Juan Villoro
Desde
el fondo de la sala, la mujer de ojos grises me observaba con atención. Lo único
que me divertía de las lecturas en ciudades de provincia era encontrar un rostro
sugerente, alguien que me aislara del resto del público. Con el tiempo, mi mente
se había ido poblando de rostros, quizá modificados por el trabajo de una memoria
afecta a los retratos ambiguos, enigmáticos. Esta vez no faltaba una figura recurrente
en mi galería portátil: el calvo dormido en la primera fila; tenía una enorme verruga
en el cráneo que me hacía desviar la vista hacia el fondo de la sala, donde me aguardaba
la pálida belleza de la mujer, los ojos que desde ese momento sabía inolvidables.
Casi
nunca aplaudían mis relatos, pero aquella tarde hubo unas tímidas palmadas,
incluso alguien me pidió que autografiara un gastado ejemplar de mi primer libro.
Después vendría la acostumbrada merienda en un restorán de los portales de la ciudad
en turno y el sobre con el dinero que me ayudaba a seguir tirando. Me disponía
a salir cuando la volví a ver.
–Lo
estaba esperando –dijo con una voz tan persuasiva como sus ojos grises.
Me
explicó que trabajaba para un inglés retirado en una ciudad cercana.
–Como
usted sabe, en las universidades anglosajonas es muy común el puesto de lector
–la voz no tenía nada que ver con el sentido académico de las palabras; para mí,
fue como si dijera “colibrí, heliotropo, penumbra y nostalgia”–, y el Sr.
Sheridan, ése es el nombre de mi jefe, desea contratarlo como lector.
–¿Él
me conoce?
–No,
me pidió que escogiera a alguien para el puesto. Nosotros cubriríamos sus
gastos de traslado y estancia, además de sus honorarios, por supuesto.
Continuó
con la expresión ausente de quien dice “menta, veinticuatro, duraznos y asteroides”.
–¿Y
sólo tendré que leer?
–Exactamente.
–¿Eso
es todo?
–Todo.
Regresé
a la capital a rematar los pocos muebles que conservaba en el departamento. El ofrecimiento
del Sr. Sheridan era la primera novedad que rompía la morosa perpetuación de
mis vagabundeos literarios. Lo único que me inquietaba era la causa misma de la
invitación: mi voz. Tengo una voz desagradable, absolutamente nasal. Mi dicción
es rasposa, pronuncio demasiado; la t
y la d no salen de mi boca, más bien truenan
en ella. En cuanto al tono, sólo puedo decir que es precipitado, adolescente, como
si mi voz se hubiera estacionado en lo que yo era hace muchos años. Cuando hablo
por teléfono me reconocen de inmediato; lo “inconfundible” de mi voz, lo sé bien,
es la gangosa urgencia con que se atropellan mis palabras.
Sin
embargo, esto no me había impedido sobrevivir a base de lecturas. Mis cuentos tenían
tan escasa acogida que nadie parecía reparar en que fueran bien o mal leídos.
Sólo me quedaba esperar que el Sr. Sheridan no agregara al lujo de tener un lector
privado, la exigencia de una buena voz.
Tomé
un avión que hacía escalas en varias ciudades del norte. Por el aspecto de los
pasajeros difícilmente se podía pensar en un vuelo turístico. Los sombreros,
las chamarras con cuello de borrego, las botas picudas, los paquetes atados con
mecates me situaban en medio del elenco de un rodeo. Después de dos horas
llegamos a un pequeño aeropuerto: una sola pista de aterrizaje, algunas avionetas
descarapeladas por el viento.
Esperaba
encontrarme a la mujer de ojos grises. La imaginaba con una pañoleta en la cabeza,
que es como siempre ubico a las mujeres en los aeropuertos y en los andenes de ferrocarril.
En
cuanto recogí las maletas un hombre moreno, muy parecido a los pasajeros del avión,
me atajó el paso.
–Vengo
de parte del Sr. Sheridan. Me llamo Ambrosio –dijo, extendiendo una mano con
anillos dorados.
Subimos
a una pick-up. Ambrosio sumió su bota en el acelerador y arrancamos levantando una
ola de agua sobre la cuneta.
