domingo, 29 de octubre de 2023

El cuento del zurdo de Tula y la pulga de acero

Nikolái Leskov

 

I

Terminado el Consejo de Viena, al emperador Alejandro Pavlovich le acometió el deseo de recorrer Europa y ver las maravillas que había en los diferentes Estados. Estuvo en todos los países y, dondequiera que se hallara, llevado de su natural afabilidad, mantenía conversaciones amistosísimas con gente de toda calaña. Los naturales trataban siempre de asombrarlo, deseosos de ganarse su favor, pero lo acompañaba el cosaco del Don Platov, a quien hacían poca gracia aquellas cosas y trataba de convencer al soberano de volver a casa, pues lo dominaba la nostalgia de su hacienda.

En cuanto Platov se apercibía de que el zar se interesaba mucho por algo extranjero, aunque todo el séquito callase, no reparaba en nada y, con unas u otras razones, distraía su atención asegurándole que en Rusia tenían cosas que no eran peores.

Los ingleses, conocedores de estas circunstancias, idearon toda suerte de ardides con motivo de la visita del zar para cautivarlo con sus originalidades y apartarlo de los rusos, lo que lograban en muchos casos y sobre todo en las grandes fiestas, ya que Platov no podía expresarse bien en francés. Debo decirles que el hecho de no conocer el francés no preocupaba gran cosa al buen atamán, pues el hombre era casado y pensaba que las conversaciones en francés eran necedades que no merecían atención. Y cuando los ingleses empezaron a llevar al soberano a sus talleres, armerías y fábricas de jabón, para hacerle ver que tenían ventajas sobre nosotros en todas las cosas, y así presumir, Platov se dijo:

–¡Sanseacabó! Hasta ahora he aguantado, pero ya está bien. Sepa o no sepa hablar, no dejaré que se rían de mi gente.

Apenas terminada de tomar esta determinación, el zar le dice:

–Bueno, Platov, mañana iremos a visitar uno de los museos de armas que tienen aquí. Hay en él, dicen, tales maravillas, que en cuanto las veas te convencerás de que nosotros, los rusos, con nuestra importancia, no valemos para nada.

Platov no respondió ni pío a su soberano, escondió su nariz de alcachofa en la peluda burka, y en cuanto llegó a la casa ordenó a su asistente que le trajera de la bodega una botella de vodka del Cáucaso, de esa que llaman kislarka, se echó entre pecho y espalda un vaso capaz de tumbar a un toro, rezó sus oraciones ante el icono de viaje, se tapó con la burka y armó tal concierto con sus ronquidos, que ningún inglés pudo dormir aquella noche en la casa.

El atamán pensaba que la almohada sería buena consejera.

 

II

Al día siguiente, el zar y Platov fueron de visita a un Palacio de Curiosidades. El soberano no llevó con él a ningún otro ruso, pues el carruaje del que disponía era de dos asientos.

Llegaron a un edificio alto como una montaña. El portal era una verdadera maravilla, los corredores eran más largos que un día sin pan, y las habitaciones a cual más bonita. Por fin entraron en la sala principal, donde vieron varios bustos muy grandotes y en el centro, bajo un baldaquino, el Apolo de “bebeleche”.

El zar miraba de cuando en cuando a Platov, para ver si se asombraba y qué atraía su atención. Pero el buen atamán lo seguía con los ojos bajos, como si estuviera ciego, atusándose los bigotes.

Los ingleses empezaron enseguida a enseñarles mil cosas raras y a explicarles lo que habían inventado para la guerra: barcómetros marinos, capotes gamelludos para la infantería, impermeables embreados para la caballería. El zar se entusiasmaba por todo, y todo le parecía muy bien, pero Platov se mantenía en sus trece, diciendo que todo aquello no era cosa del otro mundo.

El zar le dice:

–¿Cómo puedes ser tan insensible? ¿Acaso no te asombra nada de lo que ves aquí?

Y Platov le responde:

–Lo único que me asombra es que mis bravos del Don combatieran sin todo eso y pusieran en fuga a toda aquella peste que hablaba en doce lenguas.

El zar le dice:

–Tú estás mal de la cabeza, amigo.

Platov replica:

–No sé a qué vienen esas palabras, pero no me atrevo a discutir y debo guardar silencio.

Los ingleses, al notar este pequeño altercado, llevaron al zar hasta la estatua del Apolo de “bebeleche” y tomaron de una de las manos de éste el fusil de Mortimer y de la otra, una pistola.

–Fíjese –le dicen– cual es nuestra producción –y le tienden el fusil.

El zar examinó sin gran entusiasmo el fusil de Mortimer, pues en Tsarkoe Selo tenía varios como aquél.

Entonces, los ingleses ponen en sus manos la pistola y le dicen:

–Esta pistola es de una maestría sin par, inimitable. Uno de nuestros almirantes se la arrancó del cinto a un capitán pirata en Candelabria.

El zar miró la pistola y no podía apartar de ella sus ojos.

De su boca salían en rosario las exclamaciones:

–¡Oh, oh, oh! ¡Qué maravilla…! ¡Cómo… cómo habrán podido hacer eso con tanta finura! –y volviéndose hacia Platov le dijo en ruso–: Mira, si yo tuviera en Rusia un solo maestro armero como el que hizo esta pistola, me sentiría feliz y orgulloso, y a ese maestro lo haría noble sin más ceremonias.

Al oír tales razones, Platov hundió su mano derecha en sus anchurosas bombachas y sacó de allí un desarmador.

Los ingleses dicen:

–Esta pistola no se puede desmontar.

Pero el buenazo del atamán no les hizo caso y continuó hurga que te hurga. Dio una vuelta, dio otra… y sacó el cerrojo. Platov mostró el perrillo al zar, que vio allí una inscripción en ruso: “Iván Moskvin, ciudad de Tula”.

Los ingleses, asombrados, se daban codazos:

–¡Oh, Dios mío, cómo hemos metido la pata!

Y el zar dijo tristemente a Platov:

–Para qué los has puesto en ridículo. Me dan mucha pena. ¡Vámonos!

Tomaron asiento en su carruaje de dos plazas y se marcharon. Aquel mismo día, el soberano asistió a un baile, y Platov, después de secar un vaso de vodka mayor que el de la víspera, se acostó.

Estaba alegre por haber dejado en mal lugar a los ingleses y en buen lugar al maestro de Tula. Pero al mismo tiempo sentía rabia: “¿Por qué el zar se había compadecido en tal ocasión de los ingleses?”

“¿Por qué se habrá amargado el zar? –pensaba Platov–. No acierto a comprenderlo.” Y, rumiando estos pensamientos, se levantó unas dos veces para santiguarse y remojar el gaznate con vodka, hasta que, borracho como una cuba, se rindió al fuerte sueño cosaco.

Los ingleses tampoco dormían, pues también tenían con qué calentarse la cabeza. Mientras el zar se divertía en el baile, le preparaban tal sorpresa que hasta Platov habría de quedar con la boca abierta.

 

III

A la mañana siguiente, cuando Platov se presentó al zar para darle los buenos días, Alejandro Pavlovich le dijo:

–Dispón que enganchen ahora mismo el carruaje de dos plazas; iremos a visitar nuevos palacios.

Platov se atrevió a insinuar que ya habían visto bastantes productos ultramarinos y que sería mejor prepararse para volver a casa, a Rusia; pero el zar le dijo:

–No, deseo ver más cosas nuevas: me han alabado su azúcar de primera calidad.

Partieron.

Los ingleses mostraban y mostraban al zar diferentes clases de azúcar, y Platov, que los miraba muy atento, dijo de pronto:

–Muéstrennos sus fábricas de azúcar molvo.

Lo ingleses no sabían lo que era molvo. Cuchicheaban, se hacían guiños, se decían unos a otros: Molvo, molvo, pero no podían comprender que era una clase de azúcar que se hacía en Rusia, y se vieron obligados a confesar que no tenían molvo.

Platov dice:

–Vaya, entonces no se alaben. Vengan a visitarnos y nosotros los hartaremos de té con verdadero molvo de la fábrica de Bobrinski.

Entonces el zar tomó de la manga al atamán y le dijo en voz baja:

–Haz el favor de no echar a perder mi política.

Los ingleses invitaron entonces al zar a visitar su último Palacio de Curiosidades, donde habían reunido minerales, enfusorios de todos los rincones del mundo. Había allí desde la más grande de las perámides egipcias, hasta una pulga pellejera que no se podía distinguir a simple vista, si bien sus picaduras, entre la piel y la carne, eran bastante sensibles.

El zar fue a visitar el Palacio.

Examinaron las perámides y toda clase de monstruos, y estaban ya para salir de allí. Platov pensaba: “Gracias a Dios, todo ha terminado felizmente. El zar no se ha asombrado de nada”.

