Sherwood Anderson
Se llamaba Elsie Leander y había pasado su infancia
en la granja de su padre, en Vermont. Los Leander llevaban varias generaciones viviendo
en esa misma granja y se habían casado con mujeres delgadas y por eso ella también
era delgada. La granja estaba situada en la sombra de una montaña, en un suelo no
demasiado fértil. Desde el principio y durante varias generaciones, en la familia
habían nacido muchos hijos, pero muy pocas hijas. Por lo general, los hombres emigraban
al Oeste o a Nueva York, y las mujeres tenían que resignarse a quedarse en casa,
pensando lo que piensan las mujeres de Nueva Inglaterra que ven partir, uno a uno,
a los hijos de los vecinos de sus padres.
La de su padre era una pequeña casa
de madera. Saliendo por la puerta de atrás, tras pasar un pequeño granero y un gallinero,
se llegaba a un sendero por el que se accedía a la ladera de una colina y a un huerto.
En aquel lugar todos los árboles eran retorcidos y nudosos. Detrás del huerto, la
colina se desplomaba y surgían las desnudas rocas.
En el patio, una gran roca gris se
levantaba del suelo. Mientras Elsie estaba sentaba apoyada en la roca, con la colina
devastada a sus pies, podía divisar las enormes montañas que parecían estar a escasa
distancia. Entre ella y las montañas había pequeños campos rodeados por unos cuantos
muros de piedra. Había rocas por todas partes; las de mayor tamaño, imposibles de
mover debido a su elevado peso, surgían del centro de los campos. Los campos parecían
tazas llenas de un líquido verde que se volvía gris en otoño y blanco en invierno.
Las enormes montañas, perdidas en la lejanía pero aparentemente al alcance de la
mano, parecían gigantes dispuestos a alargar en cualquier momento el brazo, llevarse
las tazas y beberse el líquido. Los pulgares de los gigantes eran las grandes rocas
que poblaban los campos.
Elsie era la menor de tres hermanos.
Ninguno vivía ya en la granja. Los dos más jóvenes se habían ido al Oeste a vivir
con su tío y el mayor se había marchado a Nueva York, allí se casó y prosperó. El
padre de Elsie había tenido que hacer frente a una vida sembrada de dificultades,
pero el hijo que vivía en Nueva York había empezado a enviarle dinero y, desde entonces,
las cosas iban mejor. El hombre seguía trabajando cada día en el granero o en los
campos, pero su futuro ya no era su principal preocupación. Por las mañanas, la
madre de Elsie se ocupaba de las tareas del hogar; por las tardes, sentada en la
mecedora de su diminuta sala de estar, cosía manteles y fundas para sillas mientras
pensaba en sus hijos. Era una mujer de pocas palabras, extremadamente delgada y
con unas manos huesudas muy finas. La madre no se sentía cómoda en la mecedora,
se levantaba y sentaba continuamente, y cuando cosía, su espalda estaba tan recta
y firme que parecía la espalda de un general.
La madre apenas hablaba con su hija.
A veces, por las tardes, cuando la joven subía a la colina para sentarse en su roca
del huerto, su padre salía del granero. Poniéndole la mano sobre el hombro, le preguntaba
a dónde iba. –A la roca–, respondía ella. Al padre la respuesta le hacía gracia
y se reía; su risa era como el crujir de las bisagras oxidadas de la puerta del
granero y la mano que ponía sobre sus hombros era de una delgadez similar a la de
Elsie o a la de su madre. El hombre volvía al granero sacudiendo la cabeza. –Es
igualita a su madre. Ella también es como una roca–, pensaba. Al final del sendero
que iba de la casa al huerto había grandes arbustos de bayas rojas. El granjero
de Nueva Inglaterra tenía por costumbre salir del granero para ver caminar a su
hija por aquel sendero, hasta verla desaparecer detrás de los arbustos. El padre
se quedaba oteando el horizonte, él también se quedaba mirando los verdes campos
y las sombrías montañas. En esos momentos, de forma casi imperceptible, se endurecían
los músculos de su desgastado cuerpo. Allí se quedaba un buen rato, pensando en
silencio. Luego, sabiendo por experiencia que no es bueno pensar demasiado, volvía
al granero donde se entretenía arreglando alguna herramienta que ya había arreglado
quién sabe cuántas veces.
El hijo de los Leander que se fue
a vivir a Nueva York era padre de un hijo, un chico delgado y sensible que se parecía
a Elsie. El joven murió a los veintitrés años, su padre murió pocos años después
y dejó todo su dinero a su familia de la granja de Nueva Inglaterra. Los otros dos
hijos Leander, los que se habían marchado a vivir al Oeste, vivieron allí con el
hermano del padre, un granjero, hasta su mayoría de edad. Will, el más joven, consiguió
trabajo de maquinista. Perdió la vida una gélida mañana de invierno. Cuando el tren
de carga que conducía salió de la ciudad de Des Moines, el chico tuvo que subir
al techo de los vagones. Resbaló y murió en el acto. Ese fue su triste final.
