José Emilio Pacheco
Yo estaba nada más de paso en Cuba, como representante que soy, o era, de
la Ferroquina Cunningham, y aquella tarde en casa del senador junto al río Almendares
tomábamos el fresco después de almorzar, acababa de armarme un pedido inmenso, él
tiene la concesión de todas las boticas en La Habana, es amigo íntimo del presidente
Gómez, socios en el ferrocarril de Júcaro y el periódico El Triunfo, cuando
llegaron a avisarle, Dios mío:
en Oriente se habían sublevado los negros de los ingenios
azucareros, iban a echar al agua a todos los blancos, a cortarles el cuello, a destriparlos,
qué horror; y dije con un miedo terrible: ahora mismo me voy; el senador insultó
a los negros, ya son libres, qué más quieren, no se conforman con nada, además escogen
para rebelarse precisamente hoy, décimo aniversario de la República; intentó tranquilizarme,
me aseguró que el Tiburón, es decir el presidente Gómez, los someterá en veinticuatro
horas y si él falla tropas norteamericanas desembarcarán para proteger vidas y haciendas;
pero no me convenció, no soy hombre de guerra, y en
un taxi corrí al hotel, hice mis maletas, hablé por teléfono a la agencia naviera;
el único que zarpa ahora va para México; acabo de llegar de México pero, bueno,
no importa, la cuestión es largarse de aquí, doy lo que sea; ¿sale a las seis, puedo
pagar a bordo, me aceptan un cheque?
en el muelle otros negros cantaban, cargaban barriles,
costales, cajas de azúcar –¿Sabrían lo que pasaba en Oriente? ¿iban a rebelarse
también?– hasta que al fin trajeron mi equipaje, subí a una lancha y más tarde por
la escala colgante al gran barco;
ya se imaginarán el gusto que me dio entrar en mi cabina
del Curruca, no hay como estos vapores de la Compañía Trasatlántica Española;
sentí mucho no haberme despedido de todas las personas
que fueron tan amables conmigo; menos mal que organizado como soy terminé el día
anterior mis asuntos; apenas lo abran iré al despacho telegráfico, pondré un mensaje
inalámbrico a mister Cunningham para explicarle mi salida de La Habana aunque, claro,
él ya sabrá todo, en Nueva York se interesan mucho por Cuba;
el camarote me asfixiaba, subí a cubierta, sonó la sirena,
levaron el ancla, brillaron La Cabaña y El Morro, todo parecía tan en calma, quién
iba a decir que al otro extremo de la isla los negros mataban, saqueaban, violaban;
las torres de Catedral se alejaron, las casas del Malecón
también, el Vedado se vio color de rosa con sus palmeras jardines balnearios que
lentamente disminuyeron, se transformaron en un dibujo chino sobre un grano de arroz,
hasta que nos trazó la curva del mar;
y en el Churruca la gente estaba triste, sólo Dios sabe
qué va a ocurrir en Oriente, la orquesta concluía esa habanera tan melancólica,
La Paloma, la predilecta de Maximiliano y Carlota, según mi madre; pobrecitos, sobre
todo ella, muerta en vida, esperando, sin darse cuenta de que han pasado los años;
como no hallé ningún conocido volví al camarote; mientras
llegaba la hora de cenar fumé un H. Upmann y terminé de leer La isla de los pingüinos,
maravillosa novela, qué gran escritor es Anatole France; cerré el libro, estaba
a punto de quedarme dormido, vinieron a cobrarme el pasaje;
¿cuándo llegamos a Veracruz? en menos de tres días si
hay buen tiempo, me contestaron; pero el mar estaba picado y por la noche, mirando
hacia abajo desde el ventanal del comedor, las olas se veían terribles al estrellarse
contra el barco;
no me gustó, pues si le tengo miedo a una sublevación
aun más pavor me dan los naufragios, grave inconveniente en mi trabajo que consiste
en ir de un lado a otro por Sudamérica, y en qué lo voy a hacer si no en barco,
aunque estos de la Trasatlántica Española son muy seguros y dan muy buen servicio;
lo mismo opinaba el matrimonio que me tocó a la mesa,
noruegos, agradables aunque no demasiado conversadores; tampoco yo tenía muchos
temas y como no sé francés y ellos hablaban poco inglés y casi nada de español apenas
pude mencionar Casa de muñecas y otras piezas de Ibsen y preguntarles si
Cristianía era un sitio tan gélido como San Petersburgo, del que algo sé porque
Dav, mi vecino de piso en la calle 55, nació en Rusia;
hubiera preferido otra mesa con gente de mi idioma o
norteamericanos, para mí es igual porque vivo en Manhattan desde niño, pero llegué
el último y no debo quejarme: en esas condiciones fue un milagro encontrar pasaje;
por los nervios cené mucho, no acepté jugar whist con
los noruegos, me acosté, no dormí, el Churruca daba unos sacudones terribles, hasta
el último milímetro crujía; me asomé por la claraboya, no vi nada, sólo escuchaba
el golpe de las olas, el chasquido como un sollozo, qué extraño, qué ganas de hablar
con alguien pero me da flojera vestirme y subir al salón en donde aún habrá gente
bailando;
tampoco puedo leer con este zangoloteo ¿por qué no inventarán
barcos que no se muevan tanto como el Churruca?; y si nos pasara algo, con todo
y telegrafía sin hilos, ¿quién va a auxiliarnos a mitad del Golfo de México?
