lunes, 9 de octubre de 2023

Noticias de Cecilia

Juan Villoro

 

Desde el fondo de la sala, la mujer de ojos grises me observaba con atención. Lo único que me divertía de las lecturas en ciudades de provincia era encontrar un rostro sugerente, alguien que me aislara del resto del público. Con el tiempo, mi mente se había ido poblando de rostros, quizá modificados por el trabajo de una memoria afecta a los retratos ambiguos, enigmáticos. Esta vez no faltaba una figura recurrente en mi galería portátil: el calvo dormido en la primera fila; tenía una enorme verruga en el cráneo que me hacía desviar la vista hacia el fondo de la sala, donde me aguardaba la pálida belleza de la mujer, los ojos que desde ese momento sabía inolvidables.

Casi nunca aplaudían mis relatos, pero aquella tarde hubo unas tímidas palmadas, incluso alguien me pidió que autografiara un gastado ejemplar de mi primer libro. Después vendría la acostumbrada merienda en un restorán de los portales de la ciudad en turno y el sobre con el dinero que me ayudaba a seguir tirando. Me disponía a salir cuando la volví a ver.

–Lo estaba esperando –dijo con una voz tan persuasiva como sus ojos grises.

Me explicó que trabajaba para un inglés retirado en una ciudad cercana.

–Como usted sabe, en las universidades anglosajonas es muy común el puesto de lector –la voz no tenía nada que ver con el sentido académico de las palabras; para mí, fue como si dijera “colibrí, heliotropo, penumbra y nostalgia”–, y el Sr. Sheridan, ése es el nombre de mi jefe, desea contratarlo como lector.

–¿Él me conoce?

–No, me pidió que escogiera a alguien para el puesto. Nosotros cubriríamos sus gastos de traslado y estancia, además de sus honorarios, por supuesto.

Continuó con la expresión ausente de quien dice “menta, veinticuatro, duraznos y asteroides”.

–¿Y sólo tendré que leer?

–Exactamente.

–¿Eso es todo?

–Todo.

Regresé a la capital a rematar los pocos muebles que conservaba en el departamento. El ofrecimiento del Sr. Sheridan era la primera novedad que rompía la morosa perpetuación de mis vagabundeos literarios. Lo único que me inquietaba era la causa misma de la invitación: mi voz. Tengo una voz desagradable, absolutamente nasal. Mi dicción es rasposa, pronuncio demasiado; la t y la d no salen de mi boca, más bien truenan en ella. En cuanto al tono, sólo puedo decir que es precipitado, adolescente, como si mi voz se hubiera estacionado en lo que yo era hace muchos años. Cuando hablo por teléfono me reconocen de inmediato; lo “inconfundible” de mi voz, lo sé bien, es la gangosa urgencia con que se atropellan mis palabras.

Sin embargo, esto no me había impedido sobrevivir a base de lecturas. Mis cuentos tenían tan escasa acogida que nadie parecía reparar en que fueran bien o mal leídos. Sólo me quedaba esperar que el Sr. Sheridan no agregara al lujo de tener un lector privado, la exigencia de una buena voz.

Tomé un avión que hacía escalas en varias ciudades del norte. Por el aspecto de los pasajeros difícilmente se podía pensar en un vuelo turístico. Los sombreros, las chamarras con cuello de borrego, las botas picudas, los paquetes atados con mecates me situaban en medio del elenco de un rodeo. Después de dos horas llegamos a un pequeño aeropuerto: una sola pista de aterrizaje, algunas avionetas descarapeladas por el viento.

Esperaba encontrarme a la mujer de ojos grises. La imaginaba con una pañoleta en la cabeza, que es como siempre ubico a las mujeres en los aeropuertos y en los andenes de ferrocarril.

En cuanto recogí las maletas un hombre moreno, muy parecido a los pasajeros del avión, me atajó el paso.

–Vengo de parte del Sr. Sheridan. Me llamo Ambrosio –dijo, extendiendo una mano con anillos dorados.

Subimos a una pick-up. Ambrosio sumió su bota en el acelerador y arrancamos levantando una ola de agua sobre la cuneta.