–Ha
llovido mucho esta primavera –fue lo último que dijo en el trayecto a la casa.
Sí,
había llovido mucho, pero la tierra seguía estando seca. Los charcos: lunares negros
en una extensión de polvo petrificado. Avanzamos por el desierto. Ambrosio movía
mucho el volante para no caer en los baches llenos de agua. Estaba oscureciendo
cuando me tendió una botella de tequila, el cristal se veía refulgente en la penumbra
de la pick-up.
Tomé
un par de tragos y decidí dormir un poco. Lentamente, las últimas imágenes de la
ciudad, el vuelo ranchero, el pequeño aeropuerto, la carretera inundada dejaron
su sitio a una sensación de abandono, de soledad total, algo que entreví en mi sueño
en la forma de un túnel infinito.
Me
desperté con las palabras de Ambrosio que daba instrucciones para que
trasladaran mi equipaje. Una mujer morena, que podía ser la hermana, la esposa o
la hija de Ambrosio, me guio hasta mi cuarto. Todavía me estaba frotando los ojos
cuando me quedé solo. La habitación era agradable: paredes de madera, pinturas rústicas
en papel amate, equipales de cuero. Sobre el escritorio había toallas de tres
tamaños. Pensé en la mentalidad definitivamente anglosajona de alguien preocupado
en diferenciar los actos de secarse las manos, la cara, el cuerpo entero.
El
día siguiente se me fue en recorrer el lugar al que había ido a vivir. Desde mi
ventana pude ver el desolado paisaje que sólo se interrumpía en la huerta de la
casa. Por fuera, la construcción ostentaba los sólidos muros y contrafuertes de
los cascos de hacienda. Sin embargo, por dentro la arquitectura colonial había sido
removida. Me costó trabajo orientarme en la confusión de pasillos, escalinatas,
corredores laterales, cuartos contiguos y puertas clausuradas. De inmediato
sentí que el interior de la casa sólo podía responder a un ideal
arquitectónico: el castillo de un barco. No hacían falta los barandales en los corredores,
las escotillas en el techo, las ventanas de ojo de buey; bastaba con los desniveles,
con las ociosas escaleras de seis peldaños, con la carencia de espacios abiertos.
Me costó tres o cuatro días detectar la ruta directa al comedor.
–¿El
Sr. Sheridan reconstruyó la casa? –le pregunté a Ambrosio cuando rematábamos la
cena del cuarto día con abundantes raciones de arroz con leche.
–Sí
–contestó, desviando la vista hacia la mujer que para entonces ya me había sido
presentada como su esposa–; la remodeló de acuerdo al plano de un barco. El Sr.
Sheridan fue marino. Más de cincuenta años al servicio de la armada británica.
–¿Cuándo
veré al Sr. Sheridan?
–En
cuanto regrese su secretaria.
Me
costó trabajo asociar a la mujer de ojos grises con el rubro impersonal de secretaria.
Tomé otra cucharada de arroz con leche. Lo único que en verdad me interesaba en
esos días era la comida. Comía con desesperación, como si nunca hubiera tenido
más de un plato en mi mesa. Hasta entonces, los hombres de gran apetito me parecían
despreciables (el hambre eterna era el atributo de quienes tenían un pasado lastimoso:
el reformatorio, la academia militar), pero ahora la voracidad me proporcionaba
una dicha esencial.
El
resto del tiempo se me iba viendo las sombras que cambiaban con el crepúsculo en
la huerta, perfumando y doblando el pañuelo, jugando interminables partidas de póquer
con Ambrosio, iniciando cartas que nunca concluía, dejando que los días se desgranaran
poco a poco. Cuando necesitaba algo (un paquete de tabaco oscuro, ponerle medias
suelas a los zapatos, el desodorante de lavanda) me lo procuraba por medio de Ambrosio.
Nunca sentí deseos de acompañarlo en la pick-up. El tiempo se había suspendido en
tal forma que me bastaba cualquier alteración de la rutina (un nuevo sendero en
la huerta, un nuevo brote en el follaje inseguro de los perales) para sumirme en
ella como en un acontecimiento. Al lado de estos cambios minuciosos, el retorno
de la mujer significó el inicio de otra época.