Pero cuando llegaron a la última sala, encontraron en ella a unos obreros, vestidos con chaquetones–bestones y mandiles, que sostenían una bandeja en la que no había nada.

Al zar le extrañó sobremanera que le presentaran una bandeja vacía:

–¿Qué significa esto? –preguntó.

Los maestros ingleses le respondieron:

–Es nuestro modesto ofrecimiento a vuestra majestad.

–¿Qué ofrecimiento es éste?

–¿No tiene usted a bien ver un granito de polvo? –le dijeron.

El zar aguzó la vista y, en efecto: en la bandeja de plata había un granito de polvo de lo más diminuto.

Los obreros le dicen:

–Tenga a bien ensalivarse el dedo y póngalo en la palma de la mano.

–¿Qué falta puede hacerme esto?

–No es un grano de polvo –le dijeron– es un enfusorio.

–¿Vivo?

–No –le dicen–, no está vivo. Es de puro acero inglés. Lo hemos forjado en forma de pulga, y en el interior lleva una cuerda y un muelle. Tenga a bien dar la vuelta a la llavecita: comenzará inmediatamente a bailar un dancé.

El zar, picado de curiosidad, pregunta:

–¿Dónde está la llavecita?

Los ingleses le dicen:

–Aquí está, ante vuestros ojos.

–¿Por qué no la veo? –pregunta el soberano.

–Porque hay que utilizar un mecroscopio.

Trajeron un mecroscopio y el gran zar vio que en la bandeja, junto a la pulga, había efectivamente una llavecita.

–Tenga a bien coger en la palma la pulguita; en la barriguita tiene un agujerito, meta en él la llave, déle siete vueltas y comenzará el dancé

El zar se vio apurado para coger la llavecita entre el pulgar y el índice de la mano derecha, y más apurado aún para que no se le escapara. Tomó la pulga en la otra mano y, en cuanto colocó la llavecita, se dio cuenta de que el enfusorio empezaba a mover los bigotes y, después, las patitas, hasta que, finalmente, saltó de pronto, y, en un vuelo, ejecutó el dancé y dos veraciones a un lado y una a otro, de manera que danzó toda la cadrilla en tres veraciones.

El zar dispuso que inmediatamente se entregara un millón a los ingleses en la moneda que desearan, bien fuera en piatachki de plata, bien en billetes pequeños.

Los ingleses pidieron que se les pagara en plata, pues no conocían los billetes; e, inmediatamente, hicieron otro de sus trucos: regalaron al zar la pulga, pero sin estuche; y sin estuche no se podían guardar ni la pulga ni la llavecita, pues se perderían, y las tirarían a la basura.

El estuche lo habían hecho de un diamante del tamaño de una nuez, con un hoyito en el centro. No dieron al zar el estuche porque, según ellos, pertenecía al Tesoro, y allí eran muy serios en cuanto a lo que pertenecía al Tesoro y, aunque era para un zar, no se lo podían ofrecer.

Platov se enfureció mucho, y dijo:

–¡Qué pillería es ésta! Hacen un regalo, reciben un millón por él, y aún les parece poco. Todas las cosas deben llevar su estuche.

Pero el zar lo frenó:

–Haz el favor de callarte, nadie te dio vela en este entierro. No me eches a perder mi política. Ellos tienen sus costumbres.

Y preguntó:

–¿Cuánto hay que pagar por esa nuez en que va la pulga?

Los ingleses pidieron cinco mil rublos más.

El zar Alejandro Pavlovich dispuso: “Pagar”, y él mismo metió la pulguita en la nuececita, y con la pulga, la llave; y, para no perder la nuez, la guardó en su tabaquera de oro, ordenando meter la tabaquera en su joyero de viaje, adornado con nácar y espinas de pescado. Luego, el zar despidió con mil honores a los maestros ingleses, y les dijo:

–Son los mejores maestros de todo el mundo, y mi gente no sirve ni para limpiarles los zapatos.

Quedaron muy contentos los ingleses, sin que Platov pudiera decir nada en contra de las palabras del zar. Sólo que el atamán cogió el mecroscopio y, sin decir nada, se lo metió en el bolsillo, pues “entre pulga y estuche –pensaba–, y dinero, ya nos han costado un ojo de la cara”.

El zar no supo nada de esto hasta que llegaron a Rusia, y de Inglaterra se marcharon pronto, porque al zar le entró melancolía a causa de los asuntos militares, y quiso confesarse con el pope Fedot, en Taganrog.

Pocas fueron las conversaciones placenteras que el zar y Platov mantuvieron por el camino, pues lo que el uno creía blanco, era negro para el otro: el zar decía que los ingleses no tenían igual en el arte. Platov afirmaba que a los nuestros les bastaba con ver cualquier cosa para poderla hacer, pero que no se les enseñaba como Dios manda. Y explicaba al zar que los maestros ingleses se atenían a otras reglas en su vida, ciencia y alimentación; que cada uno de ellos disfrutaba, en absoluto, de todas las circunstancias y, por eso, había en ellos un espíritu por completo diferente.

El zar se hacía el sordo a estas razones, y Platov, en vista de ello, dejó de argumentar. Así pues, viajaban en silencio.

Platov se apeaba en cada estación de postas y, de rabia, se tomaba un vasote de vodka, hacía boca con una rosquilla salada, y aplicaba la mecha a su pipa de cerezo en la que cabía una libra de tabaco de Zhukov y, después, callado como un muerto, se sentaba en el carruaje, al lado del zar.

Alejandro Pavlovich miraba por una ventanilla y Platov sacaba la pipa por la otra, echando más humo que una estufa. Así llegaron a Petersburgo, pero el zar no llevó a Platov consigo en su visita al pope Fedot.

–Tú –dijo al atamán– eres inmoderado en las conversaciones espirituales, y fumas tanto que el humo de tu pipa me ha dejado con hollín en toda la cabeza.

Platov, ofendido, se acostó en su casa en el sofá de los disgustos, y se pasaba en él las horas muertas, fumando tabaco de Zhukov sin darse punto de reposo.

 

IV

Alejandro Pavlovich guardó la asombrosa pulga de acero inglés pavonado en el joyero adornado de espinas hasta que, sintiéndose morir, la entregó al pope Fedot para que la pusiera en manos de la zarina, cuando la pena de ésta amenguara.

La emperatriz Elisaveta Alexeevna vio las veraciones de la pulga y se sonrió, pero no quiso divertirse con ella.

–Ahora que soy viuda –dijo–, ningún entretenimiento me seduce –y al regresar a Petersburgo entregó aquella maravilla y todas las demás joyas, como herencia, al nuevo emperador.

Al principio, el emperador Nicolás Pavlovich tampoco prestó la menor atención a la pulga, porque con motivo de su coronación tuvieron lugar ciertos disturbios, pero, más tarde, se puso en una ocasión a examinar el joyero que había heredado de su hermano y sacó de él la tabaquera, y de la tabaquera la nuez hecha de un brillante, en la que encontró la pulga de acero, a la que hacía mucho que no habían dado cuerda, y que por eso no bailaba. Estaba muy quietecita, como si estuviera aterida.

El zar no cabía en sí de asombro.

–¿Qué cosa es esto? ¿Por qué lo tenía mi hermano tan guardado?

Los cortesanos querían botar la pulga, pero el zar les dijo:

–No, esto debe tener su significado.

Llamaron de la farmacia que está frente al puente de Anichkin al químico que pesaba los venenos en la balanza más pequeña, y le mostraron la pulga. El químico la cogió, se la puso en la lengua y dijo:

–Siento un frío punzante, como el que produce un metal duro.

Después la apretó ligeramente entre los dientes y declaró:

–Como ustedes quieran, pero esto no es una pulga de verdad sino un enfusorio, y está hecho de metal, y esta obra no es nuestra, no es rusa.

El zar dispuso que se averiguara inmediatamente de dónde procedía la pulga, y cuál era su significado.

Los cortesanos se apresuraron a revisar los documentos y relaciones, pero en ninguno de ellos había escrito nada sobre la pulga. Mas, afortunadamente, el cosaco del Don, Platov, aún vivía y hasta continuaba tumbado en su sofá de los disgustos, fumando su pipa. En cuanto se enteró del revuelo existente en el palacio, se levantó del sofá, tiró la pipa y se presentó al zar, con todas sus condecoraciones colgadas del pecho. El zar le dijo:

–¿Qué es lo que quieres de mí, valeroso anciano?

Y Platov le respondió:

–Yo, majestad, nada quiero para mí, pues bebo y como lo que el cuerpo me pide, y de todo estoy contento –dijo–. Yo he venido a informarle sobre ese enfusorio que han encontrado. Fue –dijo– así y así, y ocurrió en mi presencia, en Inglaterra, y con la pulga hay una llavecita, yo tengo su mecroscopio, con el que se puede ver, y con esta llavecita se puede dar cuerda al enfusorio por la barriguita, y el enfusorio saltará en el espacio que se desee y hará unas veraciones a ambos lados.

