos días los
últimos de julio o los primeros de agosto (no sabía con exactitud qué fecha era,
pero podía calcularla dentro de un margen de error de unas dos semanas), el sol
tenía que apuntar más o menos hacia el noroeste. Miró hacia el sur. Sabía que en
algún lugar, a espaldas de aquellas colinas desoladas, se hallaba el Lago del Gran
Oso; sabía también que en esa dirección el Círculo Polar Ártico trazaba su temible
camino entre los yermos canadienses. El riachuelo en que se hallaba era un afluente
del Río de la Mina de Cobre que a su vez fluía hacia el norte e iba a desembocar
en el Golfo de la Coronación y en el Océano Ártico. No conocía aquellos lugares,
pero los había visto marcados una vez en una carta de navegación de la Compañía
de la Bahía de Hudson.
De nuevo recorrió con la mirada el círculo de mundo
que tenía en torno a él. No era un espectáculo alentador. Por todas partes lo rodeaba
un horizonte blando y suavemente curvado. Las colinas eran bajas. No había ni árboles,
ni arbustos, ni hierba… nada sino una desolación tremenda y aterradora que atrajo
inmediatamente el miedo a sus ojos.
–¡Bill! –susurró una y dos veces– ¡Bill!
Se agazapó en medio del agua lechosa como si la vastedad
del paisaje ejerciera sobre él una fuerza avasalladora y lo aplastara brutalmente,
consciente del horror que provocaba. Comenzó a temblar como un palúdico, hasta que
la escopeta se le deslizó de entre las manos y cayó al agua salpicándolo. Aquello
lo despertó. Luchó con el miedo, se dominó, y buscó a tientas bajo el agua hasta
recuperar el arma. Corrió un poco el fardo hacia el hombro izquierdo, con el fin
de liberar del peso a su tobillo dislocado. Luego, encogiéndose de dolor, avanzó
lenta y cautelosamente hasta la orilla.
No se detuvo. Con una desesperación que rayaba en la
locura, sin hacer caso del dolor, subió presuroso la pendiente hasta alcanzar la
cima de la colina tras de la cual había desaparecido su compañero. Sólo que su andar
era aún más grotesco y cómico que la cojera vacilante del que lo había precedido.
Al llegar a la cresta, lo que se ofreció a su vista fue un valle somero totalmente
desprovisto de vida. Luchó de nuevo contra el miedo, lo dominó, corrió el fardo
aún más hacia el hombro izquierdo y bajó a trompicones la pendiente.
El fondo del valle estaba encharcado de un agua que
el espeso musgo mantenía, a modo de esponja, sobre la superficie. Con cada paso
saltaban pequeños chorros, y cada vez que levantaba un pie la acción culminaba en
sonido de succión, como si el musgo se resistiera a soltar su presa. Avanzó de pantano
en pantano, siguiendo las huellas de su compañero a lo largo y a través de las abruptas
hileras de rocas que emergían como islotes en un mar de musgo.
Aunque estaba solo no estaba perdido. Sabía que más
adelante llegaría allí donde unos cuantos abetos y unos pinos pequeños y marchitos
bordeaban la orilla de una laguna, el lugar que los indígenas llamaban el Titchinnichilie
o “tierra de los palitos”. Y en aquella laguna desembocaba un riachuelo de agua
clara. En las riberas del riachuelo (lo recordaba bien), había juncos pero no árboles.
Lo seguiría hasta ver brotar el primer hilillo de agua en una divisoria de cuencas,
atravesaría esa divisoria hasta dar con el primer hilillo de agua de otra corriente
que fluía hacia el oeste, y seguiría ésta hasta su desembocadura en el río Dease.
Allí tenían él y su compañero provisiones y vituallas ocultas bajo una canoa invertida
y cubierta de piedras. En aquel escondrijo hallaría munición para su escopeta vacía,
anzuelos y cañas, una pequeña red… todo lo necesario para poder cazar y conseguir
alimento. También allí encontraría harina (no mucha), un pedazo de tocineta y frijoles.
Bill estaría esperándolo y juntos remarían Dease abajo
hasta llegar al Lago del Gran Oso. Y hacia el sur seguirían, siempre hacia el sur,
hasta llegar al Mackenzie. Hacia el sur, siempre hacia el sur, y el invierno correría
vanamente tras ellos, y el hielo se formaría en los remolinos, y los días se harían
fríos y transparentes… siempre hacia el sur, hacia alguna factoría de la Compañía
de la Bahía de Hudson, allá donde la temperatura era templada y los árboles crecían
altos y generosos y había alimentos sin fin.
Así pensaba el hombre mientras adelantaba en su camino.
Y del mismo modo que trabajaba con el cuerpo trabajaba también con la mente, tratando
de convencerse de que Bill no lo había abandonado, de que sin duda alguna lo esperaría
junto al escondrijo. O lograba convencerse de ello o de lo contrario le sería inútil
seguir adelante y más le valdría tenderse en el suelo a esperar a la muerte. Y mientras
la bola opaca del sol se hundía lentamente por el noroeste, estudió con la imaginación
(y repetidas veces) cada pulgada de terreno que él y Bill recorrerían en su huida
hacia el sur, antes de que el invierno se cerniera sobre ellos. Y una y otra vez
vio ante sus ojos las provisiones ocultas en el escondrijo y las que hallarían en
la factoría. Hacía dos días que no probaba alimento y muchos que no comía tanto
como hubiera deseado. De vez en cuando se detenía y recogía pálidas “bayas de pantano”
que se metía en la boca, masticaba y tragaba. Una “baya de pantano” es una semilla
diminuta envuelta en una gota de agua. En la boca el agua se disuelve y la semilla
cobra un sabor punzante y amargo. El hombre sabía que aquellas semillas no proporcionaban
alimento alguno, pero las masticaba pacientemente con una esperanza que vencía al
conocimiento y desafiaba a la experiencia.
