domingo, 29 de octubre de 2023

Semillas

Sherwood Anderson

 

Era un hombre de pequeña estatura, tenía barba y era muy nervioso. Recuerdo cómo se le tensaban los músculos del cuello.

Llevaba años intentando curar a la gente mediante un método denominado psicoanálisis. Toda su vida giraba en torno a esa idea. Era su verdadera pasión. –He venido aquí porque estoy cansado –dijo con cierto tono de abatimiento–. Mi cuerpo no está cansado, pero siento que en mi interior algo está cada vez más desgastado. Quiero poner un poco de alegría en mi vida. Durante unos días me gustaría olvidar todo lo que rodea al género humano y lo que influencia su manera de ser.

La voz humana emite en ocasiones una nota que pone de manifiesto el verdadero cansancio. Esa nota surge cuando uno ha intentado con todas sus fuerzas abrirse paso entre complicadas líneas de pensamiento. Llega un momento en que se siente incapaz de seguir. Algo en su interior se detiene. Estalla una pequeña tormenta y empiezan a llover palabras. De su naturaleza brotan pequeñas y desconocidas corrientes laterales que necesitan alguna vía de expresión. En momentos como esos, el hombre presume, se pasa de listo, da grandes discursos, y normalmente acaba haciendo el ridículo.

Y entonces el doctor se puso serio. Se levantó de los escalones donde estaba sentado, dio unos cuantos pasos y empezó a hablar. –Tú vienes del Oeste. Has preferido mantenerte al margen de la sociedad. Tú has elegido el camino más fácil, yo no. ¡Que te zurzan! –dijo con un tono de voz realmente serio–. Yo he penetrado en las vidas. He profundizado en las vidas de hombres y mujeres. Me he dedicado sobre todo a estudiar a las mujeres, especialmente a las de nuestro país.

–¿Te has enamorado de ellas? –le pregunté.

–Sí –me contestó. Sí, para qué nos vamos a engañar. Me he llegado a enamorar. Es la única manera de llegar al fondo de la cuestión. Tengo que intentar amar. ¿Me entiendes? No hay otra alternativa. Para mí el amor es el origen de todo.

Empecé a sentir la profunda intensidad de su cansancio. –Vámonos a nadar al lago–, le sugerí.

–Déjate de tonterías. No me apetece nadar. Yo lo único que quiero es correr y gritar –declaró–. Por un instante, por unas horas, me gustaría ser una hoja muerta a merced del viento, perderme sobrevolando estas colinas. Me gustaría liberarme, ese es mi único deseo.

Andábamos por un camino de tierra. Quería que supiera que lo entendía, así que intenté tomar la palabra.

Nos paramos y se me quedó mirando, entonces empecé a hablar. –No eres ni mejor ni peor que yo –le dije–. Eres como un perro escarbando basura, pero como no eres un perro no te gusta el olor de los despojos.

Yo también me puse serio. –No eres más que un idiota –le dije con cierto nerviosismo–. Los hombres como tú no son más que unos idiotas. Ese camino no se puede tomar. Ningún hombre debería aventurarse por las sendas de la vida. La enfermedad que pretendes curar es la enfermedad universal –dije en un tono cada vez más agresivo–. Lo que quieres hacer es imposible. Eres un iluso. ¿Realmente crees que se puede entender el amor?

Nos quedamos mirando el uno al otro. Pude sentir cierto desprecio en su mirada. Puso una mano en mi hombro y me dio unas palmaditas. –¡Qué inteligentes somos! ¡Qué bien nos expresamos!

Tras estas palabras, se dio la vuelta y se alejó un poco. –Crees que lo entiendes, pero en realidad no entiendes absolutamente nada –me dijo–. Lo que dices que es imposible es posible. Eres un incrédulo. Si eres tan tajante te pierdes la esencia de la existencia. Las vidas de la gente son como los árboles de un bosque que poco a poco van siendo estrangulados por enredaderas, y que finalmente mueren asfixiados. Las enredaderas son a su vez viejas creencias, antiguos pensamientos plantados por hombres muertos. Yo mismo estoy cubierto por enredaderas que me están devorando poco a poco.

Se echó a reír con amargura. –Y por eso quiero correr y jugar –dijo–. Quiero ser una hoja muerta a merced del viento, perderme sobrevolando estas colinas. Quiero morir y volver a nacer, sólo soy un árbol que se muere lentamente. Estoy cansado, ¿sabes?, quiero purificarme. Soy un principiante que se adentra tímidamente en las vidas de los demás –concluyó–. Estoy cansado y quiero purificarme. Las enredaderas me están asfixiando.