De la nueva generación únicamente
seguían con vida Elsie y Tom, el hermano mayor que nunca había llegado a conocer.
Un día, sus padres comentaron la posibilidad de irse al Oeste para reunirse con
su hijo. Tardaron dos años en tomar la decisión y otro más en vender la granja y
hacer los preparativos correspondientes. Durante todo ese tiempo, Elsie no fue realmente
consciente de los cambios que iba a sufrir su vida.
Para Elsie el viaje en tren hacia
el Oeste fue como una inyección de adrenalina. A pesar de su aparente indiferencia
hacia la vida, en aquel viaje se emocionó. Su madre se sentaba muy recta y muy firme
en el asiento del coche-cama, y su padre no paraba de subir y bajar por el pasillo.
La primera noche, la más joven de las dos mujeres no logró conciliar el sueño. Pasó
la noche en vela, agarrada a las sábanas de su litera con las mejillas calientes
mientras el tren atravesaba pueblos y ciudades, se elevaba por las faldas de las
colinas y caía por los valles poblados por inmensos bosques. Al amanecer, se levantó,
se vistió y se pasó el día mirando por la ventana, observando ese nuevo paisaje
que desfilaba ante sus ojos. Durante otro día y una nueva noche en vela, el tren
recorrió llanuras en las que cada campo era tan grande como cualquier granja de
su tierra. Las ciudades iban y venían en continua procesión. El paisaje era tan
diferente a todo lo que alguna vez había conocido que empezó a sentirse diferente.
En el valle que la vio nacer y donde llevaba viviendo toda la vida todo parecía
definitivo. Nada podía alterarse, nada podía cambiar. Los diminutos campos, rodeados
por muros de piedras milenarias, parecían estar encadenados a la tierra. Los campos,
al igual que las montañas que los custodiaban, eran tan monótonos como el paso del
tiempo. Sentía que siempre había sido así, que siempre sería así.
Elsie se sentaba adoptando la misma
posición que su madre, su espalda estaba tan recta y firme que parecía la espalda
de un general. El tren atravesó a toda velocidad los estados de Ohio e Indiana.
Sus delgadas manos, tan parecidas a las de su madre, estaban completamente atenazadas.
Cualquier viajero que en esos momentos pasara por ahí podría haber pensado que aquellas
dos mujeres eran prisioneras esposadas, encadenadas a sus asientos. Al caer la noche,
Elsie volvía a meterse en su litera. Seguía sin poder dormir y sus mejillas seguían
ardiendo, pero ahora pensaba en otras cosas. Ya no se agarraba tanto a las sábanas
y sus manos estaban mucho más relajadas. Esa noche, se desperezó y bostezó un par
de veces, algo que jamás había hecho antes. El tren tuvo que detenerse en un pueblo
de las praderas. Se había detectado una pequeña avería en una de las ruedas del
vagón y los mecánicos salieron con sus antorchas a reparar el daño. En el vagón
se sintieron todo tipo de golpes y martillazos. Cuando se reanudó el viaje, a Elsie
le entraron ganas de salir de la litera y correr por el pasillo del vagón. En su
imaginación, los hombres que habían bajado a reparar la rueda eran nuevos hombres
venidos de nuevas tierras y con sus martillos habían derribado las rejas de su cárcel.
Acababa de destruir para siempre el plan que había diseñado para su vida.
Elsie estaba encantada de pensar que
el tren seguía su camino hacia el Oeste. Deseaba que esa línea recta hacia lo desconocido
durara toda la vida. Se imaginaba que salía del tren y se convertía en una criatura
con alas que flotaba por el aire. Había pasado tantos años sentada junto a su roca
de la granja de Nueva Inglaterra que se había acostumbrado a pensar en voz alta.
Su débil voz rompía el silencio que reinaba en el coche-cama, y su padre y su madre,
que tampoco podían conciliar el sueño, se sentaban en la litera para escuchar sus
palabras.
Tom Leander, el último representante
masculino de la nueva generación de los Leander, era un hombre no demasiado corpulento
de cuarenta años. Llevaba veinte años casado con la hija de un granjero de los alrededores.
La mujer heredó y la pareja se trasladó a la ciudad de Apple Junction, estado de
Iowa. Allí Tom montó su propio negocio, un almacén de comestibles. El negocio prosperó,
al igual que su vida matrimonial. Cuando falleció el hermano que vivía en Nueva
York y su padre, madre y hermana decidieron trasladarse al Oeste, Tom ya era padre
de una hija y cuatro hijos.
En las praderas del norte de la ciudad
y en medio de inmensos campos de maíz, había una casa de ladrillo a medio construir
propiedad de un adinerado granjero llamado Russell. Se suponía que esa casa iba
a ser el lugar más espléndido de la región, pero, al poco de acabar las obras, Russell
se quedó sin dinero, con deudas hasta el cuello. La granja, varios cientos de acres
de tierra, se dividió en tres parcelas, y se puso a la venta. Nadie parecía interesado
en aquella gigantesca casa de ladrillo inacabada. Estuvo varios años desocupada,
medio abandonada, con las ventanas mirando hacia los campos que llegaban casi hasta
la puerta.