A las nueve en punto tropezó con un saliente rocoso
y por simple debilidad y cansancio se tambaleó y cayó. Permaneció inmóvil en el
suelo durante algún tiempo, tendido sobre un costado. Luego se desembarazó de los
correajes y consiguió sentarse arrastrándose torpemente. No había oscurecido todavía
y a la luz del largo crepúsculo buscó entre las rocas briznas de musgo seco. Una
vez que hubo acumulado un montón de ellas hizo una hoguera, una hoguera sucia y
sin llama, y sobre ella puso a hervir una ollita de agua.
Desató el fardo y lo primero que hizo fue contar los
fósforos. Tenía treinta y siete. Los contó tres veces para asegurarse. Los dividió
en tres montones, los envolvió en papel encerado y colocó un paquete en la bolsa
de tabaco vacía, otro bajo la cinta de su raído sombrero y el tercero se lo metió
bajo la camisa en contacto con su pecho. Hecho esto le invadió el pánico, desenvolvió
los fósforos y volvió a contarlos. Seguía habiendo treinta y siete.
Secó los mocasines al calor del fuego. No eran ya sino
jirones empapados. Los calcetines de lana estaban agujereados en varios lugares,
y los pies, en carne viva, le sangraban. Sentía fuertes punzadas en el tobillo y
decidió examinarlo. Se le había hinchado hasta alcanzar el volumen de la rodilla.
De una de las dos mantas que tenía rasgó una tira de lana y con ella se vendó fuertemente
el tobillo. Luego hizo dos tiras más y se envolvió con ellas los pies, pensando
que le servirían a la vez de mocasines y de calcetines. Hecho esto se bebió el agua
humeante, dio cuerda al reloj y se introdujo, a gatas, entre las mantas.
Durmió como un tronco. La breve oscuridad que sobrevenía
alrededor de la media noche llegó y pasó. El sol se levantó por el noroeste, o mejor
sería decir que amaneció por aquel cuadrante, porque el sol estaba oculto por espesas
nubes grises.
A las seis en punto se despertó y permaneció echado
en silencio boca arriba. Miró directamente al cielo grisáceo y adquirió conciencia
del hambre que lo acuciaba. Mientras se volvía de un lado apoyándose en un codo,
lo sorprendió oír un gruñido y vio a un caribú macho que lo miraba con curiosidad.
El animal se hallaba a unos cincuenta pies de distancia, y por la mente del hombre
cruzó instantáneamente la visión de un buen trozo de caribú crepitando y asándose
al fuego. Mecánicamente alargó la mano hacia el rifle vacío, apuntó y apretó el
gatillo. El caribú gruñó y escapó dando un salto. Sus pezuñas chocaban y tamborileaban
contra las rocas en su huida. El hombre profirió una maldición y arrojó al suelo
su rifle vacío. Mientras pugnaba por ponerse en pie se quejó en voz alta. Fue aquella
una tarea lenta y ardua. Sus articulaciones eran como goznes mohosos que rozaran
contra los casquillos, provocando una enorme fricción. Cada movimiento, cada giro,
obedecía a un esfuerzo supremo de su voluntad. Cuando al fin logró ponerse en pie
tardó un minuto más en alcanzar la posición erecta que corresponde al ser humano.
Trepó a una pequeña eminencia y estudió el panorama.
No había árboles ni arbustos; nada sino un océano gris de musgo apenas salpicado
de rocas grises, lagunas grises y arroyuelos grises. El cielo era gris. No había
ni sol ni el más leve indicio de su existencia. No tenía idea de dónde se hallaba
el norte, y había olvidado por qué camino había llegado hasta allí la noche anterior.
Pero no se había perdido. De esto estaba seguro. Pronto llegaría a “la tierra de
los palitos”: Intuía que ese lugar se hallaba hacia la izquierda, no muy lejos…
quizá al otro lado de la próxima colina.
Volvió a liar el fardo para el viaje. Se aseguró de
que aún tenía en su poder los tres paquetes de fósforos, aunque esta vez no se entretuvo
en contarlos. Pero sí se detuvo dudoso a la vista de una bolsa rechoncha de piel
de gacela. Se trataba de un saquito de reducidas dimensiones. Podía taparlo con
las dos manos, pero sabía que pesaba unas quince libras (tanto como el resto del
fardo), y eso le preocupaba. Al fin lo dejó a un lado y comenzó a liar el fardo.
Se detuvo de nuevo a contemplar el saco de piel de gacela. Lo recogió con aire desafiante,
como si aquella desolación tratara de arrebatárselo, y cuando se levantó para adentrarse
en el día con paso vacilante, lo llevaba cargado a la espalda en el interior del
fardo. Se dirigió hacia la izquierda, deteniéndose una y otra vez a comer bayas
de pantano. El tobillo dislocado se le había entumecido y su cojera era más pronunciada
que la del día anterior, pero el dolor que aquello le producía no era nada comparado
con el que sentía en el estómago. Las punzadas del hambre eran agudas. Roían y roían
hasta el punto en que ya no le permitieron concentrarse en qué camino seguir para
llegar a “la tierra de los palitos”. Las bayas de los pantanos no sólo no aplacaban
su apetito, sino que con su sabor punzante le irritaban la lengua y el paladar.
Llegó por fin a un valle donde la perdiz blanca se elevaba
con aleteo estremecido sobre las rocas y los cenagales. “Quer, quer, quer…”, graznaban.
Arrojó piedras contra ellas, pero no logró alcanzarlas. Dejó el fardo en el suelo
y se dispuso a cazarlas al acecho, como cazan los gatos a los ruiseñores. Las rocas
abruptas fueron desgarrando sus pantalones hasta que fue dejando con las rodillas
un rastro de sangre, pero aquel dolor se perdía en el dolor mayor que le causaba
el hambre. Avanzó serpenteando sobre el musgo empapado; sus ropas se mojaron y se
enfrió su cuerpo, pero tan grande era su ansia de comer que ni cayó en la cuenta.
Y mientras tanto las perdices blancas seguían elevándose en el aire, hasta que su
“quer, quer…” le sonó a burla, y las maldijo y les gritó en voz alta imitando su
graznido.