–Sea
usted bienvenido –me dijo, después de tocar tres veces en la puerta entreabierta
de mi cuarto.
Me
preguntó si necesitaba algo. Prometió que pronto se regularizarían mis pagos. La
alusión al dinero me pareció tan desproporcionada como el resto de las frases que
salían de los pálidos labios de la mujer.
–No
necesito nada –estaba ofendido. La estancia había sido tan placentera que la sola
mención de un sueldo parecía un abuso de mi parte.
En
ese momento noté que ella tenía un papel en la mano.
–El
Sr. Sheridan lo espera en la biblioteca. Así llegará más fácil –me tendió un mapa
hecho a mano: la segura caligrafía de un arquitecto.
No
tuve trabajo en seguir el mapa. La última flecha desembocaba en una escalera. Arriba,
la puerta estaba abierta. Entré a un salón que conservaba los muebles de madera
y cuero del resto de la casa, pero que tenía las paredes cuajadas de libros, miles
de libros que parecían comprimir la atmósfera. No pensé en revisar los títulos.
Todos esos libros me quitaban la curiosidad, sólo un volumen aislado me hubiera
llamado la atención.
Encendí
un cigarro y me senté a ver las volutas de humo que desfilaban hacia el techo.
Un
ruido me hizo desviar la vista al fondo de la sala. Era una puerta que no había
advertido. La figura del Sr. Sheridan quedó enmarcada por el quicio de madera. Entonces
pensé en lo grandes que podían ser los hombres.
El
tamaño ocultaba la edad. No logré creer que los hombros, el cuello, los brazos,
los pies que avanzaban sin despegarse del suelo fueran los de un anciano.
Se
dejó caer en uno de los equipales. Me saludó con una voz áspera, como si las palabras
rodaran lentamente en su boca. Pensé en la lengua del Sr. Sheridan y cerré los ojos.
Cuando los abrí me encontré con un libro encuadernado en piel que en su mano parecía
una edición de bolsillo.
Empecé
a leer con cuidado. Mi dicción se podía desbocar en cualquier momento. A la vuelta
de unas hojas estaba leyendo igual que siempre. Mis frases caían como trastos viejos.
Temí el regreso al aeropuerto de las destartaladas avionetas. Pero al desviar la
vista me encontré con un rostro sereno que parecía disfrutar de una puesta de
sol.
–Por
hoy es suficiente –dijo con un leve acento extranjero.
Estaba
por salir cuando me preguntó:
–Usted
es escritor, ¿verdad? –ahora su voz era recia, animada.
Contesté
afirmativamente, con la sensación de haber dicho una mentira atroz.
–Con
el tiempo, tal vez me anime a contarle mi propia historia –añadió, como si esto
explicara el cambio de entonación.
Desde
entonces la mujer cenó con nosotros. El Sr. Sheridan continuó sin presentarse a
la estancia donde la esposa de Ambrosio daba sus únicas señales de vida:
jugosos asados de cordero, humeantes fuentes de arroz y frijoles.
–El
mapa –le pregunté a la mujer–, ¿lo dibujó el Sr. Sheridan?
–Sí,
él es arquitecto. Tal vez la casa le parezca a usted un poco rara. Para él es un
capricho personal, una liberación después de tantos años de seguir el gusto convencional
de sus clientes.
Miré
a Ambrosio. Su cara morena se concentraba en las migajas que habían quedado alrededor
del plato.
Sentí
que la mujer me miraba sin prisa. Al volverme hacia ella supe que esos ojos eran
capaces de una tibia familiaridad. Le pregunté su nombre.
–Cecilia
–contestó, y ese nombre azul celeste se introdujo en mi cuerpo y debió salir en
la forma de una mirada brillosa que ella devolvió con una mínima sonrisa.
–Buen
provecho –Cecilia se levantó de la mesa y para mí fue como escuchar “lámina,
ágata, alcanfor”. Pensé que sólo se podía dirigir a un cuarto que escapaba al estilo
rústico de la casa, una alcoba melancólica y lunar.