Le dieron cuerda, y la pulga comenzó a saltar.

Platov dijo:

–Cierto es, majestad, que es un trabajo muy delicado e interesante, pero nosotros no debemos asombrarnos con todo el entusiasmo de nuestros sentimientos, sino que debemos hacer que la examinen los rusos de Tula o de Sesterberk (entonces Sestrorietsk se llamaba Sesterberk) para ver si los maestros de aquí pueden superar este trabajo, para que los ingleses no se jacten de estar por encima de los rusos.

El zar Nicolás Pavlovich tenía gran seguridad en su gente rusa, y no le gustaba ceder ante ningún extranjero, por lo que dijo a Platov:

–Bien hablas, valeroso anciano, y te encomiendo llevar a cabo esa prueba. De todas maneras, esa cajita no me hace falta ahora, pues tengo otros cuidados; tómala y no vuelvas a tumbarte en tu sofá de los disgustos: ve al Don apacible y entra en conversaciones amistosísimas con mis cosacos respecto a su vida, fidelidad, gustos y disgustos. Y cuando pases por Tula muestra a mis maestros de allí este enfusorio, y que ellos se calienten los sesos con él. Diles de mi parte que mi hermano se admiraba de esta cosa y que ponía por las nubes a las gentes extranjeras que la hicieron, pero que yo tengo confianza en los míos, que no son peores que nadie. Ellos darán oído a mis palabras y algo harán.

 

V

Platov tomó la pulga de acero y, al pasar por Tula, camino del Don, la mostró a los armeros, a quienes comunicó las palabras del zar, y preguntó luego:

–¿Qué piensan, cristiana gente?

Los armeros le respondieron:

–Nosotros, padrecito, agradecemos las generosas palabras de su majestad y nunca podremos olvidarlo por su confianza en nosotros, pero en esta ocasión no podemos decirte qué pensamos hacer, pues la nación inglesa tampoco es tonta, sino bastante astuta, y el arte en ella tiene un gran sentido. Contra ella hay que ponerse a trabajar, después de haberlo pensado bien, y con la bendición de Dios. Y si tú, como el zar, tienes confianza en nosotros, vuelve al Don apacible, déjanos aquí esta pulguita tal y como está, con el estuche y la tabaquera de oro del zar. Diviértete en el Don y que se te cicatricen las heridas que has sufrido defendiendo la patria, y cuando, de regreso, vuelvas a pasar por Tula, detente y mándanos buscar. Para entonces, si Dios quiere, ya tendremos pensado algo.

Platov no estaba del todo satisfecho de que los maestros de Tula pidieran tanto tiempo y, además, no dijeran claro qué es lo que esperaban hacer. El buen atamán los atacó por todos lados hablándoles con toda su astucia de cosaco del Don; pero los maestros de Tula no se dejaban poner un pie delante en cuanto a astucia se refiere, pues la idea que se les había ocurrido en cuanto vieron la pulga era tan atrevida, que no confiaban en ser creídos por Platov; por lo tanto, querían realizar su audaz invención y entregarla una vez terminada.

Dijeron al atamán:

–Nosotros mismos no sabemos qué vamos a hacer, pero confiamos en el Señor, y quizá no dejemos en mal lugar la palabra con que el zar nos ha honrado.

De este modo, Platov dio mil rodeos y los de Tula hicieron lo mismo. Platov dio mil y mil rodeos, pero al ver que no había forma de atrapar en negación a los de Tula, les entregó la tabaquera con el enfusorio, y les dijo:

–En fin, qué le vamos a hacer, sea como ustedes quieren; los conozco; sin embargo, ¡qué le vamos a hacer!, creo en ustedes, pero tengan cuidado de no cambiarme el brillante y de no estropear esa delicada obra inglesa; y no se duerman, pues yo viajo rápido: antes de dos semanas, saldré del Don apacible para Petersburgo; que para entonces tengan sin falta algo que mostrar al soberano.

Los armeros disiparon todas sus inquietudes:

–El fino trabajo inglés no lo estropearemos, no cambiaremos el brillante, y con dos semanas tenemos tiempo de sobra; cuando pases por aquí de vuelta, tendrás algo digno de ser presentado a su majestad soberana.

Sin embargo, no dijeron lo que sería ese algo digno.

 

VI

Platov se marchó de Tula, y los armeros, que eran tres, de los más expertos, y entre los que había un bizco zurdo, con un lunar en la mejilla y con los pelos de las sienes arrancados de cuando era aprendiz, se despidieron de sus camaradas y familiares y, sin decir a nadie ni palabra, tomaron sus saquitos, los llenaron de provisiones y desaparecieron de la ciudad.

Lo único que vio la gente es que no se dirigieron hacia las puertas del camino de Moscú, sino en sentido contrario, hacia Kiev, por lo que pensaron que iban a aquella ciudad a rezar ante los cuerpos impolutos de los santos milagrosos o a pedir consejo a alguno de los santos varones en vida, de los que Kiev siempre estaba lleno.

Pero esto, que se aproximaba bastante a la verdad, no era toda la verdad. Ni el tiempo ni la distancia permitían a los maestros de Tula perder tres semanas para ir a pie a Kiev y, además, tener tiempo luego para hacer el trabajo que habría de cubrir de vergüenza a la nación inglesa.

Más fácil les hubiera sido ir a rezar a Moscú, hasta donde no había más que “dos veces noventa verstas” y donde se contaban no pocos santos milagrosos. Y hacia otro lado, hasta Orel, también había “dos veces noventa verstas”, y desde Orel hasta Kiev sus buenas quinientas. Tal camino no se recorre pronto, y una vez recorrido, tarda uno en recobrarse de la fatiga: las piernas durante largo tiempo continúan tiesas como palos, y temblonas las manos.

Algunos se figuraban que los maestros habían cacareado demasiado ante Platov y que, después, al serenarse, se habían acobardado y ponían tierra de por medio, llevándose la tabaquera de oro del zar, el brillante y la pulga inglesa de acero en el estuche, que en tal aprieto los había metido.

Sin embargo, esta suposición era también infundada, inmerecida e indigna de aquellos artífices expertos en los que descansaban las esperanzas de la nación.

 

VII

Los de Tula, gente de cerebro y entendida en la metalurgia, son también famosos por ser los mejores conocedores de la religión. Su fama se extiende no sólo por la tierra patria; llega hasta el mismísimo Atos, el santo. Su maestría no queda limitada a cantar haciendo gorgoritos; también saben pintar el cuadro toque de ánimas, y cuando algunos de ellos se consagran por completo al servicio de Dios y se hacen frailes, pasan por ser los mejores economistas de los monasterios, y de ellos salen los limosneros más capaces. En el santo Atos saben que los de Tula son gente muy útil y que de no ser por ellos, bastantes oscuros rincones de Rusia no hubieran visto muchas reliquias santas del remoto Oriente, y Atos perdería muchos de los sustanciales donativos, producto de la generosidad y devoción rusas. Ahora los “tulenses de Atos, llevan su santidad por todo nuestro país y recogen con suma destreza donativos”, incluso allí donde ni los pájaros encuentran qué picotear. Los de Tula son gente rebosante de devoción y excelentes prácticos en esto. Por lo tanto, los tres armeros que habían adquirido el compromiso de apoyar a Platov, y con él a toda Rusia, no erraron tomando el camino hacia el Sur y no hacia Moscú. No iban, ni mucho menos, a Kiev; iban a Mtsensk, cabeza de partido de la provincia de Orel, donde se encontraba un antiguo icono de San Nicolás, labrado en piedra, y que había llegado allí, en los tiempos más remotos, navegando por el río Sush sobre una enorme cruz también de piedra. Este icono tiene un aspecto “temible y horroroso”. El santo de Mira está representado “de cuerpo entero”, todo engalanado con vestiduras de plata y oro, y tiene la cara casi negra. En una mano sostiene un templo y en la otra empuña una espada, atributo de la “victoria de la guerra”. En esta victoria se encerraba, precisamente, el secreto de todo: San Nicolás es, en general, el protector del comercio y del ejército: el “Nicolás de Mtsensk” lo es con celo especial, y a él fueron a rezarle los tres maestros de Tula. Oyeron una misa a los pies del icono; después, otra, junto a la cruz de piedra; finalmente, regresaron a casa de noche y, sin decir nada a nadie, pusieron manos a la obra, en medio de un terrible secreto. Se reunieron los tres en la casita del zurdo, cerraron las puertas, echaron los postigos de las ventanas, encendieron una lámpara ante la imagen de San Nicolás y comenzaron a trabajar.

Un día, dos, tres llevaban encerrados, sin salir a parte alguna, martillazo va, martillazo viene. Forjaban algo, pero qué forjaban, nadie lo sabía.