En una ocasión casi se arrastró sobre una perdiz que
debía estar dormida. No la vio hasta que ésta levantó el vuelo de su escondrijo
rocoso y le pegó en la cara con las alas. Tan asombrado como la propia perdiz, cerró
la mano y en el interior del puño quedaron tres plumas de la cola del ave. Siguió
su vuelo con la mirada, odiándola como si le hubiera hecho algo terrible. Luego
retrocedió y se cargó el fardo a la espalda.
Conforme el día avanzaba se adentró en valles y bajíos,
donde la caza era más abundante. No muy lejos de él pasó una manada de unos veinte
caribús tentadoramente a tiro. Sintió un deseo ciego de correr tras ellos y la certeza
de que podía abatirlos. Un zorro negro se aproximó a él llevando entre los dientes
una perdiz blanca. El hombre gritó. Fue un grito temible aquel, pero el zorro huyó
de su lado sin soltar su presa.
Más tarde, pasado el mediodía, siguió un arroyo lechoso
de limo que corría entre juncales. Cogiendo los juncos con fuerza por la base logró
arrancar algo semejante a un cebollino no más grande que la cabeza de un clavo.
Era tierno, y sus dientes se hundieron en él con un crujido que prometía un sabor
delicioso. Pero las fibras eran duras. Estaba compuesto, como las bayas, de filamentos
saturados de agua, y, como aquéllas, no proporcionaba ningún alimento. Arrojó al
suelo el fardo y se lanzó a cuatro patas sobre los juncos, mordiendo y rumiando
como un bovino.
Estaba muy cansado y a veces sentía la tentación de
descansar, de echarse al suelo y dormir, pero seguía adelante acuciado más por el
hambre que por el deseo de llegar a “la tierra de los palitos”. Inspeccionó los
charcos en busca de ranas y excavó la tierra con las uñas para encontrar gusanos,
aunque sabía que en aquellas latitudes ya no había ni ranas ni gusanos.
Buscó vanamente en todas las charcas de agua hasta que,
cuando ya lo envolvía el largo crepúsculo, descubrió en una de ellas un diminuto
pez solitario. Hundió el brazo en el agua hasta el hombro, pero el pez lo esquivó.
Lo buscó con ambas manos y revolvió el barro lechoso que estaba depositado en el
fondo. En su avidez cayó al agua, empapándose hasta la rodilla. Ahora la charca
estaba demasiado turbia para poder ver el pez, y tuvo que esperar a que el barro
volviera a sedimentarse.
Continuó la búsqueda hasta que el agua se enturbió de
nuevo. Pero esta vez ya no pudo esperar más. Desató del fardo el cubo de estaño
y comenzó a achicar el agua, salvajemente al principio, salpicándose la ropa y arrojando
el agua a tan poca distancia que volvía a verterse en la charca; más cautelosamente
después, pugnando por dominarse, aunque el corazón le saltaba en el pecho y las
manos le temblaban. Al cabo de media hora la charca estaba casi seca. No quedaría
más de un tazón de agua. Pero el pez había desaparecido. Entre las piedras halló
un pequeño orificio por el que éste había escapado a una charca contigua y más grande,
una charca que no podría desecar ni en un día y una noche. Si hubiera sabido de
la existencia de ese orificio lo habría tapado con una piedra y el pez habría sido
suyo.
Mientras esto pensaba se incorporó para derrumbarse
después sobre la tierra húmeda, y allí lloró, silenciosamente primero, para su capote,
y luego en alta voz, para la desolación despiadada que se extendía en torno a él.
Durante largo tiempo lo sacudieron sollozos profundos y sin lágrimas.
Hizo después una hoguera, bebió un poco de agua hirviendo
para calentarse y acampó sobre una roca del mismo modo que lo había hecho la noche
anterior. Lo último que hizo aquel día fue comprobar si los fósforos estaban secos
y dar cuerda al reloj. Las mantas estaban húmedas y viscosas. El tobillo le latía
de dolor. Pero él sólo sentía el hambre, y en su dormir inquieto soñó con festines
y banquetes y con manjares servidos y aderezados de todas las formas imaginables.
Despertó helado y enfermo. No había sol. El gris del
cielo y de la tierra era ahora más intenso, más profundo. Soplaba un viento crudo
y los primeros copos de nieve blanquearon las crestas de las colinas. El aire se
fue haciendo más espeso y blanquecino, mientras él encendía una hoguera en que puso
a hervir más agua. Era una nieve blanda, mitad agua, y los copos eran grandes y
acuosos. Al principio se derretían tan pronto como entraban en contacto con la tierra,
pero pronto comenzaron a caer en mayor cantidad y cubrieron el suelo, apagaron la
hoguera y mojaron sus provisiones de musgo seco.
Aquello le indicó que era hora de echarse el fardo a
la espalda y seguir su vacilante camino no sabía hacia dónde. Ya no le preocupaban
ni “la tierra de los palitos”, ni Bill, ni las vituallas ocultas bajo la canoa volcada
junto al río Dease. Se hallaba totalmente a merced del verbo “comer”. Estaba loco
de hambre. No le importaba qué dirección seguir con tal de que su camino atravesara
la zona más profunda del valle. Caminó entre la nieve blanda, buscando a tientas
las bayas acuosas de pantano y arrancando al tacto los juncos por la raíz. Pero
todo aquello carecía de sabor y no le calmaba el apetito. Halló una hierba de sabor
amargo y devoró todas las que pudo encontrar, que no fueron muchas, porque crecía
a ras de tierra y por ello se ocultaba fácilmente bajo la nieve, que alcanzaba ya
varias pulgadas de espesor.
Aquella noche no hubo ni hoguera ni agua caliente, y
durmió entre las mantas el sueño roto de los hambrientos. La nieve se convirtió
en una lluvia fría. Las muchas veces que se despertó la sintió caer sobre su rostro
vuelto hacia el cielo. Y llegó el nuevo día, un día gris y sin sol. Había dejado
de llover y la punzada del hambre había desaparecido. Su sensibilidad en ese aspecto
había llegado al límite. Sentía, eso sí, un dolor pesado y sordo en el estómago,
pero eso no le preocupaba demasiado. Volvía a imperar la razón y una vez más su
principal interés consistía en hallar “la tierra de los palitos” y el escondrijo
junto al río Dease. Rasgó lo que le quedaba de una manta en tiras y se envolvió
con ellas los pies ensangrentados. Se vendó también el tobillo dislocado y se preparó
para un largo día de camino. Cuando llegó la hora de liar el fardo volvió a detenerse
frente a la bolsa de piel de gacela, pero al fin cargó de nuevo con ella.