 

***

Hace unos meses una mujer de Iowa vino aquí, a Chicago, y se alojó en una casa de huéspedes situada en la parte oeste de la ciudad. Tenía unos veintisiete años, era profesora de música y al parecer había dejado su pueblo para venir a aprender métodos de enseñanza avanzados en la gran ciudad.

En el segundo piso de esa misma casa vivía un joven. Su habitación daba a un largo pasillo; la habitación de la mujer quedaba al final del pasillo, frente a la del joven.

El joven en cuestión –una persona de naturaleza muy agradable– es pintor, pero en mi opinión debería haberse dedicado a la literatura. Cuando habla lo hace con gran elocuencia, pero cuando pinta le falta expresividad.

La mujer de Iowa era como tantas otras mujeres que se ven todos los días por la calle. El único rasgo que la diferenciaba de las demás era su cojera. Su pie derecho estaba ligeramente deformado y caminaba con cierta dificultad. Tras pasar tres meses en aquella casa –donde era, por cierto, la única mujer aparte de la casera–, los hombres le empezaron a tomar cariño.

Todos tenían la misma opinión sobre ella. Cuando se juntaban en el vestíbulo se detenían, reían y murmuraban. –Un amante –decían con aire de complicidad–. Puede que aún no lo sepa, pero lo que esta mujer necesita es un amante.

Quien haya estado en Chicago y conozca a los hombres de Chicago sabrá que este tipo de deseo es fácil de satisfacer. Cuando mi amigo –de nombre LeRoy– me contó la historia me eché a reír, aunque a él todo esto no le hacía tanta gracia. Negó con la cabeza. –No es tan sencillo, –dijo–. Si lo fuera, no habría mucho más que añadir.

LeRoy intentó explicarse. –La mujer se ponía a la defensiva cada vez que un hombre se le acercaba. Los hombres le sonreían e iban a hablar con ella, la invitaban a cenar a un restaurante o a ver una obra de teatro, pero al final no había manera de que saliera a pasear de la mano de un hombre. Por las noches apenas salía a la calle. Cuando algún hombre se detenía en el vestíbulo para intentar hablar con ella, la mujer agachaba la cabeza y se iba corriendo a su habitación. En una ocasión, un joven comerciante de productos textiles que vivía en la misma casa la invitó a sentarse con él frente al portal de la casa.

El comerciante, un tipo sensible, le cogió la mano. Tras ese gesto, la mujer se puso a llorar. El comerciante, bastante alarmado, se levantó, le puso la mano en el hombro e intentó explicarse. Cuando sus dedos la rozaron, la mujer empezó a temblar. –No me toques –le gritó–, ¡no se te ocurra ponerme las manos encima! –La mujer se puso a chillar, la gente que en esos momentos pasaba por allí se detuvo a escuchar. El comerciante, aún más alarmado, subió rápidamente a su habitación. Echó el cerrojo y permaneció inmóvil, en silencio, escuchando. –Aquí hay gato encerrado –pensó–. Quiere meterme en un lío. Ha sido un accidente. No es para tanto. Sólo le he rozado el brazo.

LeRoy me ha contado no sé cuántas veces la experiencia de la mujer de Iowa en aquella casa. Los hombres empezaron a cogerle manía. Aunque a la hora de la verdad no quería nada con ellos, tampoco podía vivir sin ellos. Los incitaba constantemente a que se le acercaran, pero los rechazaba al mínimo acercamiento. Dejaba siempre la puerta entreabierta cada vez que se quedaba desnuda en el baño del vestíbulo por donde pasaban los hombres. Cuando había hombres sentados en el sofá del salón, ella entraba y se tiraba, sin previo aviso, a los brazos de alguno de ellos. Tumbada en el sofá, movía los labios con actitud provocadora. Miraba al techo. Todo su ser parecía estar esperando algo. Su presencia se hacía sentir en toda la habitación. Los hombres allí presentes fingían no darse por aludidos. Hablaban en voz alta. Poco a poco, la vergüenza se iba apoderando de ellos y, uno a uno, desaparecían sin hacer ruido.

Una noche, la mujer de Iowa se vio obligada a abandonar la casa. Algún inquilino, probablemente el comerciante de productos textiles, debió comentar el caso con la casera, que no tardó en tomar una drástica decisión. Impasible delante de la habitación de la mujer de Iowa, la casera no se anduvo con rodeos. –Será mejor que se marche, y si es esta misma noche mejor–, fueron las palabras que LeRoy escuchó pronunciar a la casera. Su severa voz resonó en toda la casa.

