Juan José Saer
Hace
un par de años, me cambié de casa y me cambié de nombre. La política favoreció un
poco mi decisión; en Buenos Aires, la policía me había fichado durante una manifestación
y como yo no tenía, a pesar de mis ideas avanzadas, ningún respaldo solidario por
no pertenecer a ninguna organización clandestina, me pareció razonable cambiar de
domicilio y desaparecer por un tiempo. Así que me tomé el ómnibus y me vine para
esta ciudad, que en verano se cocina a la orilla del gran río.
Nada incentiva más la reflexión que los viajes. En la
noche móvil y ruidosa del colectivo el ojo del viajero sigue abierto, insomne, o
alerta más bien, a la música del mundo. Fue en el colectivo, en realidad, que la
idea de suplantar un simple acto de autoprotección por un cambio radical de identidad,
súbita, febril, se me ocurrió. Empezaría otra vida con otro nombre, otra profesión,
otro aspecto físico, otro destino. Emergería, con cinco o seis brazadas vigorosas,
del mar de mi pasado a una playa virgen. Sin familia, sin amigos, sin trabajo, sin
un piccolo mondo antico en cuyo vientre vegetar, el futuro se me presentaba
liso y luminoso, y tierno sobre todo, como un recién nacido. Me instalé en una pensión,
falsifiqué mis documentos, operé mi transformación física y me conseguí un empleo
de vendedor de libros a domicilio. Los diarios me daban por muerto. La policía paralela,
se decía, se había encargado de mí. Pero el terror que reinaba no dejaba pasar a
la superficie más que alusiones ambiguas.
De esto hace ya más o menos dos años. Al segundo o tercer
mes de mi nueva existencia, como me percaté de que mis hábitos no habían cambiado
mucho, decidí modificar mis gustos y mis costumbres de un modo sistemático. Dejé
de fumar; como siempre había detestado los porotos y la carne gorda, me puse a comerlos
todos los días hasta que empezaron a ser mi alimento preferido; decidí escribir
con la mano izquierda, e introduje variantes capitales en mis convicciones profundas.
De modo que al año mi personalidad había cambiado por completo. Me parecía ser,
como se dice, otro hombre.
Digo “me parecía ser”, como puede verse, y no “era”.
A la distancia, me doy cuenta de que fue un cierto empastamiento de mi vida, del
que era apenas consciente, lo que me incitó a cambiar: la sensación de moverme en
círculo, de no avanzar, de estar siempre un poco más allá o más acá de las cosas,
de no encajar en ninguna definición, de no saber nunca de un modo preciso si soñaba
o si estaba despierto, de no saber qué responder, a veces, a alternativas bien definidas
que me presentaban los otros. Durante años me había parecido que esa inepcia era
individual, subjetiva, que mi historia personal se había desenvuelto de tal modo
que yo había quedado como preso dentro de ella, sin mucha capacidad de decisión,
y que los otros, tal como yo los veía desde fuera no experimentaban, en este mundo,
la menor incomodidad. En dos años, sin embargo, desaparecieron mi voz atabacada,
mi acento porteño, pero el pantano antiguo que yace y a veces se sacude, pesado,
más abajo, mandando señales de vida, deja entender que, o bien no he elegido la
máscara conveniente o bien nosotros, los hombres, cualquiera sea el color de nuestro
destino, no estaremos nunca a la altura de las circunstancias o, mejor dicho, del
mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario