Sherwood Anderson
George Willard se
levantó del escritorio que ocupaba en las oficinas del Winesburg Eagle, miró
cautelosamente a su alrededor y salió con precipitación por la puerta trasera.
La noche era calurosa y el cielo estaba cubierto de nubes; aunque no habían
dado las ocho todavía, la callejuela a la que daba la parte trasera de las
oficinas del Eagle estaba oscura como la pez. Un tronco de caballos atado por
allí a un poste invisible pataleó en el suelo duro y calcinado. De entre los
mismos pies de George Willard saltó un gato v echó a correr, perdiéndose entre
las tinieblas. El joven estaba nervioso. Durante todo el día había trabajado
como si estuviese atontado debido a un golpe. Al pasar por la callejuela
temblaba como aterrorizado.
George
Willard fue avanzando en la oscuridad por la callejuela, caminando con cuidado
y precaución. Las puertas traseras de las tiendas de Winesburgo estaban
abiertas y pudo ver a muchas personas sentadas a la luz de las lámparas. En la tienda
Myerbaum’s Notion vio a la señora de Willy, el dueño de la taberna, de pie
junto al mostrador, con una cesta en el brazo; la atendía un empleado que se
llamaba Sid Green. Éste le hablaba con gran interés, inclinaba el cuerpo sobre
el mostrador sin dejar de hablar.
George
Willard se agazapó y atravesó de un salto el reguero de luz que se proyectaba a
través del hueco de la puerta. Echó a correr hacia adelante en medio de las
tinieblas. El viejo Jerry Bird, que era el borracho del pueblo, estaba dormido
en el suelo detrás de la taberna de Ed Griffith. El fugitivo tropezó con las
piernas del borracho que estaba despatarrado. Éste se echó a reír con risa
entrecortada.
George
Willard se había lanzado a una aventura. No había hecho en todo el día otra
cosa que reunir ánimos para lanzarse a esa aventura, y ahora estaba ya metido
en ella. Desde las seis había estado sentado en las oficinas del Winesburg
Eagle haciendo esfuerzos por concentrar el pensamiento.
No
llegó a tomar ninguna resolución. No hizo más que ponerse en pie de un salto,
pasar precipitadamente junto a Will Henderson, que se encontraba leyendo
pruebas en la imprenta, y echar a correr por la callejuela.
George
Willard anduvo calles y calles, evitando encontrarse con la gente que pasaba.
Cruzó una y otra vez la carretera. Cuando pasaba por debajo de un farol se
echaba el sombrero hacia adelante para taparse la cara. No se atrevía a pensar.
Lo dominaba el miedo, pero el miedo que ahora sentía era distinto del de antes.
Temía que aquella aventura en que se había metido se estropeara, que le faltara
el valor y que se volviera atrás.
George
Willard encontró a Louise Trunnion en la cocina de la casa de su padre. Estaba
lavando los platos a la luz de una lámpara de petróleo. Allí estaba, detrás de
la puerta de la pequeña cocina situada en la parte trasera de la casa. George
Willard se detuvo junto a una empalizada e hizo un esfuerzo para dominar el
temblor de su cuerpo. Ya sólo lo separaba de su aventura un estrecho sembrado
de papas. Transcurrieron cinco minutos antes de que recobrara aplomo suficiente
para llamarla.
–¡Louise!
¡Eh, Louise! –exclamó. El grito se le pegó a la garganta. Su voz fue sólo un
susurro áspero.
Louise
Trunnion se acercó, atravesando el sembrado de papas, con el trapo de secar los
platos en la mano.
–¿Cómo
sabes que voy a salir contigo? –dijo ella refunfuñando–. Parece que estás muy
seguro.
George
Willard no contestó. Permaneció mudo en la oscuridad, con la empalizada de por
medio.
–Sigue
adelante; papá está en casa. Yo iré detrás de ti. Espérame junto al pajar de
William.