LeRoy, el pintor, es un hombre alto y delgado. Ha sacrificado su vida por sus ideas. Las pasiones de su mente han acabado consumiendo las de su cuerpo. No gana mucho, tampoco está casado. Puede que nunca haya estado con una mujer. Supongo que tiene deseos carnales, pero no son, ni mucho menos, su principal preocupación.

La noche en que se vio obligada a abandonar aquella casa de huéspedes, la mujer de Iowa esperó un rato a que la casera bajara las escaleras, y después se dirigió a la habitación de LeRoy. Debían ser alrededor de las ocho. En esos momentos, LeRoy estaba leyendo tranquilamente un libro junto a la ventana. La mujer ni siquiera golpeó la puerta, irrumpió directamente en la habitación. Sin mediar palabra, se tiró al suelo y se arrodilló a sus pies. Según me contó LeRoy, debido a su cojera, corría como un pájaro herido, le brillaban los ojos y respiraba con dificultad. –Tómame –dijo jadeando, poniendo la cabeza entre sus rodillas y temblando con violencia–. Tómame, rápido. Siempre hay un principio para todo. No puedo esperar más. Tómame aquí mismo.

Como es lógico, el pobre LeRoy estaba totalmente desconcertado. De sus palabras deduje que hasta aquella noche apenas se había fijado en aquella mujer. Supongo que de todos los hombres que convivían en aquella casa LeRoy debía ser el único que no se había fijado en ella o quien debía haber mostrado mayor indiferencia. En aquella habitación sucedió algo más. La casera, que debía sospechar algo, siguió a la mujer y vio cómo se dirigía a la otra habitación. LeRoy tuvo que enfrentarse a aquellas dos mujeres. La de Iowa, arrodillada a sus pies, temblaba de miedo. La casera estaba realmente indignada. LeRoy actuó por impulso. Se sintió inspirado. Puso su mano en el hombro de la mujer arrodillada, y empezó a sacudirla con violencia. –Compórtate –dijo aceleradamente–. Cumpliré mi palabra. –A continuación, se giró hacia la casera. –Vamos a casarnos –dijo sonriendo–. Hemos discutido. Ha venido para estar conmigo. Lleva unos días sintiéndose mal, está nerviosa. Me la voy a llevar, no se enfade. Me la voy a llevar.

Cuando la mujer y LeRoy salieron de aquella casa, ella dejó de llorar y le cogió la mano. Sus miedos habían desaparecido. LeRoy la ayudó a encontrar una habitación en otra casa, después fueron al parque y se sentaron en un banco.

 

***

Todo lo que LeRoy me ha contado sobre esta mujer refuerza mi creencia en lo que le dije al hombre aquel día mientras caminábamos por las montañas. Uno no puede aventurarse por las sendas de la vida. LeRoy y la mujer de Iowa hablaron en aquel banco hasta la medianoche y después volvieron a verse muchas veces más. Esos encuentros no dieron ningún resultado. Supongo que a estas alturas ya habrá vuelto al Oeste.

En su pueblo la mujer era profesora de música. Era la más joven de cuatro hermanas, todas tenían el mismo oficio y, según cuenta LeRoy, todas ellas eran mujeres muy capaces. En el momento de morir su padre, la hija mayor no había cumplido ni diez años; cinco años después, murió la madre. Las chicas se quedaron solas con una casa y un jardín como únicas pertenencias.

Como es natural, desconozco cómo son las vidas de otras mujeres, pero puedo asegurar que estas únicamente hablaban de asuntos de mujeres, únicamente pensaban en asuntos de mujeres. Ninguna de ellas había tenido nunca una relación sentimental. Durante años ningún hombre se acercó a esa casa.

De todas ellas, sólo a la más joven, a la que se fue a vivir a Chicago, parecía afectarle la marcada identidad femenina de sus vidas. Algo cambió en su vida. Se pasaba el día enseñando música a sus jóvenes alumnas y por la tarde volvía a su casa a reunirse con sus hermanas. Al cumplir los veinticinco empezó a pensar y a soñar con hombres. Se pasaba el día hablando con mujeres de asuntos de mujeres, y en todo ese tiempo lo único que deseaba era conocer a un hombre que la amara. Se mudó a Chicago con esa intención. LeRoy explicó su actitud y justificó su extraño comportamiento en aquella casa argumentando que de tanto pensar no se había atrevido a actuar. –La fuerza vital que corría por sus venas se descentralizó –explicó–, no logró cumplir su objetivo. Esa fuerza vital no logró expresarse. Al no poder expresarse por ciertas vías tuvo que tomar otras. Un impulso sexual empezó a extenderse por todo su cuerpo. El sexo penetró en lo más profundo de su ser. Acabó encarnándose en sexo. El sexo se había convertido en algo totalmente impersonal. Ciertas palabras, un pequeño roce, a veces el simple hecho de ver a un hombre por la calle generaban en ella alguna reacción.