La nieve se había derretido bajo la lluvia, y sólo las
crestas de las colinas mostraban su blancura. Salió el sol y pudo localizar los
puntos cardinales, aunque ahora estaba ya cierto de que se había perdido. Quizá
en aquellos días de vagar sin dirección determinada se había desviado demasiado
hacia la izquierda. Decidió dirigirse hacia la derecha, con el fin de compensar
esa posible desviación de su camino.
Aunque las punzadas del hambre no eran ahora tan agudas,
se dio cuenta de que estaba muy débil. Tenía que pararse con frecuencia para recuperar
fuerzas, paradas que aprovechaba para recoger bayas y raíces de juncos. Sentía la
lengua seca e hinchada y como cubierta de un vello muy fino, y le sabía amarga en
la boca. El corazón lo atormentaba. En cuanto caminaba unos minutos comenzaba a
batir sin compasión, “tam, tam, tam”, para brincar después en dolorosa confusión
de latidos que lo asfixiaban, lo debilitaban y le producían una especie de vértigo.
A mediodía encontró dos peces diminutos en una charca.
Era imposible achicar toda el agua, pero al menos ahora se hallaba más tranquilo
y pudo pescarlos con ayuda de su cubo de estaño. No eran mayores que su dedo meñique,
pero lo cierto era que no sentía demasiada hambre. El dolor que sentía en el estómago
se hacía cada vez más tenue y lejano. Era como si se hubiera adormecido. Comió el
pescado crudo masticando con cautela, concienzudamente, porque el comer se había
convertido ahora para él en un acto de puro raciocinio. Aunque no le molestaba el
hambre, sabía que tenía que comer para seguir viviendo.
Por la tarde pescó otros tres pececillos; comió dos
y reservó el tercero para el desayuno. El sol había secado algunos jirones de musgo
y pudo entrar en calor bebiendo agua caliente. Aquel día no recorrió más de diez
millas; el siguiente, caminando sólo cuando el corazón se lo permitía, no pudo avanzar
más de cinco. Pero el estómago no le causaba ya ninguna molestia. Decididamente
se había dormido. Había llegado el hombre a una región desconocida donde los caribús
eran cada vez más abundantes y también los lobos. Sus aullidos flotaban a la deriva
en medio de la desolación, y en una ocasión vio a tres de ellos huir ante su paso.
Otra noche. A la mañana siguiente, obedeciendo al imperio
de la razón, desató los cordones de cuero que cerraban la bolsa de piel de gacela.
De sus fauces abiertas brotó un chorro amarillo de polvo y pepitas de oro. Dividió
el oro en dos montones, ocultó uno de ellos envuelto en un trozo de manta bajo una
roca, y devolvió el otro a la bolsa. Rasgó también unas cuantas tiras de la manta
que le quedaba para envolverse con ellas los pies. El rifle lo conservó porque quedaban
cartuchos ocultos bajo la canoa volcada junto al Dease.
Fue aquel un día de niebla, un día en que el hambre
volvió a despertar en su interior. Se sentía muy débil y a veces lo atacaba un vértigo
que lo dejaba totalmente ciego. Ahora tropezaba y caía cada vez con mayor frecuencia.
En una ocasión cayó de bruces sobre un nido de perdices blancas. Había en él cuatro
crías nacidas el día anterior, cuatro partículas de vida, no mayores que un bocado;
las devoró ansiosamente, metiéndoselas vivas en la boca y triturándolas con las
muelas como si de cáscaras de huevo se tratase. La perdiz madre lo atacó graznando
furiosamente. Trató de abatirla utilizando el rifle a modo de palo, pero ella escapó
a su alcance. Comenzó entonces a arrojarle piedras y una de ellas, por mera casualidad,
le rompió un ala. La perdiz huyó entonces arrastrando el ala rota y perseguida por
el hombre. Las crías no habían conseguido más que abrirle a éste el apetito. Corrió
saltando a la pata coja, brincando sobre el tobillo dislocado, arrojando piedras,
insultando violentamente al ave unas veces y callando otras, levantándose sombría
y pacientemente cuando caía y frotándose los ojos con las manos cuando el vértigo
amenazaba con dominarlo. Aquella persecución lo condujo a lo más profundo del valle
donde, sobre el musgo húmedo, descubrió huellas de pisadas. No eran suyas, eso era
evidente. Debían ser de Bill, pero no pudo detenerse a averiguarlo, porque la perdiz
seguía adelante. Primero la cogería y luego regresaría a investigar.
Logró agotar a la perdiz madre, pero al hacerlo se agotó
él también. La perdiz yacía ahora en el suelo sobre un costado. Y él yacía en idéntica
posición a doce pies de distancia, incapaz de arrastrarse hasta ella. Cuando logró
reponerse, la perdiz se había repuesto también, y así, cuando se lanzó sobre ella,
el ave pudo escapar a su mano hambrienta. La caza se reanudó. Al fin llegó la noche
y la perdiz huyó. El hombre se tambaleó de debilidad y cayó al suelo de bruces,
con su fardo a la espalda, hiriéndose en la mejilla. Permaneció durante largo tiempo
inmóvil en el suelo. Luego se dio la vuelta, se echó sobre un costado, dio cuerda
a su reloj y se durmió allí mismo, tal como estaba, hasta la mañana siguiente.
Otro día de niebla. La mitad de la manta la había empleado
ya en hacer vendas para los pies. No pudo volver a hallar las huellas de Bill. No
importaba. El hambre lo impulsaba a seguir adelante sin dejarle opción, sólo que…
sólo que se preguntaba si Bill también se habría perdido. Hacia el mediodía el peso
del fardo que llevaba a la espalda se hizo demasiado opresivo. Volvió a dividir
el oro y esta vez abandonó la mitad sobre el suelo sin preocuparse ya de esconderlo.