–Ha llovido mucho esta primavera –fue lo último que dijo en el trayecto a la casa.

Sí, había llovido mucho, pero la tierra seguía estando seca. Los charcos: lunares negros en una extensión de polvo petrificado. Avanzamos por el desierto. Ambrosio movía mucho el volante para no caer en los baches llenos de agua. Estaba oscureciendo cuando me tendió una botella de tequila, el cristal se veía refulgente en la penumbra de la pick-up.

Tomé un par de tragos y decidí dormir un poco. Lentamente, las últimas imágenes de la ciudad, el vuelo ranchero, el pequeño aeropuerto, la carretera inundada dejaron su sitio a una sensación de abandono, de soledad total, algo que entreví en mi sueño en la forma de un túnel infinito.

Me desperté con las palabras de Ambrosio que daba instrucciones para que trasladaran mi equipaje. Una mujer morena, que podía ser la hermana, la esposa o la hija de Ambrosio, me guio hasta mi cuarto. Todavía me estaba frotando los ojos cuando me quedé solo. La habitación era agradable: paredes de madera, pinturas rústicas en papel amate, equipales de cuero. Sobre el escritorio había toallas de tres tamaños. Pensé en la mentalidad definitivamente anglosajona de alguien preocupado en diferenciar los actos de secarse las manos, la cara, el cuerpo entero.

El día siguiente se me fue en recorrer el lugar al que había ido a vivir. Desde mi ventana pude ver el desolado paisaje que sólo se interrumpía en la huerta de la casa. Por fuera, la construcción ostentaba los sólidos muros y contrafuertes de los cascos de hacienda. Sin embargo, por dentro la arquitectura colonial había sido removida. Me costó trabajo orientarme en la confusión de pasillos, escalinatas, corredores laterales, cuartos contiguos y puertas clausuradas. De inmediato sentí que el interior de la casa sólo podía responder a un ideal arquitectónico: el castillo de un barco. No hacían falta los barandales en los corredores, las escotillas en el techo, las ventanas de ojo de buey; bastaba con los desniveles, con las ociosas escaleras de seis peldaños, con la carencia de espacios abiertos. Me costó tres o cuatro días detectar la ruta directa al comedor.

–¿El Sr. Sheridan reconstruyó la casa? –le pregunté a Ambrosio cuando rematábamos la cena del cuarto día con abundantes raciones de arroz con leche.

–Sí –contestó, desviando la vista hacia la mujer que para entonces ya me había sido presentada como su esposa–; la remodeló de acuerdo al plano de un barco. El Sr. Sheridan fue marino. Más de cincuenta años al servicio de la armada británica.

–¿Cuándo veré al Sr. Sheridan?

–En cuanto regrese su secretaria.

Me costó trabajo asociar a la mujer de ojos grises con el rubro impersonal de secretaria. Tomé otra cucharada de arroz con leche. Lo único que en verdad me interesaba en esos días era la comida. Comía con desesperación, como si nunca hubiera tenido más de un plato en mi mesa. Hasta entonces, los hombres de gran apetito me parecían despreciables (el hambre eterna era el atributo de quienes tenían un pasado lastimoso: el reformatorio, la academia militar), pero ahora la voracidad me proporcionaba una dicha esencial.

El resto del tiempo se me iba viendo las sombras que cambiaban con el crepúsculo en la huerta, perfumando y doblando el pañuelo, jugando interminables partidas de póquer con Ambrosio, iniciando cartas que nunca concluía, dejando que los días se desgranaran poco a poco. Cuando necesitaba algo (un paquete de tabaco oscuro, ponerle medias suelas a los zapatos, el desodorante de lavanda) me lo procuraba por medio de Ambrosio. Nunca sentí deseos de acompañarlo en la pick-up. El tiempo se había suspendido en tal forma que me bastaba cualquier alteración de la rutina (un nuevo sendero en la huerta, un nuevo brote en el follaje inseguro de los perales) para sumirme en ella como en un acontecimiento. Al lado de estos cambios minuciosos, el retorno de la mujer significó el inicio de otra época.