Tom tenía dos motivos para adquirir
la casa del granjero Russell. Sentía que en Nueva Inglaterra los Leander habían
sido siempre magníficas personas. No tenía demasiados recuerdos de la casa de sus
padres en aquel valle de Vermont, pero cuando hablaba con su esposa aquellos recuerdos
parecían volver nítidamente a su memoria. –Los Leander siempre hemos sido gente
respetable –decía con orgullo–. Vivíamos en una casa grande. Éramos gente importante–.
Tenía otro motivo para que su padre
y su madre se sintieran como en casa. No era un hombre muy enérgico y si el almacén
iba bien era principalmente por la desbordante energía de su esposa, una mujer poco
interesada en su propio hogar y cuyos hijos, como los animalillos del bosque, debían
buscarse la vida en todo momento. Eso sí, respecto al almacén nadie se atrevía a
llevarle la contraria.
Tom sentía que si su padre se convertía
en el propietario de aquella gigantesca casa, pasaría por un ciudadano respetable
ante sus vecinos. –¿Sabes lo que te digo?, mi familia está acostumbrada a vivir
en casas grandes –le decía a su mujer–. Te lo digo yo, mi familia está acostumbrada
a vivir a lo grande.
* * *
Al llegar a los vacíos campos de Iowa, aunque parte
de su efecto duró unos meses más, la exaltación que se había apoderado de Elsie
en aquel tren se fue desvaneciendo poco a poco. La vida en esa enorme casa de ladrillo
no era muy diferente a la de su pequeña casa de Nueva Inglaterra. Los Leander ocuparon
tres o cuatro habitaciones de la planta baja de la casa. Semanas después, por tren
de mercancías, llegaron a la ciudad sus muebles. Tom mandó traer una carreta de
su almacén para ocuparse de la mudanza. Tres o cuatro acres de tierra estaban cubiertos
por montones de tablas que el desafortunado granjero había intentado utilizar para
construir establos. Tom pidió a sus empleados que se las llevaran para que su padre
pudiera habilitar un jardín. La familia llegó al Oeste en abril y, en cuanto se
instaló en su nuevo hogar, los hombres empezaron a cavar y plantar en los campos
cercanos. La vida de Elsie volvió a caer en la rutina. Sin embargo, en ese nuevo
lugar no había ningún huerto rodeado por vallas de piedras destrozadas. En esos
campos, todas las vallas que se perdían en la inmensidad por el norte, sur, este
u oeste estaban hechas de alambre y parecían telas de araña erguidas frente a los
terrenos recién arados.
La casa merece un capítulo aparte.
Era una especie de islote que surgía repentinamente del mar. Aunque parezca extraño,
la casa, que no tenía ni diez años, tenía un aspecto bastante antiguo. La opulencia
del hombre se reflejaba en sus enormes e innecesarias dimensiones. Elsie lo sentía.
Por una puerta del ala este, se accedía a las escaleras de la parte superior de
la casa –que se mantenía cerrada–. Para llegar hasta allí sólo hacía falta subir
dos o tres peldaños de piedra. A Elsie le gustaba ir allí, sentarse en el último
peldaño con la espalda apoyada contra la pared y otear el horizonte sin que nadie
fuera a molestarla. A sus pies, los campos se perdían en la inmensidad. Aquellos
campos eran como las olas del mar. Allí, los hombres se pasaban el día arando y
plantando. Una procesión de caballos gigantes se desplazaba por las vastas praderas.
Cada día, un joven que conducía seis caballos pasaba por delante de ella. Era fascinante.
Los caballos se desplazaban inclinando la cabeza, sus pechos parecían los pechos
de los gigantes. El suave aire primaveral que caía sobre los campos era como el
mar. Los caballos, esos gigantes que caminaban por sus olas, se iban abriendo paso
entre las aguas; el joven que los conducía era un gigante más.
* * *
En lo alto de las escaleras, completamente apoyada contra
la puerta cerrada, Elsie podía escuchar trabajar a su padre en el jardín de la casa.
El hombre se pasaba el día recogiendo con un rastrillo las malas hierbas. Llevaba
toda la vida trabajando en un pequeño espacio y en su nuevo hogar no iba a cambiar
sus costumbres. En ese gigantesco espacio abierto, el padre trabajaba con herramientas
pequeñas, haciendo pequeñas cosas con sumo cuidado, plantando pequeñas verduras.
En la casa, la madre cosía pequeños manteles. Elsie también era pequeña. Le gustaba
apoyarse contra la puerta, intentando no ser vista. Lo único que no era pequeño
era el sentimiento que a veces se apoderaba de ella, pero que nunca lograba definir
en pensamientos concretos.