El
joven reportero de periódico había recibido una carta de Louise Trunnion. Había
llegado aquella misma mañana a las oficinas del Winesburg Eagle. La carta era
concisa. “Soy tuya, si tú lo quieres”, decía. Le molestó que allí, en la
oscuridad, junto a la empalizada, hubiese afirmado que no había nada entre
ellos. “¡Qué caprichosa! En verdad es muy caprichosa”, murmuraba al mismo
tiempo que seguía calle adelante, atravesando una hilera de solares sin
edificar, sembrados de trigo. El trigo le llegaba hasta los hombros, y estaba
sembrado hasta el mismo borde de la acera.
Cuando
Louise Trunnion salió por la puerta frontera de su casa llevaba el mismo
vestido de percal que tenía cuando estaba lavando los platos. No llevaba
sombrero; el muchacho la vio detenerse con la mano en el picaporte hablando con
alguien que estaba dentro de casa, con el viejo Jake Trunnion, su padre, sin
duda alguna. El tío Jake era medio sordo, y la chica le hablaba a gritos.
Se
cerró la puerta y el silencio y la oscuridad reinaron en la pequeña callejuela.
George Willard se echó a temblar con más fuerza que nunca.
George
y Louise permanecieron en la sombra del pajar de William sin atreverse a decir
palabra. Ella no era demasiado hermosa que digamos, y tenía a un lado de la
nariz una mancha negra. George pensó que ella se había frotado la nariz con el
dedo después de andar con las cacerolas. El joven rompió a reír nerviosamente.
–Hace
calor –dijo.
Intentó
tocarla con la mano.
“Soy
poco decidido –pensó–. Sólo el tocar los pliegues de su vestido de percal debe
ser un placer exquisito”. Eso se decía George, pero ella empezó con evasivas.
–Tú
crees, ser mejor que yo. No digas lo contrario, lo adivino –dijo acercándose
más a él.
George
Willard rompió a hablar sin trabas. Se acordó de las miradas que la joven le
dirigía a hurtadillas cuando se encontraban en la calle y pensó en la nota que
le había escrito. Esto alejó de él toda duda. También lo animaron las cosas que
se susurraban en la población acerca de ella Y se convirtió en el macho, audaz y
agresivo. En el fondo no sentía por ella simpatía alguna.
–Bueno,
vamos, no pasará nada. Nadie lo sabrá. ¿Quién lo va a contar? –insistió.
Fueron
caminando por una estrecha acera enladrillada, por entre cuyas grietas crecían
grandes yerbajos. Faltaban algunos ladrillos y la acera tenía muchos altibajos.
La cogió de la mano, que también era áspera, y le pareció deliciosamente
menuda.
–No
puedo ir lejos –dijo la joven con voz tranquila y serena.
Cruzaron
un puente sobre un minúsculo arroyuelo y atravesaron otro solar sin edificar,
sembrado de trigo. Allí acababa la calle. Siguiendo por el sendero paralelo a
la carretera, tuvieron que ir uno detrás de otro. Junto a la carretera estaba
el fresal de Will Overton, en el que había un montón de tablas.
–Will
va a construir un cobertizo donde guardar las canastas para las fresas –dijo
George al tiempo que se sentaban sobre las tablas.
***
Eran más de
las diez cuando George Willard volvió a la calle principal; había empezado a
llover. Anduvo tres veces la calle de un extremo a otro; la farmacia de
Sylvester West estaba abierta todavía. Entró y compró un puro. Se alegró al ver
que el mozo, Shorty Crandall, salió a la puerta con él. Los dos permanecieron
conversando cinco minutos, al abrigo del toldo del edificio. George Willard
estaba satisfecho. Sentía un deseo incontenible de hablar con un hombre. Dobló
una esquina y marchó hacia la New Willard House silbando muy bajito.
Se
paró frente a la valla con cartelones de circo que había al lado del colmado de
Winny y, dejando de silbar, permaneció inmóvil en la oscuridad, con el oído
atento, como si escuchara una voz que lo llamaba por su nombre. Luego volvió a
reírse nerviosamente.
–No
tendrá forma de presionarme. Nadie lo sabe –murmuró con un arranque enérgico; y
siguió su camino.
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