Roberto Bolaño
La situación es ésta: B y el padre de B salen de vacaciones a Acapulco. Parten
muy temprano, a las seis de la mañana. Esa noche, B duerme en casa de su padre.
No tiene sueños o si los tiene los olvida nada más abrir los ojos. Oye a su padre
en el baño. Mira por la ventana, aún está oscuro. B no enciende la luz y se viste.
Cuando sale de su habitación su padre está sentado a la mesa, leyendo un periódico
deportivo del día anterior y el desayuno está hecho. Café y huevos a la ranchera.
B saluda a su padre y entra en el baño.
El coche del padre de B es un Ford Mustang del 70. A
las seis y media de la mañana suben al coche y comienzan a salir de la Ciudad. La
ciudad es México Distrito Federal, y el año en que B y su padre abandonan el DF
por unas cortas vacaciones es el año de 1975. El viaje es, en líneas generales,
plácido. Al salir del DF, ambos, padre e hijo, tienen frío, pero cuando abandonan
el valle y comienzan a bajar en dirección a las tierras calientes del estado de
Guerrero, el calor se impone y tienen que quitarse los suéters y abrir las ventanillas.
El paisaje, al principio, ocupa toda la atención de B, que tiende a la melancolía,
pero al cabo de las horas las montañas y los bosques se hacen monótonos y B prefiere
dedicarse a leer un libro de poesía.
Antes de llegar a Acapulco el padre de B detiene el
coche delante de un tenderete de la carretera. En el tenderete ofrecen iguanas.
¿Las probamos?, dice el padre de B. Las iguanas están vivas y apenas se mueven cuando
el padre de B se acerca a mirarlas. B lo observa apoyado en el guardabarros del
Mustang. Sin esperar respuesta, el padre de B pide una ración de iguana para él
y para su hijo. Sólo entonces B se mueve. Se acerca al comedor al aire libre, cuatro
mesas y un toldo que el viento escaso apenas agita, y se sienta en la mesa más alejada
de la carretera. Para beber, el padre de B pide cervezas. Los dos llevan las camisas
arremangadas y desabotonadas. Los dos llevan camisas de colores claros. El hombre
que los atiende, por el contrario, lleva una camiseta negra de manga larga y el
calor no parece afectarlo.
¿Van a Acapulco?, dice el hombre. El padre de B asiente.
Ellos son los únicos clientes del tenderete. Por la carretera brillante los coches
pasan y no se detienen. El padre de B se levanta y se dirige hacia la parte de atrás.
Por un momento B cree que su padre va a orinar, pero pronto se da cuenta de que
se ha metido en la cocina para observar cómo cocinan la iguana. El hombre lo sigue
en silencio. B los oye hablar. Primero habla su padre, después la voz del hombre
y por último una voz de mujer a la que B no ha visto. B tiene la frente perlada
de sudor. Sus gafas están mojadas y sucias. Se las quita y las limpia con el borde
de la camisa. Cuando vuelve a ponerse las gafas observa a su padre que lo está mirando
desde la cocina. En realidad, sólo ve la cara de su padre y parte de su hombro,
el resto queda oculto por una cortina roja con lunares negros, una cortina que a
B, por momentos, le parece que no sólo separa la cocina del comedor sino un tiempo
de otro tiempo.
Entonces B desvía la mirada y vuelve a su libro, que
permanece abierto sobre la mesa. Es un libro de poesía. Una antología de surrealistas
franceses traducida al español por Aldo Pellegrini, surrealista argentino. Desde
hace dos días B está leyendo este libro. Le gusta. Le gustan las fotos de los poetas.
La foto de Unik, la de Desnos, la de Artaud, la de Crevel. El libro es voluminoso
y está forrado con un plástico transparente. No es B quien lo ha forrado (B nunca
forra sus libros) sino un amigo particularmente puntilloso. Así que B desvía la
mirada, abre su libro al azar y encuentra a Gui Rosey, la foto de Gui Rosey, sus
poemas, y cuando vuelve a levantar la mirada la cabeza de su padre ya no está.