Todos sentían curiosidad, pero nadie podía enterarse de nada, pues los tres maestros no decían esta boca es mía y no asomaban ni la nariz. Iban a la casa toda suerte de gentes y aporreaban la puerta bajo mil pretextos, unos pidiendo fuego; otros, sal; pero los tres artífices no abrían por nada del mundo. “¿Qué comerán?” Nadie lo sabía. Probaron a asustarlos gritándoles que ardía una casa vecina, con la esperanza de que, alarmados, salieran corriendo a la calle y se descubriera lo que estaban forjando. Pero nada hacía mella en los astutos armeros; el zurdo fue el único que, asomándose una vez hasta los hombros, gritó:

–¡Ardan ustedes, que nosotros no tenemos tiempo! –y dichas estas palabras, escondió su cabeza desplumada, cerró de golpe el postigo y reanudaron su trabajo.

Y por las rendijas más pequeñas sólo se veía que en la casa estaba encendido el fuego, y se oía cómo unos martillitos ligeros golpeaban en sonoros yunques.

En una palabra, todo se hacía en tan terrible secreto, que nada se podía averiguar. Se prolongó aquello hasta que el cosaco Platov regresó del Don apacible para volver a palacio y en todo ese tiempo los maestros no se vieron ni hablaron con nadie.

 

VIII

Platov viajaba muy aprisa y con gran boato; iba en un carruaje abierto, en cuyo pescante se sentaron dos ordenanzas cosacos con látigos, a ambos lados del cochero, al que golpeaban sin compasión para que galopara. Y si alguno de los cosacos se dormía, Platov mismo le daba un puntapié desde el carruaje, y entonces volaban más bien que corrían. Estas medidas de estímulo producían tan buen efecto, que en ninguna posta se podía detener a los caballos, que siempre la dejaban cien saltos atrás antes de parar. Entonces los cosacos volvían a “estimular” al cochero y los caballos volvían a la puerta de la posta.

Así llegaron a Tula, donde también fueron a dar a unos diez saltos de la puerta de Moscú, pero, después uno de los cosacos sacudió de nuevo al cochero en sentido contrario y pararon junto a la gradería de la posta para enganchar caballos de refresco.

Platov no se apeó del carruaje y mandó a uno de los ordenanzas que trajera a su presencia a los armeros a quienes había dejado la pulga.

Corrió el ordenanza para hacerlos presentarse de prisa y traer al atamán aquella obra que debía dejar en pañales a los ingleses. Apenas este ordenanza se había alejado, Platov envió a otros en seguimiento, para que volvieran cuanto antes.

Cuando se quedó sin sus ordenanzas, se puso a enviar a los curiosos, y él mismo, impaciente, sacó los pies del carruaje y, deseoso de correr, rechinaba los dientes como un condenado, porque, para su impetuoso carácter, le parecía que tardaban mucho.

En aquellos tiempos exigían que todo se hiciera con gran puntualidad y rapidez, para que no se perdiera ni un minuto por el bien de Rusia.

 

IX

Los maestros tulenses, que hacían una obra sorprendente, estaban terminando su trabajo en aquel preciso instante. Los ordenanzas corrieron en su busca, echado los hígados por la boca, pero los curiosos no llegaron, pues tanto miedo les daba la vista de Platov que se metieron a sus casas de golpe y cada uno se escondió lo mejor que pudo.

Los ordenanzas, en cuanto alcanzaron la casa del zurdo, llamaron a los maestros a grito pelado y al ver que no les abrían se pusieron, sin más ceremonias, a arrancar las bisagras de los postigos; pero las bisagras eran tan fuertes que no cedieron ni un pelo. Entonces tiraron de las puertas, mas éstas estaban trancadas con una estaca de roble.

Cogieron los ordenanzas un tronco que había tirado en la calle y, como bomberos, alzaron con él el alero de la casita, y en un santiamén mandaron el tejado al diablo. Pero en cuanto hicieron esto se cayeron de espaldas, pues del cuartito donde sudaban a chorros los maestros se elevó una espiral tan perfumada, que era capaz de matar a cualquiera llegado del aire fresco.

Los enviados de Platov gritaron:

–¿Qué es lo que hacen, pillos, hijos de perra? ¿Cómo tienen la desvergüenza de corromper así el aire con su espiral? ¡Están dejados de la mano de Dios!

Los maestros respondieron:

–Ahora mismo clavaremos el último clavito, y en cuanto terminemos les haremos entrega del trabajo.

Entonces los ordenanzas les dijeron:

–Antes de eso él nos comerá vivos y no dejará de nosotros ni el recuerdo.

A lo cual los maestros contestaron:

–No le dará tiempo de tragárselos, pues mientras hablaban hemos clavado el último clavo. Corran y díganle que ahora, en seguidita, le llevamos el trabajo.

Volaron hacia Platov los ordenanzas, si bien llenos de recelo: creían que los maestros los engañaban. Y por eso corrían, corrían y no cesaban de voltear la cabeza. Pero los maestros los seguían, y a tan buen paso que ni siquiera tuvieron tiempo de arreglarse, como correspondía para ponerse delante de él, y por el camino se abrochaban los corchetes de sus casacones. Dos de ellos no llevaban nada en las manos, y el tercero, el zurdo, llevaba en una funda verde el joyero del zar con la pulga inglesa de acero.

 

X

Los ordenanzas llegaron frente a Platov y le dijeron:

–Aquí están.

Platov corrió hacia los maestros:

–¿Listo?

–Todo está listo –y le entregaron el joyero.

Los caballos ya estaban enganchados, el cochero y el lacayo ocupaban sus puestos. Los cosacos se sentaron en el pescante al lado del cochero y, levantando los látigos sobre la cabeza de este último, esperaban órdenes.

Platov quitó de un tirón la funda verde, abrió el joyero y sacó de entre unos algodones la tabaquera de oro, y de la tabaquera, la nuez hecha de un brillante. Entonces vio que la pulga inglesa estaba allí, tal y como era antes, y que no había nada más.

Platov dijo:

–¿Qué es esto? ¿Dónde está el trabajo con el que querían alegrar al soberano?

Los armeros respondieron:

–Ahí está también nuestro trabajo.

Platov preguntó:

–¿En qué consiste?

Pero los armeros contestan:

–Para qué explicarlo. A la vista está, tenga a bien verlo.

Platov, encogiendo los hombros, gritó con gesto fiero:

–¿Dónde está la llave de la pulga?

–Ahí mismo –le respondieron–. Donde está la pulga está la llave, en la misma nuez.

Platov quiso coger la llave, pero tenía los dedos encogidos y por mucho que se empeñó no pudo agarrar la pulga ni la llavecita que se metía en el agujerito de su panza. Entonces montó en cólera y puso verdes a los maestros con sus mejores juramentos cosacos.

–¡No han hecho nada, pícaros –gritó–, y encima estropearon la pulga. Les voy a arrancar la cabeza!

Pero los tulenses le respondieron:

–Mal hace en insultarnos. Por ser vuestra merced enviado del zar, estamos obligados a soportar todas sus injurias, pero ya que duda de nosotros y nos cree capaces hasta de denigrar el nombre del soberano, no le diremos ahora el secreto de nuestro trabajo. Tenga usía a bien presentarlo al zar, que él verá quiénes son sus gentes y si tiene motivo para avergonzarse de nosotros.

Pero Platov gritó:

–Mienten, sinvergüenzas, no crean que la cosa se va a quedar así. Uno de ustedes vendrá conmigo a Petersburgo, y allí le sonsacaré las artimañas que tengan.

Y dicho esto alargó el brazo y, con sus dedos encogidos, agarró al zurdo por el cuello de la casaca con tanta fuerza que saltaron los corchetes, y lo echó en el carruaje, dejándolo a sus pies.

–Estate ahí quietecito como un perro de janas hasta que lleguemos a Petersburgo –le dijo–. Tú me respondes por todos. Y ustedes –se dirigió a los ordenanzas– arreen. No se duerman, y que pasado mañana me encuentre ya en Petersburgo, en el palacio del zar.

Los maestros no se atrevieron más que a interceder por su camarada, diciéndole a Platov que como se lo llevaba sin dogumentos, no podría luego regresar. Pero Platov, por toda contestación, blandió ante sus narices un puño terrible, lleno de bultos y de cicatrices mal cerradas, y les dijo:

–¿Les gusta este dogumento?

Luego el atamán ordenó a los cosacos:

–¡Arreando, muchachos!

Los cosacos, los cocheros y los caballos emprendieron su trabajo a la vez, se llevaron al zurdo sin dogumentos y pasados dos días, como había mandado Platov, llegaron a palacio, a tal carrera que se pasaron de las columnas.