qué cosas tiene el mar, está loco, una noche en el infierno
y al amanecer como un plato, tranquilo tranquilo, ni un ricito en la superficie,
qué se hicieron los olones nocturnos; y el capitán echa las máquinas a todo vapor
para seguir en este océano de aceite, sin embargo vamos como pulga en alquitrán
aunque el Churruca, claro está, no es de vela, qué extraño;
lo bueno es que ya vi a la españolita, los viejos deben
ser sus padres, lindísima, cómo hacerme el encontradizo; mejor esperar a que se
rompa el hielo y se establezca la camaradería que se da siempre en los barcos, si
bien al bajar a tierra, plaf, se acabó y haz de cuenta que no nos hemos visto; qué
extraño, o no tanto, la cordialidad y las ganas de pasarla bien son naturales porque
en un viaje nadie sabe si llegará con vida;
magnífico, ese que habla con ellos es el encargado del
Casino Español en México, lo conocí la otra vez, me acerco, qué gusto verlo, encantado
señor, beso su mano señora, a sus pies señorita; y por la tarde
ya estamos en las sillas de extensión conversando, qué
encanto de niña, con los padres al lado, eso sí; menos mal que tuve la precaución
de quitarme el anillo; si Cathy me viera cuando no estoy con ella; bueno, debe suponer
que en los viajes me doy mis escapadas, los yanquis también son iguales, aunque
tengan cuatro hijos como yo y otro en camino;
pobre Cathy, sola casi todo el año, cuando menos su
madre está en Brooklyn, ya no vive en Buffalo, nunca me he llevado bien con mi suegra
aunque adora a los niños;
primera vez que Isabel viene a América, puedo hablarle
de la isla de Manhattan, los rascacielos, las cataratas del Niágara, el camino de
fierro de Veracruz a la capital; su padre dirigirá una fábrica de tejidos en Puebla,
no tiene miedo de la revolución, cree que habrá paz en México pero está preocupado
por Cuba;
qué delicia Isabel, nació en Túnez, qué extraño, pensé
que sería madrileña o andaluza; no, sus padres son catalanes; el mar reverberante,
qué calor; me sonríe; no estoy bien vestido, pasan hombres con bombines, cachuchas,
pecheras albeantes;
Maple Leaf Rag toca la orquesta;
cómo suena el catalán le pregunto; su cara es la juventud
la perfección y toda la belleza del mundo, fragancia de agua de colonia, el aire
empuja el cabello hasta su boca, me enseña algunas palabras: oratge, tempestad;
comiat, despedida; mati, mañana, nit, noche; ¿cómo se dice esta noche hay baile?;
qué desesperación cenar con los noruegos, Isabel y yo
nos lanzamos miradas, no hay sitio a su mesa; hasta que al fin Isabel en mis brazos,
los padres sólo nos dejan bailar valses, no tangos; me alegra porque no sé bailarlos;
segunda noche, nit, de no dormir; pienso en ella que
seguramente estará pensando en el novio que dejó en Barcelona; es idiota sentir
celos, cómo exigirle fidelidad a quien nunca pensó en conocerme; cuidado, no me
vaya a enamorar de esta niña; qué diablos, siempre me pasa lo mismo, en vez de disfrutar
del presente ya me entristece la nostalgia que por este ahora que no volverá he
de sentir mañana;
nos despediremos; ella se irá a Puebla; me quedaré en
Veracruz esperando el barco para Venezuela; no volveremos a vernos nunca; o si nos
encontramos seremos otra vez desconocidos, qué triste; pero estamos nuevamente en
cubierta, el sol resplandece sobre el mar en perpetua calma, pasan a lo lejos otros
vapores, llegamos a la popa, los padres vigilan sentados en el puente con el español
del Casino;
estás cerca de mí, Isabel; tienes dieciocho años; mira,
estoy perdiendo el cabello, tengo ya arrugas, canas; siento que me ha pasado todo;