Los seis caballos pasaron delante
de ella y el último quedó enredado en la alambrada. Tras soltar una sarta de improperios,
el joven se dio la vuelta y se quedó mirando a la pálida mujer de Nueva Inglaterra.
Al segundo, soltando otro improperio, tiró de los caballos y se perdió en la distancia.
El terreno que estaba labrando debía de tener unos doscientos acres. Elsie no esperó
su regreso, volvió a la casa y se sentó en la habitación con los brazos cruzados.
Se imaginó que la casa era un barco flotando en el mar y que gigantes subían y bajaban
por su lecho.
Los meses fueron pasando, primero
mayo, luego junio. En aquellos enormes campos se seguía trabajando sin reposo y
Elsie empezó a acostumbrarse a la presencia de aquel joven que pasaba delante de
ella. Algunas veces, cuando conducía los caballos hasta la alambrada, el chico sonreía
y la saludaba.
* * *
En agosto, la época más calurosa del año, en los campos
de Iowa el maíz crece tanto que los tallos parecen árboles. En esa época, los campos
de maíz se convierten en auténticos bosques. Cuando finaliza el cultivo del maíz,
la espesa maleza crece entre las hileras de maíz, los hombres y sus caballos gigantes
desaparecen y el silencio se vuelve a apoderar de los inmensos campos.
Aquel primer verano después de su
llegada al Oeste, durante la época de la cosecha, Elsie sintió que su mente, parcialmente
despierta por aquel extraño viaje en tren, volvía a despertar. Ya no se sentía como
esa aburrida mujer con la espalda recta y firme como la de un general, sino más
bien como alguien nuevo y extraño, tan extraño como aquella nueva tierra a la que
se había ido a vivir. No sabía muy bien lo que le estaba pasando. En los campos,
el maíz había crecido tanto que apenas podía divisar el horizonte. El maíz se había
convertido en un muro y la pequeña parcela de tierra en la que se había construido
la casa de su padre era como una casa construida detrás de los muros de una cárcel.
Estuvo un rato deprimida, pensando que se había ido a vivir a aquellas vastas praderas
del Oeste para sentirse aún más encerrada.
Le entraron ganas de hacer algo; se
levantó, bajó tres o cuatro peldaños y se sentó casi a ras de suelo.
Se sintió inmediatamente liberada.
No podía ver por encima del maíz pero sí por debajo. Las enormes hojas de maíz inundaban
las hileras, esos largos túneles que se perdían en el infinito. La maleza que crecía
de la tierra parecía una suave y verde alfombra. La luz se filtraba entre las hojas.
Las hileras de maíz eran misteriosamente hermosas. Parecían cálidos pasillos que
iban a dar a la vida. Elsie se levantó de los peldaños y, caminando tímidamente
hacia la alambrada que la separaba del campo, puso su mano entre los alambres y
cogió uno de los tallos. Por alguna razón, tras tocar ese joven y fuerte tallo y
sostenerlo por un momento firmemente en sus manos, Elsie sintió miedo. Volvió rápidamente
al peldaño, se sentó y se cubrió la cara con las manos. Le temblaba el cuerpo. Intentó
imaginarse arrastrándose bajo la alambrada, perdiéndose por uno de esos inmensos
pasillos. La idea de intentar ese experimento la fascinaba, pero también la aterrorizaba.
Se levantó rápidamente y entró en la casa.
* * *
Un sábado de agosto, Elsie no conseguía conciliar el
sueño. Era la primera vez que lograba definir sus pensamientos. Era una noche tranquila
y calurosa y su cama estaba junto a la ventana. Su habitación era la única que los
Leander ocupaban en el segundo piso de la casa. A medianoche, por el sur entraba
una pequeña brisa, y allí, sentada en la cama, el lecho de tallos que divisaba en
el horizonte era, bajo la luz de la luna, como el lecho del mar mecido por una suave
brisa.
Del maíz surgió un susurro. Pensamientos
y memorias se fueron despertando en su imaginación. Las enormes y suculentas hojas
empezaban a secarse bajo el intenso calor de aquellos días de agosto. En la distancia,
Elsie escuchó miles de voces gritar su nombre. Imaginó que aquellas voces eran las
voces de unos niños. No tenían nada que ver con las de los hijos de su hermano Tom,
esos animalillos ruidosos. Esas voces eran muy diferentes, parecían surgir de pequeñas
criaturas de manos sensibles y grandes ojos que se iban arrastrando hasta sus brazos.
Pensando en ello se puso muy nerviosa. Se sentó en la cama, cogió la almohada y
se la puso en el pecho. En esos momentos le vino a la cabeza la imagen de su primo,
aquel muchacho sensible y pálido que vivía con su padre en Nueva York y que había
fallecido a los veintitrés años. Elsie parecía sentir su presencia en aquella habitación.
Dejó caer la almohada y se quedó ahí sentada esperando, tensa, expectante.