Platov se apeó y, prendiéndose todas sus condecoraciones fue a presentarse al zar, mandando a los ordenanzas cosacos que se quedaran a la entrada, y que no quitaran ojo al zurdo.

 

XI

A Platov le daba miedo presentarse al zar, pues Nicolás Pavlovich era muy observador y tenía una memoria de elefante: no olvidaba nada. Platov sabía que, sin falta, le iba a preguntar por la pulga. Y aunque en su vida no se había asustado ante ningún enemigo, esta vez se acobardó; entró a palacio con el joyero y, a hurtadillas, lo escondió tras la estufa de una de las salas. Hecho esto, Platov entró al despacho del zar y sin más preámbulos se puso a contarle de qué hablaban entre sí los cosacos del Don apacible. Pensaba entretener así al zar; si éste se acordaba y hacía mención de la pulga, le respondería entregándosela, pero si no preguntaba por ella, callaría y daría al ayuda de cámara la orden de esconder el joyero, y al zurdo de Tula lo metería en un calabozo de la fortaleza, sin plazo fijo, para que permaneciera allí hasta que fuera necesario.

Pero al zar Nicolás Pavlovich no se le olvidaba nada, y en cuanto Platov concluyó su relato acerca de las conversaciones de los cosacos, le preguntó:

–¿Han demostrado mis maestros de Tula que pueden hacer algo mejor que ese enfusorio inglés?

Platov respondió tal y como creía que la cosa era en realidad.

–El enfusorio, majestad, continúa igual que estaba, y yo lo he traído otra vez sin que los maestros de Tula hayan podido hacer nada digno de asombro.

El zar le respondió:

–Tú eres un viejo valeroso, pero eso que me dices no puede ser verdad.

Platov le aseguró que era como él decía, y le contó punto por punto todo lo ocurrido, y cuando dijo que los tulenses le habían pedido que mostrase la pulga al zar, Nicolás Pavlovich le dio una palmada en el hombro, y le dijo:

–Tráela. Yo sé que mi gente no puede engañarme. Seguramente habrán hecho algo extraordinario.

 

XII

Sacaron el joyero de detrás de la estufa, le quitaron la funda de paño verde, abrieron la tabaquera de plata y la nuez de brillante, y allí estaba la pulga, tal y como era.

El zar la miró y dijo:

–¿Qué demonios es esto?

Pero no perdió su fe en los maestros rusos; mandó llamar a su querida hija Alejandra Nikolaevna, y le ordenó:

–Tú tienes los dedos finos, coge la llavecita y dale cuerda al mecanismo que ese enfusorio tiene en la barriga.

La princesa dio unas vueltas a la llave y la pulga movió sus bigotitos, pero sus patitas no dieron señales de vida. Alejandra Nikolaevna dio toda la cuerda, pero el enfusorio, no obstante, no bailó el dancé ni dio ninguna veración a los lados, como antes hacía.

Platov se puso verde de ira y gritó:

–¡Ay, hijos de perra! Ahora comprendo por qué no me querían decir nada. Menos mal que he traído a uno de esos alcornoques.

Con estas palabras bajó corriendo al portal, agarró al zurdo por la pelambre y le dio tales tirones, que le arrancaba los cabellos a puñados.

El zurdo, cuando Platov se cansó de zarandearlo, se recobró y dijo:

–Cuando era aprendiz me arrancaron todos los pelos; no sé qué necesidad hay ahora de repetir eso en mi persona.

–Esto es –replicó Platov– porque yo tenía fe y saqué la cara por ustedes, y en pago han estropeado un objeto rarísimo.

El zurdo le respondió:

–Mucho nos satisface que haya sacado la cara por nosotros, y en cuanto a estropear, nada hemos estropeado. Mire la pulga con un mecroscopio de mayor fuerza.

Platov corrió al despacho del zar a decir lo del mecroscopio, amenazando antes al zurdo:

–Aún cobrarás, hijo de tu madre.

Y después de mandar a los ordenanzas que amarraran al zurdo codo con codo, voló escaleras arriba, resollando como un fuelle y barboteando: “Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores”, etc, como es debido. Y los cortesanos, que estaban plantados como estacas en los peldaños de las escaleras, le volvían la espalda y, como le tenían rabia por lo valiente que era, pensaban: “¡Vaya berenjenal en que se ha metido Platov; ahora mismito el zar lo pondrá de patitas en la calle!”

 

XIII

Apenas Platov comunicó al zar las palabras del zurdo, Nicolás Pavlovich exclamó alegremente:

–Ya sabía yo que mi gente rusa no me engañaba –y ordenó que le trajeran el mecroscopio en un cojín.

Se lo presentaron de inmediato, y el zar cogió la pulga y la colocó debajo de la lente, primero de espaldas, y después de costado y, finalmente, panza arriba; en una palabra, la examinó por todos los lados, pero no pudo ver nada. Sin embargo, el zar no perdió su fe, y únicamente dijo:

–Tráiganme en seguida a ese armero que está abajo.

Platov intervino:

–Habría que vestirlo, pues lo traje tal como lo pesqué y ahora ofrece muy mal aspecto.

Pero el zar lo atajó:

–Qué más da, tráiganlo tal y como esté.

Platov dijo al zurdo:

–Anda, ve tú mismo, hijo de Barrabás, responde ante el soberano.

Pero el zurdo le replicó:

–Bueno, ¿y qué? Iré y responderé.

Y subió tal y como estaba: con sus botazas, una pernera metida en la caña y la otra colgando, con su casacón hecho una lástima, sin corchetes, ya que los había perdido, con el cuello roto; pero él, ¡como si nada, más fresco que una lechuga!

“¿Y qué –pensaba–. Si el zar desea verme, debo ir; y si no tengo dogumentos no es mía la culpa, y he de decirle por qué ha ocurrido esto.”

En cuanto el zurdo enteró e hizo sus reverencias, el zar soltó la siguiente pregunta:

–¿Qué quiere decir esto, hermano, que hemos mirado así y asá, incluso con el mecroscopio, sin poder ver nada de particular?

El zurdo le respondió:

–¿No habrá mirado mal la vuestra majestad?

Los cortesanos le indicaban con gestos que no hablaba como era debido, pero el zurdo nada sabía de los artificios palaciegos, si había que hablar con halagos o con pillerías; por eso hablaba de la manera más sencilla.

El zar dijo:

–Dejen a un lado su finura. Que responda como buenamente pueda –y a renglón seguido explicó al zurdo–: Fíjate, nosotros la hemos puesto así –y colocó la pulga bajo el mecroscopio–. Mira tú mismo: no se ve nada.

El zurdo le contestó:

–Así, majestad, no es posible ver nada, pues nuestro trabajo le oculta su secreto a un mecroscopio de tan poco aumento.

El zar le preguntó:

–¿Y qué hay que hacer?

–Poner una sola patita bajo todo el mecroscopio –dijo el zurdo– y mirar por separado cada uno de sus taloncitos, con los que pisa.

–¿No te parece –dijo el zar– que eso es demasiado pequeño?

–¿Y qué le va uno a hacer –respondió el zurdo– si solo así se puede distinguir nuestro trabajo? Entonces se pondrá de manifiesto todo lo sorprendente que hay en él.

Hicieron lo que decía el zurdo, y apenas aplicó el ojo a la lente de arriba, el zar resplandeció, cogió al zurdo tal y como estaba, sucio, lleno de polvo y mugre, lo abrazó y, besándolo, volteó hacia los cortesanos y les dijo:

–¿Ven? Yo sabía que mis rusos no me engañarían. Miren, por favor: ellos, los hijos de Satanás, le pusieron herraduras a la pulga inglesa.

 

XIV

Todos se acercaron a mirar. En efecto, la pulga tenía todas las patas herradas de verdad.

El zurdo manifestó que aquello no era lo único sorprendente que había.

–Si el mecroscopio fuera mejor –dijo–, de esos que aumentan cinco millones de veces, entonces podrían ver que en cada herradurita está grabado el nombre del maestro ruso que la forjó.

–¿También tu nombre está? –preguntó el zar.

–No –respondió el zurdo–, el mío no está.

–¿Por qué?

–Porque mi trabajo es más pequeño que estas herraduras: yo forjé los clavitos que sujetan las herraduritas, y eso no puede verlo ningún mecroscopio.

El zar demandó:

–¿Dónde está el mecroscopio de ustedes, con el que pudieron hacer esta maravilla?

El zurdo le contestó:

–Nosotros somos pobres y por nuestra pobreza no tenemos mecroscopio. Lo hacemos a ojo.

Entonces, los cortesanos, al ver el triunfo del zurdo, comenzaron a besarlo, y Platov le regaló cien rublos y le dijo:

–Perdona, hermano, que te haya tirado de la pelambre.

El zurdo le respondió:

–Que Dios te perdone, no es la primera vez que semejante trueno cae sobre nuestra cabeza.