Por la tarde se deshizo del resto. Ya sólo le quedaba media manta, el cubo de estaño
y el rifle.
Una alucinación comenzó a torturarlo. Tenía la seguridad
de que le quedaba un cartucho. Estaba en el cargador del rifle, y se le había pasado
por alto. Mientras ese pensamiento lo invadía sabía a ciencia cierta que el cargador
estaba vacío. Pero la alucinación seguía asediándolo. Luchó contra ella durante
horas; al fin decidió examinar el cargador. Lo abrió de golpe y se enfrentó con
la realidad: estaba vacío. Su desencanto fue tan grande como si de verdad hubiera
esperado hallar dentro el cartucho.
Siguió andando trabajosamente, y a la media hora la
alucinación lo atacó de nuevo. Otra vez luchó contra ella, y de nuevo ésta persistió
hasta que tuvo que volver a examinar el rifle para convencerse. A ratos la mente
del hombre desvariaba. Entonces continuaba avanzando penosamente como un simple
autómata, mientras que extrañas ideas y fantasías roían su cerebro como gusanos.
Pero estos desvaríos solían ser de poca duración, porque las punzadas del hambre
lo atraían de nuevo a la realidad. En una ocasión, lo que lo sacó de golpe de sus
fantasías fue un espectáculo que casi lo hizo desvanecerse. Las piernas le flaquearon,
tropezó y tuvo que tambalearse como un borracho para no caer. ¡Frente a él tenía
a un caballo! ¡Un caballo! No podía dar crédito a sus ojos. Lo separaba de él una
espesa neblina entretejida con puntos brillantes de luz. Se frotó los ojos salvajemente
para aclararse la vista y entonces pudo ver que se trataba no de un caballo, sino
de un oso que lo contemplaba con curiosidad belicosa.
El hombre había iniciado ya el gesto maquinal de colocarse
el rifle al hombro, cuando se dio cuenta de la inutilidad de su acción. Lo bajó
y desenfundó el cuchillo que llevaba colgado a la cintura en una funda adornada
con cuentas. Ante él tenía carne y vida. Rozó el filo del cuchillo con la yema del
pulgar. Estaba perfectamente afilado. La punta también lo estaba. Se arrojaría sobre
el oso y lo mataría. Pero el corazón comenzó a golpear en su pecho como un tambor
de alerta: tam, tam, tam… Siguió después el salvaje brincar dentro del pecho, la
confusión de latidos, la presión sobre la frente, como si se la apretaran con una
banda de hierro, y el vértigo que se apoderaba de su cerebro.
Su valentía desesperada cedió al empuje del miedo. Con
la debilidad que sentía, ¿qué pasaría si el animal lo atacaba? Se levantó y, con
la postura más imponente que pudo adoptar, empuñó el cuchillo y miró al oso sin
pestañear. El animal avanzó torpemente un par de pasos, retrocedió y soltó al fin
un gruñido, con el fin de sondear las intenciones de su rival. Si el hombre corría,
correría tras él; pero el hombre no se movió. Lo animaba ahora el valor que proporciona
el miedo. Gruñó también él de una manera salvaje, terrible, que expresaba el temor
inherente a la vida y entramado con las raíces más profundas del vivir.
El oso se hizo a un lado gruñendo amenazadoramente,
y sorprendido ante aquella misteriosa criatura erguida y sin miedo. Pero el hombre
no se movió. Permaneció erguido como una estatua, hasta que hubo pasado el peligro.
Sólo entonces se dejó dominar por el temblor y se hundió en el musgo mojado.
Al fin se tranquilizó y siguió su camino, invadido por
un miedo distinto. Ya no temía morir pasivamente de inanición. Ahora lo asustaba
morir violentamente antes de que el hambre hubiera extinguido la última partícula
de ánimo que lo impulsaba a seguir luchando por la supervivencia. Además, estaban
los lobos. Sus aullidos cruzaban la desolación, tejiendo en el aire una red amenazadora,
tan tangible que el hombre se encontró batiendo los brazos en el aire para apartarla
de su alrededor como si de las lonas de una tienda de campaña azotadas por el viento
se tratara.
Una y otra vez se cruzaban en su camino los lobos en
grupos de dos o de tres. Pero al verlo huían. No iban en número suficiente y además
andaban a la caza del caribú, que no ofrecía resistencia, mientras que aquella extraña
criatura que caminaba en posición erecta podía arañar y morder.
A última hora de la tarde halló unos cuantos huesos
desperdigados en un lugar donde los lobos habían llevado a cabo una matanza. Sólo
una hora antes, aquel montón de carroña había sido una cría de caribú que corría
y coceaba llena de vida. Contempló los huesos limpios y pulidos, rosados por las
células de vida que aún no habían muerto en ellos. ¿Podría ocurrirle lo mismo a
él antes de que acabara el día? Así era la vida, ¿no? Un sueño vano y pasajero.
Sólo la vida dolía. En la muerte no existía el dolor. Morir era dormir. Morir significaba
el cese, el descanso. Entonces, ¿por qué no se resignaba a la muerte?
Pero no moralizó mucho tiempo. Se hallaba en cuclillas
sobre el musgo con un hueso en la boca chupando aquellas briznas de vida que aún
lo teñían de un rosa difuminado. El sabor dulce de la carne, tenue y esquivo como
un recuerdo, lo enloqueció. Cerró las quijadas sobre el hueso y apretó. Unas veces
era el hueso lo que partía, otras sus propias muelas, pero siguió masticando. Luego
machacó con piedras los huesos que quedaban hasta convertirlos en una especie de
pulpa, y los devoró. En su avidez se machacó también los dedos, pero cayó en la
cuenta, con asombro, de que aquello no le provocaba demasiado dolor.