Un año antes de su muerte, el joven
Harry Leander había viajado hasta Nueva Inglaterra para visitar a su familia. Allí
se quedó un mes y casi todas las tardes iba a sentarse con Elsie en la gran roca
del huerto. Una tarde, tras permanecer ambos un buen rato en silencio, el joven
empezó a hablar. –Quiero irme a vivir al Oeste –dijo–. Quiero irme a vivir al Oeste.
Quiero crecer, ser un hombre –repitió con lágrimas en los ojos.
Se levantaron y emprendieron el camino
de regreso a casa, Elsie caminaba en silencio junto a su primo. Ese instante representaba
uno de los momentos más importantes de su vida. Un extraño deseo por algo que nunca
antes había sentido en su vida se apoderó de ella. Caminaron en silencio por el
huerto, pero al llegar al arbusto de bayas rojas su primo se detuvo y se dirigió
hacia ella. –Quiero que me des un beso–, dijo con cierta ansiedad.
Elsie era un mar de dudas y esas mismas
dudas parecieron contagiar a su primo. Tras esa repentina e inesperada petición,
el chico se acercó tanto que su prima pudo sentir su aliento en las mejillas. El
joven se avergonzó y las manos, que en un principio la agarraban con firmeza, empezaron
a temblar. –Me gustaría ser más fuerte. Ojalá fuese más fuerte–, dijo tímidamente
mientras se iba alejando por el camino.
Esa noche, en aquella nueva y extraña
casa, en aquel islote perdido en medio de un mar de maíz, la voz de Harry Leander
pareció levantarse por encima de las otras voces que salían de los campos. Elsie
se levantó y empezó a dar vueltas bajo la tenue luz que entraba por la ventana.
Su cuerpo tembló con violencia. –Quiero que me des un beso–, volvió a repetir la
voz. Para hacerla callar y para hacer callar igualmente la voz que respondía en
su interior, se arrodilló frente a su cama, volvió a coger la almohada y se cubrió
la cara.
* * *
Todos los domingos, Tom Leander iba a visitar a sus
padres con su mujer y sus hijos. La familia aparecía por allí sobre las diez de
la mañana. Cuando el carro giraba por la carretera que pasaba por delante de la
casa, Tom se ponía a gritar. Entre la casa y la carretera había un campo que impedía
ver cómo el carro iba abriéndose camino entre el maíz. Cuando Tom se calmaba, del
carro saltaba su hija Elizabeth, una adolescente de dieciséis años. Los niños salían
corriendo hacia la casa en medio del maíz. Una serie de gritos histéricos sacudía
la tranquilidad del lugar.
En cada una de sus visitas, Tom les
traía a sus padres productos del almacén. Tras desenganchar el caballo y llevarlo
al establo, él y su mujer empezaban a descargar los paquetes. Los cuatro hijos Leander
desaparecían junto a su hermana en los campos, acompañados por dos o tres perros
que habían estado siguiendo el carro desde la ciudad. De vez en cuando, dos o tres
niños o algún joven de una granja vecina se unían al grupo. La cuñada de Elsie se
deshacía de ellos con un simple gesto. Algo parecido hacía con Elsie. Cuando se
encendía la estufa, el olor a comida invadía la casa. Elsie desaparecía de allí
para irse a sentar en su peldaño. La algarabía de los chicos y el ladrido de los
perros invadían los campos de maíz, tan tranquilos pocas horas antes.
La hija mayor de Tom Leander, Elizabeth,
era como su madre, energía en estado puro. Como todas las mujeres de la familia
de su padre, era alta y muy delgada, pero había heredado también la fuerza y la
energía de su madre. Soñaba con parecerse a una de esas señoritas de la ciudad,
pero cuando lo intentaba, sus hermanos, con su padre y su madre al frente, se reían
de ella. –¡Qué aires de grandeza!–, le decían irónicamente. En cambio, cuando se
iba al campo con sus cuatro hermanos y esos dos o tres chicos de las granjas de
los alrededores, Elizabeth se convertía en un chico más del grupo: salía corriendo
por los campos, chillaba histéricamente, y se iba a cazar conejos con los perros.
A veces, algún joven de una granja vecina se sumaba al grupo. En esos casos, Elizabeth
no sabía muy bien qué actitud tomar. Intentaba caminar con elegancia por las hileras,
pero tenía miedo de que sus hermanos le tomaran el pelo. En su desesperación, era
ella quien acababa causando un mayor alboroto. Gritaba, chillaba, corría, y cuando
le daba por seguir a los perros, se arrastraba como una loca hasta rasgarse el vestido
en las alambradas. Cuando algún conejo quedaba atrapado entre los alambres, salía
corriendo y lo arrancaba para mantenerlo fuera del alcance de los perros. Mientras
se divertía dándole vueltas por encima de la cabeza, la sangre del animal salpicaba
su ropa.
El joven que había estado trabajando
en verano en los campos a poca distancia de Elsie se enamoró de la joven Elizabeth.