–Sea usted bienvenido –me dijo, después de tocar tres veces en la puerta entreabierta de mi cuarto.

Me preguntó si necesitaba algo. Prometió que pronto se regularizarían mis pagos. La alusión al dinero me pareció tan desproporcionada como el resto de las frases que salían de los pálidos labios de la mujer.

–No necesito nada –estaba ofendido. La estancia había sido tan placentera que la sola mención de un sueldo parecía un abuso de mi parte.

En ese momento noté que ella tenía un papel en la mano.

–El Sr. Sheridan lo espera en la biblioteca. Así llegará más fácil –me tendió un mapa hecho a mano: la segura caligrafía de un arquitecto.

No tuve trabajo en seguir el mapa. La última flecha desembocaba en una escalera. Arriba, la puerta estaba abierta. Entré a un salón que conservaba los muebles de madera y cuero del resto de la casa, pero que tenía las paredes cuajadas de libros, miles de libros que parecían comprimir la atmósfera. No pensé en revisar los títulos. Todos esos libros me quitaban la curiosidad, sólo un volumen aislado me hubiera llamado la atención.

Encendí un cigarro y me senté a ver las volutas de humo que desfilaban hacia el techo.

Un ruido me hizo desviar la vista al fondo de la sala. Era una puerta que no había advertido. La figura del Sr. Sheridan quedó enmarcada por el quicio de madera. Entonces pensé en lo grandes que podían ser los hombres.

El tamaño ocultaba la edad. No logré creer que los hombros, el cuello, los brazos, los pies que avanzaban sin despegarse del suelo fueran los de un anciano.

Se dejó caer en uno de los equipales. Me saludó con una voz áspera, como si las palabras rodaran lentamente en su boca. Pensé en la lengua del Sr. Sheridan y cerré los ojos. Cuando los abrí me encontré con un libro encuadernado en piel que en su mano parecía una edición de bolsillo.

Empecé a leer con cuidado. Mi dicción se podía desbocar en cualquier momento. A la vuelta de unas hojas estaba leyendo igual que siempre. Mis frases caían como trastos viejos. Temí el regreso al aeropuerto de las destartaladas avionetas. Pero al desviar la vista me encontré con un rostro sereno que parecía disfrutar de una puesta de sol.

–Por hoy es suficiente –dijo con un leve acento extranjero.

Estaba por salir cuando me preguntó:

–Usted es escritor, ¿verdad? –ahora su voz era recia, animada.

Contesté afirmativamente, con la sensación de haber dicho una mentira atroz.

–Con el tiempo, tal vez me anime a contarle mi propia historia –añadió, como si esto explicara el cambio de entonación.

Desde entonces la mujer cenó con nosotros. El Sr. Sheridan continuó sin presentarse a la estancia donde la esposa de Ambrosio daba sus únicas señales de vida: jugosos asados de cordero, humeantes fuentes de arroz y frijoles.

–El mapa –le pregunté a la mujer–, ¿lo dibujó el Sr. Sheridan?

–Sí, él es arquitecto. Tal vez la casa le parezca a usted un poco rara. Para él es un capricho personal, una liberación después de tantos años de seguir el gusto convencional de sus clientes.

Miré a Ambrosio. Su cara morena se concentraba en las migajas que habían quedado alrededor del plato.

Sentí que la mujer me miraba sin prisa. Al volverme hacia ella supe que esos ojos eran capaces de una tibia familiaridad. Le pregunté su nombre.

–Cecilia –contestó, y ese nombre azul celeste se introdujo en mi cuerpo y debió salir en la forma de una mirada brillosa que ella devolvió con una mínima sonrisa.

–Buen provecho –Cecilia se levantó de la mesa y para mí fue como escuchar “lámina, ágata, alcanfor”. Pensé que sólo se podía dirigir a un cuarto que escapaba al estilo rústico de la casa, una alcoba melancólica y lunar.