Desde
que supe que estaba enamorado de Cecilia empecé a comer menos. Mi apetito no había
disminuido, pero me parecía vulgar comer tanto frente a ella. De nuevo
respondía a un imperativo de la memoria: los enamorados eran enfermizos, una
pasión febril los consumía por dentro. Sin embargo, no intenté que nuestros destinos
se cruzaran; ese primer amor hacia Cecilia era colmado por la contemplación de
su cara, por los gestos durante la cena que perduraban en mi mente como el resplandor
que sigue al crepúsculo. Eso me bastaba: su tez pálida y luego la oscuridad.
Sus actividades me parecían indefinidas. No la concebía en el laborioso puesto de
secretaria. Cuando comentaba algo referente a su trabajo, por ejemplo “la correspondencia
está muy atrasada”, yo oía “hay un petirrojo en el jardín” o “me da miedo la
altura”.
En
las mañanas continuaba leyendo para el Sr. Sheridan, ya sin preocuparme de mi voz.
El libro me aguardaba sobre la mesa de centro. El Sr. Sheridan me saludaba en el
primer tono que le escuché, áspero y apagado. No había cumplido la promesa de
contarme su historia. Se limitaba a oír con indiferencia lo que yo leía.
Enorme. Imperturbable.
Un
día me atreví a un experimento. Mientras leía una tortuosa descripción mi mente
comenzó a trabajar como en otras épocas en que la lectura era ante todo un estímulo
para mis propias historias. Leía la travesía de un cochero por un bosque de abedules,
cuando empecé a intercalar palabras que no venían al caso. Poco a poco, lo que
era un pasaje veraniego se fue convirtiendo en la ascensión de una escarpada montaña.
Al terminar la narración con un rescate alpino me sentí tan satisfecho como si hubiera
colocado la bandera de mi país en la cima de un volcán.
De
principio a fin supe que no corría riesgo alguno: el Sr. Sheridan estaba del otro
lado de mis palabras. A partir de ese día, la lectura se volvió un taller de inventiva.
De vez en cuando el Sr. Sheridan me dirigía una apacible mirada, una gentil corrección
para un personaje excesivo que había volado siete veces en una misma jornada. Eso
me hacía suponer que no le preocupaba tanto la verosimilitud como la
reiteración en los relatos. Sin darme cuenta, fui creando historias tan variadas
como la arquitectura de la casa.
Desde
el día en que la historia del rescate alpino se abrió paso entre las farragosas
páginas del libro, quise hablar a solas con Cecilia. Pero Ambrosio siempre cenaba
con nosotros, y su cortesía era tan exagerada que en vez de fomentar, frenaba
el diálogo. Ni siquiera en las partidas de póquer abandonaba su compostura, la británica
misión asignada por el Sr. Sheridan.
Cecilia,
en cambio, no siempre iba a cenar. Podían pasar varios días sin que la viera. Una
noche en que la esperé en vano, me animé a confrontar su historia con la de Ambrosio.
No, no dudaba de Cecilia, ¿cómo podía desconfiar de esos ojos que sólo a mí me revelaban
una sutil parcialidad? Era de Ambrosio y de su limitada percepción de quien dudaba.
Sin embargo, sólo él se prestaba a un careo de las historias. Le volví a
preguntar por el origen de la casa.
Sólo
logré extraer ecos de su relato inicial. El Sr. Sheridan había navegado a los cuatro
vientos. La casa era su último refugio, el simulacro naval que lo ayudaba a
vivir con sus recuerdos.
Algo
me hacía desconfiar de esta versión. No podía otorgarle un carácter romántico y
apasionado a la desmesurada complexión del Sr. Sheridan. Más bien lo imaginaba bajo
el disfraz del caprichoso artífice descrito por Cecilia.
–¿Otra
copita?
–Sí,
por favor –y Ambrosio me llenó el vaso de tequila para culminar la cena y la
conversación de ese día. Sus palabras carecían de convicción. Ambrosio se refería
a la casa en el tono neutro de quien lee una receta.
Al
día siguiente se presentó en mi habitación. En la mano tenía un paquete atado con
mecates. Atrás estaba su esposa.
–Ha
sido un placer conocerlo. Nos vamos de la casa.
–Pero,
¿y yo? –de inmediato me arrepentí de una reacción tan egoísta.