en cambio tú apenas abres los ojos, tu vida aún por delante; quisiera tomarle la
mano, abrazarla, besarla, no sé; le digo: mira, y sonríe, arrojan el pan que sobró
de ayer, las gaviotas se precipitan a devorarlo, luchan por mendrugos mojados; ¿siempre
van tras el barco? Sí cuando hay tierra cerca y también tiburones lo siguen; pero
si no tiran carne; cuando muere algún animal o se enferma; traen bueyes, cerdos,
carneros, gallinas; ¿ah sí? no sabía; los traen vivos, los matan allá abajo, ¿de
dónde crees que sale la carne que comes? ¿no quieres ver las calderas?;
nunca voy a olvidar este día; como Fausto decirle al
instante; detente, detente; no quiero volver a la calle 55, el subway, los domingos
en Brooklyn, los juegos de los niños en Park Slope, los pleitos con los primos,
el stew, el pay de manzana, la ferroquina, el talco, el jabón de afeitar, las píldoras,
los almanaques rosados de Cunningham que anuncian eclipses y fases de la luna, mejores
días para sembrar y cortarse el pelo y las uñas, las cuentas, los cobros, las muestras,
los fletes, los viáticos, el papeleo, mister Cunningham; no quiero volver; quiero
pasar la eternidad contigo, Isabel, la eternidad contigo, ¿me escuchas?;
qué pronto qué pronto ha llegado la noche, la última
en el barco; antes de que oscurezca le señalo una cumbre nevada; mira, es el Citlaltépetl,
el Pico de Orizaba, la montaña más alta de México, llegaremos a Veracruz en el alba;
fiesta de despedida baile de nuevo, el último baile; ven Isabel, déjame abrazarte,
sentirte en mis brazos; bailamos el vals Sobre las olas, no tiene mucho repertorio
la orquesta, ahora toca otra vez La Paloma, mi madre la cantaba en mi cuna;
ya casi no queda nadie en el salón; Isabel no te vayas;
sus padres la llaman, quieren estar frescos para desembarcar; oficial ¿a qué hora
fondeamos? A las seis si Dios quiere, señor; don Baltazar me tiende la mano: fue
un placer conocerlo, don Luis; el gusto fue mío; no no Isabel, nos despediremos
mañana en el muelle; no, qué va, sus ojos no se humedecieron, fue una alucinación;
lloré, ahora siento la sal, qué vergüenza;
no dormiré, beberé; camarero, otra más; que esto pase
a mi edad es el colmo; estoy ebrio ¿cuánto vino, cuánto whisky he bebido?; pero
hace calor, tengo sueño, ya se verán las luces de Veracruz, aún no, sólo el faro,
los faros, las islas; me cambiaré de ropa, me acostaré, la delicia de hundirse en
la cama; ven ven conmigo Isabel; dormiré, lentamente me duermo, estoy dormido, sueño
algo que no podré recordar, ya no sueño, despierto, bruscamente despierto, quién
llama, voy: Isabel, no es posible, oigo gritos carreras, lamentos: ¿qué pasa? ¿por
qué viene sola Isabel?
abro la puerta, me dice: no sabes no sabes, es horrible;
¿qué pasa?; y ahora ella pregunta: ¿cuándo salimos de La Habana? El 20 de mayo de
1912, respondo; ¿y sabes qué día es hoy? 23, 24, no sé;
no no es, me contesta llorando: es el 30 de junio de
1992, algo pasó, tardamos en llegar ochenta años, no puedes imaginarte todo lo que
ha ocurrido en el mundo, no lo podrás creer nunca; asómate, dime si reconoces algo,
hasta la gente es por completo distinta; no nos dejan bajar, están enloquecidos,
dicen que es un barco fantasma: el Churruca de la Compañía Trasatlántica Española
desapareció al salir de La Habana en 1912; tú y yo y todos los que viajamos en él
sabemos que no es cierto, el barco no se hundió, estamos vivos, tenemos la edad
que teníamos hace ochenta años al zarpar de La Habana; pero cuando bajemos ¿qué
ocurrirá?; Dios mío ¿cómo pudo pasar lo que nos pasó, cómo vamos a vivir en el mundo
que ya es otro mundo?
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