Los domingos por la mañana, cuando la familia de Tom aparecía por el lugar, él también
se dejaba ver por los alrededores, aunque nunca entraba en la casa. Cuando los chicos
y los perros irrumpían salvajemente en los campos, él también se unía al grupo.
Era algo tímido y no quería que los chicos supieran el verdadero motivo de su visita,
y cuando se quedaba a solas con Elizabeth, el chico se avergonzaba. Un día, caminaron
juntos unos minutos. A su alrededor, en aquel bosque de maíz, corrían en círculos
los chicos y los perros. El joven tenía algo que decir, pero cuando intentó encontrar
las palabras se le secaron los labios y se le trabó la lengua. –¿Sabes? –empezó–,
tú y yo podríamos…
Se quedó en blanco, Elizabeth se dio
la vuelta y salió corriendo a buscar a sus hermanos, y durante el resto del día,
no hubo manera de acercarse a ella. Cuando el muchacho volvió a unirse al grupo,
la joven había pasado a ser su miembro más ruidoso. Había entrado en un frenético
estado de excitación. Con la melena suelta, el vestido rasgado, las manos y mejillas
arañadas y ensangrentadas, guio a sus hermanos hacia la interminable y salvaje persecución
de conejos.
* * *
El domingo que siguió a la noche en blanco de Elsie
Leander fue un día caluroso y nuboso. Aquella mañana no se sintió demasiado bien.
A la llegada de los visitantes de la ciudad, se fue a sentar en su peldaño. Los
chicos desaparecieron en los campos. De pronto, le entraron unas ganas tremendas
de correr con ellos, de gritar y jugar entre las hileras de maíz. Se levantó y se
dirigió hacia la parte trasera de la casa. Su padre estaba trabajando en el jardín,
limpiando las malas hierbas que crecían entre las verduras. En el interior de la
casa se podía escuchar el vaivén de su cuñada. En el porche, su hermano Tom se echaba
la siesta junto a su madre. Elsie volvió a su peldaño, pero no tardó en volverse
a levantar y dirigirse hacia la alambrada, allí donde empezaban los campos. Saltó
con torpeza y dio unos pocos pasos por una de las hileras. Levantó la mano y tocó
los firmes tallos y, entonces, cada vez más asustada, se dejó caer de rodillas en
la alfombra de malezas que cubría el terreno. Así se quedó una hora, escuchando
las remotas voces de los niños.
Se acercaba la hora de comer. Como
de costumbre, su cuñada salió a la puerta y empezó a llamar a sus hijos. A lo lejos
se escucharon los gritos de respuesta y los chicos empezaron a salir de los campos,
saltaron la alambrada y llegaron dando gritos por el jardín. Elsie se levantó. Cuando
se disponía a saltar la alambrada, escuchó ruidos entre el maíz. Era la joven Elizabeth
Leander; a su lado, el joven que hacía sólo unos meses había plantado el maíz en
esos mismos campos. Elsie pudo ver a la pareja caminando lentamente entre las hileras.
Se notaba que había algo entre ellos. El joven se acercó un poco entre los tallos
y le rozó la mano; la joven, riendo con torpeza, salió corriendo y saltó apresuradamente
la alambrada. En sus manos sostenía el cuerpo destrozado de un conejo que acababa
de ser degollado por los perros.
El muchacho se fue alejando y, en
cuanto Elizabeth entró en la casa, Elsie saltó la alambrada. Su sobrina estaba en
la puerta de la cocina sosteniendo el conejo por una de sus patas –la otra se la
habían arrancado los perros–. Al ver a la mujer de Nueva Inglaterra, que parecía
mirarla con total indiferencia, Elizabeth sintió vergüenza y entró rápidamente en
la casa. Dejó tirado el conejo sobre la mesa del salón y salió corriendo de la habitación.
La sangre del animal dejó un rastro sobre las delicadas flores de uno de los inmaculados
manteles cosidos por la madre de Elsie.
Aquel domingo, la comida familiar
transcurrió bajo un silencio sepulcral. Al acabar la cena, Tom ayudó a su mujer
a fregar los platos y al terminar su faena salieron al porche a sentarse con los
mayores. No tardaron en quedarse dormidos. Elsie volvió al otro lado de la casa
para sentarse en su peldaño, pero, de repente, le entraron ganas de volver a los
campos de maíz.
La mujer de treinta y cinco años entró
en la casa y caminó de puntillas como una niña asustada. El cuerpo del conejo que
yacía sobre la mesa del salón estaba frío y totalmente tieso, su sangre se iba secando
sobre el inmaculado mantel. Elsie subió las escaleras, pero no fue a su habitación.
Un espíritu aventurero se apoderó de ella. En la parte superior de la casa había
muchas habitaciones, en algunas ni siquiera había cristales. Las ventanas se habían
tapiado con unas tablas y por sus grietas penetraban pequeños rayos de luz.