Y no dijo una palabra más, pues no tuvo ni ocasión ni a quién dirigirla, ya que el zar se puso a ordenar que inmediatamente se empaquetara aquel enfusorio herrado y se enviara nuevamente a Inglaterra como regalo, para que comprendieran que cosas como aquélla no podían sorprendernos. Además, el zar dispuso que la pulga llevara un mensajero especial, que supiera hablar en todas las lenguas y que acompañara al zurdo para que él mismo pudiera mostrar a los ingleses su trabajo y qué clase de maestros había en Tula.

Platov bendijo al zurdo:

–Que Dios te acompañe. Y para el camino te enviaré vodka kislarka de mi propia bodega. No bebas poco ni bebas mucho; bebe regular.

El atamán cumplió su palabra: envió el vodka al zurdo.

El conde Kiselrode ordenó que bañaran al zurdo en los baños públicos de Tuliakov, que lo pelaran en la peluquería y lo enfundaran en la casaca de gala de un cantante del coro del palacio, para que se pudiera pensar que ejercía un cargo pagado por el Estado.

Después de uniformarlo como he dicho, lo hincharon de té con vodka de Platov para el camino, le apretaron el cinturón de cuero para que no le bailaran las tripas y lo llevaron a Londres. Allí fue donde el zurdo comenzó a conocer el extranjero.

 

XV

El mensajero y el zurdo viajaban rápidos como el viento, sin detenerse a descansar en todo el trayecto de Petersburgo a Londres, por lo que en cada posta se apretaban un punto más el cinturón para que las tripas no se les mezclaran con los pulmones; pero como el zurdo, después de su presentación al zar, gozaba por orden de Platov de una generosa porción de vino a cuenta del fisco y no comía nada, se mantenía a fuerza de alcohol y cantaba por toda Europa tonadillas rusas, ahora con el estribillo en idioma extranjero: “¡Ay, lulí, se trés jolí!”

En cuanto llegaron a Londres, el mensajero se presentó a quien correspondía y entregó el joyero, después dejó al zurdo en una habitación del hotel; pero el buen hombre pronto comenzó a aburrirse allí y, además, tenía más hambre que un lobo. Llamó a la puerta, y cuando entró el sirviente se señaló la boca con un dedo, y el sirviente lo llevó enseguida a la “cámara de nutrición”.

El zurdo se sentó a una mesa, pero ¿cómo pedir algo en inglés? No sabía. Pero luego comprendió lo que había que hacer y, con toda sencillez, golpeó con un dedo la mesa, y se lo llevó luego a la boca. Los ingleses lo entendieron y le trajeron de comer, pero no siempre lo que él necesitaba. Y el zurdo, lo que no le convenía, no lo aceptaba. Le sirvieron una de sus viandas, un studin en llamas. El zurdo dijo: “No sé si esto se puede comer”, y no lo comió. Entonces los ingleses le sirvieron otro plato. El zurdo tampoco bebió vodka inglés, pues es verde, como si le hubieran añadido caparrosa. Escogió, pues, lo que le parecía más natural, y esperaba alegre al mensajero, deliberando con la botella.

Aquellas personas a las que el mensajero entregó el enfusorio lo examinaron enseguida con el mecroscopio más potente, y deprisa y corriendo enviaron una descripción a las “Noticias policiacas”, a fin de que a la mañana siguiente publicaran un clevetón para conocimiento general.

–Y a ese maestro –dijeron– queremos verlo ahora mismo.

El mensajero los acompañó a su habitación del hotel, y de allí a la “cámara de nutrición”, donde estaba nuestro zurdo ya medio ebrio, y dijo:

–Ahí lo tienen.

Los ingleses, inmediatamente, dieron al zurdo unas palmaditas en el hombro y le estrecharon la mano, como a un igual.

–Camarada –le dijeron–, camarada buen maestro. Hablar contigo despacio luego, ahora nosotros beber a tu salud.

Pidieron mucho vino y dieron al zurdo la primera copa, pero éste, por educación, no quiso beber primero. Pensaba: “A ver si es que me quieren envenenar de rabia”.

–No –dijo–, eso no está bien. Lo normal es que el dueño mande en su casa: beban ustedes primero.

Los ingleses probaron antes que él todos los vinos y luego llenaron su copa. El zurdo se levantó, se santiguó con la izquierda y bebió a la salud de todos los que estaban con él. Los ingleses se dieron cuenta de que se santiguaba con la zurda y le preguntaron al mensajero:

–¿Qué es él, luterano o protestantista?

El mensajero respondió:

–Ni una cosa ni la otra, es de la fe rusa.

–¿Y por qué se santigua con la izquierda?

El mensajero dijo:

–Es zurdo y todo lo hace con la mano izquierda.

La admiración de los ingleses aumentaba, y estuvieron durante tres días enteros bañando en vino al zurdo y al mensajero; pasados esos días, dijeron: “Ya está bien”. Se bebió cada uno un sinfón con burbullas y, ya en sus cabales, le preguntaron al zurdo dónde y qué había estudiado y qué sabía de aritmética.

El zurdo respondió:

–Nuestra ciencia es bien simple: el salterio y el oráculo es lo que sabemos, ¡y de aritmética, ni jota!

Los ingleses se miraron y se dijeron unos a otros:

–Es asombroso.

Pero el zurdo les contestó:

–En mi tierra es así en todas partes.

–¿Y qué libro es ese oráculo que tienen en Rusia?

–Es un libro –dijo el zurdo– que se refiere a que si en el salterio el zar David descubre con poca claridad algo sobre la adivinación, en el oráculo se puede adivinar complementariamente.

Los ingleses dijeron:

–Es una lástima, mejor sería si ustedes supieran, por lo menos, las cuatro reglas; eso les sería de más provecho que todo el oráculo. Entonces podrían calcular la fuerza de cada máquina, pues aunque tengan manos de plata, no se les ocurrió que un artefacto tan pequeño como el enfusorio está calculado con toda precisión y no puede llevar herraduritas. Por eso el enfusorio no salta ahora y no baila el dancé.

El zurdo asintió:

–Eso ni qué decir tiene, no tenemos mucha ciencia, pero somos súbditos fieles de nuestra patria.

Lo ingleses le dijeron:

–Quédese aquí, le daremos una gran instrucción y saldrá de usted un maestro maravilloso.

Pero el zurdo no dio su consentimiento.

–Tengo en casa a mis padres.

Los ingleses le ofrecieron dinero para que lo enviara a sus padres, pero el zurdo no lo tomó.

–Nosotros –dijo– tenemos mucho apego a nuestra patria; mi padre ya es un viejecito y mi madre una viejecita, y están acostumbrados a ir a su iglesia parroquial, y además yo viviría aquí muy tristemente en la soledad, pues soy soltero y sin compromiso.

Lo ingleses le dijeron:

–Se acostumbrará usted, tomará nuestra religión y lo casaremos.

–Eso –protestó el zurdo– no ocurrirá nunca.

–¿Por qué?

–Porque nuestra fe rusa es la mejor, y como creyeron nuestros tartarabuelos, debemos creer sus decendientes.

–Usted –dijéronle los ingleses– no conoce nuestra religión: nosotros también somos cristianos y profesamos el mismo evangelio.

–Sí, es verdad que el evangelio es para todos el mismo, pero nuestros libros son más gruesos que los de ustedes, y nuestra fe tiene más cuerpo.

–¿Por qué juzga usted así?

–Porque en nuestra patria tenemos todas las pruebas evidentes.

–¿Cuáles?

–Tales –dijo– como los íconos milagreros, las cabezas de los santos cuyos ojos vierten lágrimas, y las reliquias sagradas que tenemos allí. Y ustedes no tienen nada, e incluso, excepción hecha del domingo, no tienen ninguna fiesta extraordinaria. Además, con una inglesa, aunque nos casáramos como Dios manda, me daría vergüenza vivir.

–¿Por qué? –le preguntaron–. No ponga usted tantos peros; nuestras mujeres también son limpias en el vestir y buenas amas de casa.

Pero el zurdo respondió:

–No las conozco.

Los ingleses le respondieron:

–No tiene importancia, las puede conocer: le prepararemos un grendez vous.

El zurdo se turbó:

–¿Para qué –dijo– engañar en vano a las muchachas? –y se negó–. El grendez vous –dijo–, es cosa de señores, que a nosotros no nos cuadra, y si en casa, allá en Tula, se enteran, se estarán burlando de mí mientras viva.

La curiosidad picó a los ingleses:

–¿Y sin grendez vous –preguntaron–, cómo se las arreglan en vuestro país para hacer una elección a gusto?

El zurdo les explicó nuestra costumbre:

–En nuestra tierra –dijo–, cuando el hombre quiere manifestar serias intenciones respecto a una muchacha, envía a una mujer palabrera, y en cuanto la mujer hace la proposición, entonces van juntos a la casa, muy educadamente, y miran a la muchacha sin disimular, en presencia de toda la familia.

