Silvina Ocampo
Se llamaba el Almacén Negro; la primera mano de bleque que sus muros habían
recibido siempre aparecía por debajo de sucesivos blanqueos. En esta ancha casa,
que servía de vivienda y de proveeduría, frente a la estación, velaron a su dueño
Néstor Medina. Aquella noche de enero por las persianas junto al piano enfundado,
donde me recliné a mirar el crucifijo, entraba del cielo luz de luna y de la planta
baja, donde estaban las provisiones, olor a yerba y a vino derramado.
Si Néstor Medina hubiera podido, después de muerto,
ver a sus hijos dilapidar y disputarse su fortuna, habría muerto de nuevo. No me
canso pues de alegrarme de su muerte lujosa y tranquila, de la última de las sonrisas
con la que se despidió de sus hijos, que consideraba inocentes como ángeles y virtuosos
como santos. Su cara redonda y sonriente, dentro del ataúd de lustrosa madera, no
inspiraba pena. Por eso la gente que acudió a aquel velorio inolvidable, como si
creyera vivo al muerto, habló de caballos de carrera, de ferias, de estafas, de
chistes, de chismes sin que esto pareciera una falta de respeto. Nadie lloraba,
salvo el perro a la luna y yo para mis adentros.
Sus cuatro hijos fueron en la infancia amigos míos.
Sigmundo, el mayor, corpulento, suave como una mujer y juicioso, me protegía. Rinso,
delgado, con orejas rojas, puntiagudas, me despreciaba un poco. Juan, menudo y esquivo,
sin personalidad, me temía. Ema, la menor, la amiga de Amanda, robusta, obesa y
blanca como una odalisca, me amaba apasionadamente. ¡Ser amado abruma, a veces!
Ema, sin embargo, no era fea. Una graciosa papada terminaba su perfil de muñeca.
La mitad de uno de sus pechos se asomaba siempre por el escote del vestido. Soy
joven, pero era aún más joven en aquellos días y me perturbaba ese espectáculo carnal.
Para ver a Amanda Rimbosa, de quien yo estaba enamorado,
buscaba la compañía de Ema, que era su íntima amiga. Ema aprovechó la circunstancia
para ennoviarse conmigo. Un domingo en que fue a comulgar quedó en ayunas hasta
las once; volvió de la iglesia en break y, al bajar, se desmayó en mis brazos. Después
de este episodio tuve que regalarle un anillo y olvidar a Amanda Rimbosa. ¡Yo sé
lo que es la vida en un pueblo!
No se me ocurría pensar en el testamento de Néstor Medina
ni en la enorme fortuna que dejaba a sus hijos. Los creía unidos, formando parte
de una admirable familia y no de una fortuna admirable, pero cuando menos se piensa
la liebre salta. Sigmundo, el mayor, fue el primero en demostrar su avidez por el
dinero.
En el almacén, lúgubre después de la muerte de Néstor
Medina, mientras estaban a punto de pudrirse las mercaderías, los jóvenes herederos
(salvo yo) se peleaban a gritos. De común acuerdo, que parecía más bien desacuerdo,
hicieron un remate con todas las prendas de uso personal del padre: conservo el
inventario:
Reloj de oro, con cadena y medalla de bautismo, zapatos,
botas y sacabotas, escarbadientes de oro, tintero de bronce, con Mercurio (que hubiera
podido competir con el de cualquier médico de Buenos Aires), ropero con espejo,
salivadera de mayólica, juego de sombreros de verano y de invierno, calzador de
hueso, peine y cepillo, gemelos de esmalte, alfiler de corbata con turquesa, anillo
de compromiso doble, bufanda de seda, medias de lana, tiradores, cinturón, cincha,
bozal, riendas y freno con virolas de plata, estribos, bastos de Casimiro Gómez,
boquilla de madera negra, sobrepuesto de carpincho, mate con iniciales de plata,
y bombilla ídem, par de pantuflas, poncho deteriorado, navaja, podadora, medalla
de bronce y esmalte, par de lentes con estuche recubierto de nácar y forrado en
felpa.
El remate se llevó a cabo con éxito. La gente dio valor
a los objetos, porque pertenecían a don Néstor Medina. Si hubieran sido de Perico
de los Palotes, nadie hubiera pagado ni un centavo por ellos. Me entristece a veces
la falta de juicio de la gente. El sobrepuesto de carpincho estaba apolillado, las
riendas y el freno rotos, al peine le faltaba un diente, las medias tenían tremendos
zurcidos y todo lo pagaron como nuevo.
Roberto Spellman, el nuevo tendero, compró los lentes
con el estuche. No creo que viera bien, el que es présbita, con esos vidrios de
miope, pero siendo muchacho joven pensó que con esos lentes puestos iba a parecer
un hombre respetable e importante, cosa que necesitaba el mequetrefe por cuestiones
de trabajo. Solía decir: “Padezco de una ambliopía”. ¡Si hubiera hablado en chino,
vaya y pase!
Al principio de mi noviazgo con Ema, la familia Medina
estaba melancólica, casi trágica; yo creía que lloraba por la muerte del padre pero
pronto me desengañé. El día del remate, las caras de los cuatro hermanos brillaban
de júbilo.