Elsie subió las escaleras de puntillas,
dejó atrás la habitación en la que dormía y se adentró en las demás habitaciones,
cubiertas por una espesa capa de polvo. En aquel silencio pudo escuchar los ronquidos
de su hermano, que dormía plácidamente en el porche. En algún lugar remoto se escuchaban
los gritos estridentes de los niños. Poco a poco los gritos se fueron desvaneciendo.
Se parecían a los gritos de niños que la habían llamado desde los campos la noche
anterior.
Entonces le vino a la cabeza la impenetrable
y silenciosa imagen de su madre sentada en el porche junto a su hijo, la imagen
de su madre sentada viendo pasar los días. Se le hizo un nudo en la garganta. Quería
algo, pero no sabía qué. Estaba asustada por su propio estado de ánimo. En una de
las habitaciones sin ventana de la parte trasera de la casa, se había roto una tabla
y un pájaro había quedado atrapado en su interior.
El pájaro se asustó ante la presencia
de la mujer y empezó a revolotear por toda la habitación. El polvo que levantó su
nervioso aleteo comenzó a flotar en el aire. Elsie permaneció inmóvil, igual de
asustada, no tanto por la presencia del pájaro sino por la presencia de la vida.
Ella también estaba atrapada. Ese pensamiento la atenazó. Le entraron ganas de huir
hacia los campos, allí donde su sobrina Elizabeth caminaba con el joven, pero al
igual que aquel pájaro ella también estaba atrapada. Se movía de un lado a otro,
inquieta. El pájaro siguió revoloteando por la habitación. Se posó en el borde de
la ventana, cerca del lugar donde se había roto la tabla. Elsie miró los asustados
ojos del pájaro y el ave le devolvió la mirada. En ese instante, el pájaro salió
por la ventana y echó a volar. Elsie dio media vuelta, bajó corriendo las escaleras
y salió al patio. Saltó la alambrada y, con los hombros encorvados, se puso a correr
por uno de los túneles.
Elsie echó a correr entre la inmensidad
de los campos de maíz con un único deseo: quería salir de su vida y entrar en una
nueva, en una existencia más dulce que debía estar escondida entre el maíz. Tras
recorrer un buen trecho llegó a otra alambrada y volvió a arrastrarse. Su cabello,
normalmente recogido, se soltó y cayó sobre sus hombros. Le ardían las mejillas
y, por un momento, pareció mucho más joven, casi una niña. Saltó otra alambrada,
rasgándose la parte delantera del vestido. Por un instante, sus diminutos pechos
quedaron al descubierto. Elsie intentó disimular nerviosamente la rasgadura con
las manos. En la lejanía, se escuchaban las voces de los niños y el ladrido de los
perros. Amenazaba lluvia desde hacía ya unos días y el cielo empezaba a cubrirse
de unos enormes nubarrones negros. Elsie siguió corriendo, acelerando el paso, a
veces se paraba a escuchar y segundos después reanudaba su carrera, las hojas de
maíz seco le rozaban los hombros y sobre su cabello caía una fina lluvia de polvo
amarillo de las borlas del maíz. Su progreso iba acompañado por un constante crujido.
El polvo formaba una corona de oro en su cabeza. Un sonido seco, parecido al gruñido
de perros gigantes, retumbó en el cielo.
La idea de que jamás podría salir
del campo en el que por fin había logrado aventurarse se apoderó de Elsie. Sintió
un dolor agudo por todo el cuerpo. Entonces se vio obligada a parar y a sentarse
en el suelo. Permaneció un buen rato sentada con los ojos cerrados. Su vestido estaba
hecho trizas. Los pequeños insectos que vivían bajo aquel campo salieron de sus
agujeros y empezaron a trepar por sus piernas.
Siguiendo algún oscuro impulso, la
mujer cayó al suelo de espaldas y permaneció inmóvil con los ojos cerrados. Estaba
agotada, pero ya no tenía miedo. En aquellos túneles había una sensación de calidez.
Ya no sentía dolor. Abrió los ojos y entre las enormes y verdes hojas de maíz pudo
ver las manchas del amenazante cielo negro. Volvió a cerrar los ojos, no quería
alarmarse. Su delgada mano dejó de cubrir la rasgadura del vestido y sus diminutos
pechos quedaron al descubierto. Se contraían y expandían en movimientos espasmódicos.
Se cubrió la cabeza con las manos y permaneció inmóvil.
A Elsie le pareció que llevaba una
eternidad tranquilamente sentada bajo el maíz. Aunque no podía definir claramente
sus pensamientos, en lo más profundo de su ser, sentía que algo iba a pasar, algo
que la sacaría de su ser, que la ayudaría a romper definitivamente con su pasado
y con el pasado de su familia. Siguió esperando, inmóvil, como cuando esperaba días
y meses sentada en su roca del huerto en la granja de Vermont. Escuchó tronar el
cielo, pero, en esos momentos, el cielo y todo lo que alguna vez había conocido
parecían hechos muy distantes, habían dejado de formar parte de ella.