El calor es sofocante. De buena gana B volvería al DF,
pero no va a volver, al menos no ahora, eso lo sabe. Poco después su padre está
sentado junto a él y ambos comen iguana con salsa picante y beben más cerveza. El
hombre de la camiseta negra ha encendido una radio de transistores y ahora una música
vagamente tropical se mezcla con el ruido del bosque y con el ruido de los coches
que pasan por la carretera. La iguana sabe a pollo. Es más chiclosa que el pollo,
dice B no muy convencido. Es sabrosa, dice su padre y pide otra ración. Toman café
de olla. Los platos de iguana se los ha servido el hombre de la camiseta negra,
pero el café lo trae la mujer de la cocina. Es joven, casi tan joven como B, y va
vestida con shorts blancos y una blusa amarilla con estampado de flores blancas,
unas flores que B no reconoce y que tal vez no existen. Cuando están tomando café,
B se siente descompuesto, pero no dice nada. Fuma y mira el toldo que apenas se
mueve, como si un delgado hilo de agua permaneciera allí desde la última tormenta.
Pero eso no puede ser, piensa B. ¿Qué miras?, dice su padre. El toldo, dice B. Es
como una vena. Esto último B no lo dice, sólo lo piensa.
Al atardecer llegan a Acapulco. Durante un rato vagan
por las avenidas cercanas al mar. Las ventanillas del coche están bajadas y la brisa
les revuelve el pelo. Se detienen en un bar y entran a beber. Esta vez el padre
de B pide tequila. B se lo piensa un momento. También pide tequila. El bar es moderno
y tiene aire acondicionado. El padre de B conversa con el camarero, le pregunta
por hoteles cercanos a la playa. Cuando vuelven al Mustang ya se ven algunas estrellas
y el padre de B parece, por primera vez en lo que va del día, cansado. Sin embargo
aún recorren un par de hoteles que, por un motivo u otro, no les satisfacen, antes
de dar con el elegido. El hotel se llama La Brisa y es pequeño, tiene piscina y
está a cuatro pasos de la playa. Al padre de B le gusta el hotel. A B también le
gusta. Como es temporada baja, está casi vacío y los precios resultan asequibles.
La habitación que les asignan tiene dos camas individuales y un pequeño baño con
ducha; la única ventana da al patio del hotel, en donde está la piscina, y no al
mar como era el deseo del padre de B. La ventilación, no tardan en descubrirlo,
no funciona. Pero la habitación es bastante fresca y no protestan. Así que se instalan,
deshacen cada uno su maleta, meten la ropa en los armarios, B deja sus libros sobre
el velador, se cambian de camisa, el padre de B se da una ducha de agua fría, B
sólo se lava la cara y cuando han terminado salen a cenar.
En la recepción del hotel encuentran a un tipo bajito
y con dientes de conejo. Es joven y parece simpático, les recomienda un restaurante
cercano al hotel. El padre de B le pregunta por algún sitio animado. B entiende
a lo que se refiere su padre. El recepcionista no lo entiende. Un sitio con acción,
dice el padre de B. Un lugar donde se puedan encontrar muchachas, dice B. Ah, dice
el recepcionista. Durante un instante B y su padre permanecen inmóviles, sin hablar.
El recepcionista se agacha, desaparece debajo del mostrador y luego vuelve a aparecer
con una tarjeta que le tiende al padre de B. Este la mira, pregunta si el establecimiento
es de confianza, y después extrae de la billetera un billete que el recepcionista
coge al vuelo.
Pero esa noche, después de cenar, vuelven directos al
hotel.
Al día siguiente B despierta muy temprano. Sin hacer
ruido se ducha, se lava los dientes, se pone el traje de baño y abandona la habitación.
En el comedor del hotel no hay nadie, por lo que B decide desayunar afuera. La calle
del hotel baja perpendicularmente hacia la playa. Allí sólo hay un adolescente que
alquila tablas. B le pregunta el precio por una hora. El adolescente dice una cifra
que a B le parece razonable, así que alquila una tabla y se mete en el mar. Enfrente
de la playa hay una pequeña isla y hacia allí dirige B su embarcación. Al principio
le cuesta un poco, pero no tarda en dominarla. El mar, a esa hora, es cristalino
y antes de llegar a la isla B cree ver peces rojos bajo su tabla, peces de unos
cincuenta centímetros de longitud que se dirigen hacia la playa mientras él rema
hacia la isla.