Desde que supe que estaba enamorado de Cecilia empecé a comer menos. Mi apetito no había disminuido, pero me parecía vulgar comer tanto frente a ella. De nuevo respondía a un imperativo de la memoria: los enamorados eran enfermizos, una pasión febril los consumía por dentro. Sin embargo, no intenté que nuestros destinos se cruzaran; ese primer amor hacia Cecilia era colmado por la contemplación de su cara, por los gestos durante la cena que perduraban en mi mente como el resplandor que sigue al crepúsculo. Eso me bastaba: su tez pálida y luego la oscuridad. Sus actividades me parecían indefinidas. No la concebía en el laborioso puesto de secretaria. Cuando comentaba algo referente a su trabajo, por ejemplo “la correspondencia está muy atrasada”, yo oía “hay un petirrojo en el jardín” o “me da miedo la altura”.

En las mañanas continuaba leyendo para el Sr. Sheridan, ya sin preocuparme de mi voz. El libro me aguardaba sobre la mesa de centro. El Sr. Sheridan me saludaba en el primer tono que le escuché, áspero y apagado. No había cumplido la promesa de contarme su historia. Se limitaba a oír con indiferencia lo que yo leía. Enorme. Imperturbable.

Un día me atreví a un experimento. Mientras leía una tortuosa descripción mi mente comenzó a trabajar como en otras épocas en que la lectura era ante todo un estímulo para mis propias historias. Leía la travesía de un cochero por un bosque de abedules, cuando empecé a intercalar palabras que no venían al caso. Poco a poco, lo que era un pasaje veraniego se fue convirtiendo en la ascensión de una escarpada montaña. Al terminar la narración con un rescate alpino me sentí tan satisfecho como si hubiera colocado la bandera de mi país en la cima de un volcán.

De principio a fin supe que no corría riesgo alguno: el Sr. Sheridan estaba del otro lado de mis palabras. A partir de ese día, la lectura se volvió un taller de inventiva. De vez en cuando el Sr. Sheridan me dirigía una apacible mirada, una gentil corrección para un personaje excesivo que había volado siete veces en una misma jornada. Eso me hacía suponer que no le preocupaba tanto la verosimilitud como la reiteración en los relatos. Sin darme cuenta, fui creando historias tan variadas como la arquitectura de la casa.

Desde el día en que la historia del rescate alpino se abrió paso entre las farragosas páginas del libro, quise hablar a solas con Cecilia. Pero Ambrosio siempre cenaba con nosotros, y su cortesía era tan exagerada que en vez de fomentar, frenaba el diálogo. Ni siquiera en las partidas de póquer abandonaba su compostura, la británica misión asignada por el Sr. Sheridan.

Cecilia, en cambio, no siempre iba a cenar. Podían pasar varios días sin que la viera. Una noche en que la esperé en vano, me animé a confrontar su historia con la de Ambrosio. No, no dudaba de Cecilia, ¿cómo podía desconfiar de esos ojos que sólo a mí me revelaban una sutil parcialidad? Era de Ambrosio y de su limitada percepción de quien dudaba. Sin embargo, sólo él se prestaba a un careo de las historias. Le volví a preguntar por el origen de la casa.

Sólo logré extraer ecos de su relato inicial. El Sr. Sheridan había navegado a los cuatro vientos. La casa era su último refugio, el simulacro naval que lo ayudaba a vivir con sus recuerdos.

Algo me hacía desconfiar de esta versión. No podía otorgarle un carácter romántico y apasionado a la desmesurada complexión del Sr. Sheridan. Más bien lo imaginaba bajo el disfraz del caprichoso artífice descrito por Cecilia.

–¿Otra copita?

–Sí, por favor –y Ambrosio me llenó el vaso de tequila para culminar la cena y la conversación de ese día. Sus palabras carecían de convicción. Ambrosio se refería a la casa en el tono neutro de quien lee una receta.

Al día siguiente se presentó en mi habitación. En la mano tenía un paquete atado con mecates. Atrás estaba su esposa.

–Ha sido un placer conocerlo. Nos vamos de la casa.

–Pero, ¿y yo? –de inmediato me arrepentí de una reacción tan egoísta.