Tras un largo silencio, cuando le
pareció que había salido de su ser como si estuviera en un sueño, Elsie se sobresaltó
al oír los gritos de un hombre. –Vamos, vamos, vamos–, gritó la voz. Tras otro periodo
de silencio, las voces empezaron a responder y, a continuación, se escuchó el sonido
de los cuerpos saliendo alocadamente de los campos. Un perro entró corriendo en
su hilera y se quedó un rato con ella. El animal puso su frío hocico sobre su rostro.
Elsie se sentó y el perro salió corriendo. Sus sobrinos pasaron a toda velocidad.
Pudo ver sus desnudas piernas pasar como un relámpago entre los túneles. Su hermano
Tom se estaba empezando a alarmar por la inminente llegada de la tormenta y quería
regresar de inmediato a la ciudad. La voz del padre les llamaba con insistencia
desde la casa y las voces de los niños le respondían desde los campos de maíz.
Elsie seguía sentada, apretando las
manos. De pronto, la invadió un extraño sentimiento de decepción. Se levantó y caminó
despacio, siguiendo las huellas de los niños. Llegó a otra alambrada y volvió a
arrastrarse, rasgándose otra vez el vestido. Una de sus medias se soltó y cayó hasta
el zapato. Aunque la maleza le había arañado las piernas, no sentía ningún tipo
de dolor.
La mujer, angustiada, siguió a los
chicos hasta divisar la casa de su padre. Entonces se detuvo y se volvió a sentar.
Sobrecogida por un trueno ensordecedor, volvió a escuchar la cada vez más enfadada
voz de Tom Leander, que repetía incesantemente el nombre de Elizabeth. Aquel nombre
resonó como el trueno por los pasillos.
Fue entonces cuando apareció Elizabeth
acompañada por el joven campesino. Se detuvieron a muy poca distancia de Elsie.
El chico cogió a la chica entre sus brazos. Ante su inminente presencia, Elsie se
tiró al suelo boca abajo, adoptando una posición en la que podía ver sin ser vista.
Cuando los labios de los jóvenes se juntaron, las tensas manos de Elsie agarraron
uno de los tallos. Sus labios mordieron, literalmente, el polvo. Cuando sintió que
la pareja se alejaba, levantó la cabeza. Su rostro estaba cubierto de polvo.
Un nuevo periodo de silencio pareció
abatirse sobre los campos. Los susurros de los niños que su imaginación había creado
en aquellos campos se convirtieron en gritos espeluznantes. El viento soplaba cada
vez con más fuerza, y los tallos estaban cada vez más torcidos y doblados. En esos
momentos, Elizabeth salió tranquilamente del campo de maíz, saltó la alambrada,
y se encontró a su padre. –¿Dónde estabas? ¿Qué estabas haciendo? –preguntó–. ¿No
ves que tenemos que marcharnos de aquí enseguida?
Cuando Elizabeth se fue hacia la casa,
Elsie fue tras ella, arrastrándose como un animal, y, al divisar la alambrada que
rodeaba la casa, se volvió a sentar y se tapó la cara con las manos. Los tallos
se retorcían con el viento y algo también se retorcía en su interior. Se sentó dándole
la espalda a la casa y, cuando por fin abrió los ojos, volvió a ver aquellos largos
y misteriosos pasillos.
Su hermano, su cuñada y sus sobrinos
se marcharon. Elsie giró la cabeza y los vio alejarse trotando por el patio trasero
de la casa. Sin la presencia de su sobrina Elizabeth, esa casa a merced del viento
que se levantaba en medio de los campos de maíz parecía el lugar más desolador del
mundo.
Su madre salió por la puerta trasera
de la casa. Corrió hasta los peldaños donde sabía que a su hija le gustaba sentarse
y empezó a llamarla con desesperación. A Elsie ni se le pasó por la cabeza contestar.
La voz de su madre no parecía tener nada que ver con ella. Era una voz muy débil
que se iba desvaneciendo poco a poco entre el viento y el terrible estruendo que
surgía de los campos. Elsie se giró y se quedó mirando a su madre, la vio correr
y entrar apresuradamente en la casa. Vio cerrarse la puerta trasera de un portazo.
La amenazante tormenta estalló como
un rugido. Una enorme cortina de agua arrasó los campos. Una tromba de agua arrasó
el cuerpo de la mujer. La tormenta que llevaba años palpitando en su interior estalló
al mismo tiempo. No pudo contener las lágrimas. Se dejó llevar por aquella tormenta
de dolor que era sólo dolor parcial. Las lágrimas que le caían a borbotones formaban
pequeños surcos en el polvo que cubría su rostro. En los ocasionales periodos de
calma, Elsie levantaba la cabeza y escuchaba. A través del empapado cabello enmarañado
que le cubría las orejas y sobre el sonido de millones de gotas de agua que se posaban
sobre la casa del maíz, podía escuchar las lejanas voces de su padre y de su madre
llamándola desde la casa de los Leander.
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