El trayecto entre la playa y la isla dura exactamente
quince minutos. B no lo sabe, pues no tiene reloj, y el tiempo se le alarga. La
travesía entre la playa y la isla le parece que dura una eternidad. Y justo antes
de llegar unas olas imprevistas dificultan su aproximación a la playa, una playa
que puede apreciar de arena muy distinta a la playa del hotel, pues en aquélla la
arena, tal vez por la hora (aunque B no lo cree así), era de un color de tonos dorados
y marrones y la de la isla es una arena blanca, refulgente, tanto que hace daño
mirarla mucho rato.
Entonces B deja de remar y se queda quieto, a merced
del oleaje, y las olas comienzan a alejarlo paulatinamente de la isla. Cuando por
fin reacciona, la tabla ha retrocedido y está otra vez a medio camino. Después de
calcular las distancias, B opta por regresar. Esta vez la singladura transcurre
plácidamente. Al llegar a la playa, el muchacho que alquila las tablas se le acerca
y le pregunta si ha tenido algún problema. Ninguno, dice B. Una hora más tarde,
sin haber desayunado, B regresa al hotel y encuentra a su padre sentado en el comedor,
con una taza de café y un plato en donde aún quedan restos de tostadas y huevos.
Las horas siguientes son confusas. Vagabundean, observan
a la gente desde el interior del coche, a veces bajan y se toman un refresco o un
helado. Esa tarde, en la playa, mientras su padre duerme estirado en una tumbona,
B lee otra vez los poemas de Gui Rosey y la breve historia de su vida o de su muerte.
Un día un grupo de surrealistas llegan al sur de Francia.
Intentan obtener el visado para viajar a los Estados Unidos. El norte y el oeste
están ocupados por los alemanes. El sur está bajo la égida de Pétain. El consulado
norteamericano dilata la decisión día tras día. En el grupo de surrealistas está
Breton, está Tristán Tzara, está Péret, pero también hay otros que son menos importantes.
A este grupo pertenece Gui Rosey . Su foto es la foto de un Poeta menor, piensa
B. Es feo, es atildado, parece un oscuro funcionario de ministerio o un empleado
de banca. Hasta aquí, pese a las disonancias, todo normal, piensa B. El grupo de
surrealistas se reúne cada tarde en un café cerca del puerto. Hacen planes, conversan,
Rosey no falta a ninguna cita. Un día, sin embargo (un atardecer, intuye B), Rosey
desaparece. Al principio, nadie lo echa de menos. Es un poeta menor y los poetas
menores pasan inadvertidos. Al cabo de los días, no obstante, comienzan a buscarlo.
En la pensión en donde vivía no saben nada de él, sus maletas, sus libros, están
allí, nadie los ha tocado, por lo que resulta impensable que Rosey se haya marchado
sin pagar, una práctica común, por otra parte, en ciertas pensiones de la Costa
Azul. Sus amigos lo buscan. Recorren hospitales y retenes de la gendarmería. Nadie
sabe nada de él. Un día llegan los visados y la mayoría de ellos coge un barco y
salen para los Estados Unidos. Los que se quedan, aquellos que no van a tener visado
nunca, pronto olvidan a Rosey, olvidan su desaparición ocupados en ponerse a salvo
a sí mismos en unos años en donde las desapariciones masivas y los crímenes masivos
son una constante.