 

***

Ayer quedé con LeRoy, volvió a hablarme de la mujer de Iowa y de su cruel y extraño destino.

Caminamos por el parque, junto al lago. Mientras avanzábamos no podía dejar de pensar en la imagen de aquella mujer. Se me ocurrió decirle algo.

–Podrías haber sido su amante. Cabía esa posibilidad. A ti no te tenía miedo.

LeRoy se detuvo. Como aquel doctor tan convencido de su capacidad para penetrar en las vidas de los demás, sentí que mi comentario no le había hecho ninguna gracia. Se me quedó mirando durante unos segundos y entonces ocurrió algo bastante extraño. Los labios de LeRoy pronunciaron exactamente las mismas palabras que había pronunciado aquel otro hombre mientras caminábamos en las colinas por aquella carretera de tierra. –Qué listos somos. Qué bien nos expresamos–, dijo sonriendo sarcásticamente.

El tono de voz del joven que caminaba conmigo por el parque junto al lago cambió, se volvió más agudo. Pude sentir su cansancio. Entonces se echó a reír y dijo tranquila y suavemente: –No es tan fácil. Quien dice estar seguro de sí mismo corre el peligro de perderse el encanto de la vida. Nada puede definirse tan tajantemente. La mujer, ¿sabes?, era como uno de esos árboles que están siendo estrangulados por enredaderas. Lo que la asfixiaba le impedía ver la luz. Era grotesca como lo son muchos de los árboles que pueblan los bosques. Su problema era de tal índole que pensar en ello ha cambiado el curso de mi existencia. Al principio pensaba igual que tú. No tenía ninguna duda. Pensaba que terminaríamos siendo amantes y problema resuelto.

LeRoy se dio la vuelta y se alejó un poco. Instantes después, regresó y me cogió del brazo. Le temblaba la voz. –Necesitaba un amante –dijo con gran seriedad–, no cabe duda, los hombres de la casa tenían razón. Necesitaba un amante, pero al mismo tiempo un amante no era exactamente lo que necesitaba. Esa necesidad era, después de todo, bastante secundaria. Lo que realmente necesitaba era que alguien la amara, que alguien la amara con paciencia y ternura. Era un ser grotesco, no lo voy a negar, pero todos los habitantes de este planeta somos, al fin y al cabo, grotescos. Todos necesitamos que alguien nos ame. Lo que podría haberla curado podría curarnos también a todos nosotros. Su enfermedad es universal. Todos queremos que alguien nos ame, pero no es fácil encontrar un amante en este mundo.

LeRoy bajó el tono de su voz y siguió caminando a mi lado, en silencio. Nos alejamos del lago y seguimos nuestro camino hasta refugiarnos bajo unos árboles. Lo observé detenidamente. Recuerdo cómo se le tensaron los músculos del cuello. –He profundizado en la vida de los hombres y tengo miedo –confesó–. Me parezco mucho a aquella mujer. Estoy cubierto por enredaderas que poco a poco me están asfixiando. No tengo madera de amante. No soy lo suficientemente sutil o paciente. Estoy pagando antiguas deudas. Viejas creencias, antiguos pensamientos –semillas plantadas por hombres muertos– han crecido en mi alma y me están ahogando.

Seguimos caminando un buen rato, LeRoy siguió hablando, expresando en voz alta los pensamientos que le venían a la cabeza. Yo lo escuché en silencio. Su mente volvió a repetir el estribillo de aquel hombre en las montañas. –Me gustaría ser una hoja muerta –susurró mientras miraba el manto de hojas esparcidas en el suelo–. Me gustaría ser una hoja a merced del viento. –Levantó la cabeza y se quedó mirando. A lo lejos, se veía el lago. –Estoy cansado y quiero purificarme. Estoy cubierto por enredaderas que me están asfixiando. Me gustaría estar muerto y que el viento me llevara por aguas infinitas. Lo que más deseo en este mundo es purificarme.

 

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