Marina Colasanti
Se despertaba cuando todavía estaba oscuro, como si pudiera oír al sol llegando
por detrás de los márgenes de la noche. Luego se sentaba al telar.
Comenzaba el día con una hebra clara. Era un trazo delicado
del color de la luz que iba pasando entre los hilos extendidos, mientras afuera
la claridad de la mañana dibujaba el horizonte.
Después, lanas más vivaces, lanas calientes iban tejiendo
hora tras hora un largo tapiz que no acababa nunca.
Si el sol era demasiado fuerte y los pétalos se desvanecían
en el jardín, la joven mujer ponía en la lanzadera gruesos hilos grisáseos del algodón
más peludo. De la penumbra que traían las nubes, elegía rápidamente un hilo de plata
que bordaba sobre el tejido con gruesos puntos. Entonces, la lluvia suave llegaba
hasta la ventana a saludarla.
Pero si durante muchos días el viento y el frío peleaban
con las hojas y espantaban los pájaros, bastaba con que la joven tejiera con sus
bellos hilos dorados para que el sol volviera a apaciguar a la naturaleza.
De esa manera, la muchacha pasaba sus días cruzando
la lanzadera de un lado para el otro y llevando los grandes peines del telar para
adelante y para atrás.
No le faltaba nada. Cuando tenía hambre, tejía un lindo
pescado, poniendo especial cuidado en las escamas. Y rápidamente el pescado estaba
en la mesa, esperando que lo comiese. Si tenía sed, entremezclaba en el tapiz una
lana suave del color de la leche. Por la noche, dormía tranquila después de pasar
su hilo de oscuridad.
Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería
hacer.
Pero tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo
en que se sintió sola, y por primera vez pensó que sería bueno tener al lado un
marido.
No esperó al día siguiente. Con el antojo de quien intenta
hacer algo nuevo, comenzó a entremezclar en el tapiz las lanas y los colores que
le darían compañía. Poco a poco su deseo fue apareciendo. Sombrero con plumas, rostro
barbado, cuerpo armonioso, zapatos lustrados. Estaba justamente a punto de tramar
el último hilo de la punta de los zapatos cuando llamaron a la puerta.
Ni siquiera fue preciso que abriera. El joven puso la
mano en el picaporte, se quitó el sombrero y fue entrando en su vida.
Aquella noche, recostada sobre su hombro, pensó en los
lindos hijos que tendría para que su felicidad fuera aún mayor.
Y fue feliz por algún tiempo. Pero si el hombre había
pensado en hijos, pronto lo olvidó. Una vez que descubrió el poder del telar, sólo
pensó en todas las cosas que éste podía darle.
–Necesitamos una casa mejor –le dijo a su mujer. Y a
ella le pareció justo, porque ahora eran dos. Le exigió que escogiera las más bellas
lanas color ladrillo, hilos verdes para las puertas y las ventanas, y prisa para
que la casa estuviera lista lo antes posible.
Pero una vez que la casa estuvo terminada, no le pareció
suficiente.
–¿Por qué tener una casa si podemos tener un palacio?
–preguntó. Sin esperar respuesta, ordenó inmediatamente que fuera de piedra con
terminaciones de plata.
Días y días, semanas y meses trabajó la joven tejiendo
techos y puertas, patios y escaleras y salones y pozos. Afuera caía la nieve, pero
ella no tenía tiempo para llamar al sol. Cuando llegaba la noche, ella no tenía
tiempo para rematar el día. Tejía y entristecía, mientras los peines batían sin
parar al ritmo de la lanzadera.
Finalmente el palacio quedó listo. Y entre tantos ambientes,
el marido escogió para ella y su telar el cuarto más alto, en la torre más alta.
–Es para que nadie sepa lo del tapiz –dijo. Y antes
de poner llave a la puerta le advirtió:
–Faltan los establos. ¡Y no olvides los caballos!
La mujer tejía sin descanso los caprichos de su marido,
llenando el palacio de lujos, los cofres de monedas, las salas de criados. Tejer
era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer.
Y tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en
que su tristeza le pareció más grande que el palacio, con riquezas y todo. Y por
primera vez pensó que sería bueno estar sola nuevamente.
Sólo esperó que llegara el anochecer. Se levantó mientras
su marido dormía soñando con nuevas exigencias. Descalza, para no hacer ruido, subió
la larga escalera de la torre y se sentó al telar.
Esta vez no necesitó elegir ningún hilo. Tomó la lanzadera
del revés y, pasando velozmente de un lado para otro, comenzó a destejer su tela.
Destejió los caballos, los carruajes, los establos, los jardines. Luego destejió
a los criados y al palacio con todas las maravillas que contenía. Y nuevamente se
vio en su pequeña casa y sonrió mirando el jardín a través de la ventana.
La noche estaba terminando, cuando el marido se despertó
extrañado por la dureza de la cama. Espantado, miró a su alrededor. No tuvo tiempo
de levantarse. Ella ya había comenzado a deshacer el oscuro dibujo de sus zapatos
y él vio desaparecer sus pies, esfumarse sus piernas. Rápidamente la nada subió
por el cuerpo, tomó el pecho armonioso, el sombrero con plumas.
Entonces, como si hubiese percibido la llegada del sol,
la muchacha eligió una hebra clara. Y fue pasándola lentamente entre los hilos,
como un delicado trazo de luz que la mañana repitió en la línea del horizonte.
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