De noche, después de cenar en el hotel, el padre de
B propone ir a visitar un lugar en donde haya acción. B mira a su padre. Es rubio
(B es moreno), tiene los ojos grises y aún es fuerte. Parece feliz y dispuesto a
pasarlo bien. ¿Acción de qué tipo? dice B, que sabe perfectamente a lo que se refiere
su padre. La de siempre, dice el padre de B. Trago y mujeres. Durante un rato B
permanece en silencio, como si cavilara una respuesta. Su padre lo mira. Se diría
que en esa mirada hay expectación, pero en realidad sólo hay cariño. Finalmente
B dice que no tiene ganas de hacer el amor con nadie. No se trata de ir a echar
un polvo, dice su padre, sino de ir y mirar y tomar y departir con los amigos. ¿Con
qué amigos, dice B, si aquí no conocemos a nadie? Uno siempre hace amigos en los
picaderos, dice su padre. La palabra picadero hace que B piense en caballos. Cuando
tenía siete años su padre le compró un caballo. ¿De dónde era mi caballo?, dice
B. Su padre, que no sabe de qué habla, se sobresalta. ¿Qué caballo?, dice. El que
me compraste cuando yo era chico, dice B, en Chile. Ah, el Zafarrancho, dice su
padre y sonríe. Era un caballo chilote, de Chiloé, dice, y tras pensar un instante
vuelve a hablar de los burdeles. Por su manera de evocarlos, se diría que habla
de salas de baile, piensa B. Pero luego ambos se quedan callados.
Esa noche no van a ninguna parte.
Mientras su padre duerme, B se va a leer a la terraza
del hotel, junto a la piscina. No hay nadie más que él. La terraza está limpia y
vacía. Desde su mesa B puede observar una parte de la recepción, en donde el recepcionista
de la noche anterior lee algo o hace cuentas, de pie sobre el mostrador. B lee a
los surrealistas franceses, lee a Gui Rosey. Y la verdad es que Rosey no le parece
interesante. Le gusta Desnos, le gusta Eluard, mucho más que Rosey, aunque al final
siempre vuelve a los poemas de éste y a contemplar su fotografía, una foto de estudio
en donde Rosey aparece como un ser sufriente y solitario, con los ojos grandes y
vidriosos, y una corbata oscura que parece estrangularlo.
Seguramente se suicidó, piensa B. Supo que no iba a
obtener jamás el visado para los Estados Unidos o para México y decidió acabar sus
días allí. Imagina o trata de imaginar una ciudad costera del sur de Francia. B
aún no ha estado nunca en Europa. Ha recorrido casi toda Latinoamérica, pero en
Europa aún no ha puesto los pies. Así que su imagen de una ciudad mediterránea está
condicionada directamente por su imagen de Acapulco. Calor, un hotel pequeño y barato,
playas de arenas doradas y playas de arenas blancas. Y ruidos lejanos de música.
B no sabe que falta en su imagen un ruido o un rumor determinante: el de las jarcias
de las pequeñas embarcaciones que suelen amarrar en todas las ciudades costeras.
Sobre todo en las pequeñas: el ruido de las jarcias en la noche, aunque el mar esté
liso como un plato de sopa.
De pronto alguien más entra en la terraza. Es una silueta
femenina que toma asiento en la mesa más retirada, en una esquina, junto a dos grandes
jarrones de pie. Al poco rato, el recepcionista se acerca a la mujer con una bebida.
Después, en lugar de regresar a la recepción, el recepcionista se aproxima a B,
que está sentado al borde de la piscina y le pregunta qué tal lo están pasando su
padre y él. Muy bien, dice B. ¿Les gusta Acapulco?, pregunta el recepcionista. Mucho,
dice B. ¿Qué tal el San Diego?, pregunta el recepcionista. B no entiende la pregunta.
¿El San Diego? Por un instante cree que le está preguntando por el hotel, pero de
inmediato recuerda que el hotel no se llama así. ¿Qué San Diego?, dice B. El recepcionista
sonríe. El club de putas, dice. Entonces B recuerda la tarjeta que el recepcionista
le dio a su padre. Aún no hemos ido, dice. Es un sitio de confianza, dice el recepcionista.
B mueve la cabeza en un gesto que podría ser interpretado de muchas maneras. Está
en la avenida Constituyentes, dice el recepcionista. En esa misma avenida hay otro
club, el Ramada, que no es de fiar. El Ramada, dice B, mientras observa la silueta
femenina inmóvil en el rincón de la terraza, en medio de los enormes jarrones cuya
sombra se alarga y adelgaza hasta perderse debajo de las mesas vecinas, el vaso
con la bebida en la mesa, aparentemente intacto. Al Ramada es mejor que no vayan,
dice el recepcionista. ¿Por qué?, dice B por decir algo, en realidad él no tiene
intención de ir a ninguno de los dos clubes. No es de confianza, dice el recepcionista
y sus dientes de conejo, blanquísimos, brillan en la semipenumbra que se ha apoderado
repentinamente de toda la terraza, como si alguien desde la recepción hubiera apagado
la mitad de las luces.
