Rodrigo Soto
Cuando escuchamos el mensaje por la radio no pudimos creerlo. Decía que María
Teresa Porras había muerto. Decía que confortada con los Santos Sacramentos y que
sus funerales se oficiarían al día siguiente.
Nosotros nos organizamos tan rápido como nos fue posible:
decidimos que Alberto iría a la provincia para consolar a Miguel, que con esta era
la segunda vez que enviudaba, y decidimos que a mí me correspondería decirle lo
que había sucedido a la madre de Teresa.
Fui esa misma tarde a la casita de la vieja y, como
pude, le hice saber que su hija había muerto. A la anciana le tembló la quijada,
se le desencajó el rostro y cayó de bruces. La llevé al hospital en un taxi que
sonaba su bocina para que los autos nos abrieran paso, mientras la anciana, sobre
mis regazos, gemía y retorcía su cuerpo.
Cuando los médicos la estaban atendiendo decidí llamar
a la casa para enterarme de las novedades, y entonces fue cuando me dijeron que
no, que era broma, que hoy era el cumpleaños de Teresa y que habían decidido jugarnos
esa broma porque lo habíamos olvidado. Y voy a protestar, estoy cansado de que me
elijan siempre para estas cosas. No seré yo quien le diga a Teresa que su madre
acaba de morir. No seré yo. No y no.
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