Llegaron días terribles de nieve y de lluvia. Ya no
sabía cuándo acampaba y cuándo levantaba el campamento. Viajaba tanto de noche como
de día. Descansaba allá donde caía, y seguía arrastrándose cuando la vida que agonizaba
en él se reavivaba para arder con algo más de viveza. En cuanto hombre, ya no luchaba.
Era la vida que había en él y que se resistía a morir lo que lo impulsaba a seguir
adelante. Ya no sufría. Tenía los nervios embotados, adormecidos, y la mente repleta
de visiones extrañas y sueños deliciosos.
Pero siguió chupando y masticando los huesos machacados
del caribú. Lo poco que quedaba lo guardó y lo llevó consigo. Ya no cruzó más montes
ni divisorias de cuencas, sino que siguió automáticamente un ancho río que fluía
a través de un valle amplio y profundo. No veía ni el río ni el valle. No veía sino
visiones. Cuerpo y espíritu caminaban, o mejor sería decir que se arrastraban, el
uno junto al otro y, sin embargo, separados, tan tenue era el hilillo que los unía.
Se despertó completamente lúcido, tendido boca arriba
sobre una roca. Brillaba el sol y hacía calor. A lo lejos oyó el mugido de las crías
de caribú. Tenía un recuerdo vago de lluvias, de vientos y de nieve, pero si la
tormenta había durado dos días o dos semanas, eso no lo sabía.
Durante algún tiempo yació inmóvil, dejando que aquel
sol amigo se derramara sobre él y saturara su pobre cuerpo en calor. Hacía buen
día, pensó. Quizá pudiera al fin orientarse. Con un esfuerzo doloroso rodó sobre
sí mismo hasta tenderse sobre un costado. A sus pies fluía un río ancho y perezoso.
El hecho de que le resultara totalmente desconocido lo sorprendió. Siguió lentamente
con la mirada los meandros que serpenteaban entre colinas yermas y desoladas, más
yermas y desoladas que ninguna que hubiera visto jamás. Lenta y fríamente, sin emoción,
con una indiferencia casi total, siguió el curso de la corriente hasta el horizonte
y allí la vio desembocar en un océano claro y fulgurante. No se conmovió. ¡Qué raro,
pensó, es una visión o un espejismo! No, tenía que ser una visión, una nueva jugarreta
de mente desvariada. La presencia de un barco anclado en medio del brillante océano
lo confirmó en su idea. Cerró los ojos un segundo y los volvió a abrir. ¡Era extraño
cómo persistía la visión! Y, sin embargo, no podía ser otra cosa. Sabía que no había
ni océanos ni barcos en el corazón de aquella tierra desolada, como antes había
sabido que no había cartuchos en el cargador de su fusil.
De pronto oyó un resuello a sus espaldas, una especie
de jadeo entrecortado semejante a una tos. Muy lentamente, a causa de su debilidad
extrema y la rigidez de sus músculos, se volvió hacia el otro lado. No vio nada,
pero esperó pacientemente. De nuevo volvió a oír el jadeo y la tos, y, al fin, entre
dos rocas distinguió a una veintena de pies la cabeza gris de un lobo. No tenía
las orejas enhiestas como sus compañeros. Tenía los ojos apagados e inyectados en
sangre, y la cabeza le colgaba tristemente hacia un lado. El animal parpadeaba continuamente,
cegado por la luz del sol. Parecía estar enfermo. Mientras lo miraba resolló y volvió
a toser.
Aquello al menos era real, se dijo el hombre, y luego
se volvió hacia el otro lado para enfrentarse con la realidad que la visión anterior
le había velado. Pero el mar seguía brillando en la distancia, y el barco se divisaba
claramente. ¿Sería cierto, después de todo? Cerró los ojos largo tiempo, meditó,
y de pronto comprendió. Había avanzado hacia el noroeste, alejándose del río Dease
y adentrándose, en cambio, en el Valle de la Mina de Cobre. Ese río ancho y perezoso
era el de la Mina de Cobre. Aquel mar brillante era el Océano Ártico y el barco
era un ballenero que se había desviado demasiado hacia el este de la boca del MacKenzie
y había anclado en el Golfo de la Coronación. Recordó la carta de navegación de
la Compañía de la Bahía de Hudson que había visto hacía largo tiempo, y de pronto
todo le pareció claro y razonable. Se sentó y dedicó toda su atención a los problemas
más inmediatos. Tenía los pies transformados en trozos informes de carne sanguinolenta.
Había terminado con los restos de la última manta, y tanto el rifle como el cuchillo
habían desaparecido. Había perdido el sombrero con el paquete de fósforos bajo la
cinta, pero los que llevaba junto al pecho seguían secos y a salvo en su envoltura
de papel de cera y dentro de la bolsa de tabaco. Miró el reloj. Marcaba las once
en punto y seguía andando. Indudablemente durante todos aquellos días no había dejado
de darle cuerda.
Estaba tranquilo y sosegado. A pesar de su extrema debilidad
no sentía dolor. Tampoco sentía hambre. Ni siquiera le resultaba atractivo pensar
en comer, y todos sus actos obedecían exclusivamente al imperio de la razón. Se
rasgó los pantalones hasta la rodilla, y con los jirones se vendó los pies. Por
fortuna había logrado conservar el cubo de estaño. Bebería un poco de agua caliente
antes de comenzar lo que preveía iba a ser un viaje terrible hasta el barco.
Se movió con lentitud. Temblaba como un palúdico. Cuando
quiso reunir un puñado de musgo seco encontró que no podía ponerse en pie. Lo intentó
una y otra vez, y al fin se contentó con gatear. En una ocasión se aproximó al lobo
enfermo. El animal se hizo a un lado con desgana, lamiéndose las fauces con la lengua,
una lengua que no parecía tener siquiera la fuerza suficiente para enroscarse. El
hombre se dio cuenta de que no la tenía del rojo acostumbrado entre esos animales.
Era de un marrón amarillento y parecía cubierta de una mucosa áspera y medio reseca.