Cuando el recepcionista se va, B vuelve a abrir el libro
de poesía, pero las palabras ya son ilegibles, así que deja el libro abierto sobre
la mesa y cierra los ojos y no oye el rumor de las jarcias sino un ruido atmosférico,
de enormes capas de aire caliente que descienden sobre el hotel y sobre los árboles
que rodean el hotel. Tiene ganas de meterse en la piscina. Por un instante cree
que podría hacerlo.
Entonces la mujer del rincón se levanta y comienza a
caminar en dirección a las escalinatas que unen la terraza con la recepción, aunque
a medio camino se detiene, como si se sintiera mal, una mano apoyada en un cantero
en donde ya no hay flores sino maleza. B la observa. La mujer lleva un vestido claro,
holgado, de tela ligera, con un amplio escote que deja desnudos sus hombros. B cree
que la mujer seguirá su camino, pero ella no se mueve, la mano fija en el cantero,
la mirada baja, y entonces B se levanta, con el libro en la mano, y se acerca. Su
primera sorpresa se produce al observar su rostro. La mujer debe tener, calcula
B, unos sesenta años, aunque él, de lejos, no le hubiera echado más de treinta.
Es norteamericana y cuando B se le aproxima levanta la vista y le sonríe. Buenas
noches, dice ella un tanto incongruentemente. ¿Le sucede algo?, dice B. La mujer
no entiende sus palabras y B tiene que repetírselas, pero esta vez en inglés. Sólo
estoy pensando en algo, dice la mujer sin dejar de sonreírle. B reflexiona durante
unos segundos en lo que la mujer le acaba de decir. Pensando en algo. Y de pronto
percibe en esa declaración una amenaza. Algo que se acerca por el lado del mar.
Algo que avanza arrastrado por las nubes oscuras que cruzan invisibles la bahía
de Acapulco. Pero no se mueve ni hace el más mínimo ademán de romper el encanto
en el que se siente sujeto. y entonces la mujer mira el libro que cuelga de la mano
izquierda de B y le pregunta qué es lo que lee y B dice: poesía. Leo poemas. Y la
mujer lo mira a los ojos, siempre con la misma sonrisa en la cara (una sonrisa que
es reluciente y ajada al mismo tiempo, piensa B cada vez más nervioso) y le dice
que a ella, en otro tiempo, le gustaba la poesía. ¿Qué poetas?, dice B sin mover
un sólo músculo. Ahora ya no los recuerdo, dice la mujer y parece sumirse nuevamente
en la contemplación de algo que sólo ella puede vislumbrar. Sin embargo B cree que
está haciendo un esfuerzo por recordar y espera en silencio. Al cabo de un rato
vuelve a posar en él su mirada y dice: Longfellow. Acto seguido recita un texto
con una rima pegajosa que a B le parece similar a una ronda infantil, algo, en cualquier
caso, muy lejano a los poetas que él lee. ¿Conoce usted a Longfellow? dice la mujer.
B niega con la cabeza, aunque la verdad es que ha leído a Longfellow. Me lo enseñaron
en la escuela, dice la mujer con la misma sonrisa invariable Y luego añade: ¿no
cree que hace demasiado calor? Hace mucho calor, susurra B. Puede que se esté acercando
una tormenta, dice la mujer. Parece muy segura de sus palabras. En ese momento B
levanta la mirada: no ve ninguna estrella. Lo que sí ve son algunas luces del hotel
encendidas. Y en la ventana de su habitación ve una silueta que los está mirando
y que lo sobresalta como si de improviso se hubiera desatado la lluvia tropical.
Al principio no comprende nada.