Los ingleses comprendieron, pero hicieron notar que ellos no tenían mujeres palabreras ni tales costumbres. El zurdo dijo:

–Tanto mejor, pues si piensa uno dar tal paso, hay que hacerlo con intenciones serias, y como yo no siento simpatías hacia una nación extraña, ¿para qué voy a hacer perder el tiempo a las muchachas?

Estas razones del zurdo gustaron a los ingleses, que nuevamente se pusieron a darle palmaditas cariñosas en la espalda y las rodillas, diciéndole:

–Nosotros, sólo por curiosidad, quisiéramos saber qué de malo ha visto en nuestras jóvenes, y por qué las esquiva.

Entonces el zurdo les contestó con toda franqueza:

–Nada malo he visto en ellas, y lo único que no me gusta es que la ropa parece bailarles, y no sabe uno qué llevan encima ni para qué; aquí llevan una cosa, abajo otra, prendida con alfileres, y en las manos, guantecitos.

Los ingleses rompieron a reír y le dijeron:

–¿Qué obstáculo ve usted en eso?

–Obstáculo –repuso el zurdo–, ninguno, lo que me temo es que me dará vergüenza mirar y esperar a ver cómo se desprenden de todas esas cosas.

–¿Acaso la moda de ustedes es mejor?

–Nuestra moda de Tula –respondió el zurdo– es sencilla: cada una lleva sus encajes, y nuestros encajes hasta las damas de alto copete los lucen.

Los ingleses presentaron al zurdo a sus damas, y ellas lo agasajaban con té y le preguntaban:

–¿Por qué hace usted muecas?

El zurdo respondía:

–No estamos acostumbrados a beberlo tan dulce.

Entonces le dieron el azúcar aparte para que la partiera con los dientes, a la manera rusa.

A los ingleses les parecía que así debía ser peor, pero el zurdo decía:

–Para nuestro gusto es mejor así.

Los ingleses no podían de ninguna manera sacarlo de sus trece y hacer que tomara gusto a la vida de ellos, y sólo lograron convencerlo para que se quedara allí por poco tiempo, en el que ellos lo llevarían a ver diferentes fábricas y le mostrarían todo su arte.

–Y después –le dijeron– lo llevaremos en nuestro barco, y lo dejaremos vivo en Petersburgo.

A esto, el zurdo accedió.

 

XVI

Los ingleses se hicieron cargo del zurdo y enviaron al mensajero de vuelta a Rusia. El mensajero, aunque tenía un cargo de Estado y era un hombre que sabía diferentes idiomas, no les interesaba, pero el zurdo les interesó y comenzaron a llevarlo de la ceca a la meca y a enseñarle todo lo que tenían. El zurdo vio toda su producción: las fábricas metalúrgicas, jabonerías y serrerías, y toda la reglamentación económica le gustó mucho, especialmente como vivían los obreros. Allí cada trabajador estaba siempre harto, no iba vestido de harapos, sino que cada uno llevaba un chaquetón holgado y calzaba lotines gruesos, con herraduras metálicas, para que los pies no se lastimaran en ningún sitio; trabajaban sin que les pegaran como a burros, sino con instrucción, sabiendo lo que hacían. Cada uno tenía ante sus narices la dabla de multiplicar y, a mano, una pizarrita para poder borrar lo que se escribe: cada maestro, al hacer algo, miraba la dabla, lo comprobaba con gran entendimiento y después escribía una cosa en la pizarrita, borraba otra y ¡zas!, lo que resultaba de las cifras, en la práctica, salía bien. Y cuando llegaba una fiesta se reunían por parejitas, cogían sus bastoncitos y a pasear se ha dicho, con toda ceremonia, como Dios manda.

El zurdo miró y remiró todo el trabajo de ellos y su forma de vivir; pero, más que a nada, prestaba atención a una cosa, lo que llenaba de asombro a los ingleses, no le interesaba tanto saber de qué manera hacían los fusiles nuevos, como en qué estado tenían los viejos. Lo miraba todo por uno y otro lado, lo alababa y decía:

–Esto también lo podemos hacer nosotros.

Pero en cuanto caía en sus manos un fusil viejo, metía el índice en el cañón, lo pasaba por las paredes, y suspiraba:

–Esto –decía– es incomparablemente mejor que lo nuestro.

Los ingleses, por más que se esforzaban, no podían comprender el interés que el zurdo mostraba. Él les hacía la siguiente pregunta:

–¿No podrían decirme si nuestros generales han visto o no esto alguna vez?

Le contestaban:

–Los que han estado aquí, seguramente lo habrán visto.

–Díganme –inquiría el zurdo–, ¿cómo iban, con guantes o sin guantes?

–Sus generales –le decían– van siempre de gala, siempre llevan guantes; y aquí también los llevaban.

El zurdo no dijo nada. Pero, repentinamente, comenzó a sentir nostalgia e intranquilidad. Anduvo unos días más sombrío que una tarde nublada, y dijo a los ingleses:

–Un millón de gracias por sus obsequios, estoy muy satisfecho de todo en su país y he visto cuanto necesitaba ver; ahora quiero volver a casa cuanto antes.

No hubo forma de hacer que se quedara más tiempo. No lo podían dejar marchar por tierra, porque no sabía todos los idiomas, y por mar no convenía, porque era en otoño y el tiempo estaba tormentoso; peo el zurdo, dale que te dale:

–Déjenme marchar.

–Hemos mirado el barcómetro –le decían–: habrá tempestad, puedes irte a pique; ten en cuenta que aquí no es como en el Golfo de Finlandia, aquí es el verdadero mar Meliterráneo.

–¿Qué importa? –respondió el zurdo–. Dios es quien dispone donde muere uno, y lo que yo deseo es llegar cuanto antes a mi tierra, porque de lo contrario puedo volverme loco.

No lo retuvieron por la fuerza; lo hartaron de comida, lo recompensaron con dinero, le regalaron de recuerdo un reloj de oro con trepitición y, para el fresco otoñal de la larga travesía, le entregaron un abrigo afelpado con un capuchón para proteger la cabeza del viento. Lo abrigaron bien y lo llevaron a un barco que iba a Rusia. Lo instalaron allí lo mejor que se podía, como un verdadero señor, pero al zurdo no le gustaba permanecer en los camarotes con los demás señores, pues le daba vergüenza, y salía a cubierta, se sentaba bajo una llona y preguntaba:

–¿Dónde está nuestra Rusia?

El inglés al que le preguntaba señalaba hacia un lado con la mano o con un movimiento de cabeza, y el zurdo volteaba hacia allí y miraba impaciente en dirección a donde estaba nuestra tierra.

Cuando salieron de la bafía del mar Meliterráneo sus deseos de ver Rusia llegaron a tal grado que no había manera de tranquilizarlo. La “tormenta acuática” se hizo espantosa, y a pesar de esto el zurdo continuaba sin querer bajar al camarote; estaba sentado bajo la llona, se encasquetaba más el capuchón y miraba hacia donde estaba su patria.

Los ingleses salían a cada rato para invitarlo a bajar al calor, pero el zurdo, a fin de que no lo molestaran, hasta se puso a dar coces.

–No –decía–, aquí al aire libre estoy mejor; pues bajo techo y con este balanceo, voy a echar hasta los primeros purés que me dio mi abuela.

Así pues, no abandonó la cubierta en todo el tiempo, a no ser en casos muy particulares, por lo que le gustó mucho al segundo de a bordo que, por desgracia para nuestro zurdo, sabía hablar ruso. El segundo de a bordo no salía de su asombro al ver que un ruso, hombre de tierra, soportaba tan bien todas las inclemencias del tiempo.

–Bueno, ruso –dijo–, bebamos.

El zurdo bebió y el segundo de a bordo dijo:

–Otra vez.

El zurdo volvió a beber y ambos pescaron una buena borrachera.

El segundo de a bordo le preguntó:

–¿Qué secreto de nuestro Estado llevas a Rusia?

El zurdo respondió:

–Eso es cosa mía.

–Si es así –respondió el segundo de a bordo–, vamos a hacer una aposta inglesa.

El zurdo preguntó:

–¿Cuál?

–Pues no beber el uno sin el otro y beber por igual: lo que uno beba, lo beberá también el otro, y el que aguante más, gana el fajo.

El zurdo pensó: “El cielo se pone nublado, la panza se pone hinchada; el aburrimiento es mortal; el camino, largo, y tras las olas no se ve mi tierra. Si apostamos, no me aburriré tanto”.

–Bien –dijo–, vale.

–Ahora, que sin trampa.

–Puedes estar tranquilo.

Se pusieron de acuerdo y se dieron la mano.