Después de beber un cuartillo de agua caliente, el hombre
pudo ponerse en pie y hasta caminar del modo que camina el agonizante. A cada minuto
tenía que detenerse a descansar. Sus pasos eran inciertos y vacilantes, tan inciertos
y vacilantes como los del lobo que le seguía, y aquella noche, cuando el mar se
ennegreció bajo el borrón de la oscuridad, supo que no había recorrido ni siquiera
cuatro millas.
Toda la noche oyó la tos del lobo enfermo, y de vez
en cuando los mugidos de los caribús. La vida bullía en torno a él, pero una vida
fuerte, sana y pujante. Sabía que el lobo enfermo se pegaba a la huella del hombre
enfermo con la esperanza de que éste muriera primero. Por la mañana, al abrir los
ojos, lo encontró contemplándolo con una mirada en que se reflejaban el hambre y
la melancolía. Estaba agazapado con el rabo entre las piernas como un perro triste
y abatido. Temblaba al viento frío de la mañana, e hizo una mueca desanimada cuando
el hombre le habló con una voz que no pasó de ser un bronco susurro.
El sol se elevó radiante, y toda la mañana el hombre
avanzó hacia el barco y el mar brillante, arrastrándose y cayendo. El tiempo era
perfecto; se trataba del veranillo de San Martín de aquellas latitudes. Podía durar
una semana o quizá uno o dos días.
Por la tarde el hombre encontró un rastro de huellas.
Eran de un ser humano que no andaba, sino que se arrastraba a cuatro patas. Pensó
que quizá se tratara de Bill, pero lo pensó de forma vaga e indiferente. No sentía
la más mínima curiosidad. De hecho, sensaciones y emociones lo habían abandonado.
Ya no era susceptible al dolor. El estómago y los nervios se le habían adormecido,
pero la vida que latía en él lo impulsaba a seguir. Estaba agotado, pero se resistía
a morir. Y porque se resistía a morir continuó comiendo bayas de pantano y peces
diminutos, bebiendo agua caliente y vigilando con mirada desconfiada al lobo enfermo.
Siguió el rastro del hombre que lo había precedido arrastrándose
y pronto llegó al final: un montón de huesos frescos, en torno al cual unas huellas
marcadas en el musgo fresco delataban la presencia de innumerables lobos. Vio una
bolsa de piel de alce, hermana de la suya y desgarrada por colmillos afilados. La
recogió, aunque el peso era excesivo para la debilidad de sus dedos. Bill había
cargado con ella hasta el final. ¡Ja, ja, ja! Ahora podía reírse de Bill. Él sobreviviría
y la llevaría hasta el barco anclado en aquel mar rutilante. Su carcajada resonó
ronca y fantasmal como el graznido de un cuervo, y el lobo enfermo lo secundó aullando
lúgubremente. De súbito el hombre se interrumpió. ¿Cómo podía reírse de Bill? ¿Y
si aquellos huesos rosáceos y pulidos fueran efectivamente los de su amigo?
Volvió la espalda. Bill lo había abandonado, pero él
no le robaría el oro ni chuparía sus huesos. Aunque Bill no hubiera dudado en hacerlo
si hubiera sucedido a la inversa, pensó mientras se apartaba de allí con paso vaciante.
Al poco rato llegó junto a una charca. Al inclinarse
sobre la superficie en busca de posible pesca echó atrás la cabeza como si hubiera
recibido una picadura. Había visto su propio rostro reflejado en el agua. Tan horrible
fue la visión que su sensibilidad despertó el tiempo suficiente para asombrarse.
Había tres peces en la charca, pero ésta era demasiado grande para poder achicarla.
Después de intentar pescarlos con el cubo, sin resultado, desistió. Se sabía muy
débil y temió caer en el agua y ahogarse. Por esa misma razón no quería dejarse
arrastrar por la corriente del río montado a horcajadas sobre uno de los muchos
troncos atascados en los bancos de arena.
Aquel día redujo tres millas la distancia que lo separaba
del barco, y al día siguiente dos, porque ahora se arrastraba como Bill se había
arrastrado. La noche del quinto día lo halló aún a siete millas de distancia del
barco e incapaz de recorrer siquiera una milla diaria.
Pero el veranillo de San Martín se mantenía y él seguía
adelante arrastrándose y desvaneciéndose y volviéndose una y otra vez para vigilar
al lobo enfermo que seguía pegado a sus talones tosiendo y jadeando. Tenía las rodillas
en carne viva, igual que los pies, y aunque las llevaba envueltas en jirones que
arrancaba de la camisa, iba dejando sobre el musgo y sobre las rocas un reguero
de sangre. Una vez, al volverse, vio al lobo lamer ávidamente su rastro sangriento,
e imaginó con toda lucidez cuál sería su final a menos… a menos que fuera él quien
acabara con el lobo. Así comenzó una existencia trágica, tan lúgubre como jamás
se haya visto sobre la tierra; un hombre enfermo arrastrándose ante un lobo también
enfermo que cojeaba. Dos criaturas que remolcaban, acechándose mutuamente, a través
de la desolación sus esqueletos moribundos.
Si el lobo hubiera estado sano, al hombre no le hubiera
importado tanto, pero la idea de convertirse en alimento de aquel bulto horrible
y muerto le repugnaba. Aún tenía remilgos. Su mente había comenzado a divagar de
nuevo; las alucinaciones lo asediaban, mientras que los periodos de lucidez se iban
haciendo cada vez más cortos e infrecuentes.
En una ocasión vino a sacarle de su desvanecimiento
un resuello muy cercano a su oído. El lobo se echó atrás, perdió pie y cayó a causa
de su debilidad. La escena era ridícula, pero no lo divirtió. Ni siquiera sintió
miedo. Estaba demasiado cansado para ello. Pero en aquel momento tenía la mente
despejada y se puso a meditar. El barco estaba a unas cuatro millas. Podía verlo
claramente cuando se frotaba los ojos para disipar la niebla que los cegaba, y hasta
divisaba la vela blanca de una barcaza que surcaba las aguas brillantes del mar.