Su padre está allí, al otro lado de los cristales, enfundado
en una bata azul, una bata que ha traído desde su casa y que B no conoce, en cualquier
caso no es un albornoz del hotel, y los está mirando fijamente, aunque cuando B
lo descubre se echa para atrás, retrocede corno picado por una serpiente (levanta
una mano en un tímido saludo) y desaparece tras las cortinas.
La canción de Hiawatha, dice la mujer. B la mira. La
canción de Hiawatha, dice la mujer, el poema de Longfellow. Ah, sí, dice B.
Después la mujer le da las buenas noches y desaparece
gradualmente: primero sube la escalinata hasta la recepción, allí se detiene unos
instantes, cruza unas palabras con alguien a quien B no puede ver y finalmente se
pierde, silenciosa, por el lobby del hotel, su figura delgada enmarcada por las
sucesivas ventanas hasta que dobla por el pasillo de la escalera interior.
Media hora más tarde B entra en su habitación y encuentra
a su padre dormido. Durante unos segundos, antes de dirigirse al baño a lavarse
los dientes, B lo contempla (muy erguido, como dispuesto a sostener una pelea) desde
los pies de la cama. Buenas noches, papá, dice. Su padre no hace la menor señal
de haberlo escuchado.
Al segundo día de estancia en Acapulco, B y su padre
van a ver a los clavadistas. Tienen dos opciones: mirar el espectáculo desde una
plataforma al aire libre o entrar al restaurante-bar del hotel que domina La Quebrada.
El padre de B pregunta los precios. La primera persona a la que interroga no lo
sabe. El padre de B insiste. Por fin, un viejo ex clavadista que está allí sin hacer
nada, le dice dos cifras. Instalarse en el mirador del hotel es seis veces más caro
que hacerlo en la plataforma al aire libre. El padre de B no lo duda: vamos al bar,
dice, estaremos más cómodos. B lo sigue. En el bar sus vestimentas desentonan con
las del resto, turistas norteamericanos o mexicanos con prendas claramente veraniegas.
La ropa de B y de su padre es la típica ropa de los habitantes del DF, una ropa
que parece salida de un sueño interminable. Los camareros se dan cuenta. Saben que
esa gente da poca propina y no los atienden con la prontitud necesaria. El espectáculo,
para colmo, no se ve nada bien desde donde se han sentado. Hubiéramos hecho mejor
en quedarnos en la plataforma, dice el padre de B. Aunque esto tampoco está mal,
añade. B asiente. Finalizada la sesión de saltos y tras haberse bebido dos jaiboles
cada uno, salen al aire libre y comienzan a hacer planes para el resto del día.
En la plataforma casi no queda nadie, pero el padre de B distingue, sentado en un
contrafuerte, al viejo ex clavadista y se le acerca.
El ex clavadista es bajo y tiene las espaldas muy anchas.
Está leyendo una novela de vaqueros y no levanta la mirada hasta que B y su padre
están a su lado. Entonces los reconoce y les pregunta qué les ha parecido el espectáculo.
No ha estado mal, dice el padre de B, aunque en los deportes de precisión es necesaria
una experiencia mayor para hacerse una idea cabal. ¿El caballero ha sido deportista?
El padre de B lo estudia durante unos segundos y luego dice: algo hemos hecho en
la vida. El ex clavadista se pone de pie con un movimiento enérgico, como si de
pronto estuviera otra vez en el borde de los acantilados. Debe tener, piensa B,
unos cincuenta años, por lo tanto no es mucho mayor que su padre, aunque la piel
de la cara, con arrugas que parecen heridas, le proporciona un aire de persona más
vieja. ¿Los caballeros están de vacaciones?, dice el ex clavadista. El padre de
B asiente con una sonrisa. ¿Y cuál es el deporte que el caballero ha practicado,
si se puede saber? El boxeo, dice el padre de B. Ah, caray, dice el ex clavadista,
pues sería en peso pesado, ¿no? El padre de B sonríe ampliamente y dice que sí.