–No se preocupe, en la cocina encontrará todo lo que necesite. Pronto alguien se hará cargo de la casa.

La mujer de Ambrosio estaba llorando, aquello era un despido.

Estreché la mano oscura y nuevamente vi sus anillos dorados.

La pérdida de Ambrosio sólo me importó porque ahora tendría que prescindir de las partidas de póquer. De cualquier forma, no tardé en encontrar una nueva actividad. Después de inventar alguna historia, me dirigía a la cocina. La alacena era un enorme almacén. Pasaba horas enteras leyendo las etiquetas de las latas. La primera que abrí fue de atún. Confeccioné unos rollizos sándwiches que acompañé con un termo de café.

En la noche me esmeré en preparar un guiso medianamente complejo (lomo con ciruelas y coliflores capeadas). Pero Cecilia no apareció. Durante una semana no supe de ella. Temí que también hubiera sido despedida. No me atreví a preguntarle al Sr. Sheridan. Mis historias decaían, mis paseos por la huerta se hicieron más escasos.

Sólo la alacena me reconfortaba. Abría enormes latas de chiles, descubría nuevas marcas de alimentos. La despensa era tan grande que parecía que los productos se daban ahí como los frutos en la huerta.

Pasé la mayor parte de las tardes en la alacena hasta que descubrí una caja de tabaco oscuro. Era igual a las que me proporcionaba Ambrosio cuando “iba a la ciudad”. Seguí buscando entre los estantes, derribé latas y cajas, la leche en polvo se desparramó en el piso. Abrí un enorme paquete. Un frío me recorrió la espalda. Adentro había decenas de desodorantes de lavanda, un martillo, clavos y tiras de cuero. Me aterró la idea de que Ambrosio no hubiera salido de la casa desde mi llegada. Sus viajes a la ciudad eran simples idas a ese almacén perfectamente surtido. Me senté en una lata, contemplando el tiradero: era como asistir a una representación gráfica de mi voz.

La siguiente historia que le conté al Sr. Sheridan fue un mero tartamudeo. Al despedirme creí advertir un temblor en las comisuras de su boca.

Esa tarde decidí buscar a Cecilia. Tomé uno de los corredores. Sentía una tensión que me recordaba mi vida en la ciudad, las paredes se sucedían unas a otras como los rostros de una alienada multitud.

Debí caminar varias horas antes de llegar a la esquina decisiva. Al dar la vuelta me encontré con un destello azul que venía del fondo del pasillo. Era una flor en una botellita de cristal. No sé nada de botánica pero aquellos pétalos de un matizado azul prusia me revelaban la flor más valiosa, la única que tenía el color del nombre de Cecilia.

Me sentí feliz de saber algo de ella. Regresé a mi cuarto tratando de memorizar el camino casi abstracto entre ambos puntos.

La proximidad de una nueva cacería de flores azules (tenían que ser varias) me ayudó a pasar la mañana que siguió al primer hallazgo. En la tarde logré regresar al sitio donde descubrí la flor. Nuevamente me encontré con los pétalos azules. Los recogí con el gusto de quien recibe una carta de un país lejano.

Deambulé por los corredores en busca de otra señal de Cecilia. No sé si pasaron horas o minutos hasta que la encontré al pie de la escalera: ahí estaba la segunda flor de ese día.

Subí y descendí innumerables peldaños, caminé y regresé sobre mis pasos incontables veces, fatigué la construcción en todos sus flancos, pero fue en vano. La tercera flor no apareció. El número tres tiene un carácter concluyente, la próxima flor me llevaría a Cecilia. No podía imaginar lo que vendría después; mi teclado de suposiciones no registraba la siguiente escala. Cecilia era tan frágil, tan dueña de la distancia que nos separaba, que el acercamiento me hacía pensar en un asalto, como si fuera a tropezar con un valioso objeto de cristal.

Mi mente se pobló de destellos azules. ¡Cuántas veces no creí ver la tercera flor en un rincón de los pasillos; cuántas no la transmuté por una burda margarita que crecía en la huerta!