Pero no podía recorrer a rastras esas cuatro millas. Lo sabía y aceptaba el hecho
con toda serenidad. Sabía que no podía arrastrarse ya ni media milla, y, sin embargo,
quería vivir. Sería una locura morir después de todo lo que había soportado. El
destino le exigía demasiado. Y aun muriendo se resistía a morir. Quizá fuera una
completa locura, pero al borde mismo de la muerte se atrevía a desafiarla y se negaba
a perecer.
Cerró los ojos y se serenó con infinitas precauciones.
Se revistió de fuerza y se dispuso a mantenerse a flote en aquella languidez asfixiante
que inundaba como una marea ascendente todos los recovecos de su ser. Era como un
océano esa languidez mortal que subía y subía y poco a poco anegaba su conciencia.
A veces se veía casi sumergido, nadando con torpes brazadas en el mar del olvido;
otras, gracias a alguna extraña alquimia de su espíritu, hallaba un miserable jirón
de voluntad y volvía al ataque con renovada fuerza.
Inmóvil permaneció echado en el suelo, boca arriba,
oyendo la respiración jadeante del lobo enfermo que se acercaba más y más, lentamente,
a través de un tiempo infinito… pero él no se movía. Lo tenía ya junto al oído.
La áspera lengua ralló como papel de lija su mejilla. El hombre lanzó las manos
contra el lobo… o al menos quiso hacerlo. Los dedos se curvaron como garras, pero
se cerraron en el aire vacío. La rapidez y la destreza requieren fuerza, y el hombre
no la tenía.
La paciencia del lobo era terrible. La paciencia del
hombre no lo era menos. Durante medio día permaneció inmóvil, luchando contra la
inconsciencia y esperando al ser que quería cebarse en él o en el que él, a su vez,
quería cebarse. A veces el océano de languidez lo inundaba y le hacía soñar sueños
interminables, pero en todo momento, en el sueño y en la vigilia, permanecía atento
al jadeo entrecortado y a la áspera caricia de la lengua lupina.
De pronto dejó de oír aquella respiración, y poco a
poco emergió de su sueño al sentir en su mano el contacto de la lengua reseca que
lo lamía. Esperó. Los colmillos presionaron suavemente; la presión aumentó; el lobo
aplicaba sus últimas fuerzas a la tarea de hundir los dientes en la presa tanto
tiempo deseada. Pero el hombre había esperado también largo tiempo y la mano lacerada
se cerró en torno a la quijada. Lentamente, mientras el lobo se resistía débilmente
y el hombre aferraba con igual debilidad, la otra mano se arrastró subrepticiamente
hacia el cuello del animal. Cinco minutos después el hombre estaba echado sobre
el animal. Las manos no tenían la fuerza suficiente para ahogarlo, pero su rostro
estaba hundido en la garganta del lobo, y su boca estaba llena de pelos. Media hora
después, el hombre notó que un líquido caliente se deslizaba por su garganta. No
era una sensación agradable. Era como plomo derretido lo que entraba a la fuerza
en su estómago, y esa fuerza obedecía exclusivamente a un esfuerzo de su voluntad.
Más tarde el hombre se tendió boca arriba y se durmió.
En el ballenero Bedford iban varios miembros de una expedición científica.
Desde la cubierta divisaron un extraño objeto en la costa. El objeto se movía por
la playa en dirección al agua. A primera vista no pudieron clasificarlo y, llevados
por su curiosidad científica, botaron una chalupa y se acercaron a la playa para
investigar. Y allí encontraron a un ser viviente que apenas podía calificarse de
hombre. Estaba ciego y desvariaba. Serpenteaba sobre la arena como un gusano monstruoso.
La mayoría de sus esfuerzos eran inútiles, pero él persistía, retorciéndose, contorsionándose
y avanzando quizá una veintena de pies por hora.
Tres semanas después el hombre yacía sobre una litera del ballenero Bedford,
y con lágrimas surcándole las enjutas mejillas, refería quién era y la odisea que
había pasado. Balbucía también palabras incoherentes acerca de su madre, de las
tierras templadas del sur de California y de una casa rodeada de flores y naranjales.
No pasaron muchos días antes de que pudiera sentarse
a la mesa con los científicos y los oficiales del barco. Se regocijó ante el espectáculo
que ofrecía la abundancia de manjares y miró ansiosamente cómo desaparecían en las
bocas de los comensales. La desaparición de cada bocado atraía a su rostro una expresión
de amargo desencanto. Estaba perfectamente cuerdo y, sin embargo, a las horas de
las comidas odiaba a aquellos hombres. Lo perseguía el temor de que las provisiones
se agotaran. Preguntó acerca de ello al cocinero, al camarero de a bordo y al capitán.
Todos le aseguraron infinidad de veces que no tenía nada que temer, pero él no podía
creerlo, y se las ingenió para poder ver la despensa con sus propios ojos.
Pronto se dieron cuenta todos de que el hombre engordaba.
Cada día que pasaba su cintura aumentaba. Los científicos meneaban la cabeza y teorizaban.
Lo pusieron a régimen, pero el hombre seguía engordando e hinchándose prodigiosamente
bajo la camisa.
Los marineros, mientras tanto, sonreían para su capote.
Ellos sí sabían. Y cuando los científicos se decidieron a vigilar al hombre, supieron
también. Lo vieron escurrirse al acabar el desayuno y acercarse como un mendigo
a un marinero con la palma de la mano extendida. El marinero sonrió y le alargó
un trozo de galleta. El hombre cerró el puño codicioso, miró la galleta como un
avaro mira el oro y se la metió bajo la camisa. Lo mismo hizo con lo que le entregaron
los otros marineros.
Los científicos fueron prudentes y lo dejaron en paz.
Pero en secreto registraron su litera. Estaba llena de galletas de munición; el
colchón estaba relleno de galleta; cada hueco, cada hendidura estaba llena de galleta…
Y, sin embargo, el hombre estaba cuerdo. Sólo tomaba precauciones contra una posible
repetición de aquel período de hambre; eso era todo. Se restablecería, dictaminaron
los científicos. Y así ocurrió aun antes de que el ancla del ballenero Bedford
se hundiera en las arenas de la bahía de San Francisco.
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