Sin saber cómo, de pronto B se encuentra caminando con
su padre y con el ex clavadista hasta llegar a donde han dejado aparcado el Mustang
y luego los tres se montan en el coche y B oye como si estuviera escuchando la radio
las instrucciones que el ex clavadista le da a su padre. El coche durante un rato
se desliza por la avenida Miguel Alemán, pero luego gira hacia el interior y pronto
el paisaje de hoteles y restaurantes dedicados al turismo se transforma en un paisaje
urbano ligeramente tropical. El coche, sin embargo, sigue subiendo, alejándose de
la herradura dorada de Acapulco, internándose por calles mal asfaltadas o sin asfaltar,
hasta llegar a una especie de restaurante o más bien casa de comidas corridas (aunque
para ser un establecimiento de comidas corridas es demasiado grande, piensa B) en
cuya acera polvorienta se detiene. El ex clavadista y su padre bajan de inmediato.
Durante todo el trayecto no han parado de hablar y en la acera, mientras lo esperan
y hacen gestos incomprensibles, siguen con su plática. B tarda un momento en descender
del coche. Vamos a comer, dice su padre. Es verdad, dice B.
El interior del local es oscuro y sólo una cuarta parte
está ocupada por mesas. El resto parece una pista de baile, con un estrado para
la orquesta, enmarcada por una larga barra de madera basta. Al entrar B no puede
ver nada por el contraste de la luz. Luego observa a un hombre, que se parece al
ex clavadista, acercarse a éste y a su padre y tras escuchar atentamente una presentación
que B no comprende, darle la mano a su padre y segundos después tendérsela a él.
B extiende la mano y aprieta la del desconocido. Este dice un nombre y estrecha
la mano de B con fuerza. El gesto es amistoso, pero el apretón resulta más bien
violento. El hombre no sonríe. B decide no sonreír. El padre de B y el ex clavadista
ya están sentados a la mesa. B se sienta junto a ellos. El tipo que se parece al
ex clavadista y que resulta ser su hermano menor se mantiene de pie, atento a las
instrucciones. Aquí, el caballero, dice el ex clavadista, fue campeón de los pesos
pesados de su país. ¿Extranjeros?, dice el hombre. Chilenos, dice el padre de B.
¿Hay huachinango?, dice el ex clavadista. Hay, dice el hombre. Pues ponnos uno,
un huachinango a la guerrerense, dice el ex clavadista. Y cervezas para todos, dice
el padre de B, para usted también. Agradecido, murmura el hombre mientras saca una
libretita del bolsillo y apunta con dificultad un pedido que, a juicio de B, resulta
un juego de niños memorizar.
Con las cervezas, el hermano del ex clavadista les trae
una botana de galletitas saladas y tres vasos no muy grandes de ostiones. Son frescos,
dice el ex clavadista mientras les pone chile a los tres. Qué curioso, ¿verdad?
Que esto se llame chile y que su país se llame Chile, dice el ex clavadista mientras
señala el frasco lleno de salsa picante de color rojo intenso. En efecto, no deja
de ser curioso, concede el padre de B. A los chilenos, añade, esto siempre nos ha
picado la curiosidad. B mira a su padre con una incredulidad apenas perceptible.
El resto de la conversación, hasta que llega el huachinango, gira en torno a temas
de boxeo y de clavadismo.
Después B y su padre se van del establecimiento. El
tiempo ha pasado deprisa, sin que ellos se den cuenta, y cuando suben al Mustang
ya son las siete de la tarde. El ex clavadista se sube con ellos. Por un momento,
B piensa que no se lo van a poder quitar de encima nunca, pero cuando llegan al
centro de Acapulco el ex clavadista se baja delante de un local de billares. Cuando
se quedan solos, el padre de B comenta favorablemente el trato y los precios que
han pagado por el huachinango. Si lo hubiéramos comido aquí, dice señalando los
hoteles del paseo costero, nos habría salido por un ojo de la cara. Al llegar a
su habitación, B se pone el traje de baño y se va a la playa. Nada durante un rato
y luego intenta leer aprovechando la escasa luz del crepúsculo. Lee a los poetas
surrealistas y no entiende nada. Un hombre pacífico y solitario, al borde de la
muerte. Imágenes, heridas. Eso es lo único que ve. Y de hecho las imágenes poco
a poco se van diluyendo, como el sol poniente, y sólo quedan las heridas. Un poeta
menor desaparece mientras espera un visado para el Nuevo Mundo. Un poeta menor desaparece
sin dejar rastros mientras desespera varado en un pueblo cualquiera del Mediterráneo
francés. No hay investigación. No hay cadáver. Cuando B intenta leer a Daumal la
noche ya ha caído sobre la playa, cierra el libro y vuelve lentamente al hotel.