Cada tarde repetía el recorrido por los dos puntos donde Cecilia florecía. Recogía los pétalos quebradizos y me lanzaba en pos del tercer destello. La manera en que lo encontré se debió más que nada a la confusión y a la fatiga.

Sin darme cuenta subí la escalera que conducía a la biblioteca. Era la primera vez que lo hacía a esa hora. Sin embargo, el Sr. Sheridan me esperaba.

Me dejé caer en uno de los equipales. Mis ropas estaban sudadas. Un olor agrio subió a mi nariz.

–Me da gusto verlo. Tenía deseos de contarle mi historia –el Sr. Sheridan hablaba en el poderoso tono que le escuché en nuestra primera entrevista.

¿Qué me podía contar el Sr. Sheridan? Yo estaba rendido, estropeado después de tantos días de perseguir las esquivas señales de Cecilia. Las palabras se desplomaban sobre mí. El Sr. Sheridan, más que contar, imponía su historia. Había reservado ese tono contundente para mostrar quién era. De pronto sentí una imperiosa necesidad de resistirme al asalto de palabras. No quería recorrer los oscuros corredores de la mente que diseñó la casa. En realidad, mi potente relator no revelaba nada. Las explicaciones eran más confusas que los enigmas. Al menos eso creí al principio, pero poco a poco empecé a comprender la lógica peculiar que animaba sus palabras. Por un instante sentí el orgullo de enfrentarme a un discurso superior, a una inteligencia que me rebasaba en tal forma que en un principio parecía desarticulada. Las piezas comenzaron a encajar: atisbé ciertos rincones, un par de espacios definidos en la vertiginosa estructura que me envolvía.

En realidad, era más difícil orientarse en las palabras del Sr. Sheridan que en su casa. A fin de cuentas la complicada arquitectura no era más que una prueba de su inteligencia en reposo; ahora los signos se movían.

Nunca había puesto en duda que él fuera el señor de la pequeña comunidad que habitábamos, ¡pero no sabía hasta qué punto lo era! Hablaba de Cecilia, de Ambrosio y de mí como de personajes que manipulaba con desdén. Se refirió a mí como a un torpe cocinero. Quizá me asignó este papel justamente para disfrutar de mi torpeza. Pero ninguna de mis actividades fue tan ridícula como la de narrador. Mis historias eran meros balbuceos frente a ese discurso en el que todos estábamos escritos.

Mientras más entendía más conciencia cobraba de mi insignificancia, simple filamento de una ordenación intolerable.

El Sr. Sheridan siguió hablando, sus ojos tenían un brillo metálico. ¿Hacia dónde podía conducir su revelación? Tuve miedo de llegar al final de la trama, a la desembocadura de esos signos acaso inteligibles. Nada podía ser tan abominable como el entendimiento: tal vez acabaría aceptando el mundo prodigioso y distorsionado en el que había caído. Una mórbida curiosidad me impulsaba a escuchar hasta el final.

Entonces apareció Cecilia. Se quedó bajo el quicio de la puerta. Sus ojos grises tenían una urgencia extraña: me pedían que huyera. La seguridad del gesto me convenció de que sólo yo estaba involucrado. Ella no escaparía. De golpe me di cuenta de mi ingenuidad al pensar que Cecilia estaba de mi parte. Yo era su instrumento. Ella decidió que entrara a la casa y ahora me urgía a partir. Las razones que tenía para traicionarme en tal forma me parecieron tan misteriosas como la otra estrategia, la telaraña del Sr. Sheridan que buscaba retenerme. Ya sólo el miedo me podía poner al servicio de Cecilia.

Sobre la mesa de centro había un afilado objeto de metal. Mis ojos se cruzaron con los de Cecilia.

El cráneo del Sr. Sheridan lucía enorme y rosado. Cecilia abrió la mano, mostrando una confusión de pétalos azules. Fue lo último que vi antes de lanzarme sobre la mesa. Quisiera ahorrar los pormenores de mi infamia. Baste saber que mi acto fue lo suficientemente miserable para devolverme a la limitada libertad de los hombres.

 

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