 

XVII

Comenzó la apuesta cuando aún estaban en el mar Meliterráneo y estuvieron bebiendo hasta la fortaleza de Dinamide, en Riga, pero iban parejos, no cedían el uno al otro y se igualaron con tanto cuidado que cuando uno de ellos miró al mar y vio que el diablo salía del agua, el otro vio inmediatamente lo mismo. Sólo que el segundo de a bordo lo veía rojo y el zurdo decía que era negro.

El zurdo dijo:

–Santíguate y dale la espalda, es el diablo que sale del infierno.

Pero el inglés decía que era un buso.

–¿Quieres –dijo– que te tire al mar? No tengas miedo, en seguida te devolverá.

Y el zurdo respondió:

–Si es así, tírame.

El segundo de a bordo agarró al zurdo de los hombros y lo llevó hacia la borda.

Los marineros vieron todo esto, los detuvieron e informaron al capitán, quien ordenó que los encerraran a los dos abajo y que les dieran ron, vino y fiambres para que pudieran beber y comer y mantener su apuesta; y prohibió que les dieran studin en llamas, porque el alcohol podía inflamarse en sus entrañas.

Así pues, los tuvieron cerrados hasta llegar a Petersburgo, y ninguno de los dos ganó la apuesta. Cuando llegaron a puerto, los cargaron en dos coches y llevaron al inglés a casa del embajador, en el Malecón inglés, y al zurdo a la policía del barrio.

A partir de aquí, la suerte de ambos comenzó a diferenciarse sobremanera.

 

XVIII

Apenas llevaron al inglés a la casa del embajador, inmediatamente llamaron a un médico y a un boticario para que lo asistieran. El médico ordenó que lo metieran en su presencia en un baño con agua tibia, y el boticario preparó inmediatamente una píldora de gutapercha y él mismo se la hizo tragar. Luego entre dos lo acostaron en un colchón de plumas, lo taparon con el abrigo para que sudara y a fin de que no lo molestaran se dio a toda la embajada la orden de que nadie se atreviera a estornudar. El médico y el boticario esperaron hasta que el segundo de a bordo se durmió, le prepararon otra píldora de gutapercha, la dejaron en una mesita junto a la cabecera y se marcharon.

Mientras tanto, al zurdo lo dejaron caer en el suelo de la Comisaría de Policía y le preguntaron:

–¿Quién eres y de dónde vienes? ¿Tienes pasaporte o cualquier otro dogumento?

Pero el zurdo estaba tan débil por la enfermedad, la bebida y el prolongado balanceo, que no podía pronunciar palabra y no hacía más que gemir.

Entonces lo registraron sin perder un segundo, le quitaron el traje abigarrado y el reloj con trepitición, le aligeraron la bolsa, y el jefe de la policía ordenó que lo llevaran gratuitamente al hospital en el primer trineo que se les cruzara.

Un guardia sacó al zurdo a la calle para montarlo en un trineo, pero estuvieron mucho tiempo sin poder parar ninguno, porque los cocheros huían de los policías como el diablo del agua bendita. El zurdo estuvo todo el tiempo tirado en el helado portal de la Comisaría, hasta que el guardia pudo conseguir un trineo, aunque sin piel de zorra para cubrirse los pies, pues en casos como éste los cocheros escondían la piel para que a los policías se les helaran los pies cuanto antes.

Así pues, no taparon con nada al zurdo y, además, cuando lo pasaban de un trineo a otro siempre lo dejaban caer al suelo, y cuando había que levantarlo casi le arrancaban a tirones las orejas para que volviera en sí. Lo llevaron a un hospital –no lo admitían sin dogumentación; lo llevaron a otro, ídem de ídem. Y así estuvieron hasta la mañana, arrastrándolo por todas las callejas más apartadas y cambiando a cada rato de trineo, de manera que lo pusieron hecho un ecce homo. Entonces, un practicante le dijo al guardia que llevara al zurdo al hospital de Obujovskaia, donde daban asilo antes de la muerte a todos los pobres y a gente de estado desconocido.

Allí pidieron al policía un recibo, y mientras se arreglaban las cosas, dejaron al zurdo tumbado sobre el piso del corredor.

Mientras tanto, el segundo de a bordo del barco inglés se levantó al día siguiente, se tragó otra píldora de gutapercha, almorzó ligeramente –un arroz con pollo–, bebió un poco de agua con burbullas y dijo:

–¿Dónde está mi camarada ruso? Voy a buscarlo.

Se vistió y corrió a la calle.

 

XIX

¡Cosa sorprendente! El segundo de a bordo encontró muy pronto al zurdo, a quien aún no habían metido en cama y seguía tirado en el corredor, y que se quejó con el inglés:

–Necesito sin falta decirle dos palabras al zar.

El inglés corrió en busca del conde Kleinmichel, y le gritó:

–¿Acaso se puede tratar así a una persona? Aunque su abrigo es de vellón, muy humano es su corazón.

Al inglés, por sus razonamientos, lo pusieron enseguida de patitas en la calle, para que no tuviera la audacia de mencionar el humano corazón. Pero alguien le dijo: “Deberías ver al cosaco Platov, que tiene buenos sentimientos”.

El inglés se presentó en casa de Platov, que de nuevo estaba tumbado en el sofá de los disgustos. Platov lo atendió y se acordó del zurdo.

–Ya lo creo, hermano –dijo–; sí lo conocía muy bien, y hasta le jalé los pelos, pero no sé cómo ayudarlo en tal desgracia, porque ya terminó mi servicio, me dio un ataque de poplejía y ya no me estiman; pero ve con el comandante Skobelev; ése tiene poder y es un hombre ducho en estas cosas; él te ayudará en algo.

El segundo de a bordo acudió a Skobelev y se lo contó todo: qué enfermedad era la del zurdo y por qué la sufría. Skobelev le dijo:

–Conozco esa enfermedad, pero los alemanes no pueden curarla; ahí hace falta un doctor de origen eclesiástico, pues ésos se han criado en estos trajines y pueden ayudar. Ahora mismo mandaré allí al doctor ruso Martín Solski.

Pero cuando Martín Solski llegó, el zurdo ya estaba dando las últimas boqueadas, pues le habían roto el occipucio contra el banquillo del portal, y no pudo pronunciar claramente más que estas palabras:

Díganle al zar que los ingleses no limpian los fusiles con polvo de ladrillo. ¡Que los nuestros tampoco los limpien, pues, si hay guerra, no lo quiera Dios, no podrán disparar!

Y el zurdo, todo él fidelidad, se santiguó y entregó su alma a Dios.

Martín Solski corrió enseguida a comunicarle al conde Chernishev las palabras del zurdo para que las hiciera llegar al zar, pero el conde Chernishev le gritó:

–Anda a ocuparte de tus vomitivos y purgas, y no te metas en camisa de once varas: para eso hay en Rusia generales.

Así pues, nada le dijeron al zar y continuaron limpiando los fusiles con polvo de ladrillo hasta la campaña de Crimea. Y entonces, cuando se pusieron a cargar los fusiles, las balas bailaban en ellos, pues limpiaban los cañones con polvo de ladrillo.

Entonces Martín Solski le recordó a Chernishev lo del zurdo, pero el conde dijo:

–¡Vete al diablo, matasanos! Y no te metas donde no te llaman. Si no lo haces así, negaré rotundamente que me hayas hablado de esto alguna vez y tendrás que pagar los platos rotos.

Martín Solski se dijo: “Este tipo es capaz de todo”, y no dijo ni esta boca es mía.

Si oportunamente hubieran hecho llegar al zar las palabras del zurdo, otro cariz hubiera tomado la guerra de Crimea.

Ahora, todo esto son “cosas del pasado” y “leyendas de los tiempos viejos”, aunque no mucho, y no hay por qué apresurarse a olvidar estas leyendas; a pesar de que esto bien parece una fábula y el carácter del héroe tiene algo de épico. El nombre del zurdo, al igual que el de otros muchos grandes genios, se ha perdido para las generaciones posteriores; pero como mito que encarna la fantasía popular es interesante y sus andanzas pueden servir de recuerdo de una época cuyo espíritu ha sido reflejado con ingenio y veracidad.

Naturalmente ahora ya no hay en Tula maestros como el fabuloso zurdo: las máquinas han nivelado la desigualdad de talentos y dotes, y el genio no se lanza a la lucha contra la diligencia y la precisión. Las máquinas, que hacen posible el aumento de las ganancias no favorecen el desarrollo de la arrogancia artística que a veces se salía de lo común e inspiraba la fantasía popular en la creación de leyendas-fábulas como ésta.

Los obreros, naturalmente, saben apreciar las ventajas que les ofrece la aplicación práctica de las ciencias mecánicas, pero recuerdan los tiempos viejos con orgullo y amor. Esto es para ellos su épica, que, por cierto, tiene un “muy humano corazón”.

 

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