Después de cenar, su padre le propone salir a divertirse.
B rechaza la invitación. Le sugiere a su padre que vaya solo, que él no está para
divertirse, que prefiere quedarse en la habitación y ver una película en la tele.
Parece mentira, dice su padre, que a tu edad te estés comportando como un viejo.
B observa a su padre, que se ha duchado y se está poniendo ropa limpia, y se ríe.
Antes de que su padre se marche B le dice que se cuide.
Su padre lo mira desde la puerta y le dice que sólo va a tomarse un par de tragos.
Cuídate tú, dice y cierra suavemente.
Al quedarse solo B se quita los zapatos, busca sus cigarrillos,
enciende la tele y vuelve a tumbarse en la cama. Sin darse cuenta, se queda dormido.
Sueña que vive (o que está de visita) en la ciudad de los titanes. En su sueño sólo
hay un deambular permanente por calles enormes y oscuras que recuerda de otros sueños.
Y hay también una actitud suya que en la vigilia él sabe que no tiene. Una actitud
delante de los edificios cuyas voluminosas sombras parecen chocar entre sí, y que
no es precisamente una actitud de valor sino más bien de indiferencia.
Al cabo de un rato, justo cuando la teleserie se ha
acabado, B se despierta de golpe, como impelido por una llamada, se levanta, apaga
la tele y se asoma a la ventana. En la terraza, semioculta en el mismo rincón de
la noche anterior, está la norteamericana delante de un vaso de alcohol o de zumo
de frutas. B la observa sin curiosidad y luego se aparta de la ventana, se sienta
en la cama, abre su libro de poetas surrealistas y trata de leer. Pero no puede.
Así que trata de pensar y para tal efecto se tiende en la cama otra vez, cierra
los ojos, deja los brazos estirados. Por un instante cree que no tardará en quedarse
dormido. Incluso puede ver, sesgada, una calle de la ciudad de los sueños. No tarda,
sin embargo, en comprender que sólo está recordando el sueño y entonces abre los
ojos y se queda durante un rato contemplando el cielo raso de la habitación. Luego
apaga la luz de la mesilla de noche y vuelve a acercarse a la ventana. La norteamericana
sigue allí, inmóvil, y las sombras de los jarrones se alargan hasta tocar las sombras
de las mesas vecinas. El agua de la piscina recoge los reflejos de la recepción
que permanece, al contrario que la terraza, con todas las luces encendidas. De pronto
un coche se detiene a pocos metros de la entrada del hotel. B cree que se trata
del Mustang de su padre. Pero durante un tiempo excesivamente largo nadie aparece
por la puerta del hotel y B piensa que se ha equivocado. Justo en ese momento distingue
la silueta de su padre que sube las escalinatas. Primero la cabeza, luego los hombros
anchos, después el resto del cuerpo hasta acabar en los zapatos, unos mocasines
de color blanco que a B le disgustan profundamente pero que en ese momento le producen
algo similar a la ternura. Su padre entra en el hotel como si bailara, piensa. Su
padre hace su entrada como si viniera de un velorio, irreflexivamente feliz de seguir
vivo. Pero lo más curioso es que, tras asomarse durante un instante a la recepción,
su padre retrocede y toma el camino de la terraza: desciende las escaleras, rodea
la piscina y va a sentarse en una mesa cercana a la de la norteamericana. Y cuando
por fin aparece el tipo de la recepción con una copa, tras pagarle y sin esperar
siquiera a que el recepcionista haya desaparecido del todo su padre se levanta y
se acerca, con la copa en la mano, hasta la mesa de la norteamericana y durante
un rato se queda allí, de pie, hablando, gesticulando, bebiendo, hasta que la mujer
hace un gesto y su padre toma asiento a su lado.
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