–No
se preocupe, en la cocina encontrará todo lo que necesite. Pronto alguien se hará
cargo de la casa.
La
mujer de Ambrosio estaba llorando, aquello era un despido.
Estreché
la mano oscura y nuevamente vi sus anillos dorados.
La
pérdida de Ambrosio sólo me importó porque ahora tendría que prescindir de las partidas
de póquer. De cualquier forma, no tardé en encontrar una nueva actividad. Después
de inventar alguna historia, me dirigía a la cocina. La alacena era un enorme almacén.
Pasaba horas enteras leyendo las etiquetas de las latas. La primera que abrí fue
de atún. Confeccioné unos rollizos sándwiches que acompañé con un termo de café.
En
la noche me esmeré en preparar un guiso medianamente complejo (lomo con ciruelas
y coliflores capeadas). Pero Cecilia no apareció. Durante una semana no supe de
ella. Temí que también hubiera sido despedida. No me atreví a preguntarle al Sr.
Sheridan. Mis historias decaían, mis paseos por la huerta se hicieron más
escasos.
Sólo
la alacena me reconfortaba. Abría enormes latas de chiles, descubría nuevas
marcas de alimentos. La despensa era tan grande que parecía que los productos se
daban ahí como los frutos en la huerta.
Pasé
la mayor parte de las tardes en la alacena hasta que descubrí una caja de tabaco
oscuro. Era igual a las que me proporcionaba Ambrosio cuando “iba a la ciudad”.
Seguí buscando entre los estantes, derribé latas y cajas, la leche en polvo se desparramó
en el piso. Abrí un enorme paquete. Un frío me recorrió la espalda. Adentro había
decenas de desodorantes de lavanda, un martillo, clavos y tiras de cuero. Me aterró
la idea de que Ambrosio no hubiera salido de la casa desde mi llegada. Sus viajes
a la ciudad eran simples idas a ese almacén perfectamente surtido. Me senté en una
lata, contemplando el tiradero: era como asistir a una representación gráfica de
mi voz.
La
siguiente historia que le conté al Sr. Sheridan fue un mero tartamudeo. Al despedirme
creí advertir un temblor en las comisuras de su boca.
Esa
tarde decidí buscar a Cecilia. Tomé uno de los corredores. Sentía una tensión
que me recordaba mi vida en la ciudad, las paredes se sucedían unas a otras como
los rostros de una alienada multitud.
Debí
caminar varias horas antes de llegar a la esquina decisiva. Al dar la vuelta me
encontré con un destello azul que venía del fondo del pasillo. Era una flor en una
botellita de cristal. No sé nada de botánica pero aquellos pétalos de un matizado
azul prusia me revelaban la flor más valiosa, la única que tenía el color del nombre
de Cecilia.
Me
sentí feliz de saber algo de ella. Regresé a mi cuarto tratando de memorizar el
camino casi abstracto entre ambos puntos.
La
proximidad de una nueva cacería de flores azules (tenían que ser varias) me ayudó
a pasar la mañana que siguió al primer hallazgo. En la tarde logré regresar al sitio
donde descubrí la flor. Nuevamente me encontré con los pétalos azules. Los recogí
con el gusto de quien recibe una carta de un país lejano.
Deambulé
por los corredores en busca de otra señal de Cecilia. No sé si pasaron horas o minutos
hasta que la encontré al pie de la escalera: ahí estaba la segunda flor de ese día.
Subí
y descendí innumerables peldaños, caminé y regresé sobre mis pasos incontables veces,
fatigué la construcción en todos sus flancos, pero fue en vano. La tercera flor
no apareció. El número tres tiene un carácter concluyente, la próxima flor me llevaría
a Cecilia. No podía imaginar lo que vendría después; mi teclado de suposiciones
no registraba la siguiente escala. Cecilia era tan frágil, tan dueña de la distancia
que nos separaba, que el acercamiento me hacía pensar en un asalto, como si fuera
a tropezar con un valioso objeto de cristal.
Mi
mente se pobló de destellos azules. ¡Cuántas veces no creí ver la tercera flor en
un rincón de los pasillos; cuántas no la transmuté por una burda margarita que crecía
en la huerta!