¡Cómo, si amaban la memoria del padre, podían desprenderse
de aquellos objetos con tanta satisfacción! Asimismo, con velos enlutados llevé
a mi novia al altar.
Yo le decía a mi mujer:
–Ema, no te preocupes por asuntos de dinero.
Pero ella no me oía o fingía no oírme.
Después de casado mis gustos fueron parcos como antes,
pero Ema desarrolló una verdadera pasión por las dalias, los colores violetas, las
cretonas costosas con caras de enanos, de perros o de indios sorpresivos, que llenaron
la casa y nos vaciaron los bolsillos. Ella, que había cultivado plantas en una escupidera
o en una cacerola cuando la conocí, en nuestra vida matrimonial exigía el máximo
lujo.
Tres meses después del remate, la mala suerte persiguió
a la familia Medina y la buena suerte al desgraciado de Roberto Spellman. Por entonces,
justamente, se pudrieron las mercaderías del almacén. Nadie concurría al despacho
de bebidas, ni los borrachos; sólo algún pedigüeño golpeaba la puerta en busca de
pan o de las sobras de las comidas, que eran sabrosas.
Durante mucho tiempo Sigmundo y Ema, yo mismo, nos preguntamos
la causa del fracaso. Llevábamos correctamente los libros, no hacíamos regalos con
las mercaderías, éramos atentos con los clientes.
Un día, debajo de la quesera de vidrio del mostrador,
encontramos un ratón muerto (¿cómo entró? Dios lo sabe); con cinco paquetes de fideos
las hormigas fabricaron un solo hormiguero; de una caja de arroz, salió un sapo.
Esas cosas, tarde o temprano, se saben. La casa pierde prestigio y nadie se lo devuelve.
¿Por qué sucedían tantas calamidades? Yo no era supersticioso; ahora lo soy. Se
me ocurrió que, gracias a aquellos lentes que Roberto Spellman había comprado por
una bicoca, el viejo Medina había hecho su fortuna. Su mirada a través de los cristales,
penetrante como el sol a través de una lupa, había seducido no sólo a los clientes
sino a la suerte. Pero esto no era debido a los ojos, sino a los cristales, esos
cristales gruesos y blancuzcos. Se lo dije a Sigmundo, que lo tomó en serio. Los
hermanos estuvieron de acuerdo en ese punto. La familia se reconcilió. Se unieron
con un solo fin, el de recuperar los lentes, aunque tuvieran que matar a Roberto
Spellman.
No parece posible que un par de lentes pueda provocar
una tragedia, sin embargo, en este caso, la provocó.
Los hermanos emprendieron diversas gestiones para recuperar
el objeto y no sé cómo lograron ofender a Roberto Spellman y enfurecerlo, mandándole
mercaderías en mal estado. Pero estaban dispuestos a cualquier sacrificio. Se humillaron
para reconciliarse con él, lo invitaron a comer un asado, bajo los sauces del tan
mentado patio del almacén; lo durmieron con una droga; mientras dormía, registraron
sus bolsillos y su casa. En esa oportunidad Roberto Spellman había mandado los lentes
a la casa de óptica, para componer una patilla. Otra vez lo llevaron al río, pero
Spellman se bañó con los lentes puestos. Por último, Ema lo provocó con su escote
y su falda corta, dispuesta a cualquier cosa con tal de recuperar los lentes; pero,
créanme, fue en vano.
Sigmundo dictaminó:
–Hay que matarlo.
–¿Si grita? –dijo Rinso, temeroso.
–Gritaremos más fuerte –dijo la voz de una Ema desconocida.
Prepararon otro banquete en honor de Spellman. Los hermanos
afilaron los cuchillos y bebieron para tener coraje. Spellman bebió más que nadie.
Le dieron la consabida sandía disfrazada de remolacha, pero antes de que pudieran
matarlo, cayó muerto de un síncope. Los cuatro hermanos buscaron los lentes, sin
aguardar el último suspiro de un moribundo. Aquí empezaron las penurias de mis cuñados
y de Ema. Durante la noche del velorio abrieron todos los cajones de la casa mortuoria.
Les dije, para que no curiosearan tanto, que seguramente habrían enterrado a Spellman
con los lentes, en algún bolsillo suplementario. Desesperados fueron una noche al
cementerio para desenterrar al muerto. Acudió una jauría silenciosa que presenció
el acto. Yo atisbé de lejos. Alguien los vio. Cuando en el pueblo se supo el hecho,
los cuatro hermanos fueron arrestados y acusados de asesinato. Los cuatro en cierto
modo se creyeron culpables.
Todos los días los espero. Muchas mujeres robustas bajan
del tren: ninguna es tan blanca, ninguna es la mía. No vuelven. No volverán. ¡Pobre
Ema de mi corazón! Soy dueño ahora de este enorme almacén, que es mi amargura. El
oculista me recetó lentes y debo usarlos. Si estuvieran aquí mis cuñados creerían
que uso los lentes de Spellman, porque tengo buena suerte, aunque no alegría. La
alegría y la buena suerte a veces no van juntas.
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