Cada
tarde repetía el recorrido por los dos puntos donde Cecilia florecía. Recogía
los pétalos quebradizos y me lanzaba en pos del tercer destello. La manera en que
lo encontré se debió más que nada a la confusión y a la fatiga.
Sin
darme cuenta subí la escalera que conducía a la biblioteca. Era la primera vez que
lo hacía a esa hora. Sin embargo, el Sr. Sheridan me esperaba.
Me
dejé caer en uno de los equipales. Mis ropas estaban sudadas. Un olor agrio subió
a mi nariz.
–Me
da gusto verlo. Tenía deseos de contarle mi historia –el Sr. Sheridan hablaba en
el poderoso tono que le escuché en nuestra primera entrevista.
¿Qué
me podía contar el Sr. Sheridan? Yo estaba rendido, estropeado después de tantos
días de perseguir las esquivas señales de Cecilia. Las palabras se desplomaban sobre
mí. El Sr. Sheridan, más que contar, imponía su historia. Había reservado ese tono
contundente para mostrar quién era. De pronto sentí una imperiosa necesidad de
resistirme al asalto de palabras. No quería recorrer los oscuros corredores de
la mente que diseñó la casa. En realidad, mi potente relator no revelaba nada. Las
explicaciones eran más confusas que los enigmas. Al menos eso creí al principio,
pero poco a poco empecé a comprender la lógica peculiar que animaba sus
palabras. Por un instante sentí el orgullo de enfrentarme a un discurso superior,
a una inteligencia que me rebasaba en tal forma que en un principio parecía desarticulada.
Las piezas comenzaron a encajar: atisbé ciertos rincones, un par de espacios definidos
en la vertiginosa estructura que me envolvía.
En
realidad, era más difícil orientarse en las palabras del Sr. Sheridan que en su
casa. A fin de cuentas la complicada arquitectura no era más que una prueba de
su inteligencia en reposo; ahora los signos se movían.
Nunca
había puesto en duda que él fuera el señor de la pequeña comunidad que
habitábamos, ¡pero no sabía hasta qué punto lo era! Hablaba de Cecilia, de Ambrosio
y de mí como de personajes que manipulaba con desdén. Se refirió a mí como a un
torpe cocinero. Quizá me asignó este papel justamente para disfrutar de mi
torpeza. Pero ninguna de mis actividades fue tan ridícula como la de narrador. Mis
historias eran meros balbuceos frente a ese discurso en el que todos estábamos
escritos.
Mientras
más entendía más conciencia cobraba de mi insignificancia, simple filamento de
una ordenación intolerable.
El
Sr. Sheridan siguió hablando, sus ojos tenían un brillo metálico. ¿Hacia dónde
podía conducir su revelación? Tuve miedo de llegar al final de la trama, a la
desembocadura de esos signos acaso inteligibles. Nada podía ser tan abominable
como el entendimiento: tal vez acabaría aceptando el mundo prodigioso y
distorsionado en el que había caído. Una mórbida curiosidad me impulsaba a
escuchar hasta el final.
Entonces
apareció Cecilia. Se quedó bajo el quicio de la puerta. Sus ojos grises tenían
una urgencia extraña: me pedían que huyera. La seguridad del gesto me convenció
de que sólo yo estaba involucrado. Ella no escaparía. De golpe me di cuenta de
mi ingenuidad al pensar que Cecilia estaba de mi parte. Yo era su instrumento. Ella
decidió que entrara a la casa y ahora me urgía a partir. Las razones que tenía
para traicionarme en tal forma me parecieron tan misteriosas como la otra
estrategia, la telaraña del Sr. Sheridan que buscaba retenerme. Ya sólo el
miedo me podía poner al servicio de Cecilia.
Sobre
la mesa de centro había un afilado objeto de metal. Mis ojos se cruzaron con
los de Cecilia.
El
cráneo del Sr. Sheridan lucía enorme y rosado. Cecilia abrió la mano, mostrando
una confusión de pétalos azules. Fue lo último que vi antes de lanzarme sobre
la mesa. Quisiera ahorrar los pormenores de mi infamia. Baste saber que mi acto
fue lo suficientemente miserable para devolverme a la limitada libertad